—Desde ahora pondré más interés que nunca en mis estudios —anunció Ana, llena de felicidad—, porque tengo una razón para vivir. El señor Alian dice que todos deberíamos tener una razón para vivir y luchar fielmente por ella. Sólo que dice que debemos estar seguros de que se trata de un propósito valioso. Yo llamaría propósito valioso el ser maestra como la señorita Stacy. Creo que es una profesión muy noble.
La clase para la Academia de la Reina fue organizada a su debido tiempo. Gilbert Blythe, Ana Shirley, Ruby Gillis, Jane Andrews, Josie Pye, Charlie Sloane y Moody Spurgeon MacPherson tomaron parte. Diana no asistió, ya que sus padres no tenían pensado mandarla a la Academia de la Reina. Esto pareció poco menos que una calamidad para Ana. Desde la noche en que Minnie May tuviera garrotillo no se habían separado para nada. La tarde en que el grupo de la Academia se quedó por primera vez para dar las lecciones iniciales y Ana vio salir a Diana lentamente con los otros para volver sola a casa por el Camino de los Abedules y el Valle de las Violetas, nada pudo hacer excepto quedarse sentada y reprimir sus deseos de salir corriendo con su compañera. Se le hizo un nudo en la garganta y rápidamente ocultó tras la gramática latina las lágrimas que llenaban sus ojos. Por nada del mundo dejaría que Gilbert y Josie las vieran.
—Pero, Marilla, creí haber probado la amargura de la muerte, como dijo el señor Alian en su sermón del domingo pasado, al ver a Diana salir sola —dijo tristemente aquella noche—. ¡Qué maravilloso hubiera sido si Diana hubiese seguido también el curso! Pero no podemos aspirar a la perfección en un mundo imperfecto, como dice la señora Lynde. Aunque a veces no sea una persona muy reconfortante no cabe duda de que dice muchas verdades. Y pienso que la clase será muy interesante. Jane y Ruby sólo estudiarán para ser maestras. Es la meta de sus ambiciones. Ruby dice que piensa enseñar durante un par de años después de la graduación y luego casarse. Jane dice que dedicará toda su vida al magisterio y no se casará nunca, porque a una le pagan por enseñar, mientras que un marido no paga nada y además gruñe cuando le pides dinero para huevos o manteca. Supongo que Jane habla por triste experiencia, pues la señora Lynde dice que su padre es un cascarrabias y terriblemente mezquino. Josie Pye dice que cursará sus estudios simplemente para tener mayor educación, porque no tendrá que ganarse la vida; dice además que desde luego es distinto en el caso de los huérfanos que viven de la caridad; ellos sí que deben abrirse camino. Moody Spurgeon será ministro. La señora Lynde dice que con un nombre así no podrá ser otra cosa. No lo tome a mal, Marilla, pero con sólo pensar en Moody corno ministro me hace reír. ¡Tiene un aspecto tan ridículo, con la cara gorda, los ojillos azules y las orejas como pantallas! Quizá cuando crezca tenga un aspecto más intelectual. Charlie Sloane dice que se dedicará a la política y se hará miembro del Parlamento, pero la señora Lynde dice que no tendrá éxito, porque los Sloane son honrados y sólo los sinvergüenzas tienen futuro en política.
—Y Gilbert Blythe, ¿qué será? —preguntó Marilla, viendo que Ana abría su
Julio César
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—No tengo conocimiento de las ambiciones de Gilbert Blythe, si es que tiene algunas —dijo Ana, airada.
En aquel momento la rivalidad entre Ana y Gilbert era evidente. Antes había sido unilateral, pero ahora no cabía duda de que Gilbert quería ser el primero de la clase, igual que Ana. Eran dignos uno del otro. Los otros miembros de la clase aceptaban tácitamente su superioridad y ni siquiera soñaban con competir con ellos.
