—No, no se ha engañado usted —dijo Anna lentamente, mirando con desesperación el rostro impasible de su esposo—; he sido presa de una profunda angustia y no puedo menos de experimentarla todavía: lo escucho a usted y solo pienso en él; lo quiero; soy su querida, y no puedo soportar la presencia de usted, porque lo temo y lo odio. Puede usted hacer de mí lo que quiera.
Y recostándose en el fondo del coche, se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar.
Alexiéi Alexándrovich no se movió, ni cambió la dirección de su mirada; pero la expresión solemne de su fisonomía tomó la rigidez de la muerte, la cual conservó todo el camino. Al acercarse el coche a la casa, se volvió hacia su esposa y le dijo:
—Entendámonos: exijo que hasta el momento en que yo haya adoptado las medidas necesarias —al pronunciar estas palabras su voz era trémula— para poner a cubierto mi honor, medidas que ya se las comunicarán a usted, procure conservar las apariencias.
Y saliendo del coche, hizo bajar a Anna delante de los criados, le estrechó la mano, volvió a ocupar su asiento y dio orden al cochero de conducir a San Petersburgo.
Apenas hubo marchado, un mensajero de Betsi llegó con un billete que decía:
«He enviado a pedir informes; me participan que sigue bien, pero está desesperado.»
«¡Entonces vendrá! —pensó Anna—. He hecho bien en confesarlo todo.»
Y miró su reloj, mostrándose inquieta al ver que no era tan tarde como ella deseaba; pero el recuerdo de la última entrevista hizo latir su corazón.
«¡Dios mío! Esto es terrible, pero me complace verlo. ¡Mi esposo! ¡Tanto mejor; todo ha concluido entre nosotros!»
D
ONDEQUIERA
que se reúnen los hombres, y así en la pequeña estación balnearia elegida por los Scherbatski como en otras partes, se forma una especie de cristalización social que mantiene a cada uno en su sitio; del mismo modo que una gotita de agua expuesta al frío toma invariablemente cierta forma cristalina, así cada persona encuentra señalada ya su categoría en la sociedad.
Der Furst
Scherbatski
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samt gemahlin und tochter
se cristalizaron, desde luego, en el lugar correspondiente según su jerarquía social, indicándose esto por la habitación que ocuparon, por su nombre y las relaciones que contrajeron.
Este trabajo de estratificación se había efectuado aquel año con tanta más formalidad, cuanto que una Furstin
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alemana de verdad honraba los baños con su presencia. La princesa se creyó en el deber de presentarle su hija, y esta ceremonia se efectuó dos días después de su llegada. Kiti, engalanada con un tocado muy «sencillo», es decir, muy elegante, y recién venido de París, hizo una profunda y graciosa reverencia a la gran dama.
—Espero —dijo esta— que no tardarán en renacer las rosas en ese lindo rostro.
Y esto bastó para que la familia Scherbatski quedase clasificada definitivamente.
Después trabó conocimiento con una
lady
inglesa y su familia, una condesa alemana y su hijo, herido en la última guerra; un científico sueco, el señor Canut y su hermana.
Pero la sociedad íntima de los Scherbatski se compuso casi espontáneamente de bañistas rusos, entre los cuales figuraban María Yevguénievna Rtíscheva y su hija, que desagradaba a Kiti porque también estaba enferma a consecuencia de un amor contrariado, y un coronel moscovita que iba siempre de uniforme, y que por su corbata de color y su cuello descubierto parecía soberanamente ridículo. Esta sociedad era insoportable para Kiti.
Después de la marcha del anciano príncipe a Carlsbad, se aburrió mucho. Kiti no se interesaba por los conocidos, ya que no esperaba nada nuevo de ellos. Su mayor y más íntimo interés consistía en observar a los que no conocía y hacer conjeturas acerca de ellos. Por inclinación natural de su personalidad, Kiti suponía siempre solo todo lo bueno en los demás y sobre todo en los desconocidos. Y ahora, al hacer suposiciones sobre quien pudiera ser aquella gente, sus relaciones mutuas y sus caracteres, imaginaba que estos eran hermosos y excepcionales y encontraba la confirmación de ello en sus observaciones.
Una de las que le inspiraron el más vivo interés fue una joven rusa que había ido a los baños con una dama rusa a quien llamaban
madame
Shtal, perteneciente a la alta nobleza, según se decía.
Esta señora, muy enferma, se dejaba ver raras veces, y siempre iba en un cochecito. No conocía a ningún ruso, pero ello se debía a su orgullo y no a la enfermedad. La citada joven cuidaba de ella, y según Kiti, atendía con la misma amable solicitud a otras varias personas gravemente enfermas.
Madame
Shtal llamaba a su joven compañera Váreñka, los demás se referían a ella como «
m-lle
Váreñka». Esa joven rusa, según observaba Kiti, no era de la familia de
madame
Shtal, tampoco parecía una cuidadora retribuida; Kiti le profesaba una irresistible simpatía, y le parecía, cuando sus miradas se encontraban, que ella le dispensaba también su cariño.
