Pero como:
De César el ostentoso ataque al busto de Bruto
El amor de Roma por él sólo consiguió aumentar,
así la ausencia absoluta de alguna señal de reconocimiento por parte de Diana, que estaba sentada junto a Gertie Pye, oscurecía el pequeño triunfo de Ana.
—Creo que Diana podría haberme sonreído siquiera una vez «-se lamentó ante Marilla. Pero a la mañana siguiente le pasaron una nota doblada y arrugada, y un paquetito.
«Querida Ana —decía la primera—, mamá dice que no tengo que jugar ni hablar contigo, ni aun en el colegio. No es culpa mía y te ruego que no te enfades conmigo, porque te quiero como de costumbre. Te extraño terriblemente para contarte todos mis secretos y Gertie Pye no me gusta ni un poquito. He hecho para ti un señalador nuevo de papel de seda rojo. Ahora están muy de moda y sólo tres niñas de la escuela saben hacerlo. Cuando lo mires recuerda a
tu amiga de verdad, Diana Barry.»
Ana leyó la nota, besó el señalador y rápidamente mandó su respuesta al otro extremo del aula.
«Por supuesto que no estoy enfadada contigo porque tienes que obedecer a tu madre. Nuestros espíritus pueden comunicarse. Guardaré tu ermoso regalo por siempre jamás. Minnie Andrews es una buena chica (aunque no tiene imaginación), pero después de haver sido la amiga del halma de Diana, no puedo serlo de Minnie. Por fabor perdona los errores porque mi hortografía todavía no es muy buena, aunque he megorado.
»Tuya hasta que la muerte nos separe,
Ana o Cordelia Shirley.
»P.D. Esta noche dormiré con tu carta bajo mi halmoada.
A. o C. S.»
Desde que Ana comenzara a ir otra vez a la escuela, Marilla esperaba que surgieran problemas en cualquier momento. Pero no pasó nada. Quizá Ana captó algo del espíritu «modelo» de Minnie Andrews; de cualquier modo, desde ese entonces le fue muy bien con el señor Phillips. Se sumergió en sus estudios en cuerpo y alma, decidida a no ser eclipsada en ninguna clase por Gilbert Blythe. La rivalidad existente entre ellos pronto se hizo notoria; Gilbert era todo afabilidad; pero era de temerse que con Ana no sucediera lo mismo, ya que ésta tenía una condenable tenacidad para conservar rencores. Era tan apasionada en sus odios como en sus amores. Nunca admitiría que consideraba a Gilbert su rival, porque hubiera significado reconocer que existía, a lo que Ana no estaba dispuesta; pero la rivalidad se mantenía y los honores fluctuaban entre ellos. Hoy era Gilbert el primero en la clase de gramática y al día siguiente Ana, con un movimiento de sus trenzas rojas, le sobrepasaba. Una mañana Gilbert había hecho todas sus sumas correctamente y su nombre era escrito en la lista de honor del pizarrón. A la mañana siguiente Ana, habiendo luchado salvajemente toda la tarde anterior con los decimales, sería la primera. Un aciago día empataron y sus nombres fueron escritos juntos. Esto resultó casi tan malo como un «Atención», y el descontento de Ana fue tan evidente como la satisfacción de Gilbert.
Cuando llegaron los exámenes mensuales, la emoción alcanzó su límite. El primer mes ganó Gilbert por tres puntos. El segundo, Ana le derrotó por cinco. Pero su triunfo fue frustrado por la felicitación que recibió de Gilbert delante de toda la escuela. Le hubiera resultado mucho más dulce si él hubiera sentido el aguijón de su derrota.
El señor Phillips podía no ser un buen maestro; pero un alumno tan firmemente determinado a aprender como Ana, difícilmente podría haber dejado de progresar, sea cual fuere su maestro. Al terminar el trimestre Ana y Gilbert pasaron a quinto grado, y se les permitió comenzar a estudiar «las ramas» —nombre que se daba al latín, geometría, francés y álgebra—. En la geometría, Ana encontró su Waterloo.
