Difícil es que un hombre descontento se abstenga de atribuir a alguno la causa de aquel. Lievin pensaba con tristeza que si la culpa no era de su esposa (no podía acusarla), sería por lo menos de su educación, demasiado superficial y frívola. «Ni aun supo imponer respeto —pensaba— a ese imbécil de Charski.» Fuera de los ligeros quehaceres de la casa, de los cuales se ocupaba mucho; de su tocador y de su bordado, Kiti no se cuidaba de nada. «No manifiesta afición a mis trabajos agrícolas, ni a los campesinos, y ni siquiera le gusta la lectura o la música, aunque es inteligente en esta última; no hace absolutamente nada, y sin embargo, está muy satisfecha.»
Al juzgar así, Lievin no comprendía que Kiti se preparaba para un periodo de actividad que la obligaría a ser, a la vez, esposa, madre, ama de casa, nodriza e institutriz; no comprendía que consagraba algunas horas al ocio y al amor, porque un secreto instinto le advertía que iba a serle preciso cumplir con una sagrada misión, trabajando muy duro, por lo cual preparaba alegremente su nido para el porvenir.
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entrar en el comedor, Lievin encontró a su esposa sentada delante del nuevo servicio de té, leyendo una carta de Dolli, porque las dos hermanas sostenían una correspondencia seguida; Agafia Mijáilovna, con su taza delante, se hallaba junto a Kiti.
—La señora me ha ordenado que me siente aquí —dijo la anciana, mirando a Kiti con expresión de cariño.
Estas últimas palabras demostraron a Lievin que había terminado el drama doméstico entre su esposa y Agafia Mijáilovna, a pesar del disgusto que esta sufrió al ver que la despojaban de las riendas del gobierno. Kiti, victoriosa, había conseguido que se la amase.
—Toma, aquí tienes una misiva para ti —dijo Kiti, entregando a su marido una carta llena de faltas de ortografía—. Creo que es de aquella mujer, ya sabes…, de tu hermano, yo no la he leído. Esta otra es de Dolli, que llevó una noche a Grisha y Tania a un baile de niños celebrado en casa de los Sarmatski; Tania vestía de marquesa.
Lievin no escuchaba; tomó, sonrojándose, la carta de Maria Nikoláievna, la antigua querida de Nikolái, y la leyó rápidamente. Le escribía por segunda vez; en la primera carta le decía que Nikolái la echó de casa sin motivo alguno, añadiendo, con una ingenuidad conmovedora, que no pedía socorro alguno, aunque se hallaba en la miseria, pero que el recuerdo de Nikolái Dmítrich la mataba. ¿Qué sería de él estando ya tan débil? Maria Nikoláievna suplicaba a su hermano que no le perdiera de vista. En la segunda carta, cuyo tono era muy diferente, la firmante decía que había vuelto a encontrar a Nikolái en Moscú; que desde aquí marchó con él a una ciudad de provincia, donde iba a ocupar un destino; que al poco tiempo discutió con uno de sus jefes, lo cual lo obligó a dirigirse a Moscú, pero que había caído enfermo en el camino y probablemente no se restablecería ya. «Siempre pregunta por usted —decía la carta—; pero no tenemos ya dinero.»
—Lee lo que Dolli escribe respecto a ti —comenzó a decir Kiti; más al observar la expresión de trastorno de su esposo, preguntó con inquietud—: ¿Qué ocurre?
—Me escribe que mi hermano Nikolái se muere, y debo marchar.
Kiti cambió de expresión olvidando al punto a Dolli y a Tania con su traje de marquesa.
—¿Cuándo marcharás?
—Mañana.
—¿Podré acompañarte?
—¡Vaya ocurrencia! —replicó Lievin con tono de represión.
—¡Cómo ocurrencia! —exclamó Kiti, resentida de que se acogiera tan mal su proposición—: ¿Por qué no he de ir yo contigo? No molestaré en nada; yo…
—Debo marchar porque mi hermano se muere —dijo Lievin—. ¿Qué podrás hacer tú allí?