Desde el día de la laguna, en que ella se negara a perdonarle, Gilbert, exceptuando la antedicha rivalidad, no daba muestras de reconocer la existencia de Ana Shirley. Hablaba y bromeaba con las otras muchachas, cambiando libros y acertijos con ellas; discutía lecciones y planes y algunas veces acompañaba a su casa a alguna, después de las oraciones o de la reunión del Club de Debates. Pero a Ana Shirley simplemente la ignoraba; y ésta descubrió que no es nada agradable ser ignorado. En vano se decía a sí misma que no le importaba. En lo más profundo de su corazoncito sabía que le importaba y que si volviera a tener la oportunidad del Lago de las Aguas Refulgentes, su respuesta sería bien distinta. De pronto, para su secreta tortura, había descubierto que el viejo resentimiento había desaparecido, desvaneciéndose cuando más necesitaba de su apoyo. Era en vano que recordara la memorable ocasión y tratara de sentir la vieja y satisfactoria ira. Aquel día, junto a la laguna, había contemplado su último y espasmódico relámpago. Ana comprendió que había perdonado y olvidado sin darse cuenta. Pero era demasiado tarde.
Por lo menos, ni Gilbert ni nadie, ni siquiera Diana, sospecharían jamás cuánto lo sentía y cuánto deseaba no haber sido tan orgullosa. Decidió «sepultar sus sentimientos en el más profundo de los olvidos», y tuvo tanto éxito que Gilbert, que posiblemente no era tan indiferente como parecía, no pudo consolarse con la certeza de que Ana sentía su desprecio. Su único pobre consuelo fue burlarse sin piedad, continua e inmerecidamente del pobre Charlie Sloane.
Por lo demás, el invierno pasó entre agradables deberes y estudios. Para Ana, los días transcurrían como doradas cuentas de la gargantilla del año. Estaba feliz, ansiosa, interesada; había lecciones que aprender y distinciones que ganar; deliciosos libros que leer; nuevos cantos que practicar para el coro de la escuela dominical; placenteras tardes de domingo en la rectoría, junto a la señora Alian. Entonces, casi antes de que Ana lo notara, llegó la primavera a «Tejas Verdes» y una vez más todo floreció.
Los estudios se volvieron menos agradables; en el curso extraordinario, al quedarse en el colegio mientras los otros corrían por los verdes campos, los atajos sombríos y los senderos, miraba por la ventana y descubría que los verbos latinos y los ejercicios en francés habían perdido algo de la belleza que poseyeran en los meses de invierno. Hasta Gilbert y Ana se rezagaron. Maestra y alumnos se sintieron igual de felices cuando terminaron las clases y los alegres días de las vacaciones se extendieron rosados ante ellos.
—Habéis realizado una buena labor este año —les dijo la señorita Stacy durante la última noche— y os merecéis unas buenas y alegres vacaciones. Divertíos cuanto podáis al aire libre y reunid mucha vitalidad y ambición para trabajar el próximo año. Será una tarea extraordinaria; es el último año antes del ingreso.
—¿Volverá el año que viene, señorita Stacy? —preguntó Josie Pye.
Josie Pye nunca dudaba en hacer preguntas; en esta ocasión, el resto de la clase le estuvo agradecida. Ninguno se hubiera atrevido a preguntarlo, aunque todos deseaban saber; habían corrido alarmantes rumores por el colegio de que la maestra no regresaría al siguiente año, pues había recibido una oferta del colegio de su distrito natal y tenía intención de aceptarla. La clase de la Academia de la Reina esperó la respuesta sin respirar.
—Sí, creo que lo haré —dijo la señorita Stacy—. Pensé en encargarme de otra escuela, pero he decidido volver a Avonlea. Para ser sincera, me he interesado tanto por la clase que no la puedo dejar. De manera que me quedaré hasta después de los exámenes.
—¡Hurra! —gritó Moody Spurgeon. Nunca se había dejado llevar por sus sentimientos, y durante una semana enrojecía cada vez que recordaba el incidente.
