Tirano II. Tormenta de flechas (25 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—Sólo me adoran de lejos. En persona, solemos discutir.

Banugul era más menuda de lo que le había parecido a primera vista. Apoyaba el mentón en su pequeño puño, un gesto varonil que le sentaba muy bien.

—Tus hombres dan la impresión de ser muy disciplinados. ¿Sobre qué discutís?

—Mi divinidad. Somos griegos, señora mía. Adoramos con un sinfín de discusiones.

Miró a su alrededor, dando a entender mediante el lenguaje corporal que podría invitarlo a tomar asiento.

Banugul se irguió. Cuadró los hombros y su porte emanó dignidad.

—Conozco a Alejandro —declaró. Sonrió y enarcó casi de modo imperceptible una ceja depilada y maquillada. Su elección de palabras griegas fue perfecta, y la expresión de su rostro decía: «Me he acostado con Alejandro y quiero que lo sepas, pero no soy una ordinaria, y no me impresionó.» Era una ingente cantidad de información la que contenían una ceja apenas arqueada y un par de palabras en griego. Banugul sabía comunicarse con desenvoltura.

La opinión de Kineas a propósito de su inteligencia mejoró considerablemente.

—Afirma que es un dios —comentó Kineas con cierta reserva.

—¡Hum! —exclamó Banugul—. Conmigo nunca pretendió ser un dios. Afirmaba descender de un linaje de dioses, pero todos tenemos dioses entre nuestros ancestros, ¿verdad?

Kineas asintió.

—¿No te impresiona Alejandro? —preguntó Banugul.

—Estuve a su servicio durante unos años —contestó Kineas—. Es el mejor general que he conocido jamás; sin embargo, se comporta como un hombre testarudo capaz de cometer errores y maldades.

—Me replicas como un filósofo —repuso Banugul—. Y, como buen sofista, no has contestado a mi pregunta.

—Sí —respondió Kineas—. Me impresionó. —Hizo una pausa y pensó «¿Por qué no?»—. Lo amé —dijo.

—Pero te rechazó, ¿no es así? —Banugul sonrió, y la sonrisa cargó de significado su expresión; su sonrisa decía que la felicidad no era el estado normal de su ser, desde sus ojos verdes hasta el mentón afilado. Su sonrisa mitigaba lo hiriente de sus palabras; no pretendía ofender ni establecer una comparación. Ella también había sido rechazada—. Tengo entendido que despachó a todos sus griegos.

—Estás bien informada —dijo Kineas.

—¿Y ahora vas a declararle la guerra? —preguntó Banugul.

—Sí —contestó Kineas.

Banugul asintió.

—¿Por qué no te sientas? —sugirió—. Pensaba que serías un soldado común, un sujeto jactancioso de esos que se comen a mis chicas con los ojos. Ruego disculpes mi pobre hospitalidad.

Hizo una seña y un par de esclavos le acercaron una silla.

Kineas se sentó.

—¿Qué puedo ofrecerte para que en primavera luches contra mi padre en vez de contra Alejandro? —preguntó la reina. Con su delicada mano de uñas almendradas, hizo otra seña a un esclavo y una copa de plata llena de vino apareció junto al codo de Kineas. Tomó un sorbo. Era excelente.

—Nada, mi señora; nada influirá en mis planes para la primavera —contestó Kineas—. En cuanto el suelo esté duro, nos marcharemos.

Banugul asintió.

—¿Qué te dio Alejandro cuando te licenció? —preguntó.

—Oro —contestó Kineas.

—Pues saliste bien parado —dijo Banugul—. Yo obtuve un pequeño trozo del País de los Lobos y ningún perro para protegerlo. ¿Qué opinión te merecen mis guardias?

Kineas bebió un sorbo de vino.

—Me parecen aceptables —respondió. Miró a su capitán de la guardia, un tesalio a quien no se había molestado en presentar.