—Lo mismo que tú.
«En un momento tan grave para mí —pensó Lievin—, solo piensa en el enojo que le causará estar sola.» Y esta reflexión lo afligió.
—Es imposible —contestó severamente.
Agafia Mijailóvna, viendo que las cosas se maleaban, dejó su taza y salió sin que Kiti lo notase. El tono de su esposo había resentido a esta tanto más cuanto que, al parecer, no daba ninguna importancia a sus palabras.
—Y yo te digo que si marchas, yo me iré también. Quiero acompañarte —añadió, con acento de cólera—, y me agradaría saber por qué sería imposible.
—Porque solo Dios sabe en qué punto o en qué posada lo encontraré, y qué caminos será preciso recorrer para llegar hasta él. Tú no puedes menos de ser un entorpecimiento para mí en el caso presente —añadió Lievin, procurando conservar su sangre fría.
—De ningún modo, yo no necesito nada, donde tú vayas yo puedo ir también, y…
—Aunque solo fuera por esa mujer, con la cual no puedes ponerte en contacto…
—¿Por qué? Yo no tengo que ver con esas historias, pues nada me importan. Sé que el hermano de mi esposo se muere, que mi marido va a buscarlo, y yo quiero ir con él para…
—Kiti, no te incomodes, y piensa que en un caso tan grave, me es doloroso que agregues a mi pesar una verdadera debilidad, el temor de quedarte sola. Si te aburres, vete a Moscú.
—¡Así eres tú! Siempre me supones sentimientos mezquinos —exclamó Kiti, con las lágrimas de injusticia y cólera—. Yo no soy débil…; conozco que es deber mío estar junto a mi esposo en semejante momento, y tú quieres ofenderme, interpretando torcidamente mis intenciones.
—¡Vamos, es terrible verse esclavizado así! —exclamó Lievin levantándose, sin poder disimular su descontento, pero en el mismo instante comprendió que se culpaba a sí mismo.
—¿Pues por qué te casas? —exclamó Kiti—. Siendo soltero, estarías libre. ¿Te arrepientes ya?
Y sin poder reprimir las lágrimas, salió de la habitación.
Cuando Lievin fue a reunirse con su esposa, la encontró sollozando.
Al principio procuró no persuadirla con palabras, sino calmarla, pero Kiti no quiso admitir ninguno de sus argumentos; Lievin tomó una de sus manos, la besó y acarició su cabello, sin conseguir con esto que le contestara, hasta que al fin, cogiendo su cabeza entre las manos, pronunció con dulzura su nombre. Kiti se suavizó, lloró y se efectuó la reconciliación al punto.
Decidieron partir al día siguiente. Lievin dijo a su esposa que estaba convencido de que a ella la guiaba únicamente el deseo de ser útil y que la presencia de Maria Nikoláievna no tenía nada de indecoroso. Sin embargo, emprendía el viaje descontento de Kiti y de sí mismo. Descontento de ella porque no quería dejarlo marchar solo (¡qué extraño era pensar que él, Lievin, que hacía tan poco osaba creer en la felicidad del amor de Kiti, se sentía ahora desgraciado porque la amaba demasiado!). Y estaba descontento de sí mismo, por haber cedido. En su fuero interno le desagradaba pensar que a Kiti no le importaba encontrarse con Maria Nicoláievna y temía los posibles choques entre ellas. El mero hecho de que su mujer, su Kiti, pudiera estar en una misma habitación con una mujerzuela le hacía temblar de horror y repugnancia.
