Cuando Marilla llevó a Ana a la cama, le dijo firmemente:
—Escucha, Ana, he notado que anoche al desnudarte esparciste tu ropa por todo el piso. Es una costumbre muy fea y no puedo permitirla. En cuanto te quites una prenda de vestir, la doblas cuidadosamente y la colocas sobre la silla. No me agradan en absoluto las niñas que no son pulcras.
—Anoche tenía la mente tan turbada, que ni pensé en la ropa —dijo Ana—. La doblaré mejor está noche. Siempre lo hacíamos en el asilo, aunque la mitad de las veces lo olvidaba, tal era mi prisa por meterme en la cama para estar tranquila e imaginar cosas.
—Pues si has de estar aquí, tendrás que recordarlo un poco mejor —la amonestó Marilla—. Di tus oraciones y a dormir.
—Nunca rezo —anunció Ana.
Marilla la miró aterrorizada.
—Pero, Ana, ¿qué estás diciendo? ¿Nunca te han enseñado a rezar? Dios quiere que las niñas siempre digan sus oraciones antes de acostarse. ¿Sabes quién es Dios, Ana?
—«Dios es un Espíritu purísimo, infinitamente bueno, sabio, justo, poderoso, principio y fin de todas las cosas» —respondió Ana rápidamente y de forma locuaz.
Marilla se mostró algo aliviada.
—¡De modo que sabes algo, a Dios gracias! No eres pagana del todo. ¿Dónde aprendiste eso?
—Oh, en la Escuela Dominical del asilo. Nos hacían estudiar todo el catecismo. Me gustaba mucho. Hay algo espléndido en algunas palabras: «infinitamente», «poderoso», «principio y fin». ¿No es grandioso? Tiene la grandiosidad del sonido de un gran órgano. Uno no puede llamarlo poesía, supongo, pero se le parece mucho, ¿no es cierto?
—No estamos hablando de poesías, Ana; estamos hablando sobre tus oraciones. ¿No sabes que es algo muy feo no decir oraciones por la noche? Me parece que eres una niña muy mala.
—Si usted fuera pelirroja vería que es mucho más fácil ser mala que buena —dijo Ana con reproche—. La gente que no tiene el pelo rojo no tiene idea de la molestia que significa. La señora Thomas me dijo que Dios me había dado el cabello de ese color
a propósito
, y desde entonces no me preocupé más por Él. Y, de cualquier modo, estaba siempre tan cansada por las noches que no me molestaba en rezar. La gente que tiene que cuidar mellizos no tiene tiempo para pensar en rezar. Con sinceridad, ¿no lo cree usted así?
Marilla decidió que la instrucción religiosa de Ana debía comenzar inmediatamente. No había tiempo que perder.
—Mientras estés en mi casa, deberás decir tus oraciones, Ana.
—Por supuesto, ya que usted quiere que lo haga —asintió la niña alegremente—. Haría cualquier cosa por complacerla. Pero por esta vez tendrá usted que indicarme qué debo decir. Cuando me acueste, pensaré una bonita oración para decirla siempre. Creo que será muy interesante, ahora que me ha hecho pensarlo.
—Debes arrodillarte —dijo Marilla embarazosamente. Ana se arrodilló frente a Marilla y preguntó seriamente:
—¿Por qué la gente tiene que arrodillarse para rezar? Si yo realmente quisiera rezar, voy a decirle lo que haría. Iría a un campo grande, solitario, o me internaría en lo más profundo del bosque; miraría al cielo, arriba, arriba, arriba, a ese maravilloso cielo azul que parece no tener fin. Y entonces, realmente
sentiría
una plegaria. Bueno, estoy lista. ¿Qué tengo que decir?
