—Al parecer no tenemos suficiente con los romanos y los levantamientos que se producen aquí y allá —dijo Salambua—. La flota tiene que ser reconstruida y dotada de buenos capitanes, pero éstos sólo pueden proceder de barcos mercantes, y Hannón ha cuidado de que todos los comerciantes piensen únicamente en sus negocios y no cedan a ningún capitán. Además, el jefe de la flota es imbécil. Se llama Amílcar, es un insulto que lleve ese nombre. Y cuando Asdrúbal quiere enviar a alguno de sus oficiales a una pequeña expedición punitiva contra alguna tribu ibérica, los Ancianos, que tienen el poder, dicen: «Hazlo tú mismo». Y cuando ya se encuentra a mitad de camino, lo mandan llamar para que defienda las minas de plata de un ataque romano inexistente. Y cuando cierra un pacto de amistad con el príncipe de alguna tribu, los Ancianos esperan a que el estratega se haya retirado y luego exigen rehenes y dineros al príncipe, con quien Asdrúbal ha mezclado la sangre y el vino. —La hija de Amílcar parecía a punto de lanzar un escupitajo dentro de su copa—. Ya en la primavera pasada Asdrúbal quería marchar con sus nuevas tropas hacia el norte, siguiendo el camino de Aníbal hasta Italia. Quería deponer a los incapaces almirantes: los Ancianos se negaron. Quería dejar Iberia protegida por dos subestrategas capaces: los Ancianos se negaron. Quería cruzar los Alpes a principios del verano, sin grandes bajas, para llevar a Italia un segundo ejército púnico que se uniera con el de Aníbal y decidiera la guerra rápidamente: los Ancianos no hicieron más que gritar. Que era posible decidir la guerra en medio año, que en ese tiempo los dos pequeños ejércitos de los Cornelios no podían hacer mucho daño en Iberia, y esto si no los llamaban de Italia… nada de eso importaba.
«Asdrúbal, tienes que proteger las minas; Asdrúbal, tienes que construir barcos; Asdrúbal, tienes que hacer esto; haz esto otro, deja aquello; Asdrúbal, haz en seguida y al mismo tiempo todo, en el mar y en tierra, al norte y al sur, todo lo que nosotros queremos, no sólo lo que es sensato estratégicamente.» Mierda púnica.
Salambua hablaba y hablaba y hablaba; a veces, cuando le faltaba una palabra púnica, introducía un término númida. La delgada e inteligente Salambua de voz dulce seguía siendo inteligente, pero al redondearse su cuerpo su voz se había hecho más delgada, dura y a menudo chillona. Antígono había visitado muchas veces a Salambua y Naravas, y sabia que ella había desempeñado un papel muy importante en la corte númida: hija del gran Amílcar Barca, púnica, en parte odiada y en parte venerada, siempre envidiada por todas las otras mujeres; esposa del hermano menor del famoso rey Gya, cuyo sucesor, el joven Masinissa, hacía todo lo posible para postergar a aquel tío que había ganado la gloria luchando al lado de Amílcar. Tras la muerte de Naravas todo aquello debía haber sido insoportable para Salambua.
—Hermana pequeña —dijo Antígono, y por un instante el rostro de Salambua recuperó la dulzura—, gracias por la información que me acabas de dar. Yo realmente pensaba que Asdrúbal podía actuar en Iberia con la misma libertad con que lo hace Aníbal en Italia. Pero todavía no veo cómo se puede cambiar esa mala situación.
—Yo si. —Salambua se puso de pie; su boca se convirtió en una franja dura—. Hannón tiene que ser… bah, pero eso no hay quién lo haga.
—Dime otra cosa. Tres mil jinetes masilios para Aníbal. ¿A quién tengo que preguntar?
Ella abrió los ojos de golpe.
—¿Preguntar? No a los viejos idiotas, esos llamados asesores. Se han hecho ancianos desde que ya no pueden reñir con Naravas. Pregunta a Masinissa. Pero será caro, muchacho, será caro.
