Tirano II. Tormenta de flechas (46 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Luego se desinfló como una tienda a la que le quitaran los postes.

—Y tienes razón, espartano —agregó Srayanka—. No tenemos otro sitio adonde ir.

Kineas la agarró por los hombros. En lugar de rechazarlo, como temía, se dejó abrazar.

—Sólo me han llamado rey en tu ausencia —dijo Kineas.

Srayanka dio media vuelta entre sus brazos, y sus ojos le escrutaron el rostro como si acabara de descubrir una imperfección oculta en una vasija.

—No. Tú eres rey. Los caballos de Nihmu y mi vientre te hacen rey. Y aun así no nos debes nada. —Frunció el ceño—. Satrax me advirtió contra este momento. Yo soy una bárbara y tú eres un griego.

Diodoro volvía a estar mirando al suelo entre sus sandalias, pero entonces levantó la vista otra vez.

—Sé justa, Srayanka. Los sakje han sacado un buen provecho de este ejército.

—Nosotros somos bárbaros para vosotros —repuso ella—, como también lo somos para Alejandro. —Escupió. Imitando a Diodoro con exacta pantomima, manifestó—: A este paso, en pocos años todos seremos sakje. —Se apretó la barriga—. Ningún destino podría ser más cruel —agregó en tono de mofa.

Diodoro hizo una mueca.

—Escucha, señora —dijo con los brazos en jarras—. Llevo años de guerra a mis espaldas. Estoy harto. Quiero establecerme en algún lugar y tener una familia y un futuro. Los sakje sois como hermanos para mí, pero añoro el mundo de la palestra y el ágora. ¿Acaso tú serías feliz si te obligara a vivir lejos de la estepa?

Srayanka bajó la cabeza.

Kineas intervino:

—Srayanka, pueden irse a casa si quieren… pero no lo harán. Protestarán y se emborracharán. —Fulminó a Filocles con la mirada—. Pero… —La miró a los ojos, cuyo asombroso azul era casi negro a la luz de la hoguera—: Pero tienes otras opciones. Puedes regresar, y cuando esto termine… —apretando los dientes, prosiguió—: Las tierras altas entre el Tanais y el Rha… ¿A qué tribu pertenecen?

Srayanka se apartó el pelo de la cara con la mano.

—Es la tierra tribal de los meotes, y tierra de nadie desde hace más de diez años.

Kineas asintió.

—Deja que los granjeros se las arreglen —aconsejó—. La tierra alta es tierra de lobos, peor que Hircania. Nosotros despejamos el camino y pusimos un poco de paz; la suficiente para diez mil caballos. Y en cuanto estés allí para defenderla, los granjeros meotes y los sindones regresarán a sus granjas en el curso bajo del Rha.

Diodoro frunció la boca y miró a Kineas con una nueva clase de respeto.

—Eres más listo de lo que pareces —observó. Filocles enarcó una ceja y pareció un sátiro cómico.

—O sea que has estado pensando en otros finales —dijo. Kineas les dio la razón.

—Tuve un invierno entero para oír lo que se decía en Hircania, así como los comentarios de León sobre el comercio oriental —explicó—. Muchos de los olbianos se irán a casa, pero si proclamásemos que vamos a fundar una ciudad, muchos se quedarían.

Filocles sonrió de oreja a oreja.

—¡No nos habías dicho nada de esto! —exclamó—. ¡Es una idea brillante!

Diodoro también sonrió.

—Una ciudad de mercenarios y sakje —dijo—. Me figuro que recibiremos a un buen número de viajeros curiosos.

Los ojos de Srayanka fueron de uno a otro.

—Los sakje se marchan al este, a la asamblea de las tribus —sentenció—. Con rey o sin él —agregó. Pero entonces observó a Kineas con más alegría—. Aunque las tierras altas entre el Rha y el Tanais son un buen sueño, y un sueño puede mantener vivo a un pueblo. —Se encogió de hombros, ademán que resultó curiosamente griego en ella—. ¿Quién sabe? Quizás incluso llegue a hacerse realidad.

