—¡Pues claro! —exclamó—. Por eso ahora él y León son amigos —agregó riendo.
Diodoro se mesaba la barba.
—Sospecho que la lotería bárbara es menos justa de lo que parece —dijo—. ¿Habría que amañar el sorteo?
Kineas asintió.
—Una idea excelente, pero dejemos que lo haga Srayanka.
Diodoro estuvo conforme.
—¿Qué tiene que hacer Srayanka? —preguntó la aludida, saliendo de la oscuridad a la luz de la hoguera.
Kineas señaló a Filocles.
—Dice que Eumenes y Urvara están… juntos.
Srayanka fingió inspeccionar el cuenco vacío de Filocles a la luz de las llamas.
—No está mal. ¿Puedo tomar un poco de este cordero? —Alargó el cuenco hacia su marido. Y luego dijo—: Pues no están juntos… todavía —explicó, sonriendo.
Kineas le llenó el cuenco de guiso del caldero de bronce que tenía a sus pies. Se estaba deteriorando; los dos grifos que sujetaban el asa necesitaban nuevos remaches y, si su caldero requería una forja de bronce, todos los calderos del ejército estarían en iguales o peores condiciones. Aquélla sólo era una de las miles de cosas que precisaban.
Miró a Srayanka a los ojos y compartieron algo sobre comida y cocina; medias sonrisas que daban a entender que no había nada notable en que una esposa regresara de organizar patrullas nocturnas para que le diera de comer su marido, el general.
—¿Y los niños? —inquirió.
—Por extraño que parezca, dormidos —contestó Kineas—. Estaban tan callados que he tenido que ir dos veces a asegurarme de que todo iba bien.
Srayanka se alejó con su ración de cordero, dirigiéndose al carromato para verlo con sus propios ojos.
—Así pues, ¿estamos de acuerdo? —concluyó Kineas—. Mandamos a unos cuantos olbianos a casa como garantía para los sakje. Los celtas y los mercenarios y cualquier voluntario de los antiguos hoplitas pueden quedarse a las órdenes de Diodoro y Andrónico. Los hombres que vengan se quedan con los mejores caballos y tienen que hacer lo posible por hacerse con armaduras bárbaras.
Filocles enarcó una ceja.
—¿Y qué pasa con Temerix?
Kineas hizo una mueca.
—Es fácil olvidarse de él cuando no estamos combatiendo.
Me figuro que vendrá con nosotros al este.
Diodoro asintió. Frunció los labios y luego dijo:
—Todos esos sindones montan como centauros. Démosles buenos caballos, tenemos de sobra. Poco pueden hacer los psiloi en llano.
Kineas se comió su cordero y bebió una infusión de hierbas en vez de vino, que ya comenzaba a escasear. Filocles mascó pan y Diodoro contempló las estrellas hasta que Srayanka regresó. Nihmu tarareó una cancioncilla para sí y se durmió con la cabeza en el regazo de Filocles.
—Están bien —informó Srayanka al regresar.
—Nos gustaría montar a los sindones en caballos de refresco sakje —manifestó Kineas.
Srayanka preguntó:
—¿Cuántos? ¿Dos por cabeza?
—Como mínimo —precisó Diodoro. Como todos los oficiales griegos, Diodoro se había vuelto adicto al sistema sakje de llevar tres o cuatro monturas para cada jinete. Eso hacía que el ejército fuera prácticamente incansable.
—Doscientos caballos. Los tengo —confirmó Srayanka—. Y más también. Pediré a determinados sakje que nos cedan sus caballos; muchos han sido atendidos por la gente de la tierra, y ésta debería ser la recompensa.
Diodoro asintió.
—Gracias, Srayanka. Lo merecen. —Se recostó—. Desde que Niceas murió, Temerix no ha recibido la consideración debida. Estoy intentando llenar ese vacío.
—Me avergüenza que tengas que recordármelo —repuso Kineas.
Y los gemelos se despertaron al unísono, poniendo fin a la conversación.
