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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (50 page)

BOOK: Aníbal
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De pronto los romanos pidieron una breve pausa para deliberar entre sí. Viendo sus rostros, controlados, pero sin embargo con señas inequívocas de turbación, Antígono comprendió cómo había obrado la magia de Asdrúbal. Los senadores no sabían qué hacer. Habían reconocido indirectamente que la ocupación de Sardonia había sido una violación del derecho internacional; que Kart-Hadtha tenía el legítimo derecho de volver a ocupar Sardonia, donde habían estallado pequeños levantamientos contra la severa ocupación romana; que Roma estaba en una situación desesperada; que la principal tarea de la embajada ya no era restringir el campo de acción de los púnicos en Iberia, sino asegurarse de que Kart-Hadtha se mantendría tranquila mientras Roma conseguía librarse de los celtas. Durante su discurso, Asdrúbal se había dedicado a atar una y otra vez, magistralmente, dos afirmaciones dulces como la miel con una tercera provista de un anzuelo, y cuando los romanos probaban las golosinas, el estratega tiraba suavemente del sedal, hasta que Fabio admitía, con su silencio o sus refunfuños, que tenía algo clavado en la garganta. Y los detalles sobre relaciones comerciales, de las que Fabio nada entendía, introducidos por Asdrúbal en su discurso, contribuían a aumentar aún más el desconcierto de los romanos.

Cuando los senadores se retiraron a deliberar, Antígono se puso de pie, se acercó a Asdrúbal y le dio un beso en la frente.

—Excelente, más que excelente, brillante estratega —dijo.

Asdrúbal reprimió la risa y señaló la silla de Antígono.

—Siéntate, Bomílcar. Si los señores de Roma nos pillan en besuqueos, todo se habrá echado a perder.

Asdrúbal Barca tenía la barbilla apoyada sobre los puños; los codos se movían arrancando chillidos al tablero de la mesa.

—Increíble —murmuró—. Y yo pensaba que ya había aprendido todo lo que tú…

Aníbal se había sentado sobre el borde de la mesa, y balanceaba las piernas mirándose los dedos de los pies.

—¿Qué frontera tienes pensada?

—El Iberos. Jamás aceptarían los Pirineos. Pero el Iberos ya estaría bastante bien. Los romanos volvieron al salón. El rostro de Fabio mostraba amargura y derrota. El senador se sentó lentamente, tosió, por fin levantó la mirada.

Asdrúbal, sonriendo, impidió que el romano dijera las primeras palabras, probablemente meditadas y preparadas a conciencia.

—Por cierto, espero que el banquete que celebramos ayer en vuestro honor haya sido de vuestro agrado.

Fabio parpadeó.

—Sí, ya, naturalmente, ¿cómo…?

Asdrúbal se levantó, pidió a Bobdal que le entregara un rollo de papiro, caminó hasta el otro lado de la mesa y se detuvo de pronto entre los romanos. Desenrolló un mapa pobre e impreciso, lo colocó sobre la mesa y se apoyó con toda confianza en un hombre de Fabio.

—Este es nuestro problema —dijo el púnico. Con desconcertante rapidez señaló lugares, dijo nombres de ciudades, puntos fronterizos, tribus, ligas de pueblos, ríos, montañas y jalones. Allí, dijo, había muchos pueblos amigos y, por desgracia, también algunos enemigos. La paz y el comercio eran el único objetivo. Volvió a hablar del banquete—. Esos manjares que compartimos ayer son fruto de la paz, romano. Comprendo vuestras preocupaciones (de las que aún no se había dicho ni una sola palabra) pero me gustaría preguntaros si pensáis realmente que a alguno de nosotros le gustaría cambiar las delicias de jóvenes íberas y jabalíes rellenos, por sangrientas batallas, muerte y tumbas fangosas. Pero, decidme, ¿qué haréis si hordas celtas atacan a vuestros aliados sabinos o etruscos? Acudirías en su ayuda lo más pronto posible, ¿verdad?

