Tirano II. Tormenta de flechas (44 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Srayanka montaba un caballo macedonio; una belleza, pero no lo bastante fuerte para guerrear. Kineas le cogió las riendas y la detuvo con una mirada.

—No he recorrido todo este camino para perderte en una batalla de caballería —declaró Kineas.

—No me he pasado toda la vida a lomos de un caballo para caerme justo cuando estoy embarazada —repuso Srayanka. Le sonrió, pero tenía las comisuras de los labios blancas.

Talasa soportaba la fatiga sin ningún cambio aparente en sus andares. Subió el empinado ribazo del vado en dos saltos, y acto seguido Urvara apareció a su lado, con Srayanka una zancada más atrás. La trompeta de Andrónico tocó tres notas bien claras que enseguida repitió: retirada.

Kineas tiró del bocado de Talasa al borde mismo de la bruma de la batalla y se arriesgó a volver la vista atrás. La nueva polvareda estaba más cerca. Hacia el sur y el este, los hombres de Temerix ya habían montado en sus ponis y corrían a buen paso a través del último llano dirigiéndose al vado.

Desde su ventajosa posición a lomos de un caballo alto subido al ribazo, Kineas pudo ver a los sármatas. Sus corazas de escamas de bronce relucían en otro nudo de batalla, siguiendo el lecho del río medio estadio al este. De alguna manera, la infantería griega, los mercenarios, había llegado hasta allí.

Kineas meneó la cabeza porque todo aquello les estaba robando tiempo, y tiempo era, precisamente, algo que no les sobraba; ahora bien, mientras observaba, Lot se alejó en su caballo de la bruma de la contienda, buscando el origen del toque de trompeta. Kineas levantó el brazo y, con un gesto muy amplio, le indicó el noroeste. Lot se quitó el casco y lo agitó, y asintió exagerando el ademán como acusando recibo de la indicación. Aún se estaba atando de nuevo el yelmo, cuando desapareció en la nube.

Una flecha salió silbando de entre los árboles de la otra orilla y derribó de su poni a uno de los psiloi de Temerix. El hombre chilló y entonces Temerix desmontó, ordenando a sus hombres con señas que formaran en el terreno más seguro de la isla. Ya empuñaba su arco de oro, y lo cargó y disparó en un mismo movimiento muy fluido. Su primera flecha obtuvo como respuesta un grito de dolor entre los álamos de la orilla opuesta.

Kineas se volvió hacia Eumenes y Urvara.

—Reunid a los sakje —ordenó—. Que formen y cubran la retirada de los sindones. —Miró a Filocles—. ¿Por qué vas a pie?

—Me he caído —contestó el espartano.

En otra ocasión, Kineas habría sonreído.

—Pues ve corriendo a decirle a Temerix que deje de jugar a la retaguardia y que se largue de aquí. Y luego vuelve. Nada de heroicidades; nos estamos entreteniendo demasiado.

Filocles hizo el saludo militar; era la primera vez que Kineas le veía hacerlo.

Srayanka alargó el brazo y le cogió una mano. Le clavó las uñas en el antebrazo y gruñó. Sudaba a mares. Kineas procuró serenarla.

Ataelo no apartaba los ojos de la batalla que se libraba en el vado.

—Espitamenes —dijo, como si pronunciara una sentencia de muerte—. Por jodidos persas.

Kineas miró por encima del hombro. Temerix tenía a los sindones formados en línea abierta; alzaron los arcos a la vez y lanzaron una descarga cerrada que se elevó considerablemente antes de caer más allá del matorral del borde del ribazo. Se oyeron gritos, y acto seguido un grupo de caballería persa salió de entre los árboles y descendió en línea recta hacia la orilla, montando como los sakje.

—¡Atenea nos proteja! —exclamó Kineas. Había al menos cien medos. Más bien doscientos.