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fonda donde Nikolái Lievin se moría era uno de esos establecimientos de construcción reciente, con pretensiones de ofrecer a un público poco acostumbrado a los refinamientos modernos, el aseo, la comodidad y la elegancia; pero que este mismo público había convertido muy pronto en ligón. Todo produjo en Lievin un efecto penoso; el soldado que hacía de portero, revestido de desastroso uniforme, y fumando su cigarro en el vestíbulo; la escalera de palastro sombría y triste, el mozo con su traje negro lleno de manchas, la mesa redonda, adornada con su espantoso ramo de flores de cera cubiertas de polvo, el desorden y el desaseo, y hasta una actividad con carácter de suficiencia; todo este conjunto era repulsivo; pero dentro, Lievin debía ver algo peor aún.
Las mejores habitaciones resultaron estar ocupadas, y se ofreció a los esposos un aposento sucio, prometiéndoles otro para pasar la noche; Lievin hubo de conducir allí a Kiti, enojado al ver que sus previsiones se realizaban tan pronto, y que le era forzoso ocuparse de la instalación en vez de correr en busca de su hermano.
—Ve pronto —dijo Kiti con aire contristado.
Lievin salió sin decir palabra, y cerca de la puerta se encontró con Maria Nikoláievna, que acababa de saber su llegada; no había cambiado desde la última vez que Lievin la viera en Moscú; llevaba el mismo vestido de lana, que dejaba al descubierto su cuello y sus brazos, y conservaba en su rostro demacrado la misma expresión de bondad.
—¿Cómo sigue? —preguntó Lievin.
—Muy mal; ya no se levanta, y lo espera a usted siempre. ¿Ha venido usted… con su esposa?
Lievin no sospechó al principio por qué aquella mujer estaba confusa; pero Maria Nikoláievna se expresó al punto.
—Yo me iré a la cocina —dijo— y él estará así más contento, pues recuerda haberla visto en el extranjero.
Lievin comprendió que se trataba de su esposa y no supo qué contestar.
—¡Vamos, vamos! —dijo.
Mas apenas hubo dado un paso, se abrió la puerta de su habitación y Kiti apareció en el umbral. Lievin se sonrojó, muy contrariado al ver a su esposa en tan falsa posición; pero Maria Nikoláievna se ruborizó mucho más, y se oprimió contra la pared, dispuesta a llorar, tapando con el chal sus manos coloradas.
Lievin notó desde luego la expresión de ávida curiosidad que se pintó en los ojos de su esposa al fijar sus miradas en aquella mujer incomprensible para ella y casi espantosa, pero esa expresión duró solo un momento.
—¿Qué tal? ¿Cómo está? —preguntó mirando a Levin y después a ella.
—No podemos permanecer en el corredor —dijo Lievin con acento irritado.
—Pues bien, entremos —replicó Kiti volviéndose hacia Maria Nikoláievna, que se retiraba ya; mas al ver la expresión de temor de su esposo, añadió—: Mejor es que vayas tú primero y me envíes a buscar a mi cuarto.
Lievin se dirigió a la habitación de su hermano.
Pensaba encontrarlo en ese estado de ilusión propio de los tísicos, que le había chocado en su última visita; creía hallarlo más débil y más flaco, con síntomas de un próximo fin; y se figuró que iba a conmoverse mucho al verlo poseído de la idea de la muerte, como algún tiempo antes; pero lo que vio fue muy distinto de lo que esperaba.
En una pequeña y sórdida habitación, en cuyas paredes habían escupido sin duda muchos viajeros, y separada solo de otra estancia en la cual se oía hablar a varias personas, Lievin vio en una mísera cama un cuerpo cubierto con una colcha, y sobre esta una mano enorme que empuñaba de una manera singular una especie de huso largo y delgado; la cabeza, reposando en la almohada, solo tenía algunos raros cabellos, que el sudor adhería a las sienes, mientras que la frente se transparentaba casi.
«¿Es posible que ese cadáver sea mi hermano Nikolái?», pensó Lievin; pero al acercarse, cesaron sus dudas; le bastó fijar la vista en los ojos de su hermano para conocer la espantosa verdad.
