—Se hace tarde —dijo, mirando su reloj—. ¿Por qué no vendrá Betsi?
—Sí —repuso Karenin, haciendo crujir las articulaciones de sus dedos y levantándose—. He venido también a traerte dinero, pues supongo que lo necesitas.
—No…, sí…, lo necesito —replicó Anna, ruborizándose y sin mirar a su esposo—; pero ¿no volverás después de las carreras?
—Sí —contestó Alexiéi Alexándrovich—. ¡Ah! Aquí tenemos a la gloria de Petergof, a la princesa Tvierskaia —añadió, al ver por la ventana una berlina a la inglesa que se acercaba al zaguán.
—¡Qué elegancia! ¡Vaya, vámonos también!
La princesa no bajó del coche; su lacayo, con riguroso traje a la inglesa, saltó al punto del pescante.
—¡Me voy, adiós! —dijo Anna, abrazando a su hijo y dando la mano a su esposo—. Te agradezco la visita.
Alexiéi Alexándrovich besó la mano de Anna.
—Supongo que vendrás a tomar el té—añadió esta, alejándose con expresión de alegría; mas apenas estuvo fuera del alcance de las miradas, se estremeció, al parecer con repugnancia, al sentir aún en su mano la impresión de aquel beso.
C
UANDO
Alexiéi Alexándrovich se presentó en las carreras, Anna se había colocado ya junto a Betsi en el pabellón principal, donde se hallaba reunida la alta sociedad: divisó a su esposo a lo lejos, e involuntariamente, lo siguió con la vista entre la multitud. (Dos hombres —el marido y el amante— eran el centro de su vida y Anna percibía su proximidad sin recurrir a sus sentidos.) Lo vio avanzar hacia el pabellón, devolviendo con altanera benevolencia sus saludos a varias personas que encontraba al paso, cambiando otros distraídos con sus iguales, y buscando con ansiedad las miradas de los poderosos, a los cuales contestaba descubriéndose completamente, en cuyo caso dejaba ver sus grandes orejas. Anna conocía todas aquellas maneras de saludar, y le eran igualmente antipáticas.
«Todo es ambición y ansia de figurar —pensó Anna—; en su alma no hay otra cosa; en cuanto a sus miras elevadas y a su amor a la civilización y a la religión, no son más que medios para llegar a la altura que desea.»
A juzgar por las miradas que Karenin dirigía al pabellón, fácil era comprender que no había visto a su esposa en aquellas oleadas de muselina y cintas, de plumas, de flores y de sombrillas. Anna comprendió que la buscaba, pero no se dio por enterada.
—¡Alexiéi Alexándrovich! —gritó la princesa Betsi—. ¿No ve usted a su esposa? Aquí está.
Karenin saludó con una sonrisa glacial.
—Todo es tan brillante aquí —replicó, acercándose al pabellón— que los ojos se deslumbran.
Dicho esto, saludó a Anna como debe hacer un esposo que acaba de separarse de su mujer, y después a Betsi y a sus demás conocidos, mostrándose galante con las damas y cortés con los hombres.
Un general célebre por su talento y su saber estaba cerca del pabellón; Alexiéi Alexándrovich, que lo apreciaba mucho, se aproximó a él y entabló conversación.
Era el momento que mediaba entre dos carreras, el general criticaba aquel género de diversión y Alexiéi Alexándrovich lo defendía.
Anna oía aquella voz acompasada, sin perder una sola de las palabras de su esposo, que resonaban desagradablemente en sus oídos.
Cuando iba a comenzar la carrera de obstáculos, se inclinó hacia delante, sin perder de vista a Vronski, que en aquel momento se acercaba a su caballo para montar, la voz de su esposo se elevaba siempre hasta ella y le parecía odiosa, padecía por causa de Vronski, pero más aún por aquella voz, cuyas entonaciones conocía.
«Soy una mala mujer, una mujer perdida —pensaba—, pero odio el engaño y no puedo tolerarlo, mientras que mi marido se alimenta de él. Todo lo sabe y todo lo ve. ¿Qué podrá experimentar cuando habla con esa tranquilidad? Me infundiría algún respeto si me matara o si matase a Vronski; pero no, él prefiere a todo la mentira y las conveniencias.»
Anna no sabía apenas lo que hubiera deseado en su marido ni comprendía tampoco que la volubilidad de Alexiéi Alexándrovich, que tan vivamente la irritaba, no era sino la expresión de su agitación interior, necesitaba un movimiento intelectual cualquiera, así como lo necesita físico el niño que acaba de recibir un golpe; para Karenin era indispensable aturdirse, a fin de ahogar las ideas que lo acosaban en presencia de su esposa y de Vronski.
—El peligro —decía— es una condición indispensable para las carreras de oficiales; si Inglaterra puede mostrar en su historia hechos de armas gloriosas para la caballería, lo debe únicamente al desarrollo de la fuerza en sus hombres y sus caballos. En mi opinión, el deporte tiene un sentido profundo, pero nosotros no lo vemos más que superficialmente.
