Filocles sonrió.
—Yo soy de Esparta, donde las mujeres dan su opinión y los hombres escuchan —observó.
Safo levantó la cabeza, dando las gracias a Filocles con una sonrisa.
—Sea, pues —dijo—. Demóstenes tiene ayuda. Y dinero. Bolsillos más hondos que los tuyos, señor, aun con el dinero que Nicomedes te legó y con tu parte del botín. Y busca impedir la expedición porque alguien que lo respalda no quiere que salga. —Safo miró atentamente a Kineas, y el peso de sus ojos hicieron que éste pensara en las mujeres escitas. No recordaba a una sola mujer griega que le sostuviera la mirada de aquella manera—. Tengo motivos para odiar a Alejandro, y haré cuanto esté en mi mano por verlo morir ahogado en sangre y maldiciendo a los dioses. Si puedo ser de ayuda contra una babosa como Demóstenes, ruego me mandéis.
Kineas se frotó el mentón.
—De modo que, si gastamos dinero en comprar votos, él gastará más.
Safo se encogió de hombros.
—Me parece que es mejor jugador de lo que pensáis; al menos, su amo lo es. Creo que lo que busca es provocarte. No cuenta con ganar esta mano, aunque le gustaría. Probablemente quiere que emprendas esa expedición; mientras permanezcas aquí, él no tendrá ningún poder. Pero eso le bastará para poner en marcha una campaña con miras a desacreditarte, y podrá usarla contra Petroclo y su hijo Clío cuando tú te marches. —Safo arqueó una ceja depilada—. ¿Me equivoco al suponer que te propones otorgar el poder a Petroclo y su hijo durante tu ausencia?
Diodoro asintió. Kineas reparó en que, aunque Safo parecía tener más que decir, Diodoro la interrumpía sin pensárselo dos veces. Kineas vio la nube que ensombreció los rasgos de Safo cuando Diodoro tomó la palabra.
—¡Sí! —exclamó éste—. Al margen de lo que piense Safo, y estoy convencido de que sabe lo que dice, Demóstenes es la clase de hombre que Pericles consideraba un «idiota». Sólo mira por sí mismo. Busca tu descrédito de modo que, mientras tú estés ausente, él pueda trabajar para reclamar la herencia, y tal vez usar el caso como trampolín para ocupar el puesto de Petroclo. —Se volvió hacia Safo—. ¿Quién es el amo de ese hombre? ¿Supongo que no será Alceo?
Safo meneó la cabeza.
—No lo sé. Pero la esposa de Alceo es Penélope, y siente predilección, ¿cómo decirlo?, por la compañía de las mujeres. A través de ella he sabido lo que acabo de decir. Si me entero de algo más, me encargaré de que seáis informados, caballeros.
Diodoro la miró con sincera admiración.
—Siempre me han gustado las mujeres con instinto político —manifestó—. La compañía de mujeres, nada menos.
Kineas se mesó la barba y miró a Filocles, quien se encogió de hombros y dijo:
—¡Solución espartana!
Kineas lo miró inquisitivo.
—¡Matarlo! —aclaró Filocles.
Todos los presentes inhalaron bruscamente, salvo Filocles, que se sirvió más vino y rió entre dientes.
—Hace pocos días, ostentabas el poder absoluto en esta ciudad —observó—. A efectos prácticos, todavía lo ostentas. Olvida las lindezas atenienses con ese pendejo. Llámalo a filas para que cumpla el servicio militar y, si se niega, haz que la asamblea vote su castigo.
Todos hablaron a la vez. Diodoro se estremeció ante las drásticas medidas de Filocles, y así lo hizo saber.
—¡Antidemócrata! —gritó.
Niceas acababa de llegar del campo de maniobras que quedaba al norte de la ciudad. Los escuchó, bebió vino y sonrió abiertamente, presentando un aspecto que lo asemejaba a un demonio o un monstruo.
—Bastará con amenazarlo —dijo, aprovechando una pausa.
Diodoro respondió con desdén:
—En política, nunca amenaces. Sólo actúa.
Niceas se encogió de hombros y sostuvo la mirada de Diodoro hasta que el aire de superioridad de éste se esfumó. Eran viejos amigos, también viejos antagonistas, y Niceas recordó al otro ateniense que, pese a sus aires aristocráticos, no tenía conocimientos en política asamblearia. Y consiguió todo eso tan sólo enarcando una ceja con sorna.
—Demóstenes es un jodido cobarde que este verano ha eludido el servicio militar. Tiene miedo de su propia sombra. No me refiero a una amenaza vacía, a una bravuconería. Lo que propongo es un poco de jodido terror y la promesa de más. —Niceas miró de hito en hito a Diodoro—. Dejad que yo me encargue.
Kineas se pasó los dedos por la barba, un hábito que tenía intención de romper, y se prometió un afeitado y un buen corte de pelo. Terminó su copa de vino y les sonrió.
—Pienso que todos lleváis razón. Tengo que deciros que es un placer contar con tan buenos amigos y tan buenos consejos.
—Mejor que estar deprimido y sufrir en silencio, ¿verdad? —dijo Filocles en tono de broma.
