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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano II. Tormenta de flechas (3 page)

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Ambos anhelaban ser considerados dignos… del trono. La competición había comenzado. Kineas deseó que la resolvieran con presteza. Los griegos del Euxino tenían otras preocupaciones, y necesitaban una mano firme en aquellas llanuras.

Kineas deseó estar seguro de que Srayanka era la reina que los sakje necesitaban. O incluso de que Marthax fuera apropiado para ejercer de rey.

Deseó que muchos hombres no hubiesen muerto; Nicomedes y Ajax, el devoto Agis, Cleito y su hijo Leuconte, Varo de los Gatos Esteparios y tantos otros, muchos de ellos amigos y compañeros. Laertes, a quien conocía desde la infancia, que lo había seguido hasta los confines del mundo. Sin embargo, de entre todos ellos, el rey Satrax era el único cuya muerte afectaba a todos los hombres del ejército. Satrax era el hombre que mantenía unida a la tropa, y su muerte marcaba un final.

Las antorchas llameaban y chisporroteaban bajo las últimas gotas de lluvia. Al oeste, las estrellas aparecían en el cielo. El suelo hedía a sangre de caballo, y la luz de las antorchas relumbraba parpadeante sobre el oro, el hierro y la lana.

Marthax vestía de rojo, pues estaba en su derecho como comandante de la escolta del rey fallecido. Llevaba la espada del rey en brazos, y con ella subió a la pirámide de tierra y hierba hasta plantarse en lo alto.

Srayanka, vestida de la cabeza a los pies con pieles blancas salpicadas de crines azules y conos de oro, subió tras él llevando en sus manos el casco del rey, que dejó en la misma cúspide de la pirámide. Entonces tomó la espada que Marthax sostenía. La alzó hacia las tinieblas.

Un trueno retumbó en la distancia y la multitud de guerreros emitió un sonido como el susurro del viento sobre la llanura de hierba.

—Vencedor en dos grandes batallas, azote de los getas, amo de diez mil caballos —entonó Srayanka. Kineas entendía bastante bien el sakje cuando lo pronunciaban despacio. Además, la había oído practicar aquel cántico durante diez noches.

Una vez más, pareció que los guerreros suspiraran.

—Joven como un dios, rápido en la batalla, terrible para sus enemigos, arrebatador de vidas, amo de diez mil caballos —prosiguió Srayanka, y de nuevo suspiraron.

Marthax estaba de pie tras ella con los brazos cruzados.

—Sabio como un dios, dador de oro, grande en la paz y el consejo, amo de diez mil caballos —añadió Srayanka, la espada inmóvil en su mano. Sus brazos eran como barras de hierro, bien lo sabía ahora Kineas.

Satrax había contribuido a unirlos, pero también había sido un adolescente insensato empeñado en quedarse a Srayanka para sí. En el fondo, Kineas no lamentaba tanto que hubiese fallecido.

—¡Fue el rey de los sakje! —gritó Srayanka, con voz súbitamente grave y desaforada. Y con la última palabra dio la vuelta a la espada y la clavó en la hierba.

Los guerreros lanzaron un grito atronador, un bramido de pesar y cólera, de victoria y pérdida, y luego se dirigieron al banquete que les aguardaba, un festín a los pies del nuevo túmulo, un último festín con el antiguo rey. Comieron, bebieron y lloraron, y los bardos entonaron canciones de las batallas. Y todos los griegos, los sakje y los sármatas fueron como hermanos y hermanas.

Por última vez.

Ataelo, el guerrero masageta que estaba al frente de los exploradores de Kineas, presentó al último mensajero de Oriente levantando el brazo:

—Cabalga cincuenta días en un buen caballo rumbo al este, más allá del Caspio, pasado el lago del Mar de Hierba y pasados los sármatas; con otros cinco caballos de refresco, para cabalgar cincuenta días y no para descansar, porque allí está la reina de los masagetas. —Los ojos de Ataelo miraron en derredor. La tienda abierta estaba atestada y había más guerreros sakje en torno a ella. Se mantenía bien erguido, consciente de la importancia de la ocasión—. Este hombre es como mi primo. Qares habla por la reina. —Ataelo dio un paso atrás.

