—Me alegra que todos os hayáis acomodado en mi ausencia —manifestó.
Darío regresó, y una corriente de aire frío entró con él.
—El strategos está invitado a visitar a la reina —informó con voz neutra.
Kineas paseó la vista por la estancia con un atisbo de fastidio, puesto que nadie contestaba a sus preguntas.
—¿Os desagrada la reina? Filocles, ¿os ha causado problemas?
Filocles arqueó una ceja.
—No soy la clase de hombre que tendría problemas con la reina —replicó Filocles, y se echó a reír—. No, no nos ha causado problemas.
Eumenes se sonrojó y mantuvo la cabeza gacha.
—¿Qué nos está costando todo esto? —preguntó Kineas.
—En realidad, sacamos un beneficio de unas pocas minas mensuales. Vamos a defenderla durante el invierno, ¿no es cierto? —Diodoro sonrió sardónicamente—. Hasta ahora, no me había dado cuenta de que las estrategias de venta formaran parte de mis deberes.
Kineas asintió.
—¡Bien hecho!
—No todo son gilipolleces —observó Diodoro—. Estos miserables reinos de Hircania andan a la greña entre sí. Nuestra llegada garantiza a sus campesinos una cosecha segura, y eso bien vale unos cuantos acres de tierra durante un invierno. —Entonces miró a los presentes—. De una manera u otra, la tropa ha puesto un montón de plata en manos de los lugareños.
Diodoro otorgaba a sus palabras la entonación de un actor; de un actor cómico. Tenía una cicatriz nueva en la frente, a consecuencia de los combates librados en otoño, que lo hacía parecer mayor. Y su mata de pelo rojo estaba salpicada de canas que Kineas no había visto hasta entonces; sin duda, el precio de ostentar el mando.
Finalmente, abrió las manos, juntó las yemas de los dedos y sentenció:
—Habrá un Hades que pagar en primavera.
Los demás hombres asintieron con la cabeza.
Kineas, por su parte, hizo girar el vino en su copa y aguardó.
—Ella piensa que caeremos en sus brazos y que conquistaremos a sus vecinos —agregó Diodoro. Él y Safo intercambiaron una mirada, y Safo enarcó una ceja depilada antes de volver a bajar la vista a su pergamino.
León dejó de hacer cuentas y tomó aire como para ir a decir algo, pero luego se lo pensó mejor.
Kineas tuvo que sonreír, pese a su firme decisión.
—¿Es una ramera? —preguntó.
—No es ninguna ramera —contestó Filocles—. Ya lo verás con tus propios ojos. —Hizo una pausa—. Es inteligente.
Diodoro se inclinó hacia delante.
—Se hace llamar Banugul. Es el nombre de una santa zoroástrica. Los campesinos la llaman Asalazar, que significa «el demonio de la miel». —Diodoro sonrió torciendo los labios—. Y no lo dicen a modo de cumplido.
Herón, que hasta entonces había permanecido callado, habló:
—Dicen que es la hija bastarda de Artabazo, la hermana de Barsine. Barsine sigue con Alejandro. Son rivales en todo. También cuentan que es la más encantadora de las dos y que, aunque Alejandro la prefería a ella, necesitaba la alianza con el sátrapa.
Kineas meneó la cabeza.
—¿Por eso se ha conformado con un trozo de la Hircania? No será tan hermosa, o habría conseguido algo mejor. ¿La Capadocia, tal vez?
Todos rieron. Hircania era pura roca; los campesinos que trataban con los soldados siempre se quejaban de lo pobre que era el suelo.
—Me parece que todos lleváis demasiado tiempo apartados de la civilización y, con perdón de Safo, parecéis personajes de Lisístrata. Tal vez la améis más de lo que amáis a los dioses, pero cuando el suelo se endurezca y nuestros caballos tengan las pezuñas firmes y sus pelajes de verano, nos marcharemos a Maracanda —anunció Kineas—. Srayanka nos aguarda, y el ejército de Alejandro no para de crecer.
Diodoro asintió.
—Preferiría luchar contra Alejandro ahora mismo. —Él y Safo volvieron a intercambiar una mirada.
—Debo ir a ver a esta diosa —dijo Kineas. Diodoro interrumpió:
—Pretende utilizarnos contra su padre. Y es peligrosa.
Kineas asintió, pero ya tenía la mente puesta en el logistikon que León estaba compilando.
—¿Hay suficiente grano y forraje en este reino para la marcha que emprenderemos en primavera? —inquirió.
León carraspeó.
—Sí —respondió. Bajo su piel oscura empezaba a sonrojarse—. Pero requerirá bastante trabajo reunirlos. No hay suficientes carros que podamos comprar. Necesitaremos más bueyes para tirar de los carros y ganado vacuno como carne.
Kineas volvió a mirar a Diodoro.
—¿Por qué íbamos a luchar contra su padre?
Diodoro se encogió de hombros.
—¿Por dinero?
Safo levantó la vista y volvió a bajarla; una vez más.
—Me parece que ladráis a las sombras —sentenció Kineas. Tras un minuto de silencio, dio media vuelta y se dirigió a sus aposentos a cambiarse para la audiencia con la reina.
