—Bien, veo que de ahora en adelante tendré que medir mis palabras, Marilla, ya que los sentimientos de una huérfana traída quién sabe de dónde tienen que ser considerados en primer lugar. Oh, no, no estoy ofendida, no se preocupe. Me da usted demasiada pena como para que pueda enfadarme. Ya tendrá usted sus propios problemas con esa niña. Pero si sigue mi consejo (lo que no creo que haga, a pesar de que yo he criado diez hijos y enterrado dos), le dará «la reprimenda» que ha mencionado conuna vara de buen tamaño. Me parece que
ése
resultaría el mejor lenguaje para una criatura así. Creo que su carácter compite con su cabello. Bueno, buenas noches, Marilla. Espero que venga a verme a menudo, como antes. Pero no espere que yo vuelva a visitarla otra vez, si estoy expuesta a ser insultada de esa forma. Es algo nuevo para
mi
experiencia.
Dicho esto, la señora Rachel descendió precipitadamente —si se puede decir que una mujer gorda es capaz de hacerlo— y se alejó. Marilla se dirigió hacia la buhardilla con una severa expresión en el rostro.
Mientras subía la escalera estudiaba lo que debía hacer. No era poca la consternación que sentía por lo que acababa de ocurrir; ¡qué desgracia que Ana hubiera mostrado tal carácter justamente frente a Rachel Lynde! Entonces Marilla, repentinamente, tuvo la desagradable y reprochable sensación de que sentía más humillación que pesar por haber descubierto un defecto tan serio en la personalidad de Ana. ¿Y cómo iba a castigarla? La amable sugestión de la varilla de fresno —de cuya eficiencia podían dar buen testimonio los hijos de Rachel— no venía al caso con Marilla. No creía poder pegar a una criatura con un bastón. No, había que buscar otro castigo para que Ana comprendiera la enorme gravedad de su ofensa.
Marilla encontró a la niña acostada boca abajo sobre su lecho, llorando amargamente, completamente olvidada de que había puesto sus botas sucias de barro sobre un limpio cobertor.
—Ana —dijo suavemente. Ninguna respuesta.
—Ana —esta vez con mayor severidad—, deja esa cama al instante y escucha lo que tengo que decirte.
Ana se arrastró fuera del lecho y tomó asiento rígidamente en una silla, con el rostro hinchado y lleno de lágrimas y los ojos fijos testarudamente en el suelo.
—¡Bonita manera de portarte, Ana! ¿No estás avergonzada?
—Ella no tenía ningún derecho a decir que era fea y tenía el pelo rojo —contestó Ana evasiva y desafiantemente.
—Tú no tenías derecho a enfurecerte como lo hiciste y a hablar de esa manera, Ana. Me sentí avergonzada de ti; profunda-mente avergonzada. Deseaba que te comportaras bien con la señora Lynde, y en vez de eso, me has agraviado. Tengo la seguridad de que tú misma no sabes por qué perdiste la compostura cuando la señora Lynde dijo que eras fea y tenías el cabello rojo. Tú lo dices muy a menudo.
—Oh, pero hay mucha diferencia entre decir una cosa uno mismo y escuchar a otros decirla —gimió Ana—. Uno puede saber que algo es así, pero no puede dejar de tener la esperanza de que los demás no lo vean así. Supongo que usted ha de pensar que tengo un genio horrible, pero no pude evitarlo. Cuando ella dijo esas cosas algo surgió en mí y me hizo saltar.
Tuve
que estallar.
—Bueno, debo decir que has hecho una buena exhibición de tu carácter. La señora Rachel Lynde tendrá una bonita historia para contar sobre ti por todas partes, y lo hará. Ha sido terrible que hayas perdido así el dominio de tus nervios, Ana.
—Imagínese cómo se sentiría usted si alguien le dijera en su propia cara que es flaca y fea —gimió Ana toda llorosa.