Nunca había sentido Marilla más embarazo. Tenía la intención de enseñarle a Ana la clásica oración de los niños: «Con Dios me acuesto». Pero poseía, como ya se ha dicho, una cierta visión del sentido del humor —que es simplemente otra denominación del sentido de la oportunidad—; y repentinamente se le ocurrió que aquella simple plegaria, sagrada para una niñez vestida de blanco, balbuceada sobre el regazo materno, era algo completamente inapropiado para aquella chiquilla pecosa que nada sabía del amor de Dios, dado que éste no le había llegado por medio del amor humano.
—Eres lo suficientemente mayor como para rezar por ti misma, Ana —dijo por fin—. Sólo dale gracias a Dios por sus bendiciones y ruégale con humildad que te conceda lo que deseas.
—Bueno, haré lo que pueda —prometió Ana escondiendo la cara en el regazo de Marilla—. «Padre nuestro amantísimo…» Así es como decía el cura, de modo que supongo que estará bien para una plegaria privada, ¿no es cierto? —se interrumpió alzando la cabeza por un momento—. «Padre nuestro amantísimo, te doy las gracias por el Blanco Camino del Encanto y por el Lago de las Aguas Refulgentes y por Bonny y por la Reina de las Nieves. Te estoy extremadamente agradecida por ello. Y éstas son todas las cosas que tengo que agradecerte por el momento. En cuanto a las que tengo que pedirte, es tanto, que llevaría mucho tiempo nombrarlo, de manera que sólo mencionaré las dos cosas más importantes: Por favor déjame quedarme en "Tejas Verdes"; y por favor, haz que sea guapa cuando crezca.
Tuya sinceramente,
Ana Shirley.
—Ya está. ¿Lo hice bien? —preguntó ansiosamente mientras se levantaba—. Podía haberlo hecho mucho mejor de haber tenido algo más de tiempo para pensarlo.
Lo único que impidió que a la pobre Marilla le diera un colapso fue el convencimiento de que no era la irreverencia lo que motivaba la original petición de Ana, sino la simple ignorancia religiosa.
Arropó a la niña, mientras para sus adentros se hacía la promesa de que al día siguiente le enseñaría una verdadera oración, y ya dejaba la habitación con la vela en la mano, cuando Ana la llamó.
—Ahora me doy cuenta. Debería haber dicho «amén» en vez de «tuya sinceramente», ¿no es cierto?; así decían los curas. Lo había olvidado, pero me parecía que una oración había que terminarla de alguna manera. ¿Cree que importará?
—Yo… yo creo que no —dijo Marilla—. Ahora duérmete como una niña buena. Buenas noches.
—Hoy puedo decir buenas noches con la conciencia tranquila —dijo Ana abrazándose a la almohada.
Marilla se retiró a la cocina, puso la vela sobre la mesa y dirigió a Matthew una mirada penetrante.
—Matthew Cuthbert, ya es tiempo de que alguien se haga cargo de esa niña y le enseñe algo. Es casi una perfecta pagana. ¿Quieres creer que nunca había dicho una plegaria en su vida hasta esta noche? Mañana mandaré pedir a la rectoría el libro de religión; sí, eso es lo que haré. Y asistirá a la Escuela Dominical tan pronto como pueda hacerle algunas ropas apropiadas. Preveo que tendré muchísimo que hacer. Bueno, bueno, no podemos pretender pasar por el mundo sin nuestra carga de tribulaciones. Hasta hoy he llevado una vida fácil, pero ha llegado mi hora por fin y creo que tendré que enfrentarla lo mejor que pueda.
Por razones muy personales, Marilla no dijo a Ana hasta la tarde siguiente que se quedaría en «Tejas Verdes». Durante la mañana mantuvo a la niña ocupada en distintas tareas y la observó con ojo vigilante. Al mediodía ya había decidido que Ana era pulcra y obediente, deseosa de trabajar y rápida para aprender, viendo que su mayor defecto era ponerse a soñar con los ojos abiertos en medio de la labor, olvidándola hasta que una reprimenda o una catástrofe la devolvía al mundo.
