—¿Y ha hecho papá lo que ese hombre deseaba?
El conserje hizo una señal afirmativa.
El pretendiente de la venda interesaba a Seriozha y al conserje; se había presentado siete veces sin que se lo admitiera, y el niño lo encontró un día en el vestíbulo, suplicando que se lo recibiese, porque de lo contrario no le quedaba otro remedio que morir con sus hijos. Desde aquel día, Seriozha pensaba siempre en el pobre hombre.
—¿Parecía contento? —preguntó el niño.
—¡Ya lo creo! Se marchó saltando de alegría.
—¿Me han traído alguna cosa? —preguntó Seriozha, después de una pausa.
—Sí, sí —contestó a media voz el conserje—; hay una cosa de parte de la condesa.
Seriozha comprendió que se trataba de un regalo para el día de su cumpleaños.
—¿Dónde está?
—Korniéi lo ha llevado a la habitación de su papá; debe de ser cosa muy buena.
—¿De qué tamaño?
—No muy grande, pero seguramente le gustará.
—¿Será un libro?
—No. Vamos, vaya usted, pues Vasili Lukich lo llama —añadió el conserje, desprendiendo suavemente la mano, cubierta de un guante, que le tenía cogido.
—Voy al momento, Vasili Lukich —contestó Seriozha, con la afable sonrisa que siempre seducía al severo preceptor.
Seriozha estaba contento, y quería participar con su amigo el conserje de una buena noticia para la familia, que acababa de darle la sobrina de la condesa Lidia durante su paseo en el jardín de verano. Esta alegría era mucho mayor aún porque su papá había recibido al pretendiente y le esperaba además un regalo. «Este ha sido un buen día —pensaba—, y todos deben estar alegres.»
—¿No sabes que papá ha recibido la orden de Alexandr Nievski? —dijo al conserje.
—¿Cómo no lo he de saber, habiendo venido ya algunos a felicitarlo?
—¿Está contento?
—No podía menos de estarlo por esa gracia del emperador, la cual prueba que ha merecido esta recompensa —contestó el conserje con gravedad.
Seriozha reflexionó, mirando siempre de hito en hito al conserje, cuyo rostro conocía hasta en los menores detalles, lo que le llamaba especialmente la atención fue su barbilla colgada entre dos patillas canosas, lo que no veía nadie, solo él, porque siempre le miraba al conserje de abajo arriba.
—¿Y qué hay de tu hija? —preguntó Seriozha—. ¿Hace mucho tiempo que no la ves?
La hija del conserje formaba parte del cuerpo de baile.
—¿Cómo ha de tener tiempo para venir en día de trabajo? Ella ha de recibir sus lecciones como usted, señorito.
Al entrar en su habitación, Seriozha, en vez de ponerse a estudiar, habló a su preceptor del regalo, haciendo mil suposiciones sobre lo que podría ser.
—¿Le parece a usted que será un coche? —preguntó.
Pero Vasili Lukich no pensaba más que en la lección de gramática, que debía estar aprendida a las dos, hora en que el profesor llegaría.
—Dígame usted solo, Vasili Lukich —añadió el niño, sentado a la mesa con su libro entre las manos— qué orden hay superior a la de Alexandr Nievski. Supongo que ya sabrá usted que han favorecido con ella a mi papá.
—La de Vladímir
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—contestó el preceptor.
—¿Y sobre este?
—Sobre todo, la de Andréi Pervozvanni
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—¿Y no hay otra superior?
—Lo ignoro.
—¿Cómo no lo sabe usted?
Y Seriozha, apoyando la cabeza sobre una mano, comenzó a reflexionar.
Las meditaciones del niño eran muy diversas; se imaginaba que su padre iba a ser condecorado también con las órdenes de Vladímir y Andréi, y que, por tanto, sería indulgente para la lección de aquel día. Después pensó que cuando fuese mayor haría méritos para merecer todas las condecoraciones, incluso aquellas que se crearan superiores a la de Andriéi.