—Es una asignatura totalmente horrorosa, Marilla —gemía—. Estoy segura de que nunca seré capaz de ser ni la primera ni la última. No hay en absoluto campo para la imaginación. El señor Phillips dice que soy la tonta mayor que ha visto a ese respecto. Y Gil… quiero decir algunos de los otros, ¡son tan listos! Es mortificante en extremo, Marilla. Hasta Diana se desenvuelve mejor que yo. Pero no me importa ser vencida por Diana; aun cuando somos como extrañas ahora, sigo amándola con amor
inextinguible
. A veces me pongo muy triste cuando pienso en ella. Pero realmente, Marilla, uno no puede estar triste mucho tiempo en un mundo tan interesante, ¿no es cierto?
Todos los hechos de magnitud están relacionados con los de poca importancia. A primera vista, parecería imposible que la decisión de un primer ministro canadiense de incluir a la isla del Príncipe Eduardo en una gira política pudiera tener algo que ver con el destino de la pequeña Ana Shirley, de «Tejas Verdes». Pero lo tuvo.
El
premier
llegó en enero, para dirigirse a sus partidarios y a los adversarios que se dignaran asistir a la asamblea que se reuniera en Charlottetown. La mayoría de los habitantes de Avonlea estaban con el
premier
y por ello, en la noche de la asamblea, casi todos los hombres y la mayoría de las mujeres habían ido a la ciudad, a cuarenta y cinco kilómetros de allí. La señora Rachel Lynde había ido también. Esta dama era una apasionada de la política y no hubiera creído posible que reunión alguna pudiera realizarse sin su concurso, aunque fuera opositora. De manera que fue al pueblo y llevó consigo a su marido —Thomas sería útil para cuidar el caballo— y a Marilla Cuthbert. La propia Marilla tenía un secreto interés por la política y como pensara que tal vez ésa fuera su única oportunidad de ver un primer ministro vivo, aceptó prontamente, dejando a Matthew y Ana al cuidado de la casa, hasta su regreso al siguiente día.
Por lo tanto, mientras Marilla y la señora Rachel se divertían en la asamblea, Ana y Matthew tuvieron para ellos solos la alegre cocina de «Tejas Verdes». En la vieja cocina Waterloo danzaba un alegre fuego y sobre los cristales brillaba la escarcha. Matthew cabeceaba sobre «El defensor de los granjeros» en el sofá y Ana estudiaba con determinación sus lecciones en la mesa, a pesar de las continuas miradas que echaba al estante del reloj, donde estaba el nuevo libro que le prestara Jane Andrews. Jane le había asegurado un buen número de estremecimientos o palabras de admiración, y los dedos de Ana ardían por tocarlo. Pero eso significaría el triunfo de Gilbert Blythe a la mañana siguiente. Ana se volvió de espaldas al estante y trató de imaginar que no estaba allí.
—Matthew, ¿estudió usted geometría alguna vez cuando iba al colegio?
—No, creo que no —dijo Matthew, saliendo bruscamente de su modorra.
—Me gustaría que sí —suspiró Ana—, porque me tendría compasión. No se puede tener la compasión correcta si nunca se la ha estudiado. La geometría está nublando toda mi vida. ¡Soy tan zopenca en ella, Matthew!
—Bueno, no lo creo —dijo Matthew, conciliador—. Me parece que eres buena en todo. El señor Phillips me dijo la semana pasada en el almacén de Blair que eres la colegiala más inteligente y que harías rápidos progresos. «Rápidos progresos» fueron sus palabras. Hay muchos que acusan a Terry Phillips y dicen que es un mal maestro, pero creo que no es así.
Matthew pensaba que cualquiera que alabara a Ana era bueno.
