Tirano II. Tormenta de flechas (62 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—Ofrezcamos ese sacrificio a Poseidón.

Kineas se las arregló para dar a entender que quería comprar una cabra y le trajeron el animal. Un baqca masageta, resplandeciente con su cornamenta de caribú y sus vestiduras de seda, los condujo más allá de la tienda de Zarina hasta el altar del campamento. Kineas sacrificó al animal con sus propias manos, degollándolo y apartándose a tiempo del chorro de sangre con la soltura de quien tiene práctica. Entonó el himno con León y Diodoro.

Poseidón, Señor de los Caballos,

tú que amas el rítmico batir

de cascos en la dura batalla

y a quien los relinchos suenan a gloria,

y que cuando nuestros caballos de negra crin

ganan la copa de los vencedores,

su rapidez alegra al soberano

de la procelosa mar océana…

Lo entonaron hasta el final, y Kineas sonreía como si tuviera la mitad de su edad. Filocles vino cantando el himno, y con él muchos de los comandantes de Zarina, y detrás de ellos la propia Zarina, hablando con mucha gesticulación con Ataelo, que arrugaba la frente.

Kineas estaba con Talasa junto al altar, rodeado de guerreros masagetas y dahae, muchos de los cuales se acercaban a tocar a su caballo. Vio que una niña le arrancaba unos pelos de la cola, y se disponía a interrumpirla cuando se encontró frente a frente con Zarina.

—Ahora entiendo que mi joven prima se casara con un griego —dijo, y asintió gravemente—. Ve al norte si allí es donde ves al enemigo, Kineax. He escuchado al espartano; he entendido lo que me ha dicho. —Se encogió de hombros—. Ninguna reina se ha enfrentado jamás a una batalla tan grande, con todo el poderío del pueblo. No soy persa, no beso y abrazo a mis jefes hasta que se van hoscamente a ocupar una posición cuidadosamente fijada en la línea de batalla. Y tampoco soy Qu'in, con carros de combate y caballos y filas de hombres como fichas en un tablero de juego. Soy la reina de los sakje y mis jefes lucharán como perros para ocupar una buena posición en la línea de batalla. Haz lo que quieras; eres un militar. Estas son las órdenes que te doy, las mismas que doy a todos los jefes: eres un hombre libre. Haz lo que quieras.

Mientras regresaban al lugar que tenían asignado, Filocles parloteó sin cesar sobre el rato que había pasado con Zarina.

—Es exactamente la clase de bárbara que Solón o Tales habrían admirado. Totalmente libre. —Meneó la cabeza, apenas visible a la luz de la luna—. Le he advertido que Espitamenes está de camino. Lo conoce. Deduzco que se trata de un matrimonio de conveniencia.

—Mientras él esté a la derecha y nosotros a la izquierda —observó Kineas—. Ahora bien, como se ponga delante de Srayanka, ella lo matará y al Hades con las consecuencias.

Llegaron a su campamento con el último resplandor en el horizonte de poniente. Las hogueras estaban encendidas y los guerreros comían su rancho. León aguardó hasta que se llevaron los caballos para estacarlos.

—Tenemos comida para veinte días más, y luego a apretarse el cinturón —señaló.

—Toda la hueste de los sakje se encuentra en la misma situación —dijo Diodoro amargamente—. Lo único que tiene que hacer Alejandro es aguardar mientras desaparecemos.

—Hace dos horas estabas dispuesto a marcharte —recordó Kineas.

—He cabalgado hasta aquí por algo —repuso Diodoro, sobreponiéndose a sus propios comentarios.

—Alejandro está en la misma situación. Ha reunido a todos sus ejércitos de Oriente al borde de un desierto, y ha pasado el verano combatiendo contra partisanos. No cuenta con las provisiones de comida a las que está acostumbrado. Nos enfrentaremos a él, mañana o pasado mañana. Apuesto a que será pasado mañana.