En estas reflexiones se pasó el tiempo tan pronto, que cuando llegó la hora de la lección Seriozha no sabía nada, y el profesor quedó muy descontento y algo triste; esto afligía mucho a Seriozha, pero le había sido imposible aprender su lección. En presencia del profesor, no obstante, aprendió algo, a fuerza de escuchar y creer que comprendía; pero cuando estaba solo se confundía de nuevo.
Aprovechando un instante en que su maestro buscaba alguna cosa en el libro, le preguntó:
—¿Cuándo es el santo de usted, Mijaíl Iványch?
—Mejor sería que pensara usted en el estudio —contestó el maestro—. ¿A quién se le ocurre hacer semejante pregunta? Ese día será como cualquier otro, y se trabajará lo mismo.
Seriozha miró atentamente a su profesor, examinó su escasa barba, sus gafas colocados sobre la punta de la nariz, y se entregó a reflexiones tan profundas que no oyó nada de la lección. ¿Creería su maestro lo que estaba diciendo? A juzgar por el tono con que hablaba, esto parecía imposible.
«¿Por qué se empeñarán todos —se preguntó— en decirme cosas tan desagradables e inútiles? ¿Por qué no me querrá este hombre?»
Seriozha no encontraba la contestación.
D
ESPUÉS
de la lección del profesor vino la del padre; Seriozha la esperó jugando con un cortaplumas y entregado a nuevas meditaciones, apoyado de codos en la mesa.
Una de sus ocupaciones favoritas consistía en buscar a su madre durante sus paseos; no creía en la muerte en general, y menos en la de aquella, a pesar de las afirmaciones de la condesa y de su padre. Por eso pensaba reconocerla en todas las mujeres altas, morenas y un poco robustas; su corazón se llenaba de ternura, se agolpaban las lágrimas a sus ojos, y esperaba que una de aquellas damas se acercase a él, levantándose el velo. Entonces volvería a ver su rostro, la besaría, sentiría la dulce caricia de su mano, reconociendo su perfume, y lloraría de contento, como una noche en que rodó a los pies de Anna porque esta le hacía cosquillas, ahogándose casi de risa. Más tarde, la anciana criada le dijo, por casualidad, que su madre vivía; pero que su padre y la condesa decían lo contrario porque se había hecho muy mala. Esto pareció a Seriozha más inverosímil aún, y, por tanto, la buscaba con mayor afán. Aquel día vio en el jardín de verano una dama con velo de color lila, y su corazón latió con fuerza al observar que tomaba el mismo sendero que él; pero de repente desapareció. El cariño de Seriozha a su madre era más vivo que nunca, y con los ojos brillantes cortaba la mesa con el cortaplumas, pensando en ella.
—¡Ya viene su papá! —le dijo Vasili Lukich.
Seriozha saltó de la silla y corrió a besar la mano de su padre, buscando en su rostro alguna señal de satisfacción por el honor recibido.
—¿Has paseado bastante? —preguntó Alexiéi Alexándrovich, sentándose en un sillón y abriendo un volumen del Antiguo Testamento.
Aunque había dicho a menudo a Seriozha que todo cristiano debía conocer el Antiguo Testamento a fondo, con frecuencia necesitaba consultar el libro para sus lecciones, y el niño lo observaba.
—Sí, papá —contestó Seriozha, sentándose de lado y balanceando su silla, a pesar de habérsele prohibido esto—. He visto a Nádeñka, una sobrina de la condesa, que esta educaba, y me ha dicho que le habían concedido a usted una nueva condecoración. ¿Está usted contento, papá?
—En primer lugar, no balancees así la silla —replicó Alexiéi Alexándrovich—, y en segundo, has de saber que lo que debe sernos caro es el trabajo en sí y no la recompensa. Yo quisiera hacerte comprender esto. Si solo buscas aquella, el primero te parecerá penoso; pero si amas el trabajo, en él hallarás tu recompensa.