—¡Oh, estoy tan contenta! —dijo Ana con los ojos brillantes—. Querida señorita Stacy, hubiera estado muy mal de su parte no regresar. No creo que hubiera sido capaz de continuar con los estudios si otro maestro hubiera ocupado su lugar.
Cuando Ana llegó a su casa aquella noche, guardó todos sus libros de texto en un viejo baúl del altillo, lo cerró con llave y la tiró en un cajón.
—Durante las vacaciones ni siquiera voy a mirar el edificio de la escuela —dijo a Marilla—. He estudiado todo lo que he podido durante el curso; he aprendido geometría hasta saber de memoria cada teorema del primer libro aunque me cambien las letras. Estoy cansada de ser sensata y dejaré correr la imaginación este verano. ¡Oh, no se alarme, Marilla! La dejaré correr dentro de límites razonables. Pero quiero tener un verano realmente alegre, pues probablemente sea mi último verano de niña. La señora Lynde dice que si sigo estirándome el año próximo igual que éste, tendré que alargar las faldas. Dice que soy toda ojos y piernas. Y cuando me ponga faldas más largas sentiré que deberé ser digna de ellas, y lo seré. Sospecho que entonces ni siquiera podré creer en las hadas, así que este verano creeré en ellas con todo mi corazón. Me parece que vamos a pasar unas vacaciones muy alegres. Ruby Gillis va a dar una fiesta de cumpleaños, y el mes próximo tendremos el festival de la misión y la excursión de la escuela dominical. Y el señor Barry dice que una noche nos llevará a Diana y a mí al hotel de White Sands a cenar. Allí se cena por las noches, ¿sabe? Jane Andrews fue el verano pasado y dice que es maravilloso ver la luz eléctrica y las flores y las señoras con sus elegantes vestidos. Dice que fue su primera visión de la vida elegante y que no la olvidará hasta el día de su muerte.
La señora Lynde llegó por la tarde, para averiguar por qué Marilla no había asistido a la reunión del jueves de la Sociedad de Ayuda. Cuando Marilla no concurría a dicha reunión, la gente de Avonlea sabía que algo andaba mal en «Tejas Verdes».
—El corazón de Matthew no andaba muy bien —explicó Marilla—, y no me sentí con ánimos de dejarle. Ya pasó, pero los ahogos le dan más a menudo y eso me preocupa. El médico dice que debe tener cuidado y evitar las emociones fuertes. No es muy difícil, ya que Matthew no las busca ni nunca las buscó, pero tampoco debe hacer trabajos pesados, y usted sabe que pedirle a Matthew que no trabaje es igual que pedirle que no respire. Venga y deje sus cosas, Rachel. ¿Se quedará a tomar el té?
—Bueno, ya que me lo pide, creo que sí —contestó la señora, que, además, no tenía otros planes.
Ambas se sentaron en la sala de estar mientras Ana preparaba el té y horneaba unos bollos que pudieran desafiar cualquier crítica.
—Debo decir que Ana se ha transformado en una chica muy dispuesta —admitió la señora Lynde, mientras Marilla la acompañaba al atardecer hasta el final del sendero—; debe ser una gran ayuda.
—Lo es —contestó Marilla—, y ahora es sensata y digna de confianza. Antes temía que no se curara de sus yerros; pero no ha sido así y ya no temo confiarle nada.