El mensajero de los masagetas era más bajo que Ataelo, aunque guardaba cierto parecido con él: tirabuzones negros como un espartano, el rostro curtido y la nariz respingona como un sátiro. Llevaba un manto de seda encarnado sobre la armadura de escamas de bronce que resplandecía como una llama a la luz del sol. En la mano sostenía una espada corta sakje con la empuñadura de esmeralda. La blandió ante el consejo de jefes y oficiales griegos sentados en torno a la hoguera que ardía ante el carromato vacío de Satrax.

Las reglas del consejo sakje permitían que cualquier persona interesada asistiera, de modo que cientos de hombres y mujeres, muchos de ellos armados, y docenas de niños se habían congregado en la colina del consejo. Nunca estaban del todo callados, y tanto el murmullo de sus comentarios como el suspiro del viento obligaban a los oradores a gritar para hacerse oír. El mensajero de los masagetas tenía la voz grave y se le oía bien.

—¡Guardianes de la puerta occidental! —gritó Qares, y Eumenes, todavía envarado por las heridas, tradujo en voz baja—. ¡La reina Zarina, señora de todos los jinetes de Oriente, os llama para que acudáis a la reunión de todos los sakje! ¡Iskander, a quien los griegos llaman Alejandro, Rey de Macedonia, amenaza con declarar la guerra en el mar de hierba! ¡Zarina solicita la ayuda de los masagetas! —Mostró la espada—. Envía esto, la espada de Ciro, como recuerdo de su necesidad. Dejemos que Iskander oiga el trueno de vuestras monturas y pruebe el bronce de vuestras flechas.

Srayanka dio un paso al frente y aceptó la espada. Hubo vítores entre la muchedumbre expectante, pero también silbidos de desaprobación.

—¡Dejemos que Zarina haga su propia guerra! —gritó un joven jefe guerrero del clan de los Caballos Rampantes. Se tiró de las trenzas con fastidio—. ¿Y quiénes sois vosotros, Manos Crueles, para tomar la espada de Ciro? ¿Eh? ¿Eh? ¡Dádsela a Marthax!

Parshtaevalt, uno de los jefes de Srayanka, dio un manotazo en la espalda al Caballo Rampante.

—¡Silencio! —rugió—. Srayanka es la heredera del rey.

Kineas escuchaba opiniones encontradas y se retorcía en su banco.

A su lado, Filocles afilaba una rama con su navaja.

—Acaban de terminar una guerra —dijo Filocles en voz baja—. Ahora no quieren otra.

Srayanka levantó la espada y aguardó a que se hiciera el silencio.

—¡Acepto la espada de Ciro para los asagatje! —gritó—. No vamos a enviar diez mil jinetes a Oriente. Dile a Zarina que ya hemos combatido a Iskander en Occidente. —Y se volvió hacia la multitud—: Pero ¿dejaremos que nuestros primos se enfrenten solos al monstruo? ¿Acaso Oriente no nos envió a Lot?

Lot se abrió paso a empellones. El príncipe sármata era alto, rubio y de ojos claros, había dejado atrás la primera juventud pero aún estaba en excelente forma. Tenía una nueva cicatriz que le cruzaba la cara desde el ojo derecho hasta la comisura izquierda de los labios. Cuando se aproximó a Srayanka, alargó el brazo y ella le entregó la espada. La alzó por encima de su cabeza y la muchedumbre comenzó a callar. Cuando habló, su excitación y su marcado acento del este hicieron que resultara difícil entenderle.