Fabio asintió de mala gana; Asdrúbal volvió a sentarse, se comportaba como si todos los días se sentara a la mesa con buenos amigos romanos para intercambiar ardides militares. Obligó a Fabio a darle buenos consejos para el, desgraciadamente, inevitable choque con los vacceos, y, de pronto, soltó una repentina insinuación:

—Cobramos derechos de aduana a todos los comerciantes no púnicos; el cuatro por ciento del valor de las mercancías. Yo estaría dispuesto a liberar de ese impuesto a los comerciantes romanos, en señal de la amistad entre nuestros pueblos. Suministro de grano libre de impuestos, por ejemplo, en caso de que Roma sufra una escasez pasajera a causa del ataque de los celtas. Naturalmente —dijo rascándose la cabeza— eso sólo será posible mientras haya paz en Iberia. La fijación de fronteras insostenibles nos llevaría a una larga y sangrienta guerra, sobre todo si no podemos ayudar a nuestros aliados que se encuentran más allá de estas fronteras y éstos son atacados por enemigos comunes. ¿De verdad estáis satisfechos con vuestras habitaciones? Dos íberas me han dicho que anoche uno de vosotros se quejaba de que la cama era demasiado dura para el amor y demasiado mullida para dormir.

Los romanos intercambiaron miradas desconfiadas. Diez hombres respetables que guardaban las severas costumbres de Roma y cuyas honestas esposas los esperaban en casa. Naturalmente, ninguno de ellos había encontrado a una íbera en su habitación, pero la afirmación soltada por Asdrúbal les hizo sospechar a unos de otros, y la manera tan natural en que el estratega había dicho que se trataba de dos muchachas, lo cual se correspondía muy bien con la conocida inmoralidad púnica, contribuía a hacer todo más creíble. Antígono hubiera dado la mano izquierda por poder soltar una carcajada.

—Pero debemos hablar de vuestros aliados y vuestros puntos de apoyo para el comercio. Y de los emporios masaliotas, por supuesto, pero eso vendrá luego. Fabio, mi caña de escribir; marca, por favor, los puntos de apoyo de romanos en las costas de Iberia, y señálame dónde viven aproximadamente vuestros aliados. Debo confesar que existen algunas brechas en nuestros conocimientos.

Fabio también tuvo que confesar algo, a regañadientes: Roma no tenía ni puntos de apoyo ni aliados en Iberia.

—¿Ninguno? Bueno, no importa. —Asdrúbal sonreía casi con ternura—. Y los emporios de vuestros amigos masaliotas están más o menos aquí… y aquí, ¿verdad? —Los marcó él mismo.

En pocos minutos había obligado a Fabio, que detestaba a los comerciantes, a probar, o por lo menos aceptar, un favorecimiento del comercio, había sembrado discordia y desconfianza mutua entre los romanos, les había quitado todos los motivos para interferir en Iberia, y había establecido una diferencia entre puntos de apoyo romanos y masaliotas. Por otra parte, a la vista del mapa, los romanos habían tenido que reconocer que los masaliotas sólo poseían dos puntos de apoyo comerciales en Iberia, Rhode y Emporión, ambos al norte del Iberos.

El tratado estuvo listo al anochecer. Los romanos, que habían venido para limitar a Asdrúbal a la costa sur de la antigua Mastia, declarar inadmisibles las conquistas púnicas en el interior y reservarse el derecho de intervenir en Iberia, salieron con unos derechos comerciales, que no querían, y la promesa de Asdrúbal de que no se inmiscuirían en los asuntos del norte de Italia, posibilidad que ni siquiera habían considerado. En lugar de declarar el norte de Iberia zona de influencia romana y masaliota, tuvieron que reconocer que Roma no tenía allí ningún punto de apoyo y que Massalia sólo tenía dos. Roma declaró así que toda Iberia, a excepción de Rhode y Emporión, era una zona de influencia púnica; no obstante, se determinó, como única salvedad, que Asdrúbal y sus sucesores no cruzarían el río Iberos con armas, lo cual significaba al mismo tiempo que Kart-Hadtha podía firmar alianzas de paz con pueblos del norte del Iberos, y que los púnicos podían hacer lo que quisieran al sur de este río.

