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Authors: Alberto Rivas Bonilla
Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana
El héroe de esta historia es un perro de mísera condición que llegó a ser chucho de finca luego de que un incidente en el pueblo le hiciera no querer volver a él, así que viendo a Toribio yendo por el camino, se le pegó y lo adoptó como amo en lo sucesivo, a pesar del mal recibimiento que tuvo en la casa, donde al final lo terminaron aceptando y le dieron el nombre Nerón. Cobarde como él solo, el héroe de la historia hace de los alrededores del rancho de Toribio el escenario de sus aventuras, que incluyeron como coprotagonistas a un chumpe (pavo), un par de gallinas, un cerdo, un sapo muerto, una lagartija, santos en procesiones, una que otra sorpresa dentro de un costal, y ¡hasta un oso!
Cada relato es corto pero rico en descripción como en humor.
Alberto Rivas Bonilla
Andanzas y malandanzas
ePUB v1.0
Dirdam13.06.12
Alberto Rivas Bonilla, 1936
Edición: Biblioteca Básica de Literatura Salvadoreña, 1997
Ilustración de portada: María Alicia de Botto, 1997, técnica mixta
Presentación: Horacio Castellanos Moya
Impresión en San José, Costa Rica, por Trejos Hermanos Sucesores, S.A.
ISBN: 99923-0-014-0
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
Alguien ha dicho que la historia literaria de El Salvador está construida sobre grandes excepcionalidades como Salarrué y Roque Dalton. Esta es una verdad a medias. Una tradición está conformada por los intensos creadores prolíficos, pero también por aquéllos que desde una segunda fila aportan obra escasa aunque singular. Es el caso de Alberto Rivas Bonilla, longevo —nació en Santa Tecla en 1891 y murió en San Salvador en 1988—, quien publicó media docena de libros, pero cuyo prestigio literario radica principalmente en su única novela, Andanzas y malandanzas (1936).
Médico de profesión, secretario de la Academia Salvadoreña de la Lengua, decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de El Salvador, Rivas Bonilla, publicó además de la novela mencionada, un libro de cuentos titulado Me monto en un potro (1943), los poemarios Versos (1926) y El libro de los sonetos (1947), y las comedias Una chica moderna (1945) y Celia en vacaciones (1947).
Andanzas y malandanzas ha tenido varias reediciones y es considerada como una novela «clásica» en la historia literaria salvadoreña, esto es, como integrante del cañón literario nacional.
Un libro con una virtud central: entretiene. Rivas Bonilla sabe contar, hilvanar anécdotas, mantener atento al lector interesarlo en una historia sencilla. Se trata de las aventuras (más precisamente las desventuras) de un pobre perro de finca, arrimado a un más pobre amo, el misérrimo campesino de nombre Toribio.
Una segunda virtud de este libro es su vena humorística. Rivas Bonilla narra con sentido lúdico, con un humor por momentos irónico, a veces casi cínico. Sólo así puede hacer del hambre de Nerón (nombre del perro), y del hambre y la miseria de Toribio, un motivo literario sin queja ni amargura. La búsqueda del bocado es el hilo conductor de las desventuras de Nerón. Y el sentido humorístico quita a la descripción o denuncia.
El arte de contar con el fin en sí mismo, aunque el mundo que retrata sea de miseria y crueldad.
La tercera virtud de Rivas Bonilla es su estricto manejo del lenguaje. Ajeno a la dialectización tan en boga en su tiempo (Salarrué es el mejor ejemplo), o al afán descriptivo del paisaje rural que tuvo en los cuentos de Arturo Ambrogi una depurada expresión, o a la búsqueda experimental de Miguel Ángel Espino en Trenes, Rivas Bonilla somete el lenguaje a los requerimientos de la narración. La prosa de Rivas Bonilla es castiza, correcta, sin aspavientos ni experimentalismos —sólo a veces, cuando habla Toribio, recurre a salvadoreñismos. El ritmo, la precisión y cierta elegancia constituyen cualidades de esta prosa.
