—Pero, ¿para qué quieres vender el astillero? ¡Da grandes ganancias!
Antígono suspiró.
—Escúchame, amigo. ¿Qué pasó hace año y medio en Drepana y Kamarina?
—¿Quieres hablar ahora de la Guerra Siciliana?
—Tenemos que hacerlo.
Bostar estiró el labio inferior.
—Si quieres… El almirante Adérbal hundió una flota romana en Drepana, y el estratega Cartalón hundió la otra en Kamarina.
No era del todo cierto; mediante una astuta maniobra naval, Cartalón había obligado a la segunda flota romana a anclar teniendo una escarpada costa a sotavento; cuando sus experimentados pilotos advirtieron presagios de tormenta, Cartalón esperó hasta el último momento antes de retirar sus naves a una bahía segura; los barcos romanos se hicieron pedazos contra los rompientes. Pero a Antígono poco le importaban estos detalles.
—Bien. Ahora escuchamos decir a nuestros amigos que negocian con los romanos, que ya no se puede hacer negocios con Roma. Roma está agotada; lucha intensamente en tierra, pero le faltan los medios para construir una nueva flota.
—Espléndido. —Bostar lo miraba fijamente, sin llegar a comprender—. ¿Y? Por fin hemos recuperado el dominio del mar, ¿y tú quieres vender el astillero?
—El mejor negocio que hacemos con el astillero es el de las piezas acabadas para la construcción de barcos de guerra. ¿Correcto?
—Correcto.
—Kart-Hadtha vuelve a ser el amo del mar, los romanos atacan Sicilia, pero ya no tienen flota, y en este momento tampoco poseen la posibilidad de construir una nueva. ¿Correcto?
—Correcto. Pero…
—Aguarda un momento. ¿Qué haría en este momento un gobierno inteligente? Reforzaría la flota, desolaría las costas de Roma, cortaría el avituallamiento de las tropas romanas, enviaría refuerzos a Sicilia. ¿Correcto?
—Si. Pero…
—Pero no tenemos un gobierno inteligente. Los comerciantes del Consejo dirán que ahora todo está como debe estar, y que por fin pueden reemprender sus negocios. Quizá mantengan la flota en su nivel actual, pero no hay duda de que no construirán más barcos. Y así perderán la guerra. ¿Correcto?
Bostar suspiró.
¿Y por eso…?
—Exacto. Y por eso vamos a vender el astillero; ya no nos producirá más beneficios.
Amílcar, que apareció por sorpresa en el banco tres días después, compartía las opiniones sombrías de Antígono, y le dio una confirmación adicional.
—Esos mentecatos —dijo con amargura—. Adérbal, Himilcón y Cartalón eran los mejores comandantes que hemos tenido en esta larguísima guerra.
—No olvides a Jantipo —dijo Antígono—. ¿Más vino?
—Sí. Pero él no era púnico. —Amílcar acercó el vaso a Antígono—. Naturalmente, él venció a Régulo luchando para nosotros, después de que los imbéciles de Hannón y Bomílcar, ese par de ratas del desierto, navegaran hacia la tormenta a pesar de todas las advertencias de sus experimentados marineros, y, luego, acecharan a los romanos en tierra como tontos principiantes. Y eso es lo que eran.
—¿Qué pasa con Himilcón, Adérbal y Cartalón?
—Adérbal continúa al mando de la flota, pero ésta será reducida sensiblemente. Himilcón y Cartalón han sido retirados de sus puestos.
—¿El bando equivocado?
—Sí, el bando equivocado. Todo debe volver a estar como estaba antes, el interior debe ser pacificado, debemos abrir nuevos mercados. Debe llegarse a algún tipo de acuerdo con Roma. ¡Patrañas! Himilcón y Cartalón pertenecen a los «Nuevos», saben que Roma representa una amenaza totalmente diferente de la que representaban todos los enemigos que hemos tenido hasta ahora. Cuando Régulo estaba en las puertas de Kart-Hadtha, los mentecatos le pidieron la paz suplicando; por suerte sus condiciones eran demasiado duras. Luego, cuando Régulo fue tomado prisionero, lo enviaron a Roma como mensajero, bajo juramento de que regresaría a Kart-Hadtha con una respuesta; la propuesta era cesar la lucha y volver al estado previo a la guerra. Roma se negó. El año pasado volvimos a hacer la misma propuesta cuando la flota romana fue destruida, y volvieron a negarse.