El tratado fue redactado en latín, púnico y heleno. Antígono, en su papel de Bomílcar, no pudo ocuparse de la copia en heleno. Sosilos de Esparta, que fue llamado con esa finalidad, redactó la copia con saña. Una vez que se hubo jurado por todos los dioses pertinentes, y que Quinto Fabio Máximo y Asdrúbal hubieron firmado las tres copias, los romanos se retiraron a cambiarse de trajes para el banquete de despedida. Sosilos los siguió con la vista, luego se volvió hacia Antígono y dijo a media voz:

—Siempre los he considerado necios, insolentes y brutales. Pero que sus cabezas se parezcan tanto a las de los chorlitos…

Asdrúbal no dijo nada. Estaba sentado en una silla, inmóvil, con los brazos cruzados. Antígono se acordó del imperturbable estratega que había salvado los restos del ejército de Amílcar a orillas del Taggo. El heleno le dio una palmada en la espalda, Asdrúbal levantó por fin la mirada. Entonces vio Antígono el alivio y el asombro incrédulo que reflejaban los ojos del púnico.

—Nos has comprado diez años, estratega —dijo Aníbal casi con reverencia. Luego se echó a reír.

Asdrúbal sacudió la cabeza.

—Cinco, muchacho, si tenemos suerte.

—¿Qué está haciendo el niño terrible? —Antígono levantó su vaso. El
Alas del Céfiro
se mecía de forma apenas perceptible; el viento terral que soplaba desde el otro lado de la bahía lo acercaba al muelle.

Los hermanos supieron en seguida a quién se refería. Aníbal no dijo nada, estaba mirando la punta del mástil. Asdrúbal sonrió. Sus nalgas rozaban el borde superior de la pared de borda. Sus ojos casi grises no sonreían con él.

—Físicamente se parece cada vez más a nuestro padre —dijo sin dar ningún tono particular a sus palabras.

—Todavía tiene mucho que aprender. —Aníbal se puso de pie—. Estos últimos días he pasado mucho tiempo sentado. Pero aprenderá. Aunque tenga que metérselo a golpes en su dura cabezota. —Hizo a un lado la silla y empezó a andar de un lado a otro, por la cubierta de popa.

Antígono observó a los hermanos. Ambos eran altos y delgados, de una delgadez fuerte y nervuda. Desde sus rostros, parecidos y ovales, lo miraban al mismo tiempo Kshyqti y Amílcar, confundidos en una mezcla inextricable. La boca plena, la nariz ligeramente curvada, el poderoso mentón. La diferencia más grande estaba en el color de los ojos; los de Aníbal eran negros. Antígono pensó en el alto, ancho y macizo Magón, quien había heredado la complexión de su padre, y también los abundantes vellos que le cubrían el cuerpo. Sin embargo, no dudó ni por un instante que, en caso de hacer falta, cualquiera de los dos hermanos mayores podría dominar incluso por la fuerza a Magón.

—Es extraño cuán diferentes sois. Pero por suerte es así. Ningún imperio podría con más de dos como vosotros.

Asdrúbal infló las mejillas y expulsó el aire.

—Ni tampoco con más de uno como Magón. No me malinterpretes, Tigo. Cuando se dedica a lo suyo es estupendo. Sus hombres lo aprecian y siguen ciegamente. Siempre sale airoso de cualquier apuro.

—Apuros en los que él mismo se mete. —Aníbal se volvió, dándoles la espalda, se apoyó en la barandilla que remataba la pared delantera de la cubierta de popa y miró hacia la proa, hacia la entrada del puerto militar. Las puertas estaban abiertas; una pentera salía a la bahía.

El heleno suspiró, se reclinó en su asiento y puso los pies sobre la mesa plegable.