—Estoy segura de que me iría mejor en geometría si no me cambiara las letras —se quejó Ana—. Me aprendo los teoremas de memoria y entonces él los escribe en el pizarrón con letras distintas de las del libro y yo me confundo. No creo que un maestro deba utilizar unos medios tan mezquinos, ¿no le parece? Ahora estamos estudiando agricultura y he descubierto qué hace rojos a los caminos. Me tranquiliza pensar cuánto se deben estar divirtiendo Marilla y la señora Lynde. La señora Rachel dice que el Canadá se hunde por culpa de la forma en que llevan las cosas en Ottawa y que es una advertencia para los electores. Dice que si las mujeres pudieran votar, pronto veríamos un cambio favorable. ¿Por quién vota usted, Matthew?
—Por los conservadores —dijo rápidamente Matthew. Votar por los conservadores era parte de la religión de Matthew.
—Entonces yo también soy conservadora —respondió Ana decididamente—. Me alegro porque Gil… porque algunos de los muchachos del colegio son liberales. Sospecho que el señor Phillips es liberal, porque el padre de Prissy Andrews lo es y Ruby Gillis dice que cuando un hombre corteja a una muchacha tiene que estar de acuerdo, con la madre en religión y con el padre en política. ¿Es verdad eso, Matthew?
—Bueno, no lo sé.
—¿Alguna vez ha cortejado a alguien, Matthew?
—Bueno, no, no creo que nunca lo haya hecho —dijo Matthew, que ciertamente nunca había pensado en tal cosa.
Ana reflexionaba con la barbilla entre las manos.
—Debe ser algo interesante, ¿no le parece, Matthew? Ruby Gillis dice que cuando crezca tendrá muchos pretendientes, todos locos por ella; pero no pienso que sea muy excitante. Más me gustaría uno solo en sus cabales. Pero Ruby Gillis sabe mucho sobre el asunto ya que tiene varias hermanas mayores y la señora Lynde dice que las muchachas Gillis son un poco ligeras de cascos. El señor Phillips va a ver a Prissy Andrews casi todas las tardes. Dice que es para ayudarla en sus lecciones, pero Miranda Sloane también estudia para la Academia de la Reina y creo que necesitaría más ayuda que Prissy, pues es mucho más estúpida, y nunca va a ayudarla. En este mundo hay muchísimas cosas que no puedo comprender, Matthew.
—Bueno, ni siquiera yo puedo entenderlas todas.
—En fin, supongo que debo terminar la lección. No me permitiré abrir el libro que Jane me ha prestado hasta que haya terminado. Pero es una tentación terrible, Matthew; aunque le dé la espalda, puedo imaginarlo como si lo viera. Jane dice que la hizo llorar terriblemente. Me encantan los libros que hacen llorar. Pero me parece que voy a encerrar ese libro en la vitrina de la sala de estar y le voy a dar la llave a usted. No se le ocurra dármela, Matthew, hasta que termine la lección, ni aunque se lo implore de rodillas. Está muy bien eso de decir que hay que vencer la tentación, pero es mucho más fácil si no se tiene la llave. ¿Puedo bajar al sótano a buscar manzanas? ¿No querría usted algunas, Matthew?
—Bueno, no sé —dijo Matthew, que nunca las comía, pero conocía la debilidad de Ana por ellas.
Cuando Ana volvía triunfante del sótano con su fuente llena de manzanas, oyeron el ruido de rápidos pasos en el exterior y un momento después se abría la puerta de la cocina y entraba Diana Barry, pálida y sin respiración, con la cabeza envuelta en una bufanda. Ana, ante la sorpresa, dejó caer la fuente y la vela, y fuente, vela y manzanas fueron a parar al fondo del sótano, donde los encontró Marilla al día siguiente, quien los recogió, dando gracias a dios de que la casa no se hubiera incendiado.
—¿Qué ocurre, Diana? —gritó Ana—. ¿Cedió tu madre por fin?