—Los romanos quieren perder o ganar; no les interesa llegar a un estado de equilibrio, ¿correcto?
Amílcar rió, pero no era una risa alegre.
—Casi correcto. Quieren aniquilarnos, y me temo que este asunto no terminará hasta que una de las dos ciudades, Roma o Kart-Hadtha, no exista. Y después, después caerán sobre los helenos, y los sirios, y los egipcios. Sólo cuando en toda la Oikumene —Amílcar soltó la palabra helénica en medio de la conversación sostenida en púnico— no haya nadie más que se atreva a tener pensamientos y costumbres diferentes de las de los romanos, sólo entonces se sentirán satisfechos. Quizá. Sea como fuese, Himilcón y Cartalón han sido depuestos. Sus éxitos favorecen a los «Nuevos», y los mentecatos que piensan que Roma es una ciudad como cualquier otra preferirían perder la guerra antes que ceder el triunfo a los «Nuevos».
Antígono se apoyó contra el respaldo de su silla y cruzó las manos tras la nuca.
—¿Quién vendrá después de ellos? Después de Himilcón y Cartalón, quiero decir.
—Eso aún no ha sido decidido.
—¿Y qué pasará con Régulo?
Amílcar se encogió de hombros.
—Si sigue con vida cuando termine la guerra, regresará a Roma. Si no tiene suerte, morirá antes.
—¿Sabes dónde está?
—Por supuesto. Está en una lujosa casa de Megara, bajo vigilancia. ¿Por qué?
Antígono se inclinó hacia delante.
—Hay novedades que podrían interesarle. Traídas por un comerciante etrusco que atracó ayer en el muelle.
—¿Algo importante?
—Nada que pueda alterar el curso de la guerra. Pero si realmente es tan intransigente, le entusiasmara oír ciertas cosas.
Amílcar soltó un gruñido.
—Es una mezcla de intransigencia y honradez, sin pizca de humor o ingenio. Pero si quieres… puedo invitarlo a casa. ¿Mañana por la noche? Trae al comerciante etrusco contigo.
—Es extraño, cuando uno lo piensa… ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar?
Amílcar arrugó la nariz.
—¿Yo? Si, ¿qué hubiera hecho yo? Yo no quiero aniquilar Roma, creo que hubiera hecho todo lo posible para llegar a una paz equilibrada. Entonces hubiera podido quedarme en casa en lugar de tener que volver a mi cautiverio a causa de un juramento. Él, por el contrario, en Roma habló como una catarata para evitar cualquier tipo de paz.
Antígono guardó silencio. Amílcar se dejó llevar por sus más oscuros pensamientos; finalmente dio un golpe en la mesa.
—Pero dejemos todo eso a un lado, en realidad he venido por otra cosa.
—Habla, amigo de mi padre.
—Ahora no hablo como amigo de tu padre sino como comerciante, propietario… y amigo tuyo. —El púnico sonrió satisfecho—. Tú has sido un joven amable y, tendrás que perdonarme, pero tenía que ver si en ti había algo más que amabilidad antes de llamarte amigo mío.
Antígono le alcanzó la jarra de vino.
—Me siento honrado, y te escucho con atención, oh siervo de Melkart.
—Probablemente pronto tendré que volver a salir de viaje —a Iberia, a Klumyusa, quizá al interior—, a reclutar tropas o sofocar levantamientos, según decidan los honorables mentecatos. Como ahora sé que tu banco es sólido y que tú eres más que un joven simpático, quisiera confiarte el cuidado de mis negocios, si estás de acuerdo.
Antígono respiró profundo.