Repentinamente un recuerdo surgió en la mente de Marilla. Una vez, siendo muy pequeña, había oído a una tía decirle a otra: «Qué pena que sea una chiquilla tan morena y fea». Pasó mucho tiempo antes de que ese estigma se borrara de su memoria.
—Yo no digo que la señora Lynde haya estado del todo bien al decirte lo que te dijo, Ana —admitió con tono más suave—. Rachel habla demasiado. Pero ésa no es excusa para tal comportamiento de tu parte. Era una persona extraña, mayor, y estaba de visita, tres buenas razones para que hubieras sido respetuosa con ella. Te mostraste brusca e insolente y —Marilla tuvo una espléndida idea para castigarla— debes ir a verla y a decirle que sientes mucho tu mal carácter y a pedirle que te perdone.
—Nunca podré hacer eso —dijo Ana seca y determinadamente—. Puede castigarme de la manera que quiera, Marilla. Puede encerrarme en un oscuro y húmedo calabozo lleno de culebras y sapos y alimentarme sólo con pan y agua, y no me quejaré. Pero no puedo pedirle perdón a la señora Lynde.
—No tenemos costumbre de encerrar a la gente en oscuros y húmedos calabozos —dijo Marilla secamente—, sobre todo por-que son bastante escasos en Avonlea. Pero debes pedirle perdón a la señora Lynde, y lo harás, y permanecerás en tu cuarto hasta que me digas que estás dispuesta a ello.
—Entonces tendré que quedarme aquí para siempre —dijo Ana tristemente— porque no puedo decirle a la señora Lynde que siento haberle dicho esas cosas. ¿Cómo podría hacerlo?
No
lo siento. Siento haberla molestado, Marilla, pero estoy
contenta
de haberle dicho a ella todo lo que le dije. Fue una gran satisfacción. No puedo decir que estoy arrepentida cuando no es cierto, ¿no es verdad? ¡Ni aun
imaginar
que lo estoy!
—Quizá tu imaginación funcione mejor por la mañana —dijo Marilla, disponiéndose a salir—. Tendrás toda la noche para considerar tu conducta y formarte una idea mejor. Tú dijiste que tratarías de ser buena niña si te dejábamos en «Tejas Verdes», pero debo decirte que esta noche no me lo ha parecido.
Dejando este dardo clavado en el tormentoso pecho de Ana, Marilla descendió a la cocina, confusa la mente y apenado el corazón. Estaba tan enfadada con Ana como consigo misma, porque cada vez que recordaba la sorpresa que reflejaba el rostro de Rachel, su boca se crispaba divertida y sentía unos enormes y reprochables deseos de reír.
Marilla nada dijo a Matthew del episodio de aquella tarde, pero como Ana no había dado su brazo a torcer, a la mañana siguiente debió dar una explicación de su ausencia en la mesa. Relató todo a su hermano, teniendo cuidado de destacar la enormidad de la conducta de la niña.
—Ha estado bien que alguna vez le contestaran a Rachel Lynde; es una vieja chismosa y entrometida —fue la consoladora respuesta de Matthew.
—Matthew Cuthbert, me sorprendes. ¡Sabes muy bien que el comportamiento de Ana ha sido horrible y sin embargo te pones de su parte! Supongo que tu próxima opinión será que no debemos castigarla.
—Bueno, no, no exactamente —dijo Matthew incómodo—. Creo que debemos castigarla un poco. Pero no seas demasiado dura con ella, Marilla. Recuerda que nunca tuvo a nadie que la educara bien. ¿Vas… vas a darle algo para que coma?
—¿Cuándo has oído que yo mate de hambre a la gente para que se porte correctamente? —preguntó Marilla, indignada—. Ella tendrá las comidas de costumbre y yo se las llevaré. Pero se ha de quedar allí hasta que pida perdón a la señora Lynde; está decidido, Matthew.
El desayuno, el almuerzo y la cena pasaron en silencio, pues Ana permanecía obstinada. Después de cada comida, Marilla iba a la buhardilla con una bandeja llena y la volvía a bajar sin disminución notable. Matthew contempló el último descenso con ojos azorados. ¿Había comido algo Ana?