Y Alexiéi Alexándrovich recordó que al firmar aquel mismo día ciento dieciocho documentos distintos, solo tuvo por apoyo en aquella ingrata tarea el sentimiento del deber.
Los ojos de Seriozha, que brillaban de ternura y alegría, se oscurecieron ante la mirada de su padre.
Comprendía que este adoptaba con él un tono particular, como si se dirigiera a uno de esos niños imaginarios que se encuentran en los libros, y a los cuales Seriozha no se parecía en nada. Seriozha, siempre cuando estaba con su padre, se imaginaba aquel niño de libro e intentaba actuar como tal.
—Supongo que me comprendes —dijo el padre.
—Sí, papá —contestó el niño distraídamente.
La lección consistía en recitar algunos versículos del Evangelio, diciendo de memoria el principio del Antiguo Testamento. Al comenzar, la lección marchó bien; pero de pronto le llamó la atención al niño el aspecto de la frente de su padre, que parecía formar un ángulo casi recto cerca de las sienes, y desde entonces todo lo dijo al revés. Alexiéi Alexándrovich dedujo que no comprendía nada de lo que decía, y esto lo irritó, frunció el ceño y comenzó a explicar lo que el niño no podía haber olvidado después de repetirlo tantas veces. Pero Seriozha, atemorizado, miraba a su padre, preguntándose si sería necesario repetir las explicaciones como otras veces, y este temor le impedía comprender. Por fortuna, Alexiéi Alexándrovich pasó a la lección de la Historia Sagrada; Seriozha refirió bastante bien los hechos mismos, pero cuando se trató de dar a conocer su significación, se confundió, aunque ya había sido castigado antes por no haber sabido nada. El momento más crítico fue aquel en que debió enumerar la serie de los patriarcas antediluvianos; solo se acordaba de Enoc, su personaje favorito en la historia sagrada, y el niño había relacionado con la elevación de este patriarca a los cielos una larga serie de ideas que le absorbió por completo, mientras miraba fijamente la cadena del reloj de su padre y un botón del chaleco que estaba desabrochado.
Seriozha, que no creía en la muerte de aquellos a quienes amaba, no admitía tampoco que él pudiese morir, aunque esta idea inverosímil e incomprensible de la muerte le hubiese sido confirmada por personas dignas de su confianza, incluso la criada, quien le había dicho que todos los hombres morían. Pero si era así, ¿por qué no murió Enoc, y por qué otros no merecían también subir vivos al cielo como él? Los malos, aquellos a quienes Seriozha no amaba, podían morir muy bien; pero los buenos debían hallarse en el caso de Enoc.
—Vamos —dijo Alexiéi Alexándrovich—, ¿quiénes son esos patriarcas?
—Enoc… Enos…
—Ya los has citado. Sabes muy mal tu lección, Seriozha, y si no tratas de instruirte en las cosas esenciales para un cristiano, no sé en qué te ocuparás —dijo el padre, levantándose—. Tu profesor no está más satisfecho que yo, y, por tanto, me es preciso castigarte.
Seriozha estudiaba poco, en efecto, y, sin embargo, no le faltaba disposición, y hasta era superior a los que su maestro le citaba como ejemplo; si no quería aprender lo que se le enseñaba, era porque no podía, y porque su alma experimentaba necesidades muy diferentes de las que le suponían sus profesores. A los nueve años no era más que un niño, pero conocía su alma y la defendía contra todos aquellos que trataban de penetrar en ella sin la llave del amor. Lo acusaban de no querer aprender nada, y ardía en deseos de saber; pero se instruía hablando con Kapitónych, su anciana criada, Nádeñka y Vasili Lukich.