Kineas no le hizo caso.
—Filocles, pide dinero a León y sácalo a la calle. Niceas, que Demóstenes se haga una idea de mi descontento con sus actos. Y que no te pillen.
—¿Esta noche? —preguntó Niceas.
—¿Puedes organizarlo? —interrogó Kineas.
—Dame un día más —dijo Niceas—. Y a Temerix.
Kineas asintió.
—Y Diodoro, tal vez tú tendrías la bondad de invitar a nuestro amigo a visitarnos… ¿tal vez pasado mañana? Diodoro se mesó la barba pelirroja.
—No me gusta —objetó Diodoro—. Si pillan a Niceas, le estaremos dando lo que quiere. —Se encogió de hombros, miró a Niceas y sonrió—. ¡Ojalá Niceas fuese un tirano!
Filocles soltó otro resoplido:
—Si él fuera un tirano, nosotros haríamos esto a diario: apretar las tuercas a todos los hombres de la ciudad.
Safo se rió y dijo:
—Será por eso que lo llaman democracia.
La noche siguiente Kineas ofreció un simposio. Los asistentes eran en su mayoría amigos y oficiales aunque, después de la campaña, ningún círculo era ya tan exclusivo como antes.
Diodoro compartió un diván con Safo, siendo aquélla la primera vez que lo hacía en público. Fue objeto de unas cuantas miradas, Olbia era una ciudad chapada a la antigua, e incluso en Atenas la presencia de una mujer, de cualquier mujer, en un simposio amenazaba con una bacanal; pero su lugar como héroe de la ciudad estaba tan afianzado que a las miradas siguieron inevitablemente sonrisas.
Uno de quienes sonrió fue Petroclo, que estaba recostado con su hijo Cliomenedes, tratando de ignorar la presencia de la mujer. Cliomenedes no podía obviarla, ya que tenía que inclinarse hacia ella para hablar con Diodoro, a quien idolatraba. Por consiguiente, la interrogó acerca de su vida, su peinado, su papel de cortesana; a lo que ella contestó con claridad, franqueza e inteligencia.
Filocles compartía diván con Kineas. Iba particularmente bien vestido, con una hermosa túnica de lana y bonitas sandalias de piel oscura, y olía como un talento de oro. Kineas se preguntó a quién querría impresionar el espartano, e incluso intentó bromear al respecto; broma que, por cierto, cayó en saco roto.
Niceas compartía diván con Sitalkes; era el primer simposio al que asistía el muchacho geta. Todavía se estaba recobrando de su invalidez, y le dieron una copa de vino muy aguado para evitar que se excediera bebiendo. Un poco más allá, Menón compartía su diván con Cratero, un hoplita de la ciudad que se había forjado una reputación durante la campaña y que ahora era firme candidato a sustituir a Licurgo como lugarteniente de Menón. Licurgo ocupaba el diván siguiente con Herón de Pantecapaeum; dos hombres taciturnos que probablemente permanecerían callados durante toda la cena. Pero ambos eran oficiales y ambos habían convenido incorporarse a la expedición al este. Licurgo era el hombre de más edad, a excepción de Petroclo, con una barba entrecana, piel pálida y ojos claros. La barba tenía mechones blancos donde le crecía a través de las cicatrices del rostro. Los pies y las piernas estaban llenos de manchas por la tierra incrustada durante veinte campañas. Herón, en cambio, era joven y de pelo moreno, iba afeitado y tenía la tez rubicunda como los sindones, sin una sola mancha en las piernas.
Coeno compartía su diván con el joven Dion, el heredero de la familia política que antes encabezaban Cleito y Leuconte. Dion había servido con honor e incluso con distinción a lo largo del verano, y la muerte de su padre en la batalla lo convertía en heredero de tres fortunas. Era próximo a Cliomenedes en edad y temperamento, y Kineas había designado a Coeno para atraerlo a su facción y tal vez darle un cargo. Coeno, con su educación, sus costumbres aristocráticas y sus modales intachables, lo tendría fácil para ganarse el afecto del muchacho.
Likeles, otro de los viejos compañeros de Kineas, ocupaba un diván él solo, aún demasiado dolorido para ser un acompañante desenvuelto en una cena. No iría al este porque sus días de soldado en activo seguramente habían tocado a su fin; y las feas cicatrices en cuello y espalda indicaban que incluso los movimientos rutinarios le dolerían quizá durante años. Pero sonreía tan a menudo como el dolor se lo permitía, contento de estar vivo. Se quedaría en Olbia para ayudar a Cliomenedes a controlar a los hippeis, y también para garantizar las comunicaciones entre la compañía y la ciudad. Con Arni como administrador, se haría cargo de sus fortunas y propiedades, los representaría en los pleitos y mantendría a los lobos alejados de sus varias puertas. Tenía suficiente experiencia en política ciudadana para desempeñar esa tarea, y Kineas esperaba que la reputación que se había forjado durante el verano impidiera que sujetos de la calaña de Demóstenes se volvieran demasiado osados.
