Tras cuatro horas de una marcha casi agradable a través de la ondulada meseta, hicieron un breve descanso. Antígono había desmontado; estaba apoyado contra un peñasco, bebiendo agua de una bota. Asdrúbal cabalgaba a lo largo de la caravana, ocupándose de la gente. Tres jinetes se acercaron a galope tendido desde el sol naciente. Antígono, que al estar bastante adelantado fue el primero en verlos, se llevó dos dedos a la boca y silbó. Asdrúbal, bastante lejos de allí, no oyó el silbido, pero los soldados se encargaron de hacer correr la alarma.
Eran tres catafractas de Aníbal. Lo que tenían que informar podía resumirse en dos palabras: traición, emboscada.
—Los oretanos —dijo jadeando el jinete de más edad— se han puesto en marcha, no con nosotros, sino con los vetones, contra nosotros.
Asdrúbal hizo preguntas rápidas y precisas. Los jinetes de Aníbal habían chocado contra la retaguardia del ejército oretano; la fuerza principal de los íberos ya debía encontrarse al norte del Taggo, y atacaría a las tropas de Amílcar por los flancos. Como los oretanos marchaban hacia el Oeste pasando entre las unidades de Amílcar y las de Aníbal, era cuestionable que los mensajeros enviados pudieran poner sobre aviso al Barca antes de la desgracia; por otra parte, el recorrido previsto para la caballería de Aníbal ya no era posible.
—Aníbal intentará abrirse paso hasta el vado —dijo el catafracta. Sus ojos buscaban respuestas.
Asdrúbal se volvió hacia los generales que estaban cerca de él.
—Escolta mínima para el bagaje —dijo—. Todos los demás partid de inmediato, hacia el Taggo. Conocéis la dirección. Nosotros iremos detrás. —Echó una mirada al rojo cielo del Levante—. Poco antes del mediodía, con suerte —murmuró tan despacio que sólo Antígono pudo oírlo—. ¿Podéis cabalgar más?
Los tres catafractas asintieron. Los caballos estaban agotados, los hombres también, pero cabalgarían.
—Coged caballos frescos, del bagaje. Quitaos las corazas, así seréis más veloces. —Asdrúbal reflexionó—. Podéis cambiar de caballos en los campamentos intermedios, o dar el mensaje y pedir a otros jinetes que lo transmitan. Maharbal está en la pendiente norte de las Montañas Negras. Que reúna inmediatamente a todas las tropas disponibles y las ponga en marcha, de ser necesario en varios grupos. ¿Está claro? —Se inclinó hacia delante y levantó la mano derecha; los jinetes juntaron sus manos con la suya.
En los campamentos intermedios, separados entre si por dos días de marcha, había enfermos, provisiones para la marcha de regreso y unos cuantos hombres para asegurar la posición. Entre todos no sumaban más de doscientos soldados, como mucho. Y las grandes fortalezas se encontraban dispersas por todo el sur de Iberia. Antígono cogió la empuñadura de la espada britana que había estado destinada a Aristón. Asdrúbal, Amílcar y Aníbal disponían, en total, de unos once mil hombres; los vetones y oretanos debían estar en condiciones de enviar al campo de batalla a, por lo menos, treinta mil soldados. Con mucha suerte, Maharbal tardaría una luna, quizás un poco menos, en enviar a la meseta del Taggo a otros cinco mil hombres, que reunirían a los supervivientes y adornarían las tumbas.
Asdrúbal miraba a los jinetes que cabalgaban hacia el bagaje para escoger tres caballos de carga más o menos descansados; luego dirigió la mirada hacia el norte, donde pequeños grupos encabezados por sus generales habían empezado la marcha forzada.
—¿Quieres volver? —preguntó, sin mirar a Antígono.
El heleno soltó una carcajada.
—¿Adónde, príncipe de la paz? La muerte siempre se encuentra detrás de uno. Sigamos adelante.
Más tarde, cuando hubo tiempo para hablar y pensar, comprendieron que lo único positivo había sido el ataque rápido de Amílcar. El ataque no sorprendió a los vetones, pero se realizó demasiado pronto para éstos, pues los oretanos aun se encontraban a algunas horas de marcha del lugar del encuentro. Todo lo demás salió mal. La traición de algunos informadores había puesto sobre aviso a los vetones. Cuando arremetieron los elefantes, hogueras empezaron a arder por doquier.
Los vetones aguardaron tras una falange de carros de bueyes cargados con montones de leña que fueron incendiados rápidamente. Los grandes animales de las estepas libias se quedaron paralizados, retrocedieron, echaron a correr hacia los lados, perseguidos por jinetes vetones que les arrojaron antorchas y lanzas. Era sólo gracias al arte y la tenacidad de los «hindúes» que los elefantes habían salido desenfrenados a través de la meseta, en lugar de dar media vuelta y arrollar a las tropas de Amílcar. Las formaciones cuadrangulares escalonadas se mantuvieron firmes y rompieron las primeras oleadas de jinetes, pero luego fueron obligadas a retroceder. Los arqueros y honderos pudieron proteger los flancos y mantener a raya a los nómadas durante un tiempo. Apuntaban a los caballos.
