—Come algo al menos —imploró Ana—. Déjame que te dé un trozo de torta y cerezas en almíbar. Acuéstate un rato en el sofá y te sentirás mejor. ¿Dónde te duele?
—Debo ir a casa —dijo Diana, y no había quien la sacara de ahí, por más que rogara Ana.
—Nunca vi que una visita se fuera a su casa sin tomar té —se quejó—. Oh, Diana, ¿crees que sea posible que estés con viruela? Si es así, iré a cuidarte, puedes estar segura. Nunca te abandonaré. Pero me gustaría que te quedaras a tomar el té. ¿Dónde te duele?
—Estoy mareada.
Y, en verdad, su andar lo corroboraba. Ana, con los ojos llenos de lágrimas, fue a buscar el sombrero de Diana y la acompañó hasta la cerca del jardín de los Barry. Luego volvió sollozando hasta «Tejas Verdes», donde colocó tristemente en su lugar los restos del licor de frambuesas y preparó el té para Matthew y Jerry.
Al día siguiente era domingo y la lluvia fue torrencial desde que amaneció hasta al anochecer. Ana no salió de «Tejas Verdes». El lunes por la tarde, Marilla la envió con un recado a casa de la señora Lynde. Al poco rato, Ana volvió corriendo por el sendero, con lágrimas en los ojos. Entró en la cocina y se echó de bruces en el sofá.
—¿Qué ha pasado ahora, Ana? —preguntó Marilla—. Espero que no te hayas portado mal otra vez con la señora Lynde.
La única respuesta de Ana fueron las lágrimas y los sollozos.
—Ana Shirley, cuando hago una pregunta, quiero que se me responda. Siéntate bien ahora mismo y dime por qué lloras.
Ana se sentó, personificando la tragedia.
—La señora Lynde fue a ver a la señora Barry y ésta estaba de un humor terrible —dijo entre sollozos—. Dice que yo
emborraché
a Diana el sábado, y que la mandé a su casa en un estado lastimoso. Y dice que debo ser muy mala y que nunca dejará que Diana vuelva a jugar conmigo. ¡Oh, Marilla, la pena me embarga!
Marilla la contemplaba asombrada.
—¡Emborrachar a Diana! —dijo cuando pudo recobrar el habla—. Ana, ¿estás loca tú o lo está la señora Barry? ¿Qué fue lo que le diste?
—Nada más que el licor de frambuesas —lloró Ana—. Nunca sospeché que eso pudiera emborrachar a la gente, ni siquiera si bebían tres copas, como hizo Diana. ¡Oh, esto me recuerda tanto, tanto, al marido de la señora Thomas! Pero yo no quise emborracharla.
—¡Emborracharla! —dijo Marilla dirigiéndose al armario de la sala. En uno de los estantes había una botella que en seguida reconoció como de vino casero de tres años, por el cual era celebrada en Avonlea, aunque algunos habitantes muy estrictos, entre ellos la señora Barry, no lo aprobaban. Al mismo tiempo, Marilla recordó que había puesto en el sótano la botella de licor de frambuesas, en lugar de dejarla donde le dijera a Ana.
Volvió a la cocina con la botella de vino. En su cara se dibujaba una mueca que no podía reprimir.
—Ana, por cierto que eres un genio para meterte en camisa de once varas. Diste a Diana vino en lugar de licor de frambuesas. ¿No notaste la diferencia?
—No lo probé. Pensé que era el licor y, además, quería ser hospitalaria. Diana se mareó y tuvo que irse a casa. La señora Barry le dijo a la señora Lynde que estaba borracha. Se rió como una tonta cuando su madre le preguntó qué le pasaba y durmió varias horas seguidas. Su madre le olió el aliento y dijo que estaba beoda. Ayer tuvo un terrible dolor de cabeza durante todo el día. La señora Barry está indignada. Nunca creerá otra cosa excepto que lo hice a propósito.