Andanzas y malandanzas han sido comparada con los clásicos de la picaresca española, en especial con El Lazarillo de Tormes. Algo de cierto habrá en este aserto: la estructura y titulación capitular la hilvanación anecdótica, el ambiente miserable, el tratamiento humorístico, el personaje insólito. Pero Rivas Bonilla parece estar consciente de que estos son apenas recursos para recrear un mundo en el se impone la indiosincracia salvadoreña, para fabular a partir de un paisaje y unos personajes propios, para «Hacer algunos apuntes de psicología canina», como dice el autor en una advertencia a la segunda edición.
En la historia de la narrativa salvadoreña, por su manera de narrar y por el tratamiento de/lenguaje, Andanzas y malandanzas está más cerca de La muerte de la tórtola de José María Peralta Lagos que de la obra de Salarrué, de Ambrogi o de Espino. El sentido lúdico también los hermana.
Quizá el principal pero a esta novela sea ese capítulo final en que al autor se le escapa la narración y cubre su deficiencia con una reflexión sobre el sentido de la vida para un perro como Nerón.
Ante la dificultad de cerrar su relato, el narrador se traiciona y revela el componente a partir del cual se elabora el perfil humorístico de/personaje: la cobardía canina. Un desliz, empero, que no demerita la obra.
Haber publicado apenas dos o tres libros de ficción narrativa no ha sido impedimento para que un escritor sea grande en las letras latinoamericanas —el mexicano Juan Rulfo y el argentino José Bianco son ejemplo señeros. La parquedad a veces se agradece. En la historia de la literatura salvadoreña hasta mediados de este siglo, con excepción de Ambrogi y Salarrué, los narradores han sido poco prolíficos, autores de pocos libros, que no alcanzan a desarrollar sus universos narrativos. Rivas Bonilla pertenece a esta estirpe, consumida más por lo cargos que por la producción de una vasta obra, quizás víctima de la indolencia propia de un medio donde el oficio literario carece de estímulo.
No obstante, Andanzas y malandanzas seduce, se lee con fruición, atrapa al lector Y esto no es poca cosa, sino lo cardinal para que la literatura cumpla una de sus más saludables funciones: satisfacer el placer de la lectura.
Horacio Castellanos Moya
Donde el autor hace la debida presentación del héroe de esta verídica historia y levanta un curioso inventario.
Nadie supo jamás en el rancho de dónde había salido aquel calamitoso representante de la raza canina. Verdad es que nadie se tomó el trabajo de averiguarlo.
Cierto día, al caer de la tarde, cuando volvía el indio del pueblo, el pobre «chucho» se le pegó y lo vino siguiendo quién sabe desde dónde por el camino vecinal y, casi pisándole los talones, hizo su entrada en el patio de tierra blanca que se cobijaba todo entero bajo la ramazón del amate indispensable.
Los cipotes recibieron al intruso de mala manera, arrojándole palos y piedras y enrostrándole calificativos tan denigrantes como gratuitos. Toribio, que oyó la bulla, con un golpe seco clavó por el pico en un horcón la cuma relumbrosa y se volvió para averiguar la causa, pudiendo ver todavía a su voluntario acompañante, que había adoptado un trotecito lento y saltón y, con la cola entre las patas, se alejaba borroso entre las sombras de la noche cerrada. Había cantos de grillos y olor a flores de chupamiel.
Cuando amaneció, el animalejo estaba hecho una rosca bajo el amate. Los chicos lo volvieron a espantar, pero no se fue. No hizo más que rondar por las cercanías del rancho para volver cuando consideró pasado el peligro. Y así muchos días seguidos, hasta que al fin la gente se acostumbró a su lastimosa presencia y no lo volvió a molestar.