—¡Oh, Ana, ven pronto! —imploró nerviosamente Diana—. Minnie May está muy enferma. Mary Joe dice que es garrotillo; mamá y papá están en el pueblo y no queda nadie para ir a buscar al médico. Minnie May está grave y May Joe no sabe qué hacer. ¡Oh, Ana, tengo tanto miedo!
Matthew, sin decir palabra, corrió a ponerse su gabán y su gorra, pasó junto a Diana y se perdió en la oscuridad del jardín.
—Ha ido a aparejar la yegua para ir a Carmody a buscar al médico —dijo Ana mientras se ponía el abrigo—. Lo sé como si me lo hubiera dicho. Matthew y yo somos espíritus gemelos y puedo leerle los pensamientos.
—No creo que pueda encontrar al doctor en Carmody —gimió Diana—. Sé que el doctor Blair fue a la ciudad y el doctor Spencer debe haber ido también. Mary Joe nunca ha visto a nadie con garrotillo y la señora Lynde no está. ¡Oh, Ana!
—No llores, Diana —dijo Ana alegremente—. Sé exactamente cómo debe tratarse el garrotillo. Te olvidas que la señora Hammond tuvo tres veces mellizos. Cuando has tenido que cuidar tres pares de mellizos, es natural que poseas mucha experiencia. Todos tenían garrotillo regularmente. Espera a que coja la botella de ipecacuana; puede que no tengas en casa. Ahora, vamos.
Las dos pequeñas salieron, cruzaron rápidamente el Sendero de los Amantes y el campo arado, pues la nieve estaba demasiado alta para tomar por el atajo del bosque. Ana, aunque sinceramente dolorida por Minnie May, estaba lejos de hallarse insensible a la belleza del momento y a la dulzura de poder compartir una situación así con un espíritu gemelo.
La noche era clara y fría, con sombras de ébano y nieves de plata; sobre los campos silenciosos brillaban grandes estrellas; aquí y allá, los oscuros y puntiagudos pinos se erguían con las ramas empolvadas por la nieve y el viento silbando a través de ellas; Ana consideraba un verdadero placer cruzar toda aquella belleza junto a una amiga del alma que ha estado tanto tiempo lejos.
Minnie May, que tenía tres años, estaba muy enferma. Yacía sobre el sofá de la cocina, febril e inquieta, y su ronco respirar podía oírse por toda la casa. Mary Joe, una rolliza francesita de la Caleta que tomara la señora Barry para que le cuidara los niños durante su ausencia, estaba desolada y anonadada, completamente incapaz de pensar qué hacer, o de hacerlo si es que podía pensarlo.
Ana empezó a trabajar con habilidad y rapidez.
—Minnie May tiene garrotillo; está bastante mal, pero los he visto peores. Primero, necesitamos muchísima agua caliente. Diana, me parece que en esa olla no hay ni una taza siquiera. Bueno, ahora está llena. Tú, Mary Joe, puedes poner leña en la cocina. No quisiera herirte los sentimientos, pero creo que si tuvieras imaginación deberías haber pensado antes en esto. Ahora desnudaré a Minnie May y la acostaré, mientras tú tratas de encontrar ropas de franela. Ahora voy a darle una dosis de ipecacuana.
Minnie May no tomó la medicina de buen grado, pero Ana no había criado en vano tres pares de mellizos. Tragó la ipecacuana no una, sino muchas veces durante la larga noche ansiosa en que las dos niñas cuidaron pacientemente a la sufriente Minnie May, mientras Mary Joe, honestamente deseosa de hacer cuanto pudiera, mantenía un fuego vivo y calentaba más agua de la que hubiera necesitado todo un hospital de niños con garrotillo.
Eran las tres de la mañana cuando llegó Matthew con el médico, pues se había visto obligado a ir hasta Spencervale para conseguir uno. Pero la urgente necesidad de asistencia había pasado. Minnie May dormía profundamente, mucho más aliviada.