Amílcar estaba en todas partes; sólo gracias a su presencia la rápida retirada a que se vieron obligados no se convirtió en una huida desordenada. Pero cuando Asdrúbal y Antígono llegaron con sus extenuados hombres a la pedregosa orilla sur del Taggo las formaciones ya se habían disuelto. Al otro lado del río se había desatado una encarnizada batalla cuerpo a cuerpo. La mayoría de los vetones habían perdido sus caballos o habían desmontado para pelear a pie. Amílcar estaba montado sobre un semental ibérico alazano en lo más recio de la lucha, repartía golpes a diestro y siniestro, empinaba su caballo, le hacía pegar coces y luego giraba. Junto a él, tan alto y macizo como su padre, Magón arrasaba a los enemigos como un poseso. La buena preparación, la dureza y resistencia de las tropas bárcidas casi compensaba la enorme superioridad numérica de los vetones; sin embargo, poco a poco estaban siendo obligados a retroceder hacia el río, y no tenían la posibilidad de emprender una retirada ordenada hacia la orilla meridional.
La gente de Amílcar había levantado allí un campamento cuadrangular. Los terraplenes estaban reforzados con piedras, varas y lanzas, y ofrecían una mejor posición defensiva; pero primero los hombres tenían que cruzar el río, que no era muy ancho pero si bastante caudaloso y muy profundo a ambos lados del vado. Bloques de piedra se levantaban sobre el lecho del Taggo, formando una pequeña y espumante catarata a la izquierda del vado.
Un estafeta de los catafractas llegó cabalgando río abajo por la orilla meridional; buscaba y encontró a Asdrúbal. El púnico estaba junto a los terraplenes del campamento, impartiendo órdenes casi sin moverse sobre su caballo azabache. Heraídos y generales estaban a su lado, partían, regresaban. Qué señales tocaban cuáles trompetas, eso era algo que sólo podía adivinarse. Soldados cruzaban el vado con el agua hasta la cintura, saltaban de piedra en piedra sobre la catarata, nadaban río arriba y río abajo. Algunos, agotados por la marcha forzada, eran arrastrados por la corriente; la mayoría alcanzaba la otra orilla y se precipitaban al combate. Otros, que recibían las órdenes o escuchaban las señales de trompeta, abandonaban el barullo y volvían a la orilla sur: escaramuzadores, honderos, arqueros, menos aptos para la lucha cuerpo a cuerpo que para defender el campamento y cubrir la retirada. Un tercer gigante, grande y ancho de espaldas, apareció junto a Amílcar y Magón, con los brazos estirados y la espada empuñada con las dos manos; giraba como una peonza.
Antígono, que hasta ese momento sólo había visto detalles inconexos de la batalla, como en un delirio febril, volvió en si cuando el catafracta lo hizo a un lado para llegar hasta Asdrúbal. El estafeta señaló hacia la derecha, río arriba.
—Media hora —dijo jadeando—. Aníbal. Formará una cuña y cabalgará sobre los vetones. Pero… —El hombre respiraba con dificultad—. Los oretanos vienen detrás.
Asdrúbal hizo unas caricias a su caballo, que no cesaba de resoplar. Antígono no podía comprender cómo el púnico era capaz de mantener la calma y tener una visión global de la batalla. Pero de la incomprensión del heleno surgió de pronto una extraña lucidez. Antígono se inclinó hacia delante y gritó:
—¡Déjame los elefantes!
Asdrúbal lo miró, arrugó la frente, asintió. Antígono dio un tirón a las riendas de su caballo y salió galopando hacia el oeste, río abajo, donde se habían reunido los grandes y sobresaltados animales. Asdrúbal Barca, que entonces contaba dieciséis años, había hecho el milagro de reunir a casi todos los elefantes de la ribera opuesta y hacerlos cruzar el río. El muchacho estaba en el limite de sus fuerzas; apenas levantó un tanto la mano izquierda cuando reconoció a Antígono.
—¡Tigo! ¿Tú aquí?
Antígono respondió al saludo con la mano derecha.
—Quería veros morir —dijo—. ¿Todavía pueden utilizarse los elefantes?
—Hasta un límite. Quiero usarlos para defender la orilla.
—Aníbal pronto estará allí, al otro lado. Los oretanos vienen tras él.
Asdrúbal lo comprendió en seguida; su rostro palideció aún más.
—¿También ellos? ¡Ojo rojo de Melkart!
—Deja las maldiciones para más tarde. Haz que los elefantes den la vuelta por detrás del campamento y crucen el río. Cuando Aníbal haya pasado, intenta detener a los oretanos con tus animales.
Asdrúbal enarcó las cejas; luego asintió.
—Desesperado, pero razonable. —Se dio la vuelta para impartir las órdenes, pero Antígono levantó el brazo.
—Espera. Dame cinco. Tengo otra cosa en mente.
Pusieron en marcha a los animales tan rápido como fue posible, los hicieron rodear el campamento y avanzaron un poco más, río arriba. El hijo de Amílcar llamó por señas a algunos arqueros y empezó a cruzar el Taggo.