Nikolái miró a Konstantín con expresión severa, y esto bastó para que restablecieran las relaciones acostumbradas entre los dos hermanos; Lievin creyó que se le dirigía una muda reprensión, y le remordió su felicidad.
Al coger la mano de Nikolái, este sonrió; pero sin que cambiase la dureza de su fisonomía.
—Sin duda, no esperabas encontrarme así —dijo al fin Nikolái, haciendo un esfuerzo.
—Sí…, no —contestó Lievin, confundiéndose—. ¿Por qué no me has avisado antes, cuando aún era soltero? He practicado verdaderas pesquisas para encontrarte.
Lievin hablaba a fin de evitar un silencio penoso, pero su hermano no respondía y lo miraba fijamente, cual si quisiera pesar cada una de sus palabras; sin saber ya qué decirle, le manifestó al fin que había llegado con su esposa. Nikolái manifestó su satisfacción, aunque añadiendo que temía espantarla; siguió una pausa, y después el enfermo comenzó a hablar; Lievin creyó, por la expresión de su rostro, que deseaba comunicarle alguna cosa de importancia, pero no hizo más que renegar del médico, manifestando su sentimiento por no poder consultar a una celebridad de Moscú. Lievin comprendió que su hermano todavía creía tener curación.
A los pocos momentos, Konstantín se levantó, con el pretexto de ir a buscar a su esposa, pero en realidad para sustraerse, al menos durante algunos minutos, a sus dolorosas impresiones.
—Está bien —dijo el enfermo—; voy a mandar que limpien y ventilen un poco esto. ¡Masha! —gritó, haciendo un esfuerzo—. Ven a poner un poco de orden aquí— y volviéndose a Lievin, añadió con una mirada interrogadora—: ¿Tú, Masha, te irás después?
Lievin salió sin contestar, mas apenas estuvo en el corredor; se arrepintió de haber prometido presentar a su esposa, y pensando en lo que había sufrido, resolvió demostrar a Kiti que aquella visita sería infructuosa. «¿Para qué atormentarla como a mí?», pensó.
—¿Qué hay? —preguntó Kiti, asustada.
—Es horrible —contestó Lievin—; yo no sé por qué has venido.
Kiti miró un momento a su esposo sin decir palabra, y cogiéndolo después del brazo, repuso tímidamente:
—Kostia, condúceme a su habitación, y el servicio será menos pesado para los dos; yo me quedaré con él, pues ya comprenderás que ser testigo de tu dolor e ignorar la causa es para mi más cruel que todo. Tal vez le sea yo útil, y a ti también. Te ruego que me lo permitas —añadió Kiti, con tono suplicante, como si se tratase de la felicidad de su vida.
Lievin hubo de consentir y acompañarla, con lo cual olvidó completamente a Maria Nikoláievna.
Kiti andaba ligera y animosa, mirando a su esposo con expresión de cariño; al entrar, se acercó al lecho de modo que el enfermo no necesitase volver la cabeza; cogió con su fresca mano la diestra enorme del moribundo, y manifestando esa simpatía que las mujeres saben demostrar sin ofender, le dirigió la palabra con dulce animación:
—Nos hemos visto en Soden sin conocernos —dijo Kiti—. ¿Pensaba usted entonces que yo llegaría a ser su cuñada?
—Supongo que no me habría reconocido usted —repuso el enfermo, cuyo rostro se había animado con una sonrisa al ver entrar a Kiti.
—¡Oh, sí! —replicó Kiti—. Y ha hecho usted bien en llamarnos. No se pasaba ni un día sin que Konstantín se acordarse de usted, inquietándose por no recibir noticias.
La animación del enfermo duró poco; antes que Kiti acabase de hablar, reapareció en su rostro la expresión de amargura que antes manifestara al observar la salud y robustez de su hermano.
—Temo que no se halle usted bien aquí —continuó la joven, evitando la mirada fija de él para examinar el aposento—. Será preciso pedir otra habitación para estar más cerca de él —dijo a su esposo.