Kineas miró a su espalda: Eumenes y quizá veinte sakje en un grupo. Si los persas subían al terraplén hasta la retaguardia de los olbianos, todo habría terminado. Los olbianos no lograrían recobrarse.

Mala suerte. Con lo cerca que estaban de conseguirlo.

Temerix gritó otra orden y sus arqueros apretaron sus filas formando un muro lastimosamente pequeño en el borde de la isla, pero tenían una orilla de un metro de altura que defender. Dispararon de nuevo y sus flechas alcanzaron a la delantera de la carga macedonia; los caballos heridos se encabritaron enmarañando la carga al caer, mientras otros rehusaban subir a la isla. Llegó Filocles a la carrera y se puso a gritar instrucciones a Temerix, que no le hizo el menor caso. El jefe sindón se colgó el arco en bandolera y empuñó el hacha.

Eumenes tenía treinta jinetes, y Urvara otros diez.

—¡Lo siento, amor mío! —se disculpó Kineas. Su voz era la única que todos obedecerían, y no tenía a nadie con quien dejarla. Se llevó la mano a la cabeza para bajarse la mentonera y se encontró de nuevo con que no llevaba yelmo.

—¡Sakje! ¡Venid a daros un festín! —clamó Srayanka al lado de Kineas, y su voz clara llegó hasta donde la voz de un hombre se habría perdido. Desenvainó el puñal largo que llevaba sujeto a la cintura.

Más jinetes surgieron de la bruma de la batalla a sus espaldas. Clamó de nuevo, y todos los sakje que alcanzaron a oírla sonrieron.

Kineas se llenó los pulmones considerando que había llegado el momento oportuno, cuando un jinete más se unió a Urvara.

—¡Seguidme! —gritó. Apuntó con la espada hacia el ribazo y todos se pusieron en marcha detrás de él. Volvió la cabeza y vio que Sitalkes, Darío y Cario se apostaban en torno a Srayanka.

La carga persa colisionó con los sindones, y Filocles bramó y su pesada lanza atravesó el peto de un persa, derribándolo del caballo. Su grito de guerra se impuso sobre la cacofonía de la batalla como el aullido de un gato montes sobre el borboteo de un arroyo, y heló la sangre a más de un enemigo.

El contraataque de los sakje parecía endeble y mal organizado, pero los sakje no eran griegos, no requerían filas apretadas para luchar con eficacia. En lugar de cargar contra la caballería persa, se separaron en dos grupos por la izquierda y la derecha, cada hombre y mujer agachado y disparando sin tregua. Los medos se asustaron, temiendo por sus flancos, y al ver de súbito desbaratado su plan de rodear a los sindones, se detuvieron y comenzaron a disparar. Siendo como eran una unidad de caballería asiática, fue una decisión normal, pero les costó la batalla.

Kineas se sentía idiota por haber arriesgado la seguridad de Srayanka y la suya propia. Ataelo, a su lado, se alzaba y disparaba una y otra vez, lanzando flechas metódicamente contra los persas que luchaban contra los hombres de Temerix. Ya era demasiado tarde para detenerse, demasiado tarde para virar bruscamente; de modo que Kineas dejó que Talasa siguiera adelante y remontara la ribera hasta la isla de los sauces. Cruzó espada con jabalina contra un persa veterano. Paró la arremetida de la punta de la lanza y el persa intentó usar la empuñadura para derribar a Kineas de su montura. Kineas soltó las riendas de nuevo, agarró la empuñadura y cortó repetidamente los dedos del persa, pero su cabeza estalló esparciendo hueso y sangre y cosas peores cuando Cario se la abrió con un hacha de mango largo desde el otro lado. Una flecha golpeó el peto de Kineas en el costado derecho como la coz de una mula, y vio el rostro de Srayanka, transido de dolor pero encendido de ardor guerrero, congestionado y pálido por el esfuerzo. Srayanka chilló algo que se perdió en el fragor de la batalla, y los medos respondieron a la señal de una trompeta y se batieron en retirada; no vencidos, tan sólo para evitar sufrir más bajas. Los sindones se pusieron de pie; excepto un puñado, la mayoría se había limitado a tumbarse y aguardar a que los medos se marcharan; fueron en busca de sus caballos, diseminados por medio estadio de isla.