—Cratero está en las hoces del Polytimeros —informó Coeno.
El sol despuntaba en un nuevo día, y Kineas ya se sentía acalorado y pegajoso. Sólo llevaba la túnica que se había puesto apresuradamente al enterarse de que llegaba un explorador. Coeno iba cubierto de polvo, su habitual atildamiento estaba arruinado, su rostro era una máscara cómica de arena parda surcada por regueros de sudor. Había insistido en comandar una patrulla porque, según él, «le faltaba práctica».
Kineas mandó a Nicanor a avisar a todos los jefes.
—¿Lo viste? —preguntó a Coeno.
—En persona. —La máscara polvorienta sonrió—. ¡No es un hombre fácil de olvidar! Mil soldados de caballería; quizá también una parte de infantería montada. No me quedé a inspeccionar la columna entera. Mosva acababa de llegar con otra chica sármata para decirnos que Espitamenes avanzaba hacia el norte; encontraron su campamento, y acto seguido me enteré de que nuestra avanzadilla disparaba flechas contra la suya. Vino en persona mientras yo aún intentaba calcular cuántos eran.
Kineas se mesó la barba.
—Nos cortará el paso.
Diodoro vino corriendo con Filocles y Eumenes pisándole los talones.
—En un día alcanzará nuestros carromatos —señaló—. ¿Qué demonios hace aquí?
Coeno meneó la cabeza.
—Va deprisa. Pero apuesto un dárico contra una lechuza a que va en pos de Espitamenes para impedirle llegar al mar de hierba.
Diodoro empezó a abrocharse la coraza.
—Estás preparado para comandar ejércitos, Coeno. El problema es que habrá tomado a tu avanzadilla por la de Espitamenes.
Kineas se encontró con que Nicanor le traía la armadura. Mantuvo los brazos en alto mientras éste le pasaba la coraza de lino y escamas por la cabeza. En cuanto tuvo abrochadas las hombreras al peto, se puso a trazar líneas en el polvo.
—Si fueras Cratero y persiguieras a Espitamenes… —comenzó.
—Tomaría vino —interrumpió Coeno, tomándole el peso a una ánfora vacía. Nicanor le llevó una toalla y una botella de arcilla llena de agua; disfrutaba sirviendo a Coeno porque éste mantenía la clase de exigencias que él consideraba a la altura de su rango, a diferencia de Kineas, que no sentía necesidad de vestir a la manera ateniense en medio del mar de hierba—. Si yo fuera Cratero, daría media vuelta y regresaría a casa. Si me topara con resistencia en el Oxus, pensaría que Espitamenes va por delante de mí.
—O insistiría en la persecución, confiando en dañarle la retaguardia —dijo Diodoro—. Aceptémoslo, eso sería más propio de Cratero. Es un terrier, en cuanto hinca sus fauces en una presa, nunca más la suelta. ¿Cuándo habéis visto que dejara de dar caza a un enemigo hasta que su caballo ya no se sostuviera en pie?
—¿Todos conocéis a este macedonio? —preguntó Filocles.
—Ahora es mayor —dijo Kineas a modo de respuesta—. Solíamos llamarlo «el puño izquierdo de Alejandro».
—Aunque ahora tampoco tiene a Parmenio para darle ánimos —terció Diodoro.
—O sea que podría hacer ambas cosas: emprender la retirada o caer sobre nosotros en cuestión de, ¿qué, cuatro horas? —Kineas miró a Coeno.
Llegó Ataelo con el brazo aún en cabestrillo. La herida se había infectado y supuraba pus sin parar. Ataelo parecía tener fiebre y caminaba con paso poco firme.
—No estás en forma para montar, Ataelo. Vuelve a tu camastro y a los cuidados de tu esposa. —Kineas vio a Samahe detrás de su marido—. ¡Llévatelo! —le dijo.