Un esclavo llevó vino a Kineas mientras rebuscaba entre su equipaje. Intentaba leer una obra nueva, al menos nueva para él, de Aristóteles. Al parecer su publicación había encolerizado a Alejandro, pero por el momento apenas la había comenzado. Acaba de encontrar sus mejores sandalias en el petate de cuero que tenía debajo de la cama, cuando oyó un ruido a sus espaldas. Levantó la vista al oír el frufrú de la cortina que cerraba sus aposentos y se puso en pie de un brinco cuando vio que se trataba de Safo, quien entró adoptando una sonrisa enigmática.
—A veces —dijo ella—, casi merece la pena haber sufrido tres años de sexo forzoso y la pérdida de mi marido y mis niños para tener la libertad de entrar en los aposentos de un hombre y decir lo que pienso.
Kineas se disponía a contestar, pero su mente lidiaba con lo que ella acababa de decirle y lo único que salió de sus labios fue un escueto:
—Lo siento.
Safo sacudió la cabeza.
—Yo también. Pero me complace contar con tu plena atención.
Kineas asintió.
—¿Vino? —propuso para disimular su confusión. Ella negó con la cabeza.
—No, ya he tenido bastante. Escucha, strategos. Tú eres un hombre como mis hermanos y mi padre. Como Diodoro. Un hombre que hace cosas; cosas encomiables. Sé como sois.
Sus ojos pintados con khol eran grandes y verdes, y estaban muy cerca de los suyos. Kineas retrocedió un poco.
—Lo siento —repitió.
Safo hizo ademán de reír.
—Creo que no debes ir a verla a solas. Hablo en nombre de Srayanka, que no está aquí.
Kineas entornó los ojos.
—Me gustan los desafíos —replicó.
—Por eso caerás —vaticinó Safo—. Tu arrojo y tu gusto por los desafíos te traicionarán, y caerás. —Volvió a erguirse—. Mírate, y eso que sólo estás hablando conmigo. Me miras a los ojos, te fijas en mi cuerpo, oyes que han abusado de mí; podría hacer que me besaras tan sólo acercándome más y poniendo una mano aquí.
Convirtió sus palabras en actos, encajando su cuerpo contra el suyo y apoyando una mano en su nuca, y Kineas se encogió, apartándose para ocultar su inmediata excitación y la verdad de su aserto.
Safo se rió.
—¡Basta! —protestó Kineas volviéndose, indignado ante su propia debilidad y ante el acierto de Safo. Asintió bruscamente—. Ahora me percato de que todos os tomáis esto muy en serio, y deduzco, de lo que decís y de lo que calláis, que esa mujer ha suscitado tensiones. —Se alejó y eligió un quitón, sin saber cómo proceder, tratando de disimular su confusión y su repentina erección—. Estoy convencido de que todos veláis de corazón por mis intereses. —Cada vez estaba más enojado; enojado con ellos, enojado consigo mismo—. Pero no me gusta que penséis que, en el fondo, soy un niño.
—Te controlas tanto que eres como de arcilla para quien a su vez te controla —observó Safo—. Por favor, llámalo como quieras. Haz un sacrificio a la Nacida de la Espuma y quédate en casa esta noche. —Sonrió con afecto—. Reconócelo, tú también eres como un personaje de Lisístrata.
Kineas negó con la cabeza.
—¡Quiá! —exclamó—. Soy un comandante, no un colegial.
Safo meneó la cabeza.
—Atenea, lo he intentado —dijo, y se retiró hacia la cortina. Antes de salir agregó—: Filocles se ha ofrecido voluntario para intentar hablar contigo primero. Pero lo de encararme contigo antes de que fueras a verla ha sido idea mía.
Kineas asintió, despidiéndola.
—Agradezco el voto de confianza, señora —dijo. En ese instante la odiaba; su femenina superioridad, la facilidad con la que su físico se había adueñado de él. Luego se sentó en la cama, planteándose hasta qué punto se había apartado de lo que él consideraba una buena conducta.
Al cabo de unos minutos, se vistió apresuradamente.
Andrónico estaba sentado en su caballo de combate con diez de sus celtas montados a la zaga, ataviados con sus mejores galas en la calle que conducía a la puerta. Sitalkes pasó a Kineas las riendas de Talasa, y Kineas echó la pierna sobre los anchos lomos de la yegua, recordando por un instante sus primeros intentos por montar un caballo alto en medio del Pinaro mientras le llovían flechas persas sobre el peto y el espaldarón.
Su titubeo hizo que empujara a la yegua medio círculo antes de subir la pierna, dejándolo de cara a Coeno, que estaba de pie en la nieve con una saca de pergaminos al hombro, como un escolar gigante camino del ágora.
—¿Tú también? —preguntó Kineas.
Coeno se encogió de hombros.
—¿Yo también, qué? —preguntó—. ¿Te echo una mano?
—¡No! —le espetó Kineas. Y luego siguió al caballo durante otra media rotación sin conseguir subir la pierna.
