Amílcar estaba de muy buen humor; después de un rápido y áspero juego de preguntas y respuestas que había durado una media hora, Amílcar había aprobado a Daniel como futuro administrador, y hasta había mandado a Psallo que lo llevara a su casa.
El etrusco, a quien Antígono había advertido algunas cosas previamente, empezó a exponer sus noticias una vez terminada la cena. A causa del mal tiempo, los cuatro hombres estaban sentados entre dos braseros, en el interior de la gran habitación que lindaba con la terraza. El romano bebía agua, los otros, vino caliente con miel y hierbas.
—Yo novedades de Roma teniendo —dijo el mercader etrusco.
Régulo no movió ni un músculo de la cara.
—Si de mi dependiera, a los miembros de los pueblos itálicos aliados de Roma no se les permitiría comerciar con el enemigo, así no podrían transmitir ninguna noticia. No quiero saber nada de esas novedades tuyas.
El etrusco rió con ironía.
—No pueblos aliados, etruscos sometidos y sojuzgados. Tú sólo valorar mundo cuando todo romano, ¿eh?
El romano levantó la comisura de sus labios.
—Cualquier caso, tú bien en cautiverio, beber y comer y dormir y aire. Otros no tan bien.
Amílcar se inclinó hacia delante.
—¿A quién te estás refiriendo?
—Rehenes púnicos en Roma, tres subestrategas de buena familia, prisioneros en la guerra, cerca de Eryx.
Régulo lo observó desconfiado. Apretó los labios; los músculos de sus mejillas trabajaron.
—¿A quién se refiere? —dijo Antígono—. ¿Rehenes en la familia de Marco Atilio, con lo bien que está éste aquí?
El mercader estiró la mano sobre la superficie de la mesa.
—Exacto. Mujer y hermano de mujer furiosos porque Régulo, esposo, padre, cuñado, no vuelve a casa. Rehenes torturados y muertos.
El rostro rosado del romano se tomó ceniciento. Los dedos se aferraron a los apoyabrazos de su silla de tijera. Una preciosa talla de marfil crujió, se desprendió del apoyabrazos izquierdo y cayó al suelo. Régulo no se percató.
—Eso no es posible. Eso… ¡eso no es romano!
—Si, sí… tan romano como ruptura de tratado.
Amílcar levantó una mano; su rostro reflejaba una gran seriedad.
—No podemos afirmar si es cierto o no. En todo caso, es una mala noticia. Debo comunicarla al Consejo. Tenemos medios para averiguar la verdad.
Régulo se puso de pie; respiraba con dificultad.
—Escribiré al Senado —dijo con una voz casi inaudible—. Si vosotros —dijo dirigiéndose a Amílcar— solicitáis intermediarios que lleven mi carta consigo. —Inclinó ligeramente la cabeza y llamó a sus guardas con un movimiento de la mano.
Kshyqti volvió a la habitación una vez que el romano se hubo marchado. El etrusco consiguió mejorar un poco el humor general con sus anécdotas y relatos de sus viajes. Hacia la medianoche, cuando ya se marchaban, Antígono preguntó, ya en la escalera:
—Ah, ¿cómo va con
llama
?
Amílcar pasó un brazo sobre los hombros de Kshyqti; Kshyqti sonrió.
—Bien… pero
llama
raspa.
A pesar de ser aún temprano, el comedor de la sede de la asociación de comerciantes de vino estaba lleno; Antígono había reservado un lugar y una pequeña mesa cerca del estrado, y seguía la función con asombro. Recordaba algunos bailes y cantos, pero éstos eran algo totalmente nuevo para él.
Uno de los hombres tenía el cabello oscuro y facciones desagradablemente blandas; Antígono supuso que se trataba de un eunuco cushita, o quizá un trogodita de las costas del Mar Arábigo, al sur de Berenice. El eunuco tocaba una multitud de instrumentos de percusión, y lo hacia con maestría. El movimiento arrítmico de las matracas desconcertaba un tanto a Antígono; de los demás instrumentos, dos le llamaban la atención especialmente: un delgado tambor cubierto por ambos lados con un pellejo oscuro y guarnecido por pequeños discos tintineantes de metal en el bastidor, y un recipiente de cristal lleno de agua hasta la mitad, sobre el cual se había fijado un platillo de bronce que el músico hacia sonar frotando sobre él un trozo de cuero húmedo que envolvía una piedra.
El otro hombre era mayor y canoso; debía ser heleno o macedonio y, al igual que el cushita, llevaba puesto un chitón amarillo. Este músico tenía toda una colección de instrumentos de viento —siringa, aulos de dos tubos, varias flautas de metal de un solo tubo de diferentes tonos—, entonaba un adornado acompañamiento y, de tanto en tanto, en mitad de la pieza y sin perder el ritmo, intercambiaba instrumentos con la cantante: flauta por citara.