Kineas la miró.

—Tal vez deberíamos casarnos, ¿no crees? —le preguntó.

—Esposo, llevamos casados desde la primera vez que hicimos de semental y de yegua —respondió Srayanka—. A los sakje nos trae sin cuidado la pompa mientras podamos coger la trompeta. Ahora bien —sonrió con complicidad—, nunca digo que no a una buena fiesta. Y todos nuestros hombres y mujeres necesitan algo que guardar en su mente que no sea miedo y muerte.

En el carromato se oyó un movimiento, un distante golpe sordo y un sonoro gemido.

—¡Oh, diosa! —maldijo Srayanka, y le echó una carrera a Kineas hacia la cama del carromato.

22

Según los cálculos de Kineas, el banquete para celebrar su boda y su victoria coincidiría con la Panathenia, un festival dedicado a Eros y Atenea. Calculó la fecha con un ojo atento a la hierba de las llanuras y a la velocidad con que su esposa y los heridos se recuperaban.

—Nada podría ser más adecuado —dijo Diodoro, cuando aún no era más que un proyecto. Se le veía con Filocles conspirando por todos los rincones del campamento.

La llegada de Coeno hizo posibles las celebraciones. Los exploradores se la anunciaron con antelación, y entonces Samahe lo localizó y trajo su columna al campamento, donde fue recibido con grandes muestras de júbilo tanto por parte de los sakje como de los sármatas y los olbianos.

La columna de Coeno llegó con veinte soldados de caballería para reemplazar las bajas, cien pesados caballos de combate de las llanuras del sur de Hircania, cuarenta talentos de oro, su nueva prometida Artemisia y noticias.

Y vino.

El vino corrió durante una semana como si estuvieran en las llanuras de la Arcadia en lugar de las de Sogdiana. Los olbianos pagaron a doncellas sármatas para que les tejieran guirnaldas de unas hojas lustrosas que se parecían mucho al laurel, celebraron la fiesta de mediados de verano dedicada a Afrodita con unos pocos días de retraso y ningún hombre ni mujer anduvo del todo sobrio.

La mujer de Coeno estaba sentada con Safo, vestida recatadamente. Ambas habían estado cosiendo y bordando sin cesar, lavándose las manos con frecuencia y ocultando su labor de los ojos curiosos.

—Has explicado el plan a los caballeros, colijo —aventuró Coeno.

Kineas asintió, masticando pan ácimo hecho con harina buena.

—Se lo propuse a Srayanka, y también a Diodoro.

Filocles agitó su pedazo de pan para llamar la atención.

—Y a mí también —dijo con la boca llena.

Coeno extendió los brazos hacia el oeste.

—Pues ya se está haciendo realidad —anunció—. Herón puso a cien hombres en el fuerte del Rha a las órdenes de Crax y luego envió su escuadrón de caballería a despejarme el camino. Crax es el señor de toda la desembocadura del Rha y ha reclutado hombres en tu nombre. —Coeno sonrió con ironía—. Yo también recluté hombres en Olbia y Pantecapaeum, y añadí los míos a los suyos en vez de enviarlos a través del Caspio. Muchos de ellos ya habían adivinado cuánto oro y plata llevaba conmigo. —Se encogió de hombros.

—¿Y Likeles? —preguntó Kineas.

—Tampoco es tan tonto —contestó Coeno con cariño—. Aunque no tenía ni idea de cómo estaba siendo utilizado. Se lo dejé bien claro. Pero ya verás: habrá guerra en las ciudades antes del próximo verano. Heraclea, la plaza más poderosa del Euxino, está anunciando que se apropiará de las ciudades de la costa oriental, y ni Olbia ni Pantecapaeum están preparadas.

—¿Y Herón?