Coeno se partía de risa. La escolta hacía lo posible por no reír. Cuando la intentona de Kineas le llevó a dar otra vuelta entera, Coeno agarró la brida de la yegua.
—¿Una mano? —preguntó de nuevo.
—¡Hay que joderse! —protestó Kineas—. Sí.
Coeno sujetó la brida mientras León juntaba las manos para auparlo. Kineas saltó a lomos de la yegua y se envolvió con la clámide.
—No son estúpidos —dijo Coeno, señalando hacia la puerta abierta del barracón de oficiales—. Todos te aprecian y sólo quieren lo mejor para ti. Maldita sea, es lo que siempre ha hecho Niceas. —Coeno sonrió torciendo los labios. Pese a estar de pie, la cabeza le llegaba a la altura del pecho de Kineas—. Soy un aristócrata presuntuoso, no un orador ducho en retórica. Si Niceas estuviera bien, renegaría un montón y tú te callarías. La reina es peligrosa. Escribe cartas a Alejandro. Ten cuidado.
Kineas se encontró con que podía sonreír.
—Eso ya lo había deducido —repuso.
Coeno arqueó una ceja.
—Pues, en ese caso, espero que disfrutes de una espléndida velada en palacio. —Le hizo el saludo militar.
Kineas sacudió la cabeza, hizo retroceder unos pasos a Talasa y giró en redondo.
—Andando —le dijo a Andrónico, y éste intercambió una mirada divertida con Coeno, gritó una orden y se puso en marcha.
La cabalgada cuesta arriba fue más fría y larga de lo que Kineas había esperado. Procuró no pensar en nada durante el camino. La ciudadela se alzaba cual sombrío recordatorio de lo que Hircania era en realidad. Las fortificaciones eran altas y recias, con hiladas de sillares viejos en la parte inferior y revestimientos de piedra nueva, una puerta doble y torres cada medio estadio. Kineas silbó con admiración profesional al cruzar las puertas.
—¡Menudo fuerte! —le dijo a Andrónico, que se encogió de hombros.
—Podríamos tomarlo en una tarde. La guarnición es una mierda —repuso Andrónico. Y escupió—. Las murallas no son mejores que el bronce que hay tras ellas.
Como para ilustrar el comentario del celta, una pareja de perezosos centinelas con los petos de bronce salpicados de manchas verdes los recibieron bajo la puerta interior.
—¿Qué queréis, señor? —preguntó el centinela de más edad.
—Invitación de la reina —respondió Andrónico.
El hombre asintió y se enderezó un poco, sin llegar a ponerse firme pero al menos cuadrando los hombros. Tendió la mano y Andrónico le soltó una moneda.
—Da gusto lo pronto que aflojan la mosca estos jodidos extranjeros —dijo el centinela a su compañero en persa y con desdén.
Andrónico sonrió y asintió como un bárbaro idiota. Había servido cuatro años en Persia. Se negó a que los mozos de cuadra del palacio se ocuparan de sus caballos y ordenó a cuatro de sus jinetes que los llevaran a los establos. Los demás hombres acompañaron a Kineas al interior, donde unos esclavos se hicieron cargo de sus clámides y sandalias y les lavaron los pies.
El suelo estaba embaldosado y caliente. El interior de la ciudadela era tan distinto del exterior como en el palacio-ciudadela de Olbia. Pero el tirano de Olbia no había invertido tanto en mosaicos y suelo caliente. Ni en esclavos. Kineas rara vez había visto tantos esclavos dedicados al servicio personal. En su mayoría eran mujeres, todas muy bellas, e iban desnudas o poco les faltaba. Los mosaicos, en cambio, adolecían de tosquedad.
Igual que en un gimnasio, el palacio estaba más caldeado a medida que uno se iba adentrando en él, y las decoraciones eran más costosas, más coloristas, pasando de las baldosas blancas y beige de los barracones y las salas de acceso al rojo y el púrpura y a los refulgentes mosaicos del corazón del castillo: una sala del trono más caliente que la sangre con hombres y mujeres desnudos y relucientes de aceite que atendían a una docena de cortesanos y a la propia reina.
La reina no iba desnuda, sino ataviada como una matrona persa, con el peinado adornado con sartas de perlas y lapislázuli y las extremidades y los senos bien cubiertos. En medio de aquella plétora de posibilidades sensuales y estéticas, el suyo era el cuerpo que llamaba a ser contemplado, a ser acariciado con los ojos. Incluso vestida, modesta, aparentemente sin adornos, era hermosa. Sus proporciones eran dignas de una estatua, desde la delicada curvatura de los pies hasta sus inteligentes ojos y su recta nariz griega.
—Bienvenido, Kineas de Atenas —saludó—. Soy Banugul.
Le dedicó una mirada apreciativa, como si él fuese un caballo y ella una sakje. Cruzó las piernas y los pantalones medos de seda le descubrieron una, dejando a la vista un tobillo y una ajorca.
—Tus hombres te adoran como a un dios —prosiguió Banugul. Su entonación dio a entender que probablemente Kineas no merecía semejante adoración.
Kineas sonrió de oreja a oreja, aunque lo hizo con la sonrisa que mostraba al luchar.