Seriozha fue castigado, pues no obtuvo permiso para ir a casa de Nádeñka; pero este castigo redundó en provecho suyo, pues Vasili Lukich estaba de buen humor y le enseñó el arte de construir un pequeño molino de viento. La noche se pasó meditando sobre el medio de servirse de un molino para girar en el aire sujetándose a las aspas. Olvidó por lo pronto a su madre, pero se acordó de ella en la cama, y rezó a su manera para que dejara de ocultarse y le hiciese una visita al día siguiente, aniversario de su nacimiento.
—Vasili Lukich —dijo—, ¿sabe usted lo que he pedido a Dios, entre otras cosas?
—¿Que te permita estudiar más?
—No.
—¿Que te regalen juguetes?
—No lo adivinará usted, es un secreto; pero si se realiza lo que pido, se lo diré.
—Está bien —contestó Vasili Lukich, sonriendo, cosa que hacía raramente—; pero ahora, a la cama, pues voy a apagar la luz.
—Veo lo que he pedido en mi oración cuando estamos a oscuras. ¡Vamos, ya he revelado casi mi secreto! —dijo Seriozha, sonriendo.
El niño creyó oír a su madre y reconocer su presencia apenas se apagó la luz; estaba en pie junto a su lecho y lo acariciaba con una mirada llena de ternura; después vio un molino y un cuchillo, luego se confundió todo en su cabecita y se durmió profundamente.
V
RONSKI
y Anna se habían alojado en uno de los principales hoteles de San Petersburgo, él en el piso bajo y ella en el principal, con la niña, la nodriza y la camarera, en una habitación grande, con cuatro aposentos. El primer día de su llegada, Vronski fue a ver a su hermano y encontró a su madre, que había llegado de Moscú para asuntos particulares.
La condesa y su cuñada lo recibieron como de costumbre; le hicieron varias preguntas sobre su viaje y le hablaron de amigos y conocidos, pero sin hacer la menor alusión a Anna. Su hermano fue el primero en hablarle de ella al devolverle la visita al día siguiente. Vronski aprovechó la ocasión para explicarle que consideraba sus relaciones con la señora Karénina como un matrimonio, pues tenía fundadas esperanzas de obtener un divorcio que regularía su posición, por lo cual deseaba que su madre y su cuñada comprendiesen el caso en que se hallaba.
—El mundo podrá no aprobarnos —dijo—; esto me es indiferente; pero si mi familia quiere mantenerse en buena inteligencia conmigo, es necesario que conserve relaciones convenientes con mi esposa.
El hermano mayor, que respetaba siempre mucho las opiniones del menor, pensó que ya se encargaría el mundo de resolver esta delicada cuestión, y sin protestar, se dirigió con Vronski al alojamiento de la señora Karénina. Delante de su hermano, Vronski hablaba a Anna, como de costumbre, de usted, como si se tratara de una buena amiga. Pero se sobrentendía que el hermano estaba al corriente de sus relaciones, y se habló del viaje de Anna a la finca de Vronski.
A pesar de su experiencia del mundo, Vronski incurría en un extraño error, comprendiendo él mejor que nadie que la sociedad le cerraría sus puertas, se figuró, por un singular efecto de imaginación, que la opinión pública, olvidando sus antiguas preocupaciones, habría sufrido la influencia del progreso general. «Sin duda no podremos contar con el mundo oficial —se decía—; pero nuestros parientes y amigos comprenderán las cosas tal como son.»
Puede uno estar sentado durante horas en la posición más incómoda, si se sabe que nadie le impedirá cambiar de postura. Pero si sabe que tiene que estar así, sin moverse, entonces las piernas tenderán a estirarse, a ocupar otra posición y sentirá calambres. Era la misma impresión que experimentaba Vronski respecto a la alta sociedad. Aunque en su fuero interno sabía que la vida mundana estaba cerrada para ellos, intentó cambiar la situación, dar algunos pasos para ser recibidos. Pronto advirtió que la alta sociedad estaba abierta para él, pero no para Anna. Las puertas abiertas ante él se cerraban ante Anna.