—¿Qué tan caro, hermana pequeña?
—Te pedirá medio
shiqlu
diario por cada hombre. Quizá puedas regatear hasta en diez
shiqlus
por luna, no menos. Y exigirá que pagues por adelantado dejarlo las soldadas de un año. Una tercera parte para él, dos terceras partes para los hombres.
Antígono sacó cálculos. Trescientos sesenta mil schekels: cien talentos de plata. Tomiris aspiró con fuerza dejando que el aire susurrara entre sus dientes.
—Haces regalos muy costosos, señor del Banco de Arena —murmuró la kipriota—. ¿Puedes…?
—Puedo. Bostar pondrá el grito en el cielo, pero ya he aprendido a no escuchar sus gritos.
Salambua dejó su vaso, apoyó los codos sobre la mesa, la mejilla sobre las manos y miró algún punto entre Antígono y Tomiris.
—Podríamos preparar una buena cena —dijo a media voz—. Y aquí hay suficientes camas. Ay, Tigo, me he convertido en una vieja camorrista, ¿verdad? Cuando me llamas «hermana pequeña», nos veo aquí sentados, a los pequeños, que ahora hacen la guerra contra Roma, a Asdrúbal, Sapaníbal, mamá… ¿No queréis quedaros hasta mañana?
Antígono y Tomiris pasaron siete días recorriendo la ciudad y sus alrededores. Remaron entre los cañaverales del lago de Tynes y contemplaron los peces y aves marinas. En las malolientes callejas de los tintoreros y curtidores, el heleno vio a un anciano encorvado y de ojos legañosos en quien creyó reconocer a su amigo de la juventud Itúbal. En el barullo del barrio de los metecos perdió de vista a Tomiris y volvió a encontrarla varias horas después en la Calle Mayor, al norte del lóbrego templo de Baal. Ella dijo que nunca le habían ofrecido precios tan malos como ese día; Antígono le aconsejó que no se pintara los ojos de negro y los labios de rojo, y que no se pusiera una faja de color rojo chillón alrededor de las caderas, pero a la mañana siguiente Tomiris volvió a pintarse y vestirse igual que el día anterior. Bajo los edificios de los nobles, en la pendiente del Byrsa, bajaron al mundo subterráneo, caminaron entre las oscuras bóvedas y dieron nueva vida a sus cuerpos sobre un antiquísimo ataúd de piedra; el placer de Tomiris retumbó a través de los pasillos y cámaras, espantó a las ratas y ahuyentó a dos o tres muchachos que salieron corriendo gritando nombres de dioses. En el jaleo de un mercado suburbano Antígono resbaló al pisar una fruta podrida y se cogió de Tomiris y un odre de agua de un asno; ambos cayeron al suelo, el odre reventó y el aguatero los bañó de excrementos de animales y desperdicios. En la taberna de los cuchilleros, detrás de la muralla del istmo, oyeron historias sobre asesinatos entre los mauritanos, intrigas en las tribus gatúlicas, salteadores masilios, ladrones de ganado masesilios, pasaron toda una noche escuchando la vida de un garamanta tuerto que había guiado grandes caravanas a través del desierto y había hecho extraviarse a pequeñas caravanas que luego había saqueado. En los despachos de bebidas del puerto exterior hablaron con cordeleros y pescadores púnicos, con marineros de Alejandría, un traficante de esclavos de Cirene, comerciantes venidos a menos de la antigua ciudad fenicia de Mazabda, nombre que Seleuco había cambiado por el de Laodicea, charlaron con marineros procedentes de puertos del Ponto Euxino, un curtidor bizantino que, arruinado por deudas, ahora trabajaba como obrero velero para un comerciante de vino de Pérgamo; un comerciante ático los convidó a participar en perversas diversiones a bordo de su barco, pero ellos se negaron; un mercader de piedras preciosas originario de Rodas los invitó a echar un vistazo a su tesoro, cosa que aceptaron; grumetes sandaliotas intentaron timarlos