—Amílcar era un ariete, una espada bien afilada y un filósofo —dijo en tono pensativo—. Vosotros sois espadas bien afiladas y agudos pensadores. A Magón sólo le ha quedado el ariete.

Asdrúbal rió para si.

—Suena como un reparto mal pensado. Pero es cierto, Tigo. Y él es únicamente púnico, sin mezclas que moderen su carácter.

La pentera se acercó a los barcos romanos; tres trirremes. El convoy se puso en formación; cuernos tocaban saludos estridentes desde la ciudad. Un hombre delgado de nariz aguileña subió a un bote de remos anclado no lejos del Alas y se alejó del embarcadero.

—¿Qué pensáis hacer ahora?

Aníbal se apartó de la pared.

—Seguir adelante. —Sonrió—. Asdrúbal nos ha comprado tiempo, tiempo de un valor incalculable. Si tenemos suerte, esto significará muchos años, décadas, de paz.

Dentro de ocho o diez años Iberia será inexpugnable. Si antes no sucede nada malo.

Antígono se acariciaba la barba con los dedos extendidos.

—Los celtas mantendrán ocupados a los romanos durante unos cuantos años. Después… depende. Si realmente podéis conseguir eso, es posible que los romanos se mantengan en paz. ¿De lo contrario? —Se encogió de hombros—. De lo contrario también romperán este tratado.

—Nosotros también tenemos que colaborar un poco —dijo Aníbal guiñando un ojo.

Antígono lo miró perplejo; de pronto se echó a reír.

—Ah. Ahora comprendo. Claro. Ya me había extrañado…

Aníbal curvó los labios hacia abajo.

—Todos los celtas del norte de Italia luchando unidos contra Roma, eso no surge de la nada. Pero los celtas no escuchan consejos. Ya se han dividido, y tarde o temprano empezarán a pelear unos contra otros.

—¿De quién fue la idea?

—De él. —Asdrúbal Barca señaló a su hermano, que otra vez estaba mirando la bahía—. Al principio Asdrúbal puso algunos reparos, pero finalmente estuvo de acuerdo. Aníbal viajó al norte de Italia. Con un mercader de Creta.

—¿Y?

—Sólo les dije lo que Roma venia planeando desde hacia años. Sometimiento de los celtas de orillas del Padus, establecimiento de colonias y campamentos mili tares romanos, construcción de carreteras. Lo suficiente.

—Roma no tardará en hacer lo mismo aquí. Los púnicos no se portan mejor en Iberia que los romanos en los territorios celtas.

Asdrúbal tosió; Aníbal se dio la vuelta lentamente.

—Sabes que eso no es cierto, Tigo —dijo sin rudeza el mayor de los hermanos—. Roma destruye las antiguas instituciones, nosotros las dejamos en manos de las tribus. Roma obliga a todos a hablar latín, nosotros aprendemos dialectos ibéricos. Y no estaríamos aquí si Roma no nos hubiera obligado a expandimos.

Antígono levantó la mano, girando la palma hacia Aníbal.

—Paz, Aníbal. —Sonrió—. Ya lo sé. Sólo digo lo que dirán los romanos. Y no sólo lo dirán.

—De momento no pueden hacer mucho —dijo Asdrúbal—. Además, no se les ha perdido nada en Iberia. El simple hecho de que hayan enviado una embajada a informarse de nuestros proyectos y negociar un tratado es ya una insolencia. ¿Qué le importa a Roma lo que hagamos en Iberia? ¿Acaso nosotros nos preocupamos por Iliria? —Asdrúbal se acarició la punta de la nariz, parecía un poco abochornado por este berrinche.

—Tienes razón, pero gritar no sirve de nada —dijo Aníbal—. Tenemos dos objetivos que debemos alcanzar lo más pronto posible. Hacer que Iberia sea tan fuerte y segura que no pueda ser atacada y, si a pesar de todo se produce un ataque, no pueda ser destruida. Y, en segundo lugar, convencer a los romanos de que no constituimos una amenaza para ellos.

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