Cuando Marilla salió al anochecer a reunir las vacas, Matthew, que había estado en el establo a la expectativa, se deslizó dentro de la casa con el aire de un ladrón, subiendo al piso superior. Generalmente, Matthew andaba entre la cocina y su pequeño dormitorio cerca del vestíbulo; alguna vez entraba en la sala o en el comedor, cuando el pastor venía a tomar el té. Pero desde la primavera en que ayudara a Marilla a empapelar el dormitorio de los huéspedes, y eso había ocurrido hacía cuatro años, no se había aventurado a subir.
Cruzó el pasillo de puntillas y se quedó durante varios minutos ante la puerta de la buhardilla, antes de reunir valor suficiente para llamar suavemente y entreabrir la puerta.
Ana estaba sentada en la silla amarilla, junto a la ventana, contemplando tristemente el jardín. Parecía muy pequeña e infeliz, y a Matthew se le encogió el corazón. Cerró suavemente la puerta y se acercó de puntillas.
—Ana —murmuró como si temiera que le oyeran—, ¿cómo lo estás pasando?
Ana le dedicó una sonrisa inexpresiva.
—Bastante bien. Imagino muchas cosas y eso me ayuda a pasar el tiempo. Desde luego, es bastante solitario. Pero quizá me acostumbre también a ello.
Ana volvió a sonreír, afrontando con valentía los largos años de prisión que la esperaban.
Matthew recordó que debía decir sin pérdida de tiempo lo que había ido a decir, no fuera que Marilla volviera prematuramente.
—Bueno, Ana, ¿no te parece que será mejor que lo hagas y termines el asunto? —murmuró—. Tarde o temprano deberás hacerlo, pues Marilla es una mujer muy tozuda. Hazlo ahora y acaba de una vez.
—¿Quiere decir que le pida disculpas a la señora Lynde?
—Sí, pedir disculpas, eso es —dijo vivamente Matthew—. Calmarla, por decirlo así. Ahí es donde estaba tratando de llegar.
—Supongo que podría hacerlo por usted —dijo Ana pensativamente—. Sería bastante cierto si dijera que lo siento, porque
ahora
lo siento. Anoche, no. Estaba completamente enfurecida, y lo estuve toda la noche. Lo sé porque me desperté tres veces y las tres estaba furiosa. Pero esta mañana todo había pasado. Ya no estaba enfadada. Me sentía terriblemente avergonzada de mí mis-ma. Pero no podía pensar en ir a decírselo a la señora Lynde. Sería muy humillante. Me decidí a quedarme encerrada antes de hacerlo. Pero por usted soy capaz de cualquier cosa, si es que lo quiere…
—Bueno, desde luego que sí. Estoy terriblemente solo abajo sin ti. Ve y trata de arreglarlo, como una buena chica.
—Muy bien —dijo Ana resignadamente—, tan pronto vuelva Marilla le diré que estoy arrepentida.
—Muy bien, Ana, pero no le digas que yo he venido. Podría pensar que me estoy entrometiendo; y le prometí no hacerlo.
—Nadie será capaz de arrancarme este secreto —prometió Ana solemnemente.
Pero Matthew se había ido, asustado de su propio éxito. Huyó presurosamente al rincón más remoto del campo, por temor a que Marilla sospechara su presencia. La propia Marilla, al regresar a casa, fue agradablemente sorprendida por una voz plañidera que la llamaba desde el otro lado del pasamanos.
—¿Bien? —dijo, entrando en el vestíbulo.
—Siento haberme enfadado y dicho cosas malas, y estoy dispuesta a decírselo a la señora Lynde.
—Muy bien. —El ceño de Marilla no daba señas de desarrugarse. Había estado meditando qué hacer si a Ana no se le ocurría ceder—. Te llevaré después de ordeñar.