—Aquel día, tres años atrás, no se me hubiera ocurrido pensar que resultaría así. ¡Nunca olvidaré su terrible reacción! Cuando volví a casa, le dije a Thomas: «Toma nota, Thomas, Marilla Cuthbert se arrepentirá toda su vida del paso que ha dado». Pero me equivoqué, y me alegro. No soy de esas que nunca reconocen el error. No, ésa nunca fue mi costumbre, gracias a Dios. Cometí un error con Ana, pero no era de extrañar, pues nunca había visto una criatura más singular, eso es. No había modo de criarla con las reglas aptas para los demás niños. Es maravilloso cuánto ha mejorado en todos estos años, especialmente en apariencia. Será una hermosa muchacha, aunque yo no sea partidaria del tipo de tez pálida y grandes ojos. Me gustan más rollizas y rosadas, como Diana Barry o Ruby Gillis. Ésta sí que es guapa. Pero hay algo, no sé qué es, que las hace parecer vulgares cuando están con Ana, aunque ésta no sea tan hermosa; es como si pusiéramos un narciso junto a las grandes peonías, eso es.
Ana disfrutó aquel verano con todo su corazón. Diana y ella vivieron totalmente al aire libre, gozando de todas las delicias que les brindaban el Sendero de los Amantes, la Burbuja de la Dríada, Willowmere y la isla Victoria. Marilla no opuso inconveniente a los vagabundeos de Ana. El médico de Spencervale, el mismo que había ido la noche de la enfermedad de Minnie May, halló una tarde a Ana en la casa de una paciente, la observó agudamente, torció la boca, sacudió la cabeza y envió a Marilla la siguiente nota:
«Tenga a su pelirroja al aire libre todo el verano y no la deje leer ningún libro hasta que tenga un andar más vivo.»
Este mensaje asustó a Marilla saludablemente. Leyó en él la condena de muerte de Ana de tisis, a menos que lo siguiera al pie de la letra. Como resultado, Ana pasó el verano más dorado de su vida en lo que se refería a libertad y retozó, paseó, remó, cogió fresas y soñó con el corazón alegre; y cuando llegó septiembre tenía los ojos brillantes y vivos, un andar que hubiera satisfecho al médico de Spencervale y un corazón lleno nuevamente de ambición y deleite.
—Me siento con ánimo de estudiar con todas mis fuerzas —declaró mientras bajaba sus libros de la buhardilla—. ¡Oh, mis queridos y viejos amigos! Estoy tan contenta de ver vuestras honestas caras otra vez! ¡Sí, hasta la tuya, geometría! He pasado un verano maravilloso, Marilla, y ahora estoy tan alegre como un hombre fuerte antes de correr una carrera, como dijo el señor Alian el domingo pasado. ¿No son magníficos los sermones del señor Alian? La señora Lynde dice que mejora día a día y que en cualquier momento alguna iglesia de la ciudad lo pedirá y nos quedaremos sin él, teniendo que volver a otro ministro que aún no esté maduro. Pero yo no veo la necesidad de preocuparse antes de tiempo. ¿No le parece, Marilla? Creo que lo mejor es disfrutar del señor Alian mientras lo tenemos. Si yo fuera hombre creo que sería ministro. Ellos pueden tener mucha influencia para el bien si están fuertes en teología; y debe ser estremecedor pronunciar sermones espléndidos y conmover los corazones de quienes escuchan. ¿Por qué las mujeres no pueden ser ministros, Marilla? Se lo pregunté a la señora Lynde y se sobresaltó y me dijo que sería algo escandaloso. Dijo que en los Estados Unidos se permiten ministros femeninos, y cree que los hay, pero que, gracias a Dios, eso todavía no ocurre en el Canadá, y que espera que nunca los habrá. Pero yo no veo el porqué. Pienso que las mujeres serían espléndidos ministros. Cuando hay que preparar una reunión social, un té o cualquier otra cosa a beneficio de la iglesia, las mujeres tienen que ocuparse y hacer todo el trabajo. Estoy segura de que la señora Lynde puede rezar cada oración tan bien como el señor Bell, y no dudo que también podría predicar con un poco de práctica.
—Sí, creo que sí —dijo Marilla secamente—. Lo ha probado en infinidad de sermones extraoficiales. Nadie tiene muchas oportunidades de cometer equivocaciones en Avonlea con Rachel Lynde vigilando.