—Creo que mejor debiera castigar a Diana por haber bebido esas tres copas. Tres de esas copas eran capaces de marearla aunque hubieran sido sólo de licor. Bueno, este episodio les vendrá muy bien a esas gentes que no aprobaron que yo hiciera vino casero; aunque desde hace tres años, cuando supe que al pastor no le agradaba, no he hecho más. Sólo guardaba esa botella para casos de enfermedad. Bueno, muchacha, no llores. No veo que tengas culpa alguna, aunque siento que ocurriera así.
—Debo llorar —dijo Ana—. Mi corazón está destrozado. Las estrellas están en mi contra, Marilla. Diana y yo estamos separadas para siempre. Oh, Marilla, no había pensado que pudiera ocurrir algo así cuando hicimos nuestros juramentos de amistad.
—No seas tonta, Ana. La señora Barry lo pensará mejor cuando se entere de que no es tuya la culpa. Supongo que cree que lo has hecho en broma o algo por el estilo. Será mejor que vayas esta noche y le digas cómo fue.
—Mi valor me abandona ante el pensamiento de enfrentarme a la madre de Diana. Quisiera que fuera usted, Marilla. Usted es muchísimo más digna que yo. Es probable que la escuche antes que a mí.
—Bueno, lo haré —dijo Marilla, pensando que sería el camino más lógico—. No llores más, Ana. Todo irá bien.
Marilla había cambiado de manera de pensar a ese respecto cuando volvió de «La Cuesta del Huerto». Ana la vio regresar y corrió a su encuentro.
—Oh, Marilla, por su cara sé que ha sido inútil —dijo, tristemente—. ¿La señora Barry no me perdonará?
—¡La señora Barry, sí, sí! —saltó Marilla—. Es la mujer más irrazonable que he conocido. Le dije que todo fue un error, que no era culpa tuya, pero simplemente se negó a creerlo. Y me refregó por las narices lo del vino y que yo había dicho que no hacía daño a nadie. Yo le dije claramente que una persona no se emborracha con tres cepitas y que si una criatura mía fuera tan amiga de beber, yo la hubiera puesto sobria con una buena zurra.
Marilla entró en la cocina, muy preocupada, dejando tras sí un alma muy triste. De pronto Ana salió; lenta pero determinadamente se dirigió al campo de los tréboles, luego cruzó el puente de troncos y luego los bosques, alumbrada por una pálida luna. La señora Barry, al acudir a la tímida llamada, halló en el umbral a una suplicante de labios blancos y ojos ansiosos.
Su cara se endureció. La señora Barry era una mujer de fuertes odios y prejuicios y su enfado era de esa clase fría y hosca que es la más difícil de vencer. Para hacerle justicia, diremos que creía sinceramente que Ana había emborrachado a Diana por malicia y estaba honestamente ansiosa de preservar a su hijita de la contaminación que significaba una mayor intimidad con una niña así.
—¿Qué quieres? —dijo secamente.
Ana juntó las manos en actitud suplicante.
—Oh, señora Barry, perdóneme, por favor. No tuve intención de… de emborrachar a Diana. ¿Cómo podría hacerlo? Imagínese que usted fuera una pobre huerfanita adoptada por gentes caritativas y tuviera una sola amiga del alma en el mundo. ¿Cree que la intoxicaría a propósito? Pensé que era licor de frambuesas. Oh, por favor, no diga que nunca más dejará que Diana juegue conmigo. Si lo hace, cubrirá mi vida con una oscura nube de tristeza.
Este discurso, que hubiera ablandado el corazón de la señora Lynde en un abrir y cerrar de ojos, no tuvo otro efecto que enfadar más aún a la señora Barry. Sospechaba de los gestos y las palabras de Ana e imaginaba que la niña se burlaba de ella. De manera que dijo, fría y cruelmente:
—No creo que seas una niña adecuada para ser amiga de Diana. Será mejor que vuelvas a casa y te portes bien. Los labios de Ana temblaron.
—¿No me dejará ver a Diana sólo una vez para despedirnos?
—Diana ha ido a Carmody con su padre —dijo la señora Barry, entrando y cerrando la puerta.
Ana volvió a «Tejas Verdes» con una calma rayana en la desesperación.