Los dos galos, ahora convertidos en propietarios, compartían un diván. Andrónico, el más corpulento, era rubio y de ojos azules, mientras que Antígono tenía el pelo negro, los ojos verdes y tatuajes que asomaban por el cuello de su túnica. Ambos habían practicado durante un año para asistir a un simposio, con Filocles y Diodoro como entrenadores, y ambos aguantaban bien el vino y podían disertar, aunque el más bien limitado dominio del griego de Antígono tendía a dejarlo sonriendo cordialmente en vez de conversar.
León estaba recostado a su lado y cerraba el círculo de divanes, ya que en el otro tenía a Kineas y Filocles. Crax compartía su diván. El bastarno también había iniciado su vida con Kineas como esclavo y ahora era libre y más rico, gracias a una reata de caballos y a un estante repleto de copas de oro hechas en Macedonia. Crax había recibido muchos golpes en la gran batalla, pero ninguno le había desgarrado la piel y era el que presentaba un aspecto más saludable. Todos los demás veteranos tenían heridas y estaban tumbados en los divanes con una comodidad rayana en la somnolencia. A diferencia de ellos, Lot ocupaba una silla, incómodo con las costumbres griegas, pero feliz de tener una copa al alcance de la mano y de estar en compañía de hombres a los que apreciaba. Propuso el primer brindis, ofreció una libación a sus propios dioses y dio las gracias a su anfitrión.
—¿Quién está más cerca de mí que mis hermanos de batalla? —preguntó Lot—. ¿Quién podría estar más cerca que los hombres que me seguirán al este para luchar contra Iskander?
La osada declaración de Lot acalló a los hombres un rato y, cuando se reanudó la conversación, fue superficial y rara vez ahondó en ningún tema, y sólo los esfuerzos de Safo en un extremo del círculo y de Coeno en el otro, ambos, cada cual a su manera, maestros en el trato social, impidieron que la reunión se sumiera en el silencio.
La cena propiamente dicha fue espléndida, obra de las cocinas de Kineas y de los cocineros de León, o viceversa. No habían dividido su fortuna y, por el momento, poseían los bienes de Nicomedes en comandita. Ninguno de los dos parecía tener prisa por dividir el patrimonio, ya que tal división allanaría el terreno a los pleitos.
Les sirvieron demasiado opson
[3]
para el gusto de Kineas, pescado seguido de pescado, ostras en salsa, langosta en más salsa, trozos de pan que parecían decoraciones más que un plato principal, pero no había ningún moralista ateniense presente para censurar tanta decadencia, y habida cuenta de cómo habían comido durante el verano, en verdad nadie podía acusarlos de permitirse lujos licenciosos. Todos comieron en exceso. Lot derramó salsa de langosta sobre su bello traje de seda y se rió, y Filocles, que ya iba achispado, tropezó con un jarro de vino y salpicó media habitación. Para cuando pasaron el último cordero y el último pan ácimo para rebañar la última salsa de pescado, todos estaban un poco grasientos.
Mientras cenaban, conversaron sobre asuntos de la ciudad, tales como pleitos y política, y escucharon cortésmente a Safo tocar su instrumento y cantar. Cuando hubieron dado cuenta de los platos principales, arrimaron los divanes y bebieron juntos, los heridos sonrojándose enseguida, aunque los demás tampoco tardaron en ponerse colorados y levantar la voz, momento en que Safo sonrió y se retiró.
Diodoro trató de retenerla sujetándole la mano.
—¡Quédate! —pidió—. No eres una matrona griega, que se impresiona con lo que los hombres dicen cuando beben.
Safo negó con la cabeza, y su sonrisa le advirtió que la había lastimado.
—Soy una hetaira —repuso Safo con fría cortesía—, no una flautista.
Cuando se hubo marchado, Diodoro miró atribulado a Kineas.
—¿Quién sabe? —se preguntó Diodoro en voz alta.
Kineas lo sabía, pero se rascó la barba y mentalmente tomó nota de explicar a Diodoro cuando tuviera ocasión lo que para él saltaba a la vista: que, en lo que a ella concernía, seguía siendo una matrona de Tebas. Los abusos, la esclavitud y peores cosas no habían alterado su concepto de conducta decorosa. La honró por ello.
Cuando Safo se hubo ido, la conversación subió de tono, los chistes fueron un poco más soeces, pero cada orador parecía estar aguardando algo, y la fiesta careció de rumbo hasta que Kineas se puso en pie. Esperó a que el ruido cesara y alzó su copa, y los demás alzaron las suyas como si hubiesen pasado toda la velada aguardando aquel momento.
—Quiero hablar de la expedición al este —anunció. Y les sonrió—. ¡Contra Alejandro!
Suspiraron al unísono, como aliviados. Lot profirió un estridente chillido, semejante a un grito de guerra sármata.
—¿Tenemos permiso para decirlo en voz alta? —preguntó Filocles.
Kineas estaba sobrio y serio.
—Voy al este porque necesito salir de esta ciudad y porque mi destino está allí. Moira me aguarda en el este. No puedo hablar más claro.
A su alrededor, los hombres que estaban al corriente del poder de sus sueños asintieron, todo regocijo olvidado, mientras otros se mostraban perplejos. Menón se rió.