—Alejandro está de camino, ¿y tú por enviarme a la cama? —Ataelo dio un traspié y se agarró al poste central de la tienda—. Necesitas exploradores. Necesitas para ver en las montañas. ¡Los prodromoi van! —Ataelo se golpeó el pecho—. Samahe va, Ataelo va.
Coeno, que siempre se había llevado bien con el escita, negó con la cabeza.
—Nos hartamos de explorar antes de que tú aparecieras en escena, hermano.
Ataelo sonrió.
—Un pequeño corte no me aparta de esto. Alejandro se acerca.
Coeno, algo más aseado, le pasó la toalla a Nicanor.
—No es Alejandro, Ataelo. Es sólo Cratero. Podemos arreglarnos sin ti.
Diodoro observaba las marcas que Kineas había trazado en el polvo.
—¿Dónde está Espitamenes? —preguntó.
—Ares, no tropecemos otra vez con la misma piedra —advirtió Kineas.
Diodoro cogió un palo. Y lanzó una mirada a Ataelo, que estaba a su lado, para que lo corrigiera si se equivocaba.
—A ver si lo entiendo. Pongamos que este hormiguero es Maracanda. Pongamos que esta línea es el Polytimeros, y esta otra el Oxus. —Diodoro dibujó una línea desde el hormiguero que representaba Maracanda y luego una segunda en ángulo recto que representaba el Oxus—. Si Alejandro ha levantado el sitio a Maracanda, tal como supongo, entonces Cratero está persiguiendo a Espitamenes hacia el oeste, derecho hacia nosotros. —Diodoro movió el palo resiguiendo la línea del Polytimeros y se detuvo en el Oxus, el palo de la T—. Si Espitamenes lo cruzara, desaparecería en el mar de hierba; al sur de nosotros, aunque no mucho más. Si las chicas vieron el campamento correcto, los persas están al oeste y al sur de nosotros. —Trazó otra raya—. Si Cratero está en las hoces del Polytimeros —prosiguió, señalando con el palo el lugar donde el Polytimeros se encontraba con el Oxus—, tenemos tres puntos en un triángulo equilátero: nosotros en esta punta de la T, Espitamenes en la otra punta y Cratero en la base. Y, si Espitamenes decide intentar reunirse con la reina Zarina —continuó dibujando—, pasará justo por aquí, siguiendo el palo de la T. Con Cratero pisándole los talones.
—Y no puede evitarnos —dijo Coeno—. Por otra parte, si Cratero confundió a nuestros sakje con los sogdianos de Espitamenes, ya estará de camino. Y entonces está entre Espitamenes y nosotros.
Srayanka se frotó el puente de la nariz.
—Tenemos que luchar —declaró.
En éstas, llegó Lot con dos de sus caballeros.
—¿Alejandro está aquí? —preguntó.
—Es posible que a menos de un día de marcha. —Kineas recapituló para ponerlo al corriente de la situación—. Es el general Cratero de Alejandro. El rey está en Maracanda. —Kineas se encogió de hombros—. O eso creemos.
—Nuestro pueblo debe marchar al norte —dijo Lot—. Casi todos estamos listos. Los carromatos de los sakje nos retrasarán.
—Sin ellos, muchos morirán este invierno —replicó Srayanka.
Kineas observó a su alrededor, escrutando las miradas.
—Que salgan los prodromoi. Nosotros nos mantendremos firmes aquí. A lo mejor incluso intentamos negociar.
Diodoro enarcó una ceja pelirroja, y acto seguido se marchó a toda prisa. Filocles se quedó.
—¿Con quién piensas negociar? —preguntó.
Kineas meneó la cabeza, mirando fijamente el mapa que había dibujado en el suelo.
—Alejandro es el enemigo contra el que hemos venido a combatir —respondió—. Espitamenes vendió a Srayanka a los macedonios.
Filocles se rascó la barba.
—Estoy harto de la guerra —protestó—. Ninguno de los dos me parece tan malo a mí. Alejandro es un tirano, pero heleno. Espitamenes es medo, pero patriota. —Se encogió de hombros—. ¿Quién es el enemigo?