—Mi última esperanza se ha esfumado —le dijo a Marilla—. Fui a ver a la señora Barry y ella me trató en forma insultante. No
me parece
que sea una dama educada. Ya no queda otra cosa que hacer aparte de rezar, aunque no tengo muchas esperanzas de que sirva de algo, porque no creo que el propio Dios pueda hacer mucho con una persona tan obstinada como la señora Barry.
—Ana, no debes decir esas cosas —respondió Marilla, tratando de vencer la impía tendencia a reír que, para su escándalo, se estaba apoderando últimamente de ella. Y, por cierto, esa noche, al contarle todo a Matthew, se rió bastante de las tribulaciones de Ana.
Pero cuando se deslizó dentro de la buhardilla, antes de acostarse, y vio que Ana se había dormido rendida por el llanto, su cara se tino de ternura.
—Pobrecilla —murmuró, alzando un rizo rebelde de la cara bañada en lágrimas. Luego se inclinó y besó la ardiente mejilla que descansaba sobre la almohada.
La tarde siguiente Ana, levantando la vista de su costura y mirando por la ventana de la cocina, vio a Diana que, bajando por la Burbuja de la Dríada, le hacía señas misteriosamente. En un tris Ana estuvo fuera de la casa y corrió a la hondonada con los ojos brillantes por el asombro y la esperanza. Pero la esperanza se esfumó cuando vio el afligido semblante de su amiga.
—¿Ha cedido tu madre? —murmuró.
Diana sacudió la cabeza tristemente.
—No, oh no, Ana. Dice que no puedo jugar contigo nunca más. He llorado y llorado, diciéndole que no fue culpa tuya, pero todo fue inútil. Le rogué que me permitiera venir a decirte adiós. Dijo que me concedía diez minutos y que iba a controlar con el reloj.
—Diez minutos no son mucho tiempo para decir un eterno adiós —dijo Ana llorando—. Oh, Diana, ¿me prometes fielmente que no has de olvidarte nunca de mí, la amiga de tu juventud, a pesar de los muchos amigos queridos que puedas tener?
—Sí —sollozó Diana—. Y nunca tendré otra amiga del alma. No quiero tenerla. A nadie podría querer como a ti.
—Oh, Diana —exclamó Ana juntando las manos—, ¿de veras me quieres?
—Claro que sí. ¿No lo sabías?
—No —Ana exhaló un largo suspiro—. Por supuesto, sabía que yo te
gustaba
, pero nunca esperé que me
quisieras
. Porque, ¿sabes, Diana?, nunca pensé que nadie pudiera quererme. No recuerdo que nadie me haya querido nunca. ¡Oh, es maravilloso! Es un rayo de luz que siempre iluminará la oscuridad del sendero que me separará de ti, Diana. Oh, dilo otra vez.
—Te quiero muchísimo, Ana —dijo Diana firmemente—, y siempre será así, puedes estar segura.
—Y yo siempre os amaré, Diana —exclamó Ana solemnemente extendiendo la mano—. En el futuro, vuestro recuerdo brillará como una estrella sobre mi solitaria vida, como dice en el último cuento que leímos juntas. Diana, ¿queréis darme un bucle de vuestros cabellos negros como el azabache, para que sea mi tesoro para siempre jamás?
—¿Tienes algo con qué cortarlo? —preguntó Diana secándose las lágrimas que habían hecho brotar las afectuosas palabras de Ana.
—Sí, afortunadamente tengo en el bolsillo mis tijeras de labores —dijo Ana. Solemnemente cortó uno de los rizos de Diana.
—Que seáis feliz, mi amada amiga. Desde ahora en adelante, debemos ser extrañas aunque vivamos una junto a la otra. Pero mi corazón siempre os será fiel.
Ana permaneció de pie observando alejarse a Diana y moviendo tristemente la mano cada vez que su amiga se volvía a mirarla. Luego retornó a la casa no poco consolada, por el momento, por aquella despedida romántica.