—Herón va reuniendo e instruyendo poco a poco un ejército compuesto por la escoria de Hircania, con Leóstenes como capitán y Licurgo como gobernador de Namastopolis. —Coeno sonrió—. No hace daño a nadie, y su oro retiene a los mejores hombres con nosotros. El resto ya ha ido al sur por las montañas hasta Partia. Allí abajo se la tienen jurada, como en cualquier otro sitio donde impera el mandato de Alejandro. Es una locura que permanezca en Oriente. Sus tierras más occidentales van a abandonarlo. —Coeno meneó la cabeza—. Y para colmo, él también está reclutando griegos.

Kineas negó con la cabeza.

—No soy de los que adoran a Alejandro —dijo—, pero hace un año el tirano de Olbia me contaba que Parmenio lo enterraría. Ahora Parmenio está muerto. Alejandro tal vez esté loco, por sus venas tal vez corra orgullo en lugar de sangre, pero es muy astuto en lo que a gobernar hombres se refiere.

Diodoro sonrió con dureza.

—Nosotros le hemos ayudado.

Coeno asintió.

—No voy a discutir con vosotros. Antípatro está muerto de miedo. Olimpia es un elemento a tener en cuenta, o eso dicen. —Bebió vino—. Ares, pero aquí todo eso parece muy lejano.

Diodoro sonrió como un zorro.

—La política tal vez quede lejos, pero el rey dios está a menos de mil estadios en aquella dirección. —Señaló hacia Oriente—. Probablemente, a menos.

Coeno se incorporó como si le hubiese picado una avispa.

—¡Pero si es menos distancia de la que separa a Esparta de Atenas!

—Precisamente. —Diodoro alargó el brazo más allá de su amigo y se sirvió vino—. Sus patrullas y las nuestras ya marchan por el mismo terreno. Si él no estuviera tan pendiente de Espitamenes, ya andaría tras nosotros.

—O sea que Crax se halla en el fuerte de Errymi —interrumpió Kineas.

Coeno se mesó la barba.

—Es un buen señor, y los meotes lo aprecian. Sus patrullas los mantienen a salvo. Ya se han establecido nuevas granjas a orillas del Rha, yo recorrí la línea divisoria hasta el Tanais; una entrada por salida, para entendernos. Hablé con los granjeros del Tanais. Saben que ahuyentamos a los bandidos. A no ser que los gravemos con impuestos excesivos, se alegrarán de tener un señor y una ciudad.

Kineas volvió a negar con la cabeza.

—Todavía no he prestado juramento al respecto.

Coeno apuró los posos de su vino.

—¡Tonterías! —repuso—. Tal como están las cosas, pueden darse por hechas.

Safo sonrió, lo mismo que Artemisia, y Srayanka se rió, las tres con la vista puesta en los dos bebés.

Filocles dio una palmada a Kineas en la espalda.

—¿Serás rey? —inquirió.

Kineas aún se reía cuando Upazan pasó cabalgando cerca de allí y algo en la tensión de los hombros del joven le cortó la risa.

—Preferiría fundar una ciudad con una asamblea —contestó.

Srayanka se encogió de hombros.

—Nosotros también tenemos asambleas. Pero tenemos señores para la guerra. Si hacemos esto, creo que deberíamos tener un rey.

Nihmu entró en el círculo de los adultos y cogió un pedazo de pan caliente.

—El tiempo de los reyes se aproxima —vaticinó. Sonrió disculpándose, ya fuese por sus palabras o por el pedazo de pan—. El tiempo de las asambleas ya casi es parte del pasado. —Sonrió con timidez—. Eso es lo que dijeron los sacerdotes en Olbia.

Filocles la miró y frunció el ceño. Estaba adormilado por el vino.

—¿Por qué tiene que ser tiempo de reyes, niña? Esparta tiene reyes, y no puede decirse que esté en su mejor momento —observó—. ¿Y por qué siempre haces como si fueras una vidente bárbara?

Safo meneó la cabeza.

—La niña sólo dice la verdad, Filocles. ¿Y acaso no era griega Casandra, y no bárbara?

Kineas asintió.