Kineas seguía mirando el mapa.
—Cratero llegará aquí el primero, si es que viene —dijo—. Si lo retenemos y enviamos un mensajero a Espitamenes, podríamos vencerlo aquí mismo. —Kineas miró a su alrededor.
Filocles hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—¿En verdad tenemos que luchar? —preguntó.
Kineas asintió.
—Los carromatos saldrán dentro de dos horas —precisó—. Tenemos que resistir aquí, al menos hasta que anochezca; si no, la avanzadilla de Cratero se nos puede echar encima entre las columnas.
Los escitas viajaban por el mar de hierba en tres columnas paralelas de carromatos, con las manadas y los rebaños entre ellas, vigilados por una vanguardia y una retaguardia de jinetes jóvenes. Las columnas levantaban tanto polvo en las llanuras agostadas que llegaban a verse a quince estadios de distancia, y la retaguardia a menudo quedaba cegada por la polvareda.
—Conducirá a sus hombres hacia las columnas de polvo —añadió Coeno—. ¿Puedo hablar con franqueza, amigo?
A Kineas le sorprendió su tono de voz.
—¡Por supuesto! —exclamó. Coeno se terminó el agua y preguntó:
—¿De verdad quieres tender una emboscada a Cratero? ¿Con qué propósito?
Filocles asintió como si estuviera de acuerdo; sin embargo, tras una pausa de asombrado silencio, dijo:
—¡Por la liberación de Grecia! —Se irguió como un orador—. Cualquier derrota que sufra Alejandro debilita su opresión sobre Grecia. Si lo vencemos aquí, todos los estados de Grecia se alzarán y serán libres. Esparta, Atenas, Megara.
Coeno se rió.
—No seas tan crédulo, Filocles. Hallarán la manera de joderla, créeme. Lucharán entre sí. —Meneó la cabeza con tristeza—. Tampoco es que tenga mucho interés en liberar a Grecia. Ahora soy un caballero de Olbia.
Srayanka se humedeció los labios y luego sonrió.
—Deberíamos derrotar a Alejandro porque representa una amenaza —dijo—. Porque es como un perro rabioso y, si no lo matamos, atacará a nuestros rebaños.
—Cratero es el enemigo. Espitamenes, un posible aliado; y si no, una mera interrupción. Espitamenes no supone una amenaza para Olbia. —Kineas miró en derredor y recibió muestras de asentimiento—. Me alegra que coincidamos; asunto zanjado —resolvió Kineas. Llevaba puesta la armadura, como la mayoría de hombres allí presentes—. ¡En marcha!
Las columnas emprendieron la marcha antes de que el sol asomara por el horizonte. Los sármatas iban delante, aunque Lot y sus mejores guerreros se quedaron con las tropas de Kineas para defender la meseta de la margen occidental del Oxus. Los sármatas ocupaban la derecha de la línea, ocultos en un pliegue del terreno justo debajo de una serrezuela que corría paralela al camino de la ruta comercial. Kineas puso a la bien instruida caballería griega en el centro, a las órdenes de Diodoro, con los olbianos a la derecha bajo Eumenes y Antígono y los celtas a la izquierda bajo Coeno y Andrónico. En el flanco derecho, Srayanka conducía a los sakje con Parshtaevalt y Urvara. Kineas se quedó con una caballería mixta, compuesta de sakje y griegos, hombres y mujeres que habían hecho la instrucción juntos durante un mes, asumiendo en persona el mando de la retaguardia. La suma de sus tropas no llegaba a ochocientos soldados porque más de un tercio del contingente protegía las columnas y conducía el ganado.
Darío había partido en busca de Espitamenes para intentar convencerlo y conseguir su alianza, o al menos su tolerancia, pese a las objeciones de Srayanka.
Ataelo y sus prodromoi, con Coeno y sus mejores hombres, habían bajado por el valle del Oxus hacia el sureste.