—Ya todo ha terminado —le informó a Marilla—. Nunca volveré a tener otra amiga. Realmente ahora estoy mucho peor que nunca, porque ya no tengo ni a Katie Maurice ni a Violeta. Y aunque las tuviera seria lo mismo. De cualquier modo, las niñas de los sueños no satisfacen después de tener una amiga real. Diana y yo nos hemos despedido con mucho cariño. Siempre guardaré sagrada memoria de este adiós. He usado el lenguaje más patético. Pude recordarlo a tiempo, y usé el «vos» en vez del «tú». «Vos» parece mucho más romántico que «tú». Diana me dio un rizo y voy a guardarlo en una pequeña bolsita que me pondré alrededor del cuello toda la vida. Por favor, encárguese de que la entierren conmigo, porque no creo que viva mucho tiempo. Quizá cuando la señora Barry me vea yerta ante ella, sienta remordimientos por lo que ha hecho y permita que Diana asista a mi funeral.
—No creo que haya que temer que te mueras de pena mientras puedas hablar, Ana —fue la seca respuesta de Marilla.
El lunes siguiente, Marilla se sorprendió al ver bajar a Ana de su cuarto con los libros bajo el brazo y los labios apretados con determinación.
—Vuelvo a la escuela —anunció—. Es todo lo que me queda en la vida, ahora que mi amiga ha sido cruelmente separada de mí. En la escuela podré mirarla y pensar en los días idos.
—Será mejor que pienses en las lecciones y sumas —dijo Marilla ocultando su satisfacción por el giro que tomaba el asunto—. Espero que no volvamos a oír que has roto pizarras sobre la cabeza de la gente y demás cosas por el estilo. Pórtate bien y haz sólo lo que te diga tu maestro.
—Trataré de ser una alumna modelo —accedió Ana tristemente—. Supongo que no ha de ser muy divertido. El señor Phillips dice que Minnie Andrews es una alumna modelo y no hay en ella una chispa de imaginación o vida. Es apagada y lenta y nunca parece estar contenta. Pero me siento tan deprimida que me resulta fácil. Voy a ir por el camino principal. No podría resistir pasar por el Camino de los Abedules sola. Me traería aparejadas lágrimas muy amargas.
Ana fue recibida con los brazos abiertos. Habían echado de menos su imaginación para los juegos, su voz en el canto y su habilidad dramática para leer libros en voz alta a la hora del almuerzo. Ruby Gillis le pasó tres plumas azules durante la lectura de la Biblia. Ellie May MacPherson le dio un enorme pensamiento amarillo, recortado de la tapa de un catálogo de flores, una especie de decoración para los pupitres muy preciada en la escuela de Avonlea; Sophia Sloane se ofreció para enseñarle un nuevo punto muy elegante para hacer encaje, ideal para franjas de delantal. Katie Boulter le dio una botella de perfume para guardar agua para limpiar la pizarra; y Julia Bell le copió cuidadosamente en una hoja de papel rosa pálido, festoneado en los bordes, el siguiente verso:
Cuando el crepúsculo deja caer su cortina
Y la prende con una estrella.
Recuerda que tienes una amiga
Doquiera esté ella.
—Es tan bonito ser apreciada —suspiró Ana esa noche al contárselo a Marilla.
Las niñas no eran las únicas alumnas que la «apreciaban». Cuando Ana regresó a su asiento después de almorzar (el señor Phillips le había dicho que se sentara junto a Minnie Andrews, la alumna modelo) encontró sobre su pupitre una brillante «manzana fresa». Ana ya iba a darle un buen mordisco, cuando recordó que el único lugar de Avonlea donde crecían «manzanas fresas» era en la huerta del viejo Blythe, al otro lado del Lago de las Aguas Refulgentes. Ana soltó la manzana como si hubiera sido un ascua y ostentosamente se limpió los dedos con su pañuelo. La manzana quedó intacta sobre su escritorio hasta la mañana siguiente, cuando el pequeño Timothy Andrews, que barría la escuela y encendía el fuego, se la anexó como una de sus propinas. La tiza que le enviara Charlie Sloane después del almuerzo, suntuosamente adornada con tiras de papel rojo y amarillo y que costaba dos centavos, cuando una ordinaria valía sólo uno, halló mejor recepción en Ana. Ésta la aceptó complacida y agradeció el obsequio con una sonrisa que transportó al muchacho al séptimo cielo y le hizo cometer tantos errores en el dictado, que el señor Phillips le hizo quedarse después de las clases a pasarlo otra vez.