Srayanka vino con Antígono y el resto de los jefes y oficiales, como si Kineas hubiese convocado un consejo. Permanecían callados, y Kineas sonrió al pensar en el alboroto que habían armado los sakje ante la tienda de seda roja y blanca de la reina.

—¿Están bien? —preguntó Kineas a Srayanka.

Srayanka sonrió.

—¿Crees que vendría aquí a hablar de guerra si mis hijos no estuvieran bien? —preguntó ella a su vez. Miró irónicamente a Samahe—. Me estoy volviendo como mi madre. De joven cabalgó con las lanceras, pero en su madurez fue ante todo madre y se ablandó.

Kineas le cogió el mentón y la besó.

—Dudo mucho que tú te ablandes —le dijo.

—Dejemos que Espitamenes se ponga a tiro y ya veremos —repuso ella.

—El enemigo es Alejandro —señaló Diodoro.

—Alejandro fue educado —observó Srayanka. Sacudió la cabeza hacia atrás—. Hefestión, a ése sí que lo castraría, aunque sólo fuera por Urvara.

Kineas notó que se le encogía el estómago.

—No sabía nada de esto —confesó.

Srayanka se encogió de hombros.

—Es una chica dura —aseveró—. No la destrozó, y el joven olbiano la ama, y se ha curado. No es preciso decir más. Pero Hefestión…

Ninguno de quienes miraban a Srayanka a la luz de la hoguera tuvo que preguntarse si la maternidad la había ablandado. Srayanka ladeó la cabeza.

—Y bien, esposo, ¿ves la batalla en tu cabeza?

Kineas bosquejó su plan allí mismo, a pie de fogata. Hizo dibujos en el polvo con la punta de un cuchillo que había encontrado junto al fuego.

—Ataelo y yo —explicó— estamos de acuerdo en que Alejandro enviará un contingente al norte, ya sea a sus órdenes o al mando de alguien que goce de su confianza. Eso lo aprendió de Parmenio. Seguramente será Filotas, ¿no creéis?

—¡A Filotas lo asesinó! —corrigió Diodoro—. La edad te está afectando.

—Tanto peor para él —repuso Kineas—. Filotas era su mejor oficial después de Parmenio. Entonces, ¿Eumenes, tal vez? ¿El cardio?

—¿Y Cratero? —preguntó Filocles—. Yo nunca serví al monstruo, pero conozco algunos nombres. ¿Por qué no Cratero?

Kineas se encogió de hombros.

—Alguien peligroso, con buenas tropas, seguramente sólo caballería. Sigo viendo a Filotas. —Hizo una pausa y vertió una libación al espíritu del fallecido—. Marcharán al norte hasta el próximo vado, el que Ataelo ya ha localizado, e intentarán arremeter contra el flanco de la reina. Si actuamos rápido, los detendremos en el vado. Es el mejor servicio que podemos prestar a este ejército.

Todos estuvieron de acuerdo.

—Y, si Zarina pierde, tendremos el camino despejado para regresar a casa —agregó Srayanka. Kineas asintió.

—Sí —confirmó, sin entrar en detalles.

—Supongamos que detenemos a ese macedonio y que lo hacemos huir en desbandada por donde ha venido —aventuró Samahe. Se encogió de hombros, mirando extrañada a su alrededor—. ¿Por qué me miráis así? ¡Somos famosos por las batallas que hemos ganado!

Su comentario fue recibido con risas.

—Entonces, ¿qué? ¿Eh? —preguntó desafiante.

—La verdad es que no lo sé —admitió Kineas—. Podríamos cruzar detrás de ellos y devolverles el favor, aunque me inclino a pensar que el combate no nos dejará en condiciones de atacar su flanco; además, somos muy pocos. No obstante, deberíamos ser capaces de cerrar filas en nuestro bando —el cuchillo de Kineas trazó un surco negro a lo largo de la orilla sakje de la línea que representaba al Jaxartes— y arremeter contra el flanco de su contingente principal.