M-lle
Váreñka, aunque joven, parecía carecer de juventud: lo mismo podía tener diecinueve años que treinta; a pesar de su palidez enfermiza, la juzgaban todos más linda que fea cuando analizaban sus facciones; hasta hubiera pasado por muy bien formada si no hubiese sido por su cabeza algo grande y su excesiva flacura. No debía de agradar a los hombres, y al verla se pensaba en una hermosa flor que, conservando sus pétalos, estuviese ya marchita y sin perfume. Además, para atraer a los hombres le faltaba aquello que en Kiti había con exceso: el fuego contenido de la vida y la conciencia de su propia belleza.
Váreñka parecía siempre absorta con algún deber importante, y se hubiera dicho que no tenía tiempo para ocuparse de cosas frívolas. El ejemplo de aquella vida tan atareada hacía pensar a Kiti que si la imitase hallaría lo que buscaba con dolor, es decir, un interés, un sentimiento de dignidad personal que no tuviese ya nada de común con esa actitud mundana de la muchacha respecto al hombre, que a Kiti se le antojaba como una exhibición vergonzosa de mercancías que esperaban al comprador. Cuanto más estudiaba a su amiga desconocida, más deseaba conocerla, segura de que sería una mujer perfecta.
Las dos jóvenes se encontraban varias veces al día y los ojos de Kiti parecían decir siempre: «¿Quién es usted? ¿No es verdad que no me engaño al creerla una mujer encantadora? No tendré la indiscreción de solicitar su amistad, y me contento con admirarla y quererla». «Yo también la quiero —contestaba la mirada de la desconocida—, y la querría más aún si tuviese tiempo.» La verdad era que Váreñka estaba siempre muy ocupada: unas veces se la veía conduciendo a los niños que venían del baño, o acompañando a un enfermo, o comprando golosinas para sus protegidos.
Cierto día, muy poco después de la llegada de los Scherbatski, se presentó en la localidad una pareja que fue objeto de una atención poco benévola.
El hombre era de elevada estatura y un poco encorvado; tenía manos enormes y ojos negros, a la vez de expresión cándida y terrorífica, y llevaba un paletó viejo muy corto; la mujer, bastante mal vestida también, se distinguía sobre todo por estar picada de la viruela, aunque su fisonomía era de dulce expresión.
Kiti reconoció desde luego que eran rusos, y ya su imaginación fraguaba toda una novela conmovedora, cuyos héroes serían aquellos dos individuos, cuando la princesa supo, al mirar la lista de viajeros, que los recién venidos se llamaban Nikolái Lievin y Maria Nikoláievna, con lo cual puso fin a la novela de su hija, explicándola que aquel Lievin era hombre de muy mal género.
El hecho de que fuese hermano de Konstantín Lievin disgustó más a Kiti que las palabras de su madre; aquel hombre de movimientos extravagantes llegó a ser para ella odioso, pues creía leer en sus grandes ojos, que la miraban con obstinación, sentimientos irónicos y malévolos; y, por lo mismo, evitó siempre su encuentro.
E
L
día estaba lluvioso; Kiti y su madre se paseaban en la galería, acompañadas del coronel, que con su chaquetón a la europea, comprado en Fráncfort, se las echaba de elegante.
Los tres iban por un lado de la galería, tratando de evitar el encuentro con Nikolái Lievin, que paseaba por el otro. Váreñka, que vestía una falda oscura y sombrero negro, acompañaba a una anciana francesa ciega, y cada vez que se encontraba con Kiti se cruzaba entre las dos jóvenes una mirada amistosa.
—Mamá, ¿me permite usted hablarle? —preguntó Kiti al ver a su desconocida acercarse al manantial y juzgando el momento oportuno para entablar conversación.
—Si tantos deseos tienes de conocerla, déjame tomar antes informes; pero, a decir verdad, no sé qué encuentras de notable en ella. Si quieres, trabaré conocimiento con la señora Shtal, pues su cuñada fue amiga mía —añadió la princesa, con dignidad.
No se le ocultaba a Kiti que su madre estaba resentida por el proceder de la señora Shtal, que parecía evitarla, y, por tanto, no insistió.
—Es verdaderamente encantadora —dijo al ver a Váreñka ofrecer un vaso de agua a la francesa—. ¡Qué amable y sencilla es!
—Qué gracia me hace tu
engouements
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—repuso la princesa—; mas, por lo pronto, alejémonos —añadió, al ver que se acercaba Lievin con su compañera y un médico alemán, a quien hablaba con acento de enojo.
Al dar la vuelta, madre e hija oyeron voces ruidosas; Lievin se había detenido y gesticulaba gritando, mientras el doctor le contestaba con expresión de cólera, habiéndose formado ya un círculo alrededor de ellos. La princesa se alejó rápidamente con Kiti, y el coronel fue a mezclarse con la multitud para averiguar la causa de aquella discusión.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la princesa al coronel cuando volvió, a los pocos minutos.