—De la misma manera que vosotros necesitasteis nuestros caballos —gritó—, ahora la reina Zarina os pide apoyo cuando más lo necesita. Incluso un diezmo de vuestras fuerzas le sería de gran ayuda. Cuando partí hacia Occidente prometí a Zarina que llevaría a los asagatje de regreso conmigo. ¿Vais a convertirme en un mentiroso? —Se volvió hacia Kineas—: ¿Y van a abandonarnos nuestros aliados euxinos? Olbia y Pantecapaeum y todas las ciudades del Euxino se han beneficiado de nuestra alianza. ¿Apoyarán ellas a las tribus?

Eumenes tuvo que hablar deprisa para seguir el ritmo de Lot, y el esfuerzo de traducir el difícil dialecto estaba agotando al joven. Kineas le puso una mano en el hombro y notó la calentura de la fiebre en su piel desnuda. Se volvió hacia Filocles.

—Lleva a este muchacho a su catre —le ordenó Kineas—. ¡Chitón! ¡Mi sakje es lo bastante bueno para entender esto!

Pese a su afirmación, Kineas miró en derredor buscando a Ataelo. El griego de Ataelo no era excelente, pero traducía bastante bien. Ataelo se acercó con su esposa, Samahe.

—¿Señor? —preguntó Ataelo.

—Ayúdame a hablar —contestó Kineas.

Ataelo se plantó junto al hombro derecho de Kineas.

Kineas se levantó.

—Yo no soy el señor de los griegos euxinos —gritó. Ataelo tradujo. Luego Kineas prosiguió, hablando despacio, medio escuchando la versión de Ataelo—: No puedo hablar en nombre de Olbia o Pantecapaeum. Cuando la falange de Olbia haya resuelto los asuntos de nuestra ciudad, estaremos dispuestos a escuchar planes de alianza y guerra en Oriente. Nosotros somos, aliados leales. Pero todavía no estamos preparados para hablar.

El príncipe Lot meneó la cabeza y esta vez habló con más cuidado, imprimiendo a su acento sakje una rítmica cadencia como si declamara un poema épico. Ataelo se esforzaba para no rezagarse.

—Por ser nobles aliados. Por defender el territorio, ¡valientes! ¡Manteneos firmes! Pero ahora, dice, ¡no hay rey de los sakje! ¡No hay ejército sakje! No hay aliados para ir al este a luchar contra el monstruo con los masagetas. Dice que se va a poner a llorar.

Marthax se levantó. Se dirigió al centro del círculo, pero no pidió la espada de Ciro. Era un hombre alto y fornido con una barba rojiza y una enorme barriga. El jefe militar más conocido de los sakje, primo del rey, su brazo armado. Y uno de los dos aspirantes al trono.

—¡Claro que están por irse a casa! —dijo Ataelo, traduciendo sus palabras.

Kineas estaba bastante acostumbrado a escuchar a Marthax y siguió directamente el discurso sakje, con un oído puesto en Ataelo para comprobar que lo estaba entendiendo bien.

—Mi pueblo vuelve a casa para recoger la cosecha y enviarla por río —dijo Marthax—. Satrax soñaba con llevar un ejército al este para unirse a los masagetas. Era un gran rey, pero en el fondo también era un niño. Deseaba vivir una gran aventura. Ahora ha muerto. —Marthax se cruzó de brazos y miró al príncipe Lot—: Las cosas cambian. Las estaciones cambian. Antes de que Zoprionte llegara, quizás habríamos podido enviar guerreros hacia el sol naciente para socorrer a nuestros primos de las puertas orientales. Pero eso no llegó a ocurrir. Distintos soles salieron y se pusieron, y ahora tenemos que llenar nuestros carromatos de grano y prepararnos para sobrevivir a otro invierno en las llanuras. Tal vez la próxima primavera podamos enviar un diezmo de nuestros jóvenes guerreros al este para que se reúnan con la reina Zarina y los guardianes de las puertas orientales.

Un joven jefe de los Caballos Rampantes se levantó para hablar; el mismo hombre que había gritado a Srayanka. Marthax le dedicó una reverencia y fue a sentarse a su sitio, y entonces el joven guerrero, con el brazo en cabestrillo, se puso en medio del círculo.