Cuando Ana hubo terminado de lavar los platos del almuerzo, se dirigió a Marilla, con el aspecto de alguien desesperadamente decidido a saber lo peor. Su delgado cuerpecito temblaba de la cabeza a los pies; su cara estaba enrojecida y sus ojos dilatados. Juntó las manos y dijo con voz implorante:
—Oh, señorita Cuthbert, ¿quisiera decirme si me van a devolver o no? He tratado de ser paciente toda la mañana, pero en realidad siento que no podré resistir más. Es una sensación horrible. Dígamelo, por favor.
—No has limpiado el trapo con agua caliente como te indiqué —dijo Marilla, inconmovible—, ve a hacerlo antes de preguntar más, Ana…
Ana fue a hacer lo que le indicaban. Luego volvió junto a Marilla y fijó en ésta sus ojos implorantes.
—Bueno —dijo Marilla, incapaz de hallar alguna otra excusa para retardar más el asunto—. Supongo que ya puedo decírtelo. Matthew y yo hemos decidido quedarnos contigo; esto es, si tratas de ser una buena niña y demostrarte agradecida. Pero chiquilla, ¿qué ocurre?
—Estoy llorando —dijo Ana, con tono azorado—. No puedo pensar por qué. Estoy todo lo contenta que es posible. Oh,
contenta
no me parece la palabra indicada. Estaba contenta del Blanco Camino y de los capullos del cerezo; pero esto, ¡oh, es algo más que alegría! ¡Soy tan feliz! ¡Trataré de ser muy buena! Será una tarea terrible, supongo, pues la señora Thomas me decía muy a menudo que soy muy mala. Sin embargo, haré cuanto pueda. Pero ¿me puede decir por qué lloro?
—Supongo que porque estás excitada y nerviosa —dijo Marilla con reproche—. Siéntate en esa silla y trata de calmarte. Me parece que ríes y lloras con demasiada facilidad. Sí, puedes quedarte aquí y trataremos de hacer algo bueno de ti. Debes ir a la escuela; pero como sólo falta un par de semanas para las vacaciones, no vale la pena que comiences antes de que reabran en septiembre.
—¿Cómo debo llamarla? —preguntó Ana—. ¿Debo decir siempre señorita Cuthbert? ¿Puedo llamarla tía Marilla?
—No; llámame simplemente Marilla. No estoy acostumbrada a que me llamen señorita Cuthbert y me pondría nerviosa.
—Suena terriblemente irrespetuoso llamarla Marilla —protestó Ana.
—Creo que no habrá nada irrespetuoso en ello si tienes cuidado de hablar respetuosamente. Todos en Avonlea, jóvenes y viejos, me llaman Marilla, excepto el pastor. Él dice señorita Cuthbert, cuando se acuerda.
—Me gustaría llamarla tía Marilla —dijo Ana, pensativa—; nunca he tenido una tía ni pariente alguno; ni siquiera una abuela. Me haría sentir como si realmente fuera de la familia. ¿Puedo llamarla tía Marilla?
—No, no soy tu tía y no me gusta dar a la gente nombres que no le pertenecen.
—Pero podríamos imaginar que lo es.
—Yo no podría —dijo Marilla, ceñuda.
—¿Nunca imagina usted cosas distintas de lo que son en realidad? —preguntó Ana con los ojos abiertos.
—No.
—¡Oh! —Ana aspiró profundamente—. ¡Oh, señorita… Marilla, no sabe lo que se pierde!
—No creo en eso de imaginar las cosas distintas de como son en realidad —respondió Marilla—. Cuando el Señor pone en nosotros unas características, no debemos imaginar que son distintas. Y eso me hace recordar algo. Ve al salón, Ana; asegúrate de no dejar entrar moscas y de que tienes las suelas limpias, y tráeme la estampa que hay sobre el mantel. El Padre Nuestro está impreso allí y puedes dedicar esta tarde a aprenderlo de memoria. No quiero oír más oraciones como la de anoche.