Era una triste ruina perruna que dejaba de tener pelos por tener pulgas. Matusalén canino que según todas las apariencias, en un tiempo indefinidamente remoto fue negro parchado de blanco, con dos lunares amarillos arriba de los ojos, y que ahora no se dejaba ver la piel a fuerza de pura sarna.
A la fecha, se le puede considerar como miembro de la familia. El más humilde, el más resignado, el menos exigente de todos. Hasta nombre tiene: los muchachos le han adjudicado el pomposo de NERÓN, ante cuya afrenta, fiel a sus principios y consecuente con su modo de ser, no ha pronunciado una palabra de protesta ni ha tenido la más pequeña manifestación de desagrado.
Vive del aire, como los camaleones, ya que no se pueden tomar en cuenta los siete pedazos de tortilla cubiertos de mota verde y más duros que siete cuernos con que se le ha obsequiado en los largos seis años que lleva de vivir en el rancho; ni aquel mondo fémur de taltuza que en fecha memorable le produjo una indigestión.
No recuerda haber comido otra cosa en todo ese largo período. O, mejor dicho, no quisiera tener otra cosa que recordar. Por ejemplo, aquel caite de cuero crudo, propiedad exclusiva de Toribio, que, por un abuso de confianza, se metió entre pecho y espalda hará cosa de un año.
Ni aquella olorosa bola de jabón de cuche que, hacia la misma época, siguió igual camino, gracias a un descuido de la Remigia, que la dejó olvidada en una horqueta del molendero.
Ni, en fin, aquella deliciosa candela mechona, de mucho tiempo atrás, cuyo pabilo, crispado y negro de polvo, permanece todavía colgado de un clavo, como viviente y mudo acusador.
Tres atracones fabulosos que le valieron tres palizas inolvidables.
También tiene en su activo (hay que decirlo todo) una lagartija muerta y las tripas de un talapo que pereció víctima de una certera pedrada de Toribio en día remotísimo.
Y paremos de contar.
En el cual se verá que, a las veces, los grandes personajes no toman a desdoro entregarse a devaneos de poca monta.
Quien duerme, come, reza un refrán sabido de todos. Nerón no conoce la existencia de tal postulado de la sabiduría popular; pero lo practica por instinto. Ahora, nada menos, acaba de echar un beatífico sueño de tres horas, en un rico lecho de polvo, al amor de las hirsutas pencas del cerco de piña.
En sueños se ha comido una cantidad fabulosa de tortillas frangolladas, humedecidas en caldo de tripas, y se siente satisfecho.
Sentado sobre su cuarto trasero, lanza uno tras otro dos bostezos desquijarantes. Con ojos entrecerrados contempla el paisaje. La vegetación parece achicharrarse abrasada por un sol canicular. Unos cuantos zopilotes rayan en curvas amplias el purísimo azul del cielo.
Nerón los mira ladeando la cabeza. Mira con suprema indiferencia las gallinas que por su vecindad rascan y picotean. Contempla las lomas que, allende el potrero, hacen ondular sus jorobas verdes. Se echa sobre la rabadilla y, alzando un remo trasero con la agresividad de una bayoneta, se mordisquea una pulga que le anda hurgando por la entrepierna. Se rasca otra en la base de una oreja. Después de todo se tiende panza abajo con la visible intención de enhebrar otro sueñecito Puede que le estén haciendo falta los postres para obligado complemento de las tortillas de marras.
Y a fe que durmiera otras dos horas largas, si no fuera porque su atención se encuentra solicitada por algo muy interesante: por allí no más, a pocos pasos hay un pequeño objeto movedizo. Nerón se yergue súbitamente y avanza lleno de curiosidad, deteniéndose, no obstante, a una prudente distancia. Estira el pescuezo cuanto puede, en un vano intento de olfateo. ¿Qué puede ser aquello? ¡Si fuera el ansiado postre! Se acerca un poquito más y vuelve a olfatear. No.