con dados cargados; un viejo mercenario íbero les mendigó dinero para vino y les habló de Amílcar y la batalla de Eryx; el piloto persa de un barco construido en Patrai que pertenecía a un gran comerciante hindú dueño de sucursales en Charax, Sidón, Berenice —a orillas del mar egipcio— y Salamis —en Kypros—, cantó poco antes del amanecer, en el pobre dialecto heleno de Bactriana, canciones cargadas de melancolía sobre intrigas amorosas y puñales nocturnos a orillas del Éufrates, al que llamaba Puratti. Vendedores de trigo de Taras y Rhegión alabaron a Aníbal, que destruía las cosechas romanas; a los romanos, que les compraban grano; a las muchachas púnicas, con su ardor controlado; a las muchachas akragantinas, por su ardiente descontrol; y a las muchachas etruscas, por su fuego dominador. Una musculosa cretense hizo claras propuestas a Tomiris, llevó al heleno y a la kipriota al otro lado de la bahía en su bote de remos y, poco antes de llegar a la orilla oriental, extendió su propuesta a los dos; cuando la negación fue definitiva, e incomprendida, la mujer llenó de maldiciones el silencio del amanecer y pataleó hasta volcar el bote. Antígono y Tomiris nadaron hasta la playa y rieron hasta estar casi secos, escalaron el Monte Bicorne, durmieron unas horas bajo un arbusto espinoso, volvieron a bajar a la orilla, comieron en una pequeña taberna de pescadores y regresaron a Kart-Hadtha en la barca de un libio mudo. El bote volcado y la cretense no se veían por ninguna parte.
Pasaron la mayoría de las noches en la vieja casa del heleno, cerca de la puerta de Tynes. La última noche no durmieron; fue una larga noche de palabras y amor, hasta que en los establos de la muralla del istmo un elefante furioso sopló la estridente y horrible fanfarria del nuevo día.
Al salir del patio a la calle, Antígono tropezó con un cadáver, el cadáver de un mendigo cubierto de llagas, postemas y cicatrices. Dos manzanas más allá rondaban algunos policías de la guardia ciudadana, armados con porras y cuchillos; el heleno les arrojó un
shiqlu
de plata y les pidió que retiraran y quemaran el cadáver lo antes posible.
La Calle Mayor fue llenándose poco a poco; carros con fruta, verduras y grano pasaban rodando hacia los mercados de barrio. Las tiendas abrieron. Hasta el vendedor de papiros, que ofrecía rollos escritos en púnico, heleno y egipcio junto a la puerta de la muralla de Byrsa, estaba despierto, a pesar de que sus clientes difícilmente venían tan temprano. En el ágora se levantaban dos cruces; uno de los condenados seguía con vida. Lo habían atado a los maderos, le habían quebrado las piernas y le habían cortado el miembro. A juzgar por el color de su piel se trataba de un libio del sur; debía haber violado a una púnica. El otro hombre estaba muerto; también a éste le habían roto los huesos, y los intestinos le colgaban sobre la barriga abierta. Tres consejeros envueltos en túnicas con ribetes de púrpura pasaron junto a las cruces, camino al edificio del Consejo, sumidos en una conversación.
La despedida fue breve. Se detuvieron un momento en el banco y luego en una taberna donde desayunaron; luego Antígono llevó a la kipriota al muelle exterior y le entregó el paquete con los vasos.
—No lo abras hasta que estés a bordo. Gracias por estos días y estas noches.
Tomiris cogió el regalo, lo sopesó con la mano.
—Gracias por todo, señor del Banco de Arena. —Sonrió con tristeza—. Ay, Tigo, ¿volveremos a vernos?
El se encogió de hombros.
—Un viejo cocinero asirio me dijo una vez que los manjares no se pueden pedir por encargo, hay que dejar que nos sorprendan.
Tomiris apretó la mejilla contra la del heleno.