—Supongo que fui muy torpe —dijo Ana—, pero es que, ¿sabe usted?, nunca tuve práctica. ¿No esperaría usted que alguien rezara muy bien la primera vez que lo hace, no es así? Pensé una espléndida plegaria después de acostarme, tal como le prometí hacerlo. Era casi tan larga como la de un sacerdote; e igual de poética. Pero, ¿creerá que esta mañana al despertar no recordaba una sola palabra de ella? Y tengo miedo de no poder volver a pensar otra tan buena. Por alguna razón, segundas partes nunca son buenas. ¿Ha notado eso?
—Aquí hay algo que debes notar tú, Ana. Cuando te mando hacer algo quiero que me obedezcas inmediatamente y que no te quedes como una estatua y hagas un discurso. Debes ir y hacer lo que se te mande.
Rápidamente, Ana cruzó el vestíbulo. Tardaba en volver, de manera que después de esperar diez minutos, Marilla dejó su labor y fue en su busca con ceñuda expresión. La encontró inmóvil ante un cuadro colgado entre dos ventanas, con las manos cogidas a la espalda, la cara levantada y los ojos iluminados por los sueños. La luz blanca y verde que cruzaba entre los manzanos y las vides caía sobre la extasiada figurita, dándole un aspecto casi sobrenatural.
—Ana, ¿en qué estás pensando? —preguntó secamente Marilla.
La chiquilla volvió sobresaltada a la realidad.
—En eso —dijo señalando el cuadro, una litografía bastante vivida titulada «Cristo bendiciendo a los niños»—. Me imaginaba que era uno de ellos, esa niña que está sola en el rincón como si no fuera de nadie, igual que yo. Parece triste y solitaria, ¿no cree usted? Sospecho que no tiene madre ni padre. Pero también quería Su bendición, de manera que se acercó tímidamente al extremo de la multitud, esperando que nadie, excepto Él, la notara. Yo sé cómo debía sentirse. Su corazón debe haber latido y sus manos haber estado frías, igual que las mías cuando le pregunté si podría quedarme. Ella temía que Él no la viera. Pero creo que debió verla, ¿no le parece? He estado tratando de imaginarme todo eso; ella se deslizaba hasta llegar a Su lado, y entonces Él la miraba y ponía su mano sobre su cabecita, y ¡qué estremecimiento de alegría recorría su cuerpo! Pero me hubiera gustado que el artista no hubiese pintado al Señor con un aspecto tan triste. No sé si habrá notado que todos sus retratos son así. Yo no creo que Él tuviera ese aspecto en realidad, pues los niños le hubieran temido.
—Ana —dijo Marilla, pensando por qué no había interrumpido antes ese largo discurso—, no debes hablar así. Es irreverente, claramente irreverente.
Ana abrió los ojos.
—Pero si me parecía ser todo lo reverente que podía. No creí que no lo fuera.
—Bueno, no creo que lo hicieras intencionadamente, pero no me parece correcto hablar de esas cosas con tanta familiaridad. Otra cosa, Ana: cuando te mando a buscar algo, has de traerlo enseguida y no quedarte soñando ante los cuadros. Recuérdalo. Coge esa estampa y ven a la cocina. Siéntate en el rincón y apréndete la plegaria de memoria.
Ana colocó la cartulina contra el jarrón lleno de flores que había traído para decorar la mesa. Marilla había contemplado de soslayo aquella decoración, pero nada dijo. Apoyó la barbilla en las manos y la estudió en silencio durante varios minutos.
—Me gusta esto —anunció—. Es hermoso. Ya lo había escuchado antes; el director de la Escuela Dominical del asilo lo dijo una vez. Pero no me gustó entonces. Tenía una voz muy cascada y lo decía muy tristemente. Sentí que él consideraba rezar como un deber desagradable. Esto no es poesía, pero me hace sentir lo mismo que si lo fuera. «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.» Suena musical. Oh, estoy tan contenta de que haya pensado en hacérmelo aprender, señorita… digo, Marilla.
—Bueno, apréndelo y cierra la boca —dijo Marilla secamente.