—Rara vez se oye lisonjar a alguien con elogios tan comedidos —se extrañó Banugul, y se rió, echando el mentón hacia atrás de modo que su garganta bailó a la luz de las antorchas—. ¿Te gusta leer? —preguntó.

Kineas se quedó perplejo.

—Sí —contestó. Estaba resuelto a dejar de hablar con monosílabos, pero aquella mujer lo empezaba a sacar de quicio. Se sentía como en un combate de lucha en la palestra sin conseguir ninguna llave—. Ahora estoy leyendo lo último de Aristóteles. —Hizo una mueca para sus adentros por la puerilidad del alarde.

Banugul se inclinó hacia delante, cual lobo a punto de saltar.

—¿Tienes el último Aristóteles? —inquirió.

—Me hice transcribir una copia antes de partir de Olbia. Llegó a la ciudad con los barcos de grano atenienses. —Sonrió ante su entusiasmo—. Si tienes escribas, puedo prestártelo para que te lo copien.

—¡Ja! —soltó Banugul—. ¡Nada de trabajar en mis impuestos este invierno! —Le brillaban los ojos—. ¿Te gusta cantar? —preguntó.

—Me gustan las conversaciones que no parecen interrogatorios —repuso con cuidado.

Banugul volvió a apoyar la barbilla en la mano.

—Me disculpo otra vez, pero es que en Hircania andamos escasos de compañía bien educada. ¡Tú eres de Atenas! Sólo he tenido ocasión de conocer a otros nueve atenienses. —Se encogió de hombros—. Los hombres esperan que las mujeres hagan todas las preguntas y conduzcan la conversación. Sobre todo, las mujeres bonitas.

Kineas sonrió.

—Me gusta cantar. Me encanta leer. Soy un excelente soldado y en primavera no emprenderé una campaña en tu nombre. —Removió los hombros—. Me ocuparé de que tu feudo esté protegido todo el invierno, y tal vez podamos negociar una guarnición o unos pocos oficiales para ayudar a tus tropas.

Banugul asintió.

—Sólo negocios. Muy bien. —Se incorporó—. Estás acostumbrado a tratar con mujeres, ¿verdad? —preguntó—. Alejandro no.

Kineas se encogió de hombros.

—Mi madre no fue Olimpia —desmintió. En Grecia, la madre de Alejandro era sinónimo de crueldad y manipulación. Se puso de pie.

Banugul se levantó con gracilidad, a pesar de haberse tomado dos copas de vino en menos de una hora.

—Esperaré con ilusión tu próxima visita —dijo—. Ardo de deseos de ver tu ejemplar de Aristóteles.

Eso hizo sonreír a Kineas.

—Si lo quieres, tendrás que aguardar a que lo termine —le advirtió, e hizo una reverencia.

Banugul inclinó la cabeza e indicó a un esclavo que lo escoltara.

—En Hircania, el invierno es largo y riguroso —sentenció—. Tendrás tiempo de leerlo muchas veces. Espero poder proporcionarte entretenimientos que no desmerezcan.

La tarde siguiente, Kineas estaba sentado con León y Eumenes junto a la humeante chimenea de su megaron de madera, leyendo pergaminos a la luz de veinte derrochadoras lámparas de aceite. Niceas permanecía recostado, maldiciendo el humo y mascullando consejos.

Un prudente golpeteo contra los leños del vestíbulo anunció a Licurgo, que entró a través de las varias mantas de lana que cubrían la puerta. La arquitectura militar griega no estaba pensada para el frío de las tierras altas de Hircania.

—Las patrullas han interceptado a un soldado —informó—. Diez jinetes lugareños como escolta. Un caballero ateniense. He supuesto que querrías verlo. —Kineas se echó tan hacia atrás que su banqueta crujió.

—¡Lo que sea, con tal de librarme del papeleo! —exclamó. Se acercó a la chimenea, agitando una mano delante de la cara e intentando no respirar. Se puso a recomponer el fuego, tratando de hallar una combinación de leña y tiro que pusiera fin al incesante humo.