La egipcia era increíble. Debía tener alrededor de veinte años, quizá algo más. Sobre su frente, una terrible cicatriz corría en zigzag; sus cabellos eran oscuros
y cortos, como una segunda piel. Su tez era casi aceitunada; no se había pintado los ojos, pero había trazado confusos dibujos de ocre y cal sobre sus mejillas. Llevaba una argolla de oro en el lado izquierdo de la nariz, y sus grandes labios tenían un color amarillo chillón. Antígono apenas si podía desprender la vista de la hechizante fealdad de ese rostro que tan pronto adquiría la rigidez de una máscara de piedra, como expresaba éxtasis místico, cálida amistad o ávida codicia. Las uñas de los dedos de sus manos y sus pies estaban esmaltadas de negro y adornadas con trocitos de plata que brillaban bajo la luz de las antorchas y candiles. El cuerpo, esbelto y cimbreante, podía ser descubierto bajo una transparente túnica sacerdotal egipcia, hecha de sutil lino. Ella bailaba, tocaba la citara y la lira, y en una pieza tranquila y sin letra tocó también un instrumento sin nombre, una caja de madera abierta por debajo, con un puentecillo y una sola cuerda.
Y cantaba. La voz chillaba y acariciaba, gemía y retumbaba, gruñía y arrullaba, plena y segura en los tonos graves, fría y exacta en los agudos. Para Antígono la mayoría de las piezas eran al mismo tiempo extrañas y familiares. Partes de un ampuloso himno egipcio pasaban de la invocación y la alabanza al escarnio de los dioses, gracias al ritmo duro y acelerado, los chirridos y borboteos del cuero sobre el platillo de bronces, y los insinuantes movimientos pélvicos de la egipcia. Conocidas canciones helenas —los viajados comerciantes púnicos presentes en la sala no tenían dificultades para seguir la letra— cambiaban completamente cuando los músicos reemplazaban las melodías originales por lastimeras tonadas de los montes de Tracia. Una elegante canción de amor compuesta con exquisito cuidado por un heleno anónimo produjo estrepitosas carcajadas, la egipcia la cantaba con un marcado acento latino, y los músicos perdían el compás una y otra vez.
La penúltima canción previa a la pausa conservaba la melodía y el ritmo de la composición original, pero los versos de Safo habían sido traducidos al púnico arbitrariamente y con mucha gracia. La egipcia dirigió sus ojos oscuros hacia Antígono, que estaba sentado casi frente a ella.
Feliz veo, casi inmortal, al hombre
que sentado allí tan cerca frente a ti
tu voz dulce percibe y también tu
risa seductora
puede oír. Sí, que tormento para mi
pecho el retumbar del corazón. Visión
tan fugaz de ti me dejas de repente sin
esas palabras
y más, mi lengua revienta, un tierno
fuego corre bajo mi piel, mis ojos ya
no pueden ver, sólo un ronco bramido
retumba en mis oídos,
chorros de sudor bajan por mi, y un
temblor me sobrecoge…
Antígono disfrutó de la representación dramática, pero sólo levantó una ceja y la comisura izquierda de sus labios. Mientras los músicos cambiaban de instrumentos y lugares murmurando los preparativos para la última canción, Antígono hizo una señal a una esclava y le pidió que le trajera una bandeja de plata con tres vasos llenos de vino sirio. Con migajas de pan formó un pequeño falo que apoyó contra el vaso del centro.
Luego le pareció que esta pequeña escultura de masa podía ser un poco inquietante. No pudo reconocer desde el principio la siguiente pieza, una antigua canción de cosecha helénica, himno a la fertilidad divina. Pero la música era otra. Antígono había oído una melodía parecida a unos dos días de viaje de Petra, cantada por los hombres de una caravana árabe: era un clamor apremiante y ansioso por agua,
una súplica a los dioses para que la siguiente fuente que encontraran en el inclemente desierto fuera rica y refrescante. La egipcia arrancaba un sonido sordo al instrumento de una sola cuerda, el anciano tocaba una flauta de metal, el eunuco se dejaba los huesos deslizándose y rabiando sobre la piel del tambor. La música se hizo más y más intensa, hasta que finalmente la letra de la canción, en heleno, salió de lo más hondo de la garganta de la egipcia, envuelta en trinos árabes y sonidos deslizantes y recursivos.
¡Afinad ese canto, afinad,
haced más espacio para el dios!
Lo divino quiere hincharse, crecer,
caminar empujando por medio vuestro.
El contraste de letra, música y puesta en escena era tan intenso que los espectadores, negativamente impresionados, casi sintieron alivio cuando llegó la pausa. Antígono se puso de pie y caminó hasta el estrado llevando la bandeja, dio un vaso al eunuco, otro al anciano, y entregó a la cantante toda la bandeja, con el último vaso y el trozo de pan moldeado.
—Para agradecer vuestro gran arte y alimentar muchas otras cosas —dijo.
La egipcia se sentó en el escabel, colocó la bandeja sobre sus rodillas, vio el regalo y se echó a reír. Luego arrancó de un mordisco la punta de la escultura de pan, levantó el vaso, inclinó la cabeza ante Antígono y bebió.
Mientras volvía a su lugar, Antígono sentía los ojos oscuros de la egipcia clavados en su espalda. Durante la pausa y la segunda parte de la función, ella lo buscó con la mirada muchas veces.