—¡Es una vergüenza! —contestó el militar—. No hay nada peor que encontrar rusos en el extranjero. Ese hombre ha discutido con el doctor, censurándolo groseramente porque no lo ha tratado como él entendía, y acabando por amenazarlo con el bastón.
—¡Dios mío, eso es muy penoso! —dijo la princesa—. ¿Y cómo ha concluido eso?
—Gracias a esa señorita que lleva el sombrero en forma de seta; creo que es rusa, y es la primera que ha intervenido para llevarse a ese hombre del brazo.
—¿Lo ve usted, mamá? —exclamó Kiti—. ¿Extrañará usted ahora el entusiasmo que Váreñka me inspira?
Kiti observó al día siguiente que Váreñka se había puesto en relación con Lievin y su compañera como con sus demás protegidos, hablaba con ellos y servía de intérprete a la mujer, que no hablaba ningún idioma extranjero. Kiti suplicó de nuevo a su madre que le permitiera trabar conocimiento con la joven, aunque a la princesa le desagradase, porque con esto parecía hacer una concesión a la señora Shtal, que se mostraba orgullosa; pero como tenía informes que no contenían nada malo sobre ella, aunque tampoco nada especialmente bueno de Váreñka, eligió el momento en que se hallaba en el manantial para trabar conversación.
—Permítame —le dijo con afable sonrisa— que me presente yo misma; mi hija la aprecia a usted mucho, y aunque tal vez no me conozca, yo…
—Y yo la correspondo —interrumpió vivamente la joven.
—Ayer hizo usted una buena acción con nuestro lamentable compatriota —dijo la princesa.
Váreñka se ruborizó.
—No lo recuerdo —repuso—; me parece no haber hecho nada.
—Sí, libró usted a ese Lievin de una cuestión muy desagradable.
—¡Ah, ya recuerdo! Su compañera me llamó y he procurado calmarlo; está muy enfermo y descontento de su médico. Yo acostumbro cuidar esa clase de pacientes.
—Ya sé que usted habita en Menton, con su tía,
m-me
Shtal. He conocido a su cuñada.
—Esa señora no es mi tía, y aunque la llamo
maman
, no lo es tampoco. Me ha educado —añadió Váreñka, ruborizándose.
Todo esto fue dicho con mucha sencillez, y la expresión de su rostro era tan franca y sincera que la princesa comprendió por qué Váreñka agradaba tanto a Kiti.
—¿Y qué piensa hacer ese Lievin? —preguntó.
—Se marcha —contestó Váreñka.
Kiti, que iba en busca de su madre, manifestó la mayor alegría al verla hablar con su amiga.
—Vamos, hija mía —dijo la princesa—, tu ardiente deseo de conocer a la señorita…
—Váreñka— añadió la joven sonriendo—; así es como me llaman.
La señorita Scherbátskaia se ruborizó de placer y estrechó la mano de su nueva amiga, ella no le respondió, su mano pertenecía inmóvil en la mano de Kiti. Pero la cara de Váreñka se iluminó con una sonrisa dulce y tranquila, aunque algo melancólica, dejando ver sus dientes, un poco grandes pero muy bonitos.
—También yo lo deseaba hace mucho tiempo —dijo.
—Pero como está usted tan ocupada…
—¿Yo? Nada de eso; nunca tengo que hacer —repuso Váreñka.
Pero en el mismo instante corrieron hacia ella dos niñas rusas, hijas de un enfermo.
—¡Váreñka, mamá nos llama! —gritaron.
Y Váreñka las siguió.
H
E
aquí lo que la princesa había averiguado respecto a Váreñka y a sus relaciones con la señora Shtal. Esta última, enfermiza y exaltada, a quien los unos acusaban de haber sido el tormento de su esposo por su mala conducta, mientras que otros sostenían que el marido fue quien la hizo desgraciada, había dado a luz un niño poco después de su divorcio, pero la criatura murió al nacer. La familia de la señora Shtal, conociendo su sensibilidad y temerosa de que la noticia le ocasionara la muerte, había sustituido el niño muerto con la hija de un cocinero de la corte, nacida la misma noche y en la misma casa, en San Petersburgo: era Váreñka. La señora Shtal supo después que la niña no era suya, pero se quedó con ella, tanto más cuanto que la muerte de varios parientes de la criatura la dejaban casi huérfana.
Hacía más de diez años que la señora Shtal vivía en el extranjero, en el sur, guardando reposo casi siempre. Los unos decían que tenía en el mundo fama de caritativa y piadosa; y los otros la juzgaban como un ser superior que solo vivía para las buenas obras, asegurando que era realmente lo que parecía ser. Se ignoraba si era católica, protestante u ortodoxa, pero se sabía que estaba en relaciones con las notabilidades de todas las iglesias.