Entre tanto, Antígono había reunido a unos cuantos baleares. Estos ayudaron al heleno y a los conductores de los elefantes a pasar cuerdas alrededor de grandes bloques de piedra. En ese lugar el río era más estrecho y rápido. La maniobra dio un resultado sorprendente. Los elefantes arrastraron los bloques de piedra al agua; los hombres formaron una cadena y taparon los espacios vacíos con piedras más pequeñas. Encima del dique de piedra se formó un pequeño embalse; el agua se filtraba a través de agujeros y brechas de la masa de piedra, pero a pesar de ello pronto disminuyó el caudal del río.
Antígono dejó las cuerdas atadas a los bloques de piedra y explicó a los baleares qué debían hacer después. Luego regresó al galope hasta la posición de Asdrúbal el Bello.
El libiofenicio Muttines, quien mandaba a los númidas de Amílcar, dirigió su caballo hacia el río, ahora fácilmente vadeable, llegó a la orilla meridional, cambió algunas palabras con Asdrúbal, inclinó la cabeza y regresó a su puesto. Parecía haber conseguido retirar del combate a la mayor parte de los númidas.
—Cabalgará alrededor de los vetones, los molestará un poco y dejará el camino libre para Amílcar —dijo Asdrúbal. Continuaba ahorcajado sobre su caballo negro, que daba la impresión de no haberse movido—. Buena idea, Tigo, tu dique. —Se volvió, llamó con un señal al jefe de los honderos y arqueros y señaló algunos lugares de la orilla.
La intervención de los hombres llegados con Antígono y Asdrúbal había servido para rechazar por unos momentos a los vetones y crear el espacio libre que tan urgentemente necesitaban los apurados soldados de la orilla norte. Las primeras tropas vadearon el río, alcanzaron la orilla sur, protegida por honderos, lanceros y arqueros, y formaron filas de contención detrás de los escaramuzadores. Los heridos se arrastraban hacia el campamento.
Al otro lado del río, los tres gigantes conducían un avance que debía servir para conseguir más espacio. El caballo de Amílcar ya había caído; al igual que Magón y el tercer gigante, el Rayo ahora luchaba a pie. A la derecha podían oírse las enfurecidas trompetas de los elefantes. En ese momento cayó el rayo del hijo mayor del Barca. Los jinetes de armaduras formaban dos cuñas que cayeron sobre los flancos de los vetones con las lanzas en ristre, abrieron dos terribles brechas en las filas de los nómadas, se abrieron paso a través de éstos, dieron media vuelta; las cuñas se convirtieron en abanicos, en semicírculos, en grupos pequeños, volvieron a disolverse, formaron cuadrados, se pusieron en línea, dispersaron a los vetones. Por un instante, Antígono creyó ver a Aníbal levantando la espada.
Pero los númadas eran luchadores resistentes. Los catafractas apenas se habían reunido y girado para detener el ataque de los oretanos con los elefantes y los númidas, cuando los vetones ya volvían a arremeter contra los hombres de Amílcar. Casi las tres cuartas partes de éstos se encontraban ya en la orilla meridional, en el campamento o en el río. Amílcar, Magón, el tercer gigante y una pequeña falange de hoplitas libios cubrían la retirada a los otros.
Los elefantes y los, quizá, setecientos jinetes, pudieron debilitar y resquebrajar la embestida de los oretanos, pero no rechazarla. No podía precisarse qué era lo que sucedía, pero los vetones fueron los primeros en sentir su efecto. Catafractas, númidas, elefantes que no cesaban de bramar y oretanos aislados atravesaron con furia las filas nómadas. Los últimos soldados púnicos pudieron abandonar la orilla derecha casi sin prisas; Amílcar y los otros dos gigantes fueron los últimos que lo hicieron. El Rayo trepó a un bloque de piedra que se levantaba en el centro del río. Sangraba por varias heridas leves. Su peto de cuero estaba hecho trizas; alrededor del cuello y los hombros llevaba la piel gris de llama. El estratega de Libia e Iberia daba órdenes sin dejar de blandir la espada. Sólo ahora pudo sentir Antígono el ruido ensordecedor que los bramidos de los elefantes y las ocasionales señales de trompeta de los heraldos habían acallado. Magón y el gigante de anchos hombros llegaron a la mitad del Taggo; en la orilla norte se agolpaban vetones a quienes honderos y arqueros aún impedían empezar a cruzar el río. Amílcar señaló río arriba; luego bajó del bloque de piedra y avanzó hacia la orilla sur. Lanzas volaban tras él y los otros caían en la orilla o en el agua; a veces parecían cambiar su trayectoria en el último momento, como por arte de magia, para no herir al estratega.
Por encima del vado, que ahora casi se igualaba a la tierra firme, los primeros jinetes oretanos entraban en el río. Antígono levantó el escudo que había tomado de un soldado caído y lo movió de un lado a otro. El jefe de los baleares había estado esperando la señal junto al dique. Los elefantes tiraron. Dos grandes bloques de piedra se desprendieron del dique, el resto cedió ante la presión del agua embalsada. El torrente de agua hizo desaparecer a los oretanos y a sus caballos; era como si nunca hubieran existido.