—Es un gran honor para mí. Y una gran responsabilidad —dijo con voz ronca—. No lo sé exactamente, pero tus negocios deben ser de los más ricos de Kart-Hadtha.
Amílcar lo negó con señas.
—Caminan. No van nada mal. Pero yo paso mucho tiempo fuera; Kshyqti no es púnica, y como mujer de un «Nuevo» tiene dobles disgustos con los viejos mentecatos, y ninguno de nosotros, los «Nuevos», posee un banco o algo similar con lo que pueda administrar sensatamente una gran fortuna. ¿Debo…? No, no quiero que cierta gente obtenga ganancias de mí con sus uniones y bancos. Hannón, por ejemplo, ese culo de rata ribeteado de oro, que puede hacerse llamar «el Grande» gracias a los méritos de sus antepasados.
Antígono sacudió la cabeza lentamente. Hannón, miembro del Consejo y gran terrateniente, socio de bancos y armador, era sin duda el futuro hombre de los «Viejos». Debía tener unos treinta años, más o menos los mismos que Amílcar, y era el más acérrimo adversario de éste en el Consejo.
—No, Hannón, no debe obtener ganancias a costa tuya. Pero un asunto de esta magnitud debe ser tratado fuera de la amistad, objetivamente. Me gustaría llamar a mi administrador.
Amílcar se mostró de acuerdo. Antígono se puso en pie, caminó hacia la puerta de la habitación y llamó a Bostar. El joven púnico abrió bruscamente los ojos cuando se enteró de qué iba el asunto.
—Un gran honor, un gran honor —repitió una y otra vez—. Pero hay que meditarlo cuidadosamente, para provecho de ambas partes.
—Si mañana vienes a casa un poco antes de la puesta del sol —dijo Amílcar a Antígono—, podremos concretar un par de detalles. Y podré entregarte los principales rollos, copias, naturalmente.
Amílcar se puso de pie, dio una palmada en la espalda a Bostar y abrazó a Antígono.
—Otra cosa, antes de que lo olvide.., necesito un nuevo administrador de bienes, el que tenía ha muerto. Si conocéis a alguien…
Antígono lo acompañó hasta la salida de la ciudad. Cuando regresó a su despacho, Bostar continuaba todavía sentado allí, con los ojos muy abiertos.
—¡Uy uy uy uy uy! —dijo—. Una de las fortunas más grandes de Kart-Hadtha. ¡Uy uy uy!
—Déjate de uy uy uy. Lo hablaremos más detenidamente cuando tengamos los rollos y conozcamos los detalles. ¿Conoces a algún administrador?
Bostar sacó el labio inferior y le dio ligeros mordiscos.
—No —dijo finalmente—. No para algo de tales dimensiones. Las viejas fincas de Byssatis… ¡Uy uy uy!
—¿Qué está haciendo el follacabras?
—¿Daniel? Es uno de los hombres más importantes del mercado, asesora a los hortelanos, cosas por el estilo. ¿Quiere decir…? ¡Pero es judío!
—¿Es bueno? Hace mucho que no lo veo, y no puedo saberlo.
—Sí, si que lo es. Incluso para algo grande, si es que quiere hacerlo. Pero…
—Sin peros. Amílcar no tiene prejuicios. Y a los libios que trabajan para él les es indiferente. Hasta la vista.
La tarde siguiente Antígono fue al gran mercado de la puerta de Tynes. Había hecho algunas averiguaciones y estaba seguro de haber encontrado al hombre que necesitaba Amílcar.
El delgado y moreno Daniel no llevaba encima más que una túnica larga y sucia. Tenía el mismo aspecto que otros miles de campesinos, pero la gente con la que estaba discutiendo, de pie entre tres carros de fruta, dejaba ver mediante su manera de hablar y su postura que Daniel era el maestro. Antígono, atento, tomó buena nota de ello.
—¡Vaya, el heleno alcornoque! —Daniel se abrió paso entre el círculo que lo rodeaba y se abalanzó sobre Antígono para abrazarlo—. ¿O debo llamarte señor banquero?