—Soy Graethe de los Caballos Rampantes —dijo. Tenía el acento de su clan, que Kineas había llegado a identificar como propio de los sakje del norte. Pero hablaba despacio, según era costumbre en el consejo, y Kineas podía entenderlo todo bastante bien—. Mi señor se ha llevado a nuestros guerreros al mar de hierba a pasar el verano al viento y a vigilar a nuestros sindones. Si estuviera aquí, diría que Zoprionte no era el único lobo que amenazaba nuestros rebaños, sino tan sólo el más fuerte. Los Caballos Rampantes no cruzarán el mar de hierba para ir a la puerta oriental. Dejemos que los masagetas resuelvan sus propios asuntos.

Una jovencita, o tal vez una niña, que estaba sentada detrás de Marthax jugando con un arco, atrajo la atención de Kineas. Los niños de los sakje siempre andaban por todas partes; gozaban de una libertad sin límites. Pero aquélla era la niña que se había presentado como hija de Kam Baqca.

En lugar de lanzar flechas de juguete, había enrollado la cuerda del arco en una flecha y se servía de ella para hacer girar la flecha cada vez más deprisa. Kineas había visto a un joyero de Atenas usar un taladro, y se preguntó si la niña habría inventado la herramienta por su cuenta. Ella la usaba para hacer agujeros en el gran escudo de cuero sin curtir y en listones de madera; la punta de flecha de bronce fue cortando la cubierta de bronce y las cuerdas de cuero hasta que toda la estructura estuvo a punto de ceder.

Kineas alargó el brazo para detenerla y la chiquilla lo miró a los ojos. Eran ojos ancianos para un rostro tan joven, intensos y azules como el agua fría, y Kineas detuvo el movimiento de su mano como si lo hubiera picado un insecto.

Ella sonrió. Era una niña a punto de ser mujer, y su sonrisa era entre traviesa y perversa.

El Caballo Rampante seguía con la misma perorata. Marthax lo observaba con los párpados entrecerrados. Srayanka, por su parte, miraba al muchacho como si fuera a echársele encima. Cuando éste tomó aire para una nueva proclama, Srayanka se levantó y alzó la mano con la espada para impedirle continuar.

—¡Grande es la sabiduría del Caballo Rampante! —exclamó Srayanka—. Sabemos que ocuparon su lugar en la batalla y que no irán al este a apoyar a los guardianes de la puerta oriental. ¿Tienes algo más que añadir?

El joven inclinó la cabeza y no dijo nada, pero la fulminó con la mirada.

—Agradecemos tus palabras, Graethe. —Srayanka apretó con mano firme el hombro del joven y éste se sentó. Uno de los jóvenes jefes de Srayanka, Bain, se rió y aulló, y Graethe se puso rojo.

Srayanka se volvió y lanzó a Bain una desafiante mirada.

—¡Silencio! —gritó.

El rostro de Bain era la encarnación de la malicia adolescente, pero se apaciguó cuando Urvara se puso en pie. Hija de Varó, el señor de los Gatos Esteparios que había muerto en la gran batalla, Urvara tenía sus propias cicatrices; acababa de estrenarse con el arco, y Kineas la recordaba reagrupando a su gente para apoyarlo en la carga final. Sólo tenía dieciséis o diecisiete años, las cejas muy pobladas, labios carnosos y brazos fibrosos como las cuerdas de un arma de asedio. Bain la amaba.

—Los Gatos Esteparios miran al sol naciente —dijo Urvara, señalando hacia el este con su fusta.

Tenía una voz profunda y serena para ser una chica tan joven, y Kineas tuvo que admitir que Srayanka no era un caso único; entre los sakje se daban mujeres excepcionales. Amazonas, pensó.

—Iremos al este hacia el sol naciente y prestaremos nuestra ayuda a los guardianes de la puerta oriental —concluyó Urvara sucintamente.

—Las tierras de vuestro clan están en el este —repuso Marthax sin levantarse—. Vuestros hogares están de camino —agregó con desdén.

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