—Leóstenes de Atenas —anunció Licurgo al regresar.

Kineas había conseguido encender una llama. No hizo caso al intento de León por relevarlo, pues el muchacho olvidaba con demasiada facilidad que ya no era un esclavo doméstico, y alimentó la llama, añadiendo ramitas. Lo que quería era un tiro como el de su equipo de campaña, pero no lo conseguía. Se agachó para soplar al fuego. León también sopló desde el otro lado. Ambos hombres empezaron a toser y tuvieron que volverse hacia el aire frío que tenían a sus espaldas. Kineas se llenó los pulmones de aire limpio y cogió un cañón de pluma de encima de la mesa. Se arrimó lo bastante al fuego para chamuscarse las cejas y sopló a través del cañón. Las ascuas comenzaron a crepitar, el tenue quejido de la madera anunciaba que faltaba poco para la ignición. Ambos hombres redoblaron sus esfuerzos y de repente todo aquel infierno prendió, como por arte de magia. La súbita luz apartó las sombras del invierno hasta los rincones de la estancia, y una bocanada de aire caliente obligó a Kineas a retirarse.

—No tenéis pinta de comer bebés —dijo una voz en aristocrático griego del Ática.

—Cuesta comerlos, si no puedes asarlos —replicó Niceas.

Leóstenes y Kineas se cogieron de los antebrazos. Kineas sonrió, y al otro ateniense se le iluminó el semblante. Leóstenes era de estatura mediana, bien proporcionado, de pelo negro rizado y felinos ojos verdes. Se sentó en una esquina de la mesa sin aguardar invitación.

—El famoso Kineas de Atenas —señaló histriónicamente.

Kineas se rascó la barba, descubrió que se la había chamuscado e hizo una mueca. Se encogió de hombros.

—¿De qué parte del Hades sales, niño?

—¿Tres años al servicio del ejército de Alejandro y me sigues llamando niño? Como quieras; supongo que tengo que vérmelas con todos estos años de culto a tu heroísmo. —Se volvió hacia los demás hombres—. Kineas era el pupilo predilecto de Focionte; el mejor espada, el mejor oficial. Todos lo adorábamos. Pero se marchó a servir a Alejandro. —Leóstenes sonrió—. Cuando tuve edad suficiente, seguí tus pasos.

—¡Por todos los dioses! ¡Qué gusto me da verte, Leo! —Kineas no podía dejar de sonreír—. ¿Has estado en casa?

—¿En casa? —preguntó Leóstenes. Negó con la cabeza y se sonrojó—. No, no he estado en casa. He estado en Partía y voy de regreso.

—¿Entonces eres rico? —preguntó Kineas.

—¡Ya sabes cómo trata Alejandro a sus mercenarios! —contestó Leóstenes con amargura—. Escuadrones de segunda fila. Guarniciones. El muy tonto nunca conquista realmente ningún sitio, y deja que sean las guarniciones las que hagan el trabajo sucio. —El joven visitante se encogió de hombros, y Kineas vio que en verdad había perdido buena parte de su juventud. A primera vista, no se había fijado ni en que iba un poco encorvado ni en que tenía ojeras—. ¿Te acuerdas de Arbela?

Kineas asintió.

—¡Pues claro que sí! —exclamó Leóstenes. Se volvió hacia los demás oficiales y prosiguió—: Fuiste un héroe, al frente de la caballería griega. Yo estaba con los hoplitas en segunda línea. No llegamos a combatir. Luego pasé seis meses persiguiendo tribus con Parmenio.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Kineas.

—Estaba en la guarnición de Ecbatana —dijo Leo—. Aquello se está yendo a la mierda. Reuní a unos cuantos amigos que pensaban como yo y nos largamos.

Kineas adoptó un aire meditabundo.

—Desertasteis —soltó cansinamente.