—Follacabras —dijo Antígono riendo.
—Sí, ya, follacabras. Ven, más allá se puede conversar mejor. ¡Seguiremos hablando mañana! —Se despidió de los campesinos moviendo el brazo y empujó a Antígono por el gentío.
Era una tarde desagradablemente fría de finales de otoño; el cielo gris sofocaba los colores del mercado, los trajes y la mercadería. Antígono arrojó una monedita adicional al muchacho que se había quedado cuidando su carro y su caballo, y señaló la artesa. El pequeño y harapiento cuidador llevó el animal al abrevadero.
—Dejemos para más tarde la celebración del reencuentro —dijo Antígono—. Tengo que pedirte algo. —Esperó hasta que la esclava del despacho de bebidas hubo traído dos vasos con una infusión caliente, que con ese clima pasaba mejor que el vino—. Tengo algo importante que pedirte.
Daniel arrugó la frente, bebió y se quemó la lengua. Soltó algún tipo de maldición en su idioma.
—¿Tu banco necesita dinero?
—No, gracias. Un gran comerciante púnico me ha encomendado la administración de su fortuna, se la ha encomendado al banco, y necesita un buen administrador de bienes.
Daniel aguzó la vista.
—¿Dónde?
—En Byssatis. En una finca muy grande, y pertenece a una de las familias más antiguas y ricas de la ciudad.
—¿Y quieres decir que aceptarían a un judío?
Antígono apretó las manos contra el calor del vaso.
—Dejan que su fortuna sea llevada por un meteco heleno que esta noche cenará con ellos junto con un etrusco para conversar con un púnico y un romano.
Daniel reprimió la risa.
—Una mezcla explosiva.
—Y, ¿qué dices?
Daniel tenía la mirada fija en un punto perdido en el aire, sobre la cabeza de Antígono.
—Pues sí, Tigo, es un poco repentino. Por otra parte… mi padre puede apoyarse en mi hermano, el mercado sin duda puede encontrar otro maestro. Y yo ya he desempeñado este trabajo demasiado tiempo.
—No olvides que el púnico debe dar su visto bueno; luego yo seré tu jefe, como administrador general de sus bienes.
Daniel sonrió divertido.
—Así quizá nos veamos más a menudo. ¿Qué es lo que debo hacer?
—Ven conmigo ahora mismo, tal como estás. Hablaremos con el propietario; si él está conforme, aclararemos lo demás los próximos días.
Daniel soltó un breve silbido.
—No puedo ir a ver a un púnico distinguido con este traje lleno de porquería.
—Levantó el borde de su túnica, adornado con estiércol, barro, polvo y manchas de frutas.
—Buscan un administrador de bienes, no una percha —dijo Antígono—. Lo que importa es lo que digas y cómo lo digas, no tus harapos. Pero después de la primera charla tendrás que retirarte cortésmente, la cena es política, y…
—Claro. ¿Y mañana temprano en tu banco?
Marco Atilio Régulo tenía el cráneo anguloso de un campesino, era casi calvo y estaba pulcramente afeitado. Durante los siete años de su cautiverio nunca había demostrado buena voluntad, ni interior ni exteriormente; incluso en esta ocasión apareció vestido con su indumentaria romana: sandalias, escusalí de cuero, toga. Los jóvenes púnicos que tenían que vigilarlo comían en una pequeña mesa colocada fuera del alcance de la voz de los invitados.
Como Régulo no hablaba nada de púnico (o no quería hablarlo) y apenas si sabía algo de helénico, Kshyqti se retiró después de la cena. Ella no entendía latín; además, no soportaba a ese zoquete romano. El etrusco, un hombre pequeño y delgado como un alambre, de movimientos inquietos y nariz de patata, se divertía haciendo trizas la rígida gramática de aquel áspero idioma. El latín de Amílcar era elegante, si es que el latín puede ser elegante. Antígono sólo dominaba el idioma comercial utilizado habitualmente en las costas de Italia, una mezcla de latín, etrusco y helénico, pero podía seguir la conversación.