—Nuestros caballos estarán reventados —señaló Srayanka meditabunda.

Diodoro había encontrado un canasto que usaba a modo de banqueta. Se inclinó hacia delante, haciéndolo crujir con su peso, y señaló el mapa dibujado en el suelo con un palo.

—¿Qué pasa si Alejandro lleva el grueso de sus tropas al vado del norte? —preguntó.

—¡Hum! —exclamó Filocles—. ¿Cuánto duraríamos?

Kineas meneó la cabeza.

—Yo ni siquiera lucharía, aparte de provocar alguna escaramuza para que le costara cruzar. —Sonrió con amargura—. No duraríamos mucho.

—No —corroboró Diodoro—; y, en cualquier caso, no valdría la pena. Este ejército sakje no es una falange, Filocles. Si atacas a los sakje por el flanco, dan media vuelta y atacan otro día. Si Alejandro quiere una batalla, tendrá que acosarlos, no darles opción y atacar.

Srayanka asintió como si estuviera conversando consigo misma.

—Escuchad. Luchemos como asagatje. Llevemos allí a todos los caballos de refresco. —Indicó un lugar justo al oeste del vado y luego señaló a Diodoro—. Si las peores previsiones de Diodoro se cumplen y Alejandro viene por el norte, podemos batirnos en retirada, cambiar de caballos y desaparecer. Aunque nos persigan, nadie nos alcanzará si tenemos caballos de refresco. ¿Sí?

En torno a la hoguera, todos los jefes y oficiales asintieron. Lot le dio una palmada en la espalda.

—Manos Crueles, seguís siendo los más astutos.

Srayanka prosiguió, dedicando una sonrisa muy poco maternal a su marido.

—Si nos enfrentamos a ese flanco y vencemos, nos tomamos nuestro tiempo para cambiar de caballos y acudimos a la batalla principal con monturas de refresco.

Kineas la abrazó y le dio un beso. Los demás líderes armaron jolgorio riéndose de ellos. Cuando sus labios se separaron, Kineas meneó la cabeza.

—Besas mejor que cualquiera de mis demás capitanes de caballería —dijo. Y Srayanka le dio una patada en la espinilla.

Diodoro volvió a mirar el mapa dibujado en la arena.

—Deberíamos trasladarnos esta noche —sugirió— Miró a Srayanka y se encogió de hombros con ademán de disculpa—. Cuarenta estadios a la luz de la luna no son nada después del desierto. Y así no habrá polvo que nos delate.

—Ulises, como de costumbre, lleva razón —declaró Kineas. El y Srayanka intercambiaron una larga mirada porque les estaban arrebatando unas horas preciosas que nunca volverían a tener.

—Montaremos juntos, como hacíamos cuando nuestro amor era joven —dijo ella, y comenzó a fallarle la voz, aunque no se le llegó a quebrar—. Te preguntaré los nombres de las cosas en griego y tú me preguntarás palabras en sakje, y nos olvidaremos del futuro y sólo conoceremos el presente.

Filocles no pudo soportarlo y se dio media vuelta.

Ataelo ya estaba dando órdenes para reunir a los caballos y Antígono fue a transmitir la impopular decisión, pero el resto permaneció junto al fuego. La noche caía deprisa en las llanuras.

—¿Dónde estará Coeno? —preguntó Diodoro. Aguardó un momento y luego decidió que Kineas no lo había oído—. ¿No te preguntas… —comenzó, y Kineas se volvió.

—Coeno debe de estar contemplando el amanecer sobre las montañas de Hircania —aventuró Kineas.

—¡Por Atenea y Hermes! ¿Tanto hemos cabalgado por el desierto? —preguntó Filocles.

—Sí —gruñó Ataelo.

Diodoro se mesaba la barba.

—Cada vez que besas a Srayanka añoro más a Safo —confesó.

Kineas le dio una palmada en el hombro.