Por lo tanto, después de ordeñar, cuesta abajo fueron Marilla y Ana; erguida y triunfante la primera, encogida y agobiada la segunda. Pero a mitad de camino, el agobio de Ana se desvaneció como por encanto. Alzó la cabeza y caminó con paso ágil, con los ojos fijos en el cielo crepuscular y un aire de reprimida alegría. Marilla contempló desaprobadoramente el cambio. Ésta no era la triste penitente que tenía que llevar a presencia de la ofendida señora Lynde.
—¿Qué estás pensando, Ana? —preguntó.
—Imagino qué le diré a la señora Lynde —contestó Ana soñadoramente.
Esto era satisfactorio, o debió haberlo sido. Pero Marilla no se pudo librar de la sensación de que su plan de castigo se desbarataba. Ana no tenía por qué parecer tan alegre y radiante.
Y así continuó hasta que llegaron a presencia de la señora Lynde, que estaba sentada tejiendo junto a la ventana. Allí desapareció la alegría y una triste penitencia apareció en todos sus rasgos. Antes de que se cruzara una palabra, Ana cayó de rodillas ante la azorada señora Lynde y alzó sus brazos implorantes.
—Oh, señora Lynde, estoy terriblemente avergonzada —dijo, con temblor en la voz—. Nunca podré expresar cuánto lo siento, ni aunque usara todo el diccionario. Imagínese, me he portado muy mal con usted y he hecho quedar mal a mis queridos Marilla y Matthew, que me permiten vivir en «Tejas Verdes» aunque no soy un muchacho. Soy una niña terriblemente mala e ingrata y merezco que se me castigue y se me aparte para siempre de la gente respetable. Hice muy mal en enfadarme porque usted me dijo la verdad.
Era
verdad; cada una de sus palabras lo fue. Mi cabello es rojo, tengo pecas, soy fea y flaca. Lo que yo le dije a usted era verdad también, pero no debí haberlo dicho. Oh, señora Lynde, por favor, perdóneme. Si se niega, será para mí una pena para toda la vida. A usted no le gustaría infligir a una pobre huérfana una pena para toda la vida, aunque ella tenga un carácter terrible, ¿no es cierto? Estoy segura de que no. Por favor, diga que me perdona, señora Lynde.
Ana juntó las manos, inclinó la cabeza y esperó la voz de la justicia.
Sobre su sinceridad no cabían dudas; cada palabra la expresaba. Tanto Marilla como Rachel reconocían el inconfundible acento. Pero la primera comprendió que Ana estaba disfrutando con su humillación; se divertía con todo aquello. ¿Dónde estaba el castigo que ella había previsto? Ana lo había transformado en una especie de positivo placer.
La buena señora Lynde, que no gozaba de una percepción tan aguda, no podía ver eso. Sólo percibía que Ana había pedido amplias disculpas y todo resentimiento se desvaneció de su buen corazón.
—Vamos, vamos, levántate, chiquilla —dijo cariñosamente—. Desde luego que te perdono. Creo que fui un poco dura contigo, de todas maneras. Pero soy una persona charlatana. No debes darme importancia, eso es. No se puede negar que tus cabellos son de un rojo intenso; pero yo conocía a una niña (fuimos juntas al colegio) que tenía el pelo tan rojo como tú cuando era joven, pero al crecer se le oscureció y llegó a ser de un hermoso castaño claro. No me sorprendería que a ti te pasara lo mismo, eso es.
—¡Oh, señora Lynde —Ana aspiró profundamente al ponerse en pie—, me ha dado una esperanza! Siempre sentí que usted era una buena persona. Oh, podría resistir cualquier cosa si sólo pudiera pensar que mi cabello será de un hermoso castaño claro cuando crezca. Sería tan fácil ser buena si el cabello fuera de ese color, ¿no le parece? ¿Y ahora puedo salir al jardín y sentarme en ese banco bajo los manzanos, mientras usted y Marilla hablan? Hay allí tanto campo para la imaginación…