—No tanto como esto —replicó la princesa Tvierskaia—; dícese que uno de los oficiales se ha roto dos costillas.
Alexiéi Alexándrovich sonrió fríamente y sin expresión.
—Admito, princesa —dijo—, que ese caso es interno y no superficial; pero aquí no se trata de eso —y volviéndose hacia el general, añadió—: No olvide usted que los que corren son militares, que esa carrera se ha organizado por ellos y que toda vocación tiene un reverso de la medalla; esto entra en los deberes militares; así como el boxeo o las corridas de toros son indicios de la barbarie, el deporte especializado es, por el contrario, señal de desarrollo.
—¡Oh, no volveré! —dijo la princesa Betsi—. Esto conmueve demasiado, ¿no es verdad, Anna?
—Sí, pero fascina —dijo otra señora—; si yo hubiese sido romana, habría frecuentado mucho el circo.
Anna no hablaba; se limitaba a mirar en la misma dirección con sus gemelos.
En aquel instante, un general de elevada estatura cruzó por el pabellón; Alexiéi Alexándrovich interrumpió bruscamente su discurso, se levantó con dignidad e hizo un profundo saludo.
—¿No corre usted? —le preguntó el general, chanceándose.
—Mi carrera es de un género más difícil —contestó respetuosamente Karenin.
Y aunque la respuesta no tuviese nada de particular, el general pareció recoger la palabra profunda de un hombre de talento, aparentando que comprendía
la pointe de la sauce
.
—La cuestión tiene dos lados —repuso Alexiéi Alexándrovich—: el del espectador y el del actor, y convengo que el amor a estos espectáculos es indicio seguro de inferioridad en un público…; pero…
—¡Princesa, una apuesta! —gritó Stepán Arkádich, dirigiéndose a Betsi—. ¿Por quién pone usted?
—Anna y yo apostamos por Kúzovlev —dijo Betsi.
—Pues yo por Vronski… un par de guantes.
—Está bien.
Alexiéi Alexándrovich había guardado silencio mientras hablaban a su alrededor; pero terminado el diálogo comenzó a decir:
—Convengo en que los ejercicios viriles…
En aquel momento se oyó la señal de partida, y todas las conversaciones cesaron.
El señor Karenin calló también, pues todos se levantaban para mirar por la parte del río; y como las carreras no le interesaban, en vez de seguir con la vista a los jinetes, paseó su mirada distraída por el pabellón y la fijó al fin en su esposa.
Pálida y grave, Anna no tenía ojos más que para los que corrían, su mano oprimía convulsivamente el abanico y apenas respiraba. Karenin apartó de ella la vista para examinar a otras damas.
«He aquí otra señora muy conmovida —se dijo—; esto es muy natural», y, a pesar suyo, fijó en ella la atención y después en Anna, en cuyo rostro leía claramente con horror todo lo que deseaba ignorar.
A la primera caída, la de Kúzovlev, la emoción fue general; mas por la expresión de triunfo del rostro de Anna Karénina reconoció que aquel a quien ella miraba no había caído. Cuando un segundo oficial rodó por tierra después que Majotin y Vronski habían saltado la barrera grande y se creyó que este último se había matado, cruzó entre todos los espectadores un murmullo de terror; pero Alexiéi Alexándrovich echó a deber que su esposa no había observado nada y que apenas comprendía la emoción general; por eso la miró con creciente insistencia.
Aunque estuviese muy absorta, Anna sintió que la mirada fría de su esposo pesaba sobre ella, y entonces se volvió hacia Karenin con aire interrogador, frunciendo ligeramente las cejas.
«Todo me es igual», parecía decir. Y volvió a mirar con los gemelos.
La carrera fue desgraciada; de diecisiete jinetes, más de la mitad cayeron, y cuando terminaba aquella, la emoción era tanto más viva cuanto que el emperador manifestó su descontento.
P
OR
lo demás, la impresión general era penosa, y todos se repetían la frase de uno de los concurrentes: «Después de esto ya no queda más que las arenas con leones». El terror producido por la caída de Vronski fue unánime, y el grito proferido por Anna no extrañó a nadie; más, por desgracia, su fisonomía expresó después sentimientos más vivos de lo que el decoro permitía. Perturbada y fuera de sí como ave cogida en el lazo, quiso levantarse, huir; y volviéndose hacia Betsi, repetía:
—¡Marchemos, marchemos!
Pero Betsi no escuchaba; inclinándose hacia un militar que se había acercado al pabellón, le hablaba con viveza.
Alexiéi Alexándrovich se aproximó a su esposa y le ofreció cortésmente el brazo.
—Marchemos si lo deseas —dijo en francés.
Anna no fijó la atención en su esposo, porque escuchaba ansiosa el diálogo de Betsi y del general.
—Se asegura que se ha roto también la pierna —decía el último—; pero esto no tiene sentido común.
Anna, sin contestar a su esposo, miraba siempre con sus gemelos el sitio donde Vronski había caído; pero estaba tan lejos y era tan considerable la multitud, que no distinguía nada. Entonces dejó de mirar, e iba a retirarse cuando llegó un oficial a galope para dar al emperador cuenta de lo ocurrido.