—Se avecinan días de grandeza —dijo. Estaba triste y contento a la vez. Y luego, tras una pausa, agregó—: Cuida de Filocles cuando yo me haya ido.

Diodoro tosió para disimular las lágrimas que relucían sobre sus mejillas.

—Me resisto a creer que ocurrirá lo que dices; que sepas la hora de tu muerte. —Se sorbió la nariz—. ¿Estás seguro?

Kineas le dio un abrazo.

—Conozco esta batalla —se limitó a decir—. Yo muero.

—¿Filocles? —preguntó Diodoro, enjugándose los ojos con el dorso de la mano—. ¡Por Ares! ¡Srayanka es quien va a necesitarnos!

—No —repuso Kineas—. Srayanka será reina, y todos los sakje serán su marido. Filocles sólo te tendrá a ti.

Diodoro se mordió el labio.

—¿Recuerdas las clases de espada con Focionte? —preguntó.

—Pienso en ellas sin cesar —respondió Kineas. Los dos hombres seguían abrazados.

—Seré el último que quede —observó Diodoro. Lloraba, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas como las aguas lodosas del Jaxartes.

—Pues debes de ser el mejor —dijo Kineas—. Cuando yo caiga, asume tú el mando. Y no sólo para una acción. Te dejo el legado de mis batallas.

Diodoro retrocedió, tapándose el rostro con la mano.

—Nunca he sido el strategos que tú fuiste —se quejó.

Kineas lo agarró del cuello.

—Hace dos años, eras soldado de caballería —le recordó—. Pronto lucharemos contra Alejandro. Sabes mandar. Te encanta mandar.

—Los dioses saben que es cierto —asintió Diodoro.

—Te dejo el legado de mis batallas —repitió Kineas.

—Deberías ser rey. Rey del Bósforo entero.

Kineas notó sus propias lágrimas al pensar en todo lo que se perdería. Sus hijos, lo que más.

—Convierte a Sátiro en rey —dijo—. Yo soy demasiado ateniense para serlo.

El otro ateniense se irguió.

—Lo haré —afirmó con resolución.

Cubrieron cuarenta estadios en un sueño de oscuridad con el tenue brillo de la luna en la arena, y la mano de Artemis cazadora los ocultó. Los prodromoi de Ataelo aguardaban en cada obstáculo y cada giro, guiándolos en torno al campamento sakje en la noche, mostrándoles por dónde cruzar un barranco con un borbotante arroyo en el fondo y alrededor de una colina de esquisto que podría haber lastimado a los caballos a oscuras, hasta que llegaron a la parte de atrás de una larga serrezuela perpendicular al Jaxartes. Ataelo cabalgó hasta Kineas.

—Para luchar —dijo en voz baja. Señaló risco abajo hacia el río donde un pronunciado meandro relucía a la luz de la luna—: ¡Iskander! —exclamó Ataelo, y señaló al otro lado del río, donde mil estrellas naranjas brillaban a los pies de los Montes Sogdianos: las fogatas de los ranchos de Alejandro.

Siguieron cabalgando por espacio de una hora; la columna serpenteaba a sus espaldas hasta perderse de vista entre las sombras de los montes. Doce estadios después, según cálculos de Kineas, bajaron por un abrupto sendero hacia el río, al que oían sin llegar a verlo.

Kineas cabalgó hacia el fondo del valle, sin preocuparse de que hubiera o no patrullas enemigas, ansioso por inspeccionar el terreno lo mejor posible; y Srayanka fue con él, seguida por su séquito. Montaban codo con codo, casi en silencio.

Se detuvieron al llegar a la orilla del vado.

—¿Y bien? —preguntó Srayanka.

Kineas meneó la cabeza y sonrió.

—No sé qué significa, pero éste no es el lugar de mi sueño —dijo—. El cauce es demasiado estrecho. —Señaló al otro lado—. No hay árboles derribados. Ningún árbol gigante en la otra orilla.

Srayanka exhaló como si llevara todo el día conteniendo la respiración.

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