Un rayo de luz entraba en la habitación por debajo de uno de los pliegues de la cortina de cuero, pintando los ladrillos de rojo pálido. Antígono quitó la manta, se levantó cuidadosamente y abrió la cortina. Primeras horas de la mañana; las calles, tres pisos por debajo de la planta del edificio destinada a los huéspedes, estaban tranquilas; el aire otoñal era fresco, pero aún no penetrante. El suave viento del norte traía augurios del mar y tierras lejanas. Un sutil velo de niebla reposaba sobre la bahía y el mar; la luz se escurría como a través de una copa de cristal llena de fresco zumo de limón. La silueta de las colinas de Cabo Kamart se levantaba por encima de los tejados blancos y planos.
«Acabo de regresar y ya siento otra vez este tirón en el pecho», pensó Antígono. Se volvió de nuevo hacia la habitación. El aroma de densas esencias, el olor de lechos de cuero y mantas de lana, de sudor, y los vahos del amor, se mezclaban con el frescor del ambiente, se hacían más agudos e intensos por un instante, antes de empezar a disolverse.
Miró la cama. Los ojos oscuros estaban abiertos, parpadeando, observándolo; luego la egipcia se envolvió hasta los hombros en la manta.
Antígono se acuclilló al borde del lecho. El rostro, después de tres horas de sueño y sin líneas de colores, era más dulce, aun atrayente y repulsivo, pero al mismo tiempo dueño de una extraña fragilidad.
—Esto es demasiado maravilloso —dijo él a media voz, en púnico—. El éxtasis de la pasión. —Ensimismado, en heleno. Se inclinó hacia delante, recorrió con la yema de los dedos la cicatriz que le cruzaba la frente, rozó la mejilla izquierda. Ella volteó la cabeza y apretó los labios contra la palma de su mano.
—La cicatriz —dijo Antígono. Pestañeó y siguió hablando en egipcio—. ¿Cómo, hija de los antiguos dioses, es que tienes esta cicatriz?
Ella levantó las cejas. Las arrugas de la frente, atravesadas repetidas veces por la cicatriz, eran tres estelas cortadas por centelleantes peces azulados.
—Un tumor maligno que tuvo que ser extirpado. ¿Cómo es que hablas mi idioma?
—Pasé casi dos años en Alejandría, y prefería estar con los habitantes de Rhakotis que con los presumidos macedonios. —Sonrió—. Anoche no tuvimos tiempo para hablar. Soy Antígono. Tú, ¿cómo te llamas?
—Isis. —La egipcia reprimió una risita.
Antígono sacudió la cabeza lentamente.
—No quiero hacer chistes malos sobre el retorno al regazo de la Gran Madre o algo por el estilo, pero lo cierto es que ha sido divino.
La mano derecha de la muchacha salió de debajo de la manta. El delgado índice pasó sobre la nariz recta de Antígono, sobre los labios, la barba negra, siguió deslizándose y se entretuvo jugando con el vello del pecho.
—Seguiremos cantando aquí durante algo más de una luna. Tus ocupaciones, sean las que sean, ¿te llevarán lejos de aquí en estos días?
—Mis negocios me obligan a quedarme en Kart-Hadtha.
Ella era la única hija de un adivino de Kanopos, ciudad del placer y la diversión ubicada en el brazo izquierdo de la desembocadura del Nilo y unida a Alejandría por un canal de unas diez millas de largo. Su madre había muerto en el parto. Isis había pasado los últimos diez años —tenía veinticinco— bailando y cantando por media Oikumene, había interpretado diferentes tipos de música con diferentes músicos, había escuchado y aprendido canciones.
Seguían hablando cuando afuera hacía ya mucho rato que la ciudad había despertado y las voces, chirridos de carros y gritos de vendedores se abrían paso hasta llegar a ellos. Antígono se vistió y dio un beso a la egipcia.
—Los negocios —dijo.
Ella bostezó, se repantigó en el lecho y entrecerró los ojos.
—¿Siempre te levantas tan temprano?
—Hay que aprovechar el tiempo.
Esa luna entre otoño e invierno fue una buena época. Antígono trabajaba duro para volver a coger todos los hilos. Exceptuando a las personas del banco y a Isis, vio a poca gente. Amílcar había viajado al sur con Daniel para poner al corriente de todo al nuevo administrador y cuidar él mismo de sus intereses. Casandro dirigía correctamente, aunque sin demasiadas ideas, el viejo negocio de importación y exportación de Arístides; Arsínoe y los dos niños habían vuelto a casa, mientras que Argíope permanecía con su madre en el interior. La anciana no quería volver a Kart-Hadtha; Antígono fue a visitarla una vez —cuatro días sin Isis— a la finca que tenían en la costa, algo apartada del camino a Ityke; allí se enteró de que Argíope, que entonces tenía dieciséis años, se casaría con el hijo de un vecino cuando llegara la primavera. Poco después de aquella visita tuvo lugar una fiesta de dos días, la boda de Bostar con la hija de un acaudalado hortelano, y Antígono odió a todos los convidados, pues tuvo que volver a pasar dos días y dos noches separado de Isis.