—¿Qué estás haciendo aquí? —rugió Filocles a Kineas. Simultáneamente, un grupo de medos, perdidos o desesperados, se abrían paso entre los sindones en pos de Kineas.

El espléndido corcel real se puso al galope en tres zancadas; sus pesados cascos armaban gran estrépito contra el suelo rocoso de la isla. Kineas empuñaba la lanza de su último oponente y, haciendo un molinete, golpeó con fuerza al primer jinete, un hombre de barba cobriza. En un instante de lucidez inducida por el miedo, Kineas se preguntó si había luchado antes con aquel hombre en Issos o en Arbela. Y entonces su lanza pasó por encima de la parada del hombre y por debajo de su albornoz, el hombre se desplomó hacia atrás, sobre la grupa de su caballo, con todos los tendones sueltos, y Talasa atravesó por en medio del puñado de medos al tiempo que sonaron dos ligeros golpes en el espaldarón de Kineas. De pronto, el joven Darío estaba allí, gritando insultos en persa, y la espada alzada chorreaba sangre hasta su mano, y Filocles se erguía sobre el cadáver de un medo, y los supervivientes corrían por la isla dirigiéndose al oeste. Uno de los hombres que huía era alto, montaba un caballo magnífico, llevaba una capa escarlata con bordados de oro y se sujetaba el costado.

Srayanka estaba sentada en su caballo. Empuñaba el cuchillo manchado de sangre con la mano derecha, y lo alzó hacia los medos que se retiraban.

—¡Vuelve y lucha, Espitamenes! —gritó. Estaba riendo con el rostro anegado en lágrimas y de pronto dejó caer los brazos y soltó un alarido como el de una yegua agonizante, un grito de guerra o un chillido de dolor; o ambas cosas a la vez.

—¡Por Ares y Afrodita! —imploró Kineas, por primera vez en su vida rezando a ambos dioses en lugar de maldiciendo—. ¡Ahora, deprisa!

Los hombres de Temerix no necesitaron que se lo dijeran dos veces, pese a los deseos de muerte de su capitán. En la orilla norte, los medos volvían a formar, ahora ya cansados, y señalaban río abajo hacia donde los sármatas se desvanecían en la polvareda que levantaban.

En la margen sur, Diodoro y Andrónico tenían a los olbianos a punto, o casi, y la orilla se iba llenando de jinetes con el regreso de los esforzados sindones. Flanqueados por Temerix y Filocles, Kineas y Srayanka coronaron juntos la ribera sur.

Diodoro marchaba al frente de los olbianos. Las últimas filas estaban un poco desordenadas, y los caballos exhaustos, pero los olbianos estaban preparados para cargar otra vez.

—¡Eres un idiota! —exclamó Diodoro alegremente—. Khaire, Srayanka.

—Aguantad aquí hasta que se hayan ido los sármatas —ordenó Kineas—. Luego vosotros. Los últimos sakje al mando de Eumenes y Urvara.

Kineas creía que iban a sobrevivir; lo creía porque se le soltaban los intestinos y le abandonaba el daimon del combate, dejándole sólo dolor en los huesos y el corazón. Pero había visto huir a los medos; no querían sufrir más bajas tan sólo por castigar a su retaguardia.

—Yo comandaré a los sakje —dijo Srayanka, levantando el mentón—. Eumenes y Urvara pueden ayudarme.

Kineas la saludó con una jabalina ensangrentada.

—Bienvenida a casa, señora de los Manos Crueles —proclamó en sakje. Juntos, los olbianos y los sakje la vitorearon, haciendo oír un rugido que debió de sonar zahiriente a los medos del otro lado del río. Srayanka alzó su puñal y los gritos sonaron otra vez.