—Nihmu, tus sacerdotes son aristócratas hasta el último hombre y desean una época de reyes. Los malos profetas predicen el futuro que les interesa. Los buenos profetas sólo dicen lo que los dioses les envían.

—Vaya, ahora resulta que la culpa es de los aristócratas, ¿no? —preguntó Filocles.

—Vete a la cama —repuso Safo—. Estás discutiendo, no debatiendo. —Susurró algo a Nihmu para que se marchara, y Kineas tuvo claro que ella había enviado a la niña en busca de Temerix.

Filocles se tomó a mal su tono. Se levantó.

—Lamento que mi ingenio no esté a tu altura, señora —dijo, y desapareció en la noche.

Tras dedicarle una mirada de preocupación, Safo tomó a Diodoro de la mano y se lo llevó consigo.

Srayanka le dio el pecho a su hija.

—Si esa niña es hija de Kam Baqca —quiso saber—, ¿quién fue su madre?

Kineas bebió vino y meneó la cabeza.

—Me lo dijo. Pero ya no me acuerdo. Su abuela era una señora que llevaba tu nombre.

—¿En serio? —exclamó Srayanka—. ¿Srayanka, la arquera? Eso nos convertiría en primas. ¿Por qué no la conozco?

—Ni idea, querida. Yo no me crié aquí. —Kineas le acarició el pelo y luego cogió en brazos a su hija, maravillándose una vez más ante sus diminutas manos y pies, y por cómo estaba saliendo todo. Y por lo que le hacía sentir sostener a una criatura en brazos.

—Me da miedo —dijo Srayanka—. Y, si Kam Baqca se acostó alguna vez con una mujer, creo que yo debería saberlo.

Kineas enarcó una ceja.

—A mí me cae bien. Incluso cuando hace de Casandra.

Srayanka cogió a su hija y le dio el otro pecho.

—¡Tragona! —murmuró—. A lo mejor me equivoco, amor mío. Kam Baqca era un ser muy extraño y sacrificó su virilidad, ¡hum!, hace siete años, o quizás ocho. De modo que puede ser.

Kineas entendía muchas cosas de los sakje, pero el cambio de género de Kam Baqca le revolvía las tripas y optó por cambiar de tema.

—¿Estás lista para la boda? —preguntó.

Srayanka cambió de pecho mientras Samahe vino a sacar al niño de la canasta y empezó a cambiarlo.

—Ya estamos casados, esposo. Pero será bueno para tus griegos asistir a la ceremonia, y todo nuestro pueblo desea beber vino. —Sonrió y a su vez cambió de tema—: Me gusta la esposa de Lot.

Kineas dejó que sus ojos siguieran a Upazan.

—Ojalá pudiera darle un hijo —dijo.

Srayanka chasqueó la lengua.

—Deja de pensar como un griego. Su hijo no será su heredero. Ésa no es la costumbre sármata, como tampoco lo es la sakje ni la masageta.

—Pero su hijo podría ser su heredero —repuso Kineas.

Srayanka asintió.

—Es menos probable entre los clanes orientales que entre los occidentales, aunque posible. Pero Upazan es su heredero y ningún hijo de Monae cambiará eso. Pero aún son jóvenes, y Lot está en la plenitud de su vida guerrera. ¿Qué te preocupa?

—Upazan lo quiere muerto. Upazan nos odia, aunque no sé por qué motivo.

—El único motivo es la locura de juventud. —Sonrió—. Lot tendría que haberlo llevado a Occidente.

Samahe se levantó con su labor envuelta en un retal de lino.

—Esta niña ya ha tomado suficiente leche —dijo. Y alargó los brazos para coger a la niña, que lloró hasta que su padre la hizo callar. Kineas jugaba con ella mientras su hijo se agarraba al pezón de Srayanka por momentos.

—¿Cuándo los bautizaremos? —preguntó Kineas con su hija en brazos.

—Los bautizaremos en la ceremonia. Tendrán un mes, y es una buena edad.

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