—Va a declararse la guerra entre Parmenio y Alejandro —reveló Leo—. Pero no en el campo de batalla; será una guerra de guerrillas. Parmenio me envió con un mensaje para el rey y pensé que iba a ser ejecutado. De modo que sí: deserté. Con unos cuantos amigos. Entramos al servicio de uno de estos reyes hircanos; estos montes y las tierras bajas del sur están llenos de hombres de los ejércitos de Alejandro.

Kineas se sorprendió rascándose la barba.

—Esto no es una visita social, ¿verdad Leo? —preguntó.

Leóstenes tuvo la elegancia de mostrarse avergonzado.

—No —admitió.

Niceas soltó un resoplido.

Kineas se volvió hacia Eumenes.

—Ve a buscar a Filocles y Diodoro —ordenó—. Y pide a Sitalkes que nos traiga vino. —Se volvió hacia Niceas—: Tengo que comprar un esclavo —dijo irritado. Tener esclavos le fastidiaba, pero estaba demasiado ocupado para ocuparse del vino y mantener el fuego encendido.

—¿Habéis conocido a vuestra jefa? —preguntó Leóstenes. Tuvo que notar que todos los presentes inspiraban bruscamente—. ¡Ya veo que todos la habéis conocido! —dijo riendo.

—No seas grosero, Leo. —Kineas sonreía, pero lo dijo con dureza—. A mí me cae bien.

Diodoro apartó las cortinas y entró seguido de Filocles, que cargaba con una saca de pergaminos.

—Todos la hemos conocido —dijo Diodoro con ironía—. ¡Caramba, mira quién está aquí! La falange debe de estar vaciando la guardería.

Kineas se levantó y presentó al visitante.

—Leóstenes, hijo de Cratero de Atenas. Un viejo amigo. —Kineas estaba sonriente, cosa poco habitual en él aquellos días—. Más bien un viejo estudiante, en realidad —añadió con los ojos brillantes.

Leóstenes sonrió a su vez.

—Puedo ganarte, cruzando espadas. Cuando tú digas, viejo.

Kineas negó con la cabeza.

—Tengo un persa, Darío —replicó—; antes tendrás que vencerlo a él. Probablemente sea mejor que yo. —Sonrió—. De hecho, me gustaría verlo.

Filocles se sirvió vino, luego sirvió a los demás y distribuyó las copas. Los alfareros locales hacían buenas copas que encajaban en la mano, moldeadas en forma de pecho femenino con un pezón en lugar de pie. La broma consistía en que no podías dejar la copa; tenías que acabarte el vino. O, al menos, ésa era una de las bromas.

Sitalkes entró a través de las mantas.

—¿Tendrías la amabilidad de prepararnos un ponche de vino, muchacho? —pidió Kineas.

El chico geta se puso manos ala obra sin quejarse. Hacía sólo unos meses que era liberto y aún no tenía inconveniente en servir si se le pedía con educación.

—Así que ya la conoces —repitió Leóstenes.

—Sí —dijo Kineas, guardando luego un silencio tan denso como el de la humareda que poco antes llenaba la sala.

—¿Y? —insistió el ateniense.

Kineas se encogió de hombros.

—Es bella. Inteligente. Educada.

—La encarnación del mal —observó Leóstenes con dulzura.

Kineas volvió a encogerse de hombros. Dejó vagar la mirada por la habitación. Ya casi no quedaba rastro del humo.

—No te la tiraste, ¿verdad? —dijo Niceas—. He oído mil veces lo apasionante que es, pero tú no te habrás quedado prendado de ella.

Kineas negó cansinamente con la cabeza.

—Mi vida privada es asunto mío. No voy a poner en peligro esta expedición por satisfacer mis apetitos.

Filocles se puso de pie, haciendo una mueca y una reverencia.

—¡Te saludo, filósofo! Y me disculpo. Estaba convencido de que caerías de cabeza en sus redes.

—Disculpa aceptada —asintió Kineas—. Sí, la he conocido. No hizo particular gala de su sensualidad, pero se aseguró de que apreciara su inteligencia. Quiere que montemos una campaña en primavera. Puede pagar muy bien. Estoy tentado.

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