Kineas notó el viento en el pelo y buscó a Ataelo. Lo vio desnudando el cadáver de Bain, recogiendo sus flechas. En todas partes, los sakje y los sármatas despojaban a los cadáveres de los caídos de sus pertenencias.

—¡Ataelo! ¡Encended las hogueras! —gritó Kineas.

Ataelo asintió, y uno de sus exploradores galopó hacia la polvareda.

Samahe vino del lecho del río con el gorytos vacío. Se detuvo al lado de Talasa y le dio a Kineas su yelmo, con el penacho azul rebanado y su soporte aplastado.

—¡Gracias! —exclamó Kineas, dándole una palmada en la espalda. Kineas forcejeó con su casco, que estaba deformado y no le entraba en la cabeza. Intentó devolverle su forma con las manos mientras observaba a los persas, pero el bronce era demasiado duro y no lo consiguió. Abrochó el barboquejo y lo colgó del puño de la espada.

—Se están preparando para arremeter otra vez —observó Darío a su lado. El persa tenía un corte en la cara que había sangrado mucho, y el albornoz de lino cuya capucha le cubría el casco estaba desgarrado y ondeaba al viento como un par de alas.

Pero los medos no mostraron más interés en ellos. Mientras las primeras llamas parpadeaban en la hierba y los olbianos volvían a formar en columna de cuatro en fondo y se retiraban, Espitamenes y sus bactrianos y medos comenzaron a perseguir a los mercenarios griegos hacia el este.

—¡Pobres desgraciados! —se compadeció Eumenes.

Lot hizo una mueca.

—Nosotros hemos hecho todo el trabajo —dijo en su propia lengua.

Detrás de ellos comenzó la matanza de mercenarios. Las contracciones de Srayanka eran cada vez menos espaciadas.

Diez estadios al noroeste del campo de batalla, la columna se detuvo donde había dejado los caballos de refresco. Los hombres cambiaron de montura y bebieron agua. A sus espaldas aún oían el combate y veían la polvareda.

Urvara rompió a llorar sin motivo aparente. Eumenes le estrechó los hombros. Y Srayanka, entre contracciones cada vez más fuertes y seguidas, preguntó por Irene. Kineas se agachó a su lado y le cogió la mano ensangrentada de luchar.

—La he visto caer —contestó.

Srayanka profirió un grito de lamento. Cuando se recobró, dijo:

—Era mi lancera, mi «memora». —Torció los labios al pronunciar la palabra griega.

—Me encargaré de que recuperen su cadáver —prometió Kineas. Maldijo su incapacidad para decir las cosas con más tacto, pero aún tenía la mente en el campo de batalla y Srayanka estaba pálida y bañada en sudor, con el pelo lacio y pegado al rostro. Se estaba muriendo.

Srayanka se tumbó en una manta de ensillar caballos, siendo su única intimidad la que le daban las espaldas de los amigos de Kineas; Filocles, Eumenes y Andrónico, Ataelo, Samahe y Lot, y Antígono sujetándose un brazo herido y murmurando hechizos. La joven Nihmu ejercía de comadrona. Srayanka gruñó con paciencia y luego chilló, bebió agua, y los rostros de los hombres reflejaron una clase de miedo y agotamiento que no tenía su origen en el campo de batalla. Nihmu se rió de ellos.

—¡Vamos, mi reina! —la instó—. ¡Empuja! ¡Las águilas picotean el cascarón!

Srayanka profirió un grito más, mientras Kineas se mordía el labio y vigilaba a los lanceros de su retaguardia y detestaba su vida y cada decisión tomada y su amada yacía agonizante en la arena empapada de su propia sangre. Srayanka se retorcía y sudaba, y él sabía que la estaba perdiendo.

Los ojos de Nihmu, serenos y claros, buscaron los suyos.

—Confía en mí —dijo.

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