—Todavía tengo que decirte por qué amas y odias a tu ciudad.
—Sí.
—Es una ciudad única. La ciudad más grande y rica de la Oikumene. Aquí puedes encontrar todo lo que existe en el mundo. Frente a Karjedón, Alejandría no es más que una aldea de mármol, y Atenas una ciudad de provincias. Y los púnicos lo saben. O, si no lo saben, lo sienten. Por eso, señor del Banco de Arena, no se interesan por nada de lo que sucede en otros lugares. Si alguien hace la guerra por ellos, en su nombre y por su futuro, los púnicos no se sentirán afectados hasta que la guerra llegue a sus puertas; Italia está muy lejos. Amas la ciudad porque es única, pero, sobre todo, porque es como es. Pues el amor no tiene razón. Cualquier motivo es sólo una excusa. Y la odias porque es como es. —Tomiris suspiró—. Una pobre sabiduría, Tigo. Si la ciudad fuera distinta no podrías ni amarla ni odiarla. Ambas cosas van de la mano.
—No siempre. A ti no te odio.
Tomiris se dio la vuelta en silencio y subió a bordo.
Los príncipes masilios y el Consejo de Kart-Hadtha rechazaron las propuestas de Antígono. Según éstos, era demasiado peligroso enviar por mar tropas y elefantes sin poseer puertos firmes en el sur de Italia, así como llevar a estas tropas a través de miles de estadios por territorios dominados por el enemigo. Lo que algunos mensajeros podían conseguir era totalmente imposible para una gran tropa militar. Además, había otras cosas en qué pensar. Hasta ahora Aníbal había ganado todo y no había tenido ninguna dificultad; naturalmente, estaría bien enviarle más hombres, pero la necesidad no era tan apremiante. Por el contrario, en Iberia, donde los romanos eran una amenaza no sólo para Asdrúbal y los dos miembros de la Gerusía, sino también, y sobre todo, para las minas de plata, podía surgir pronto una urgente necesidad de refuerzos. Y, además, llegaban noticias según las cuales las ciudades de Sicilia dominadas anteriormente por los púnicos se sentían muy insatisfechas con su situación y se levantarían contra los romanos lo más pronto posible, si tenían alguna perspectiva de victoria. Así pues, como Himilcón no estuvo muy brillante en la sesión del Consejo, la mayoría del Consejo decidió la siguiente escala de prioridades: ampliación de la flota militar y utilización de la misma para interrumpir las vías de aprovisionamiento romanas entre Iberia e Italia; reclutamiento de mercenarios númidas y libios, lentamente y sin costos muy elevados, para darle instrucción y mantenerlos en el país hasta que se decidiera su destino final.
Después de la conversación que tuvo lugar en casa de Himilcón, entre el ágora y Byrsa, Antígono dio un paseo para ordenar sus pensamientos y disipar sus temores. No llegó al banco hasta primera hora de la tarde. Bostar, quien había tomado parte en la sesión decisiva del Consejo, terminó un negocio con un caravanero egipcio y siguió a Antígono escalera arriba, al gran cuarto de trabajo.
—Himilcón debe habértelo contado, a grandes rasgos.
—Muy a grandes rasgos. ¿Cómo fue la votación?
Bostar se sentó en la repisa de una ventana.
—Rápida y sin esperanza. Alrededor de cuarenta, el grupo sólido, si quieres, se mostraron favorables a emprender en seguida lo que hiciera falta. El resto…ya, precisamente el resto. Doscientos cincuenta y cuatro. Dos estaban enfermos, dos están con Aníbal y dos en Iberia.
Antígono guardó un largo silencio. Cuando por fin se decidió a hablar su voz sonaba tan quebradiza como se sentía su espíritu.
—La grandeza del estratega nos dará unos cuantos años más, Bostar. Tres o cuatro, quizá. Poco a poco tendremos que hacernos a la idea de lo que ocurrirá después. De lo que tiene que suceder, pienso, con el banco y todo lo que le pertenece.