Anna se inclinó hacia delante para escuchar.
—¡Stepán, Stepán! —gritó a su hermano; y como este no oyera, quiso bajar otra vez de la tribuna.
—Le ofrezco a usted mi brazo si desea retirarse —repitió Alexiéi Alexándrovich, tocándole la mano.
Anna se alejó de él con repulsión y contestó sin mirarlo:
—No, no; déjeme usted permanecer aquí.
Acababa de ver a un oficial que desde el lugar del accidente corría a rienda suelta, cortando el campo de las carreras.
Betsi le hizo seña con su pañuelo; el oficial venía a decir que el jinete no estaba herido, pero que el caballo se había reventado.
Al oír esta noticia, Anna volvió a sentarse, ocultando su rostro con el abanico, y Alexiéi Alexándrovich observó no solamente que lloraba, sino que no podía reprimir los sollozos que levantaban su seno; entonces se colocó delante de ella para ocultarla en parte a los ojos del público y darle tiempo de reponerse.
—Por tercera vez le ofrezco mi brazo —dijo algunos momentos después, volviéndose hacia su esposa.
Anna lo miraba sin saber qué contestar; pero Betsi vino en su auxilio.
—No, Alexiéi Alexándrovich —dijo—; yo la he traído y la acompañaré.
—Dispense usted, princesa —replicó Karenin sonriendo cortésmente y fijando la mirada en Betsi—; veo que Anna está indispuesta y deseo acompañarla yo mismo.
Intimidada al oír estas palabras, Anna se levantó sumisa, y se cogió del brazo de su esposo.
—Ya enviaré a pedir noticias y se las comunicaré cuanto antes —murmuró Betsi en voz baja.
Al salir de la tribuna, Alexiéi Alexándrovich habló de la manera más natural con todos los conocidos que encontraba, y su esposa hubo de escuchar y responder, aunque tenía muy lejos de allí el pensamiento, pareciéndole que soñaba.
«¿Está herido, será todo eso verdad, lo veré hoy?», pensaba Anna.
Subió al coche silenciosamente, y muy pronto se alejaron de la multitud. A pesar de todo lo que había visto, Alexiéi Alexándrovich no se permitía juzgar a su mujer; para él las apariencias exteriores era lo que importaba; no se había conducido convenientemente y se creía obligado a manifestárselo; pero ¿cómo hacer esta observación sin ir demasiado lejos? Abrió la boca para hablar, e involuntariamente dijo otra cosa muy distinta de la que se proponía decir:
—¡Cómo nos inclinamos todos a contemplar con admiración esos espectáculos crueles! —exclamó—. Yo observo…
—¿El qué? No comprendo —replicó Anna, con tono de soberano desprecio.
Este tono ofendió a Karenin.
—Quería decir a usted… —comenzó a decir.
«He aquí la explicación», pensó Anna con cierto temor.
—Debo manifestarle que su proceder ha sido muy inconveniente hoy.
—¿En qué? —preguntó Anna, volviéndose vivamente hacia su esposo y fijando en él su mirada, no con la falsa alegría a que apelaba para disimular sus sentimientos, sino con un aplomo que ocultaba mal su temor.
—Tenga usted cuidado —dijo Alexiéi Alexándrovich, mostrando la ventanilla del coche, cuyo cristal estaba bajado.
Y se inclinó para subirlo.
—¿Qué ha encontrado usted inconveniente? —repitió Anna.
—La desesperación que tan mal ha disimulado usted cuando uno de los jinetes cayó.
El señor Karenin esperó la respuesta, pero su esposa guardaba silencio.
—Ya le he rogado a usted —continuó— que procure conducirse en el mundo de tal modo que no pueda ser presa de las malas lenguas. Hubo un tiempo en que hablaba de sentimientos íntimos, pero ya no he vuelto a tratar de semejante cosa; ahora es cuestión de hechos exteriores, y debo decirle que su proceder ha sido inconveniente y que deseo que no se repita.
Estas palabras llegaban solo a medias a los oídos de Anna, que si bien poseída de temor, solo pensaba en Vronski, preguntándose si sería posible que estuviese herido.
Cuando Alexiéi Alexándrovich acabó de hablar, lo miró con una sonrisa de fingida ironía sin responder: no había oído nada. Su terror se comunicó a Karenin, que habiendo comenzado con energía, midió después todo el alcance de sus palabras y tuvo miedo; la sonrisa de Anna lo hizo incurrir en un error singular.
«Se ríe de mis sospechas —pensó—. Y ahora me dirá, como otras veces, que carecen de fundamento, que son absurdas.»
Esto era lo que Karenin deseaba con ansia, tanto temía ver sus temores confirmados, que estaba dispuesto a creer cuanto su esposa le dijera; pero la expresión de aquel semblante sombrío no prometía ni siquiera una mentira.
—Tal vez me haya engañado yo —dijo—, y en tal caso dispénseme usted.