Un día después, Maharbal tuvo otra ocasión de distinguirse. Con catafractas númidas y lanceros a caballo, detuvo a cuatro mil hombres de la caballería romana que el cónsul Servilio había enviado como avanzada. La mitad de los romanos murió luchando, la otra mitad fue tomada prisionera. Sin más promesas.
De Cayo Flaminio, a quien Aníbal quería sepultar con honores, no se encontró ningún resto reconocible.
La noche posterior a la batalla, Sosilos, borracho menos por el vino que por los acontecimientos, se puso a declamar un discurso himnico poblado de versos de La Iliada. Aníbal no estaba de humor para escucharlo; las comisuras de sus labios le llegaban casi hasta la barbilla. Antígono consiguió detener la monserga del lacedemonio con citas falsas y preguntas impertinentes; el cronista se marchó a otra hoguera.
El heleno no podía dormir. Había demasiada intranquilidad dentro y alrededor de él. Hogueras ardieron toda la noche; armas y pertrechos de los prisioneros eran apilados en montones, lo mismo que sus joyas, bienes personales y monedas. Todo debía hacerse con rapidez. Aníbal quería conceder a los hombres algunos días de descanso antes de enviarlos a largas marchas. El campamento en las colinas estaba bien, pero los cadáveres tenían que desaparecer antes de que el sol del día siguiente criara un sinfín de mosquitos y gusanos. Algunos miles de hombres trabajaban cavando fosas comunes, reuniendo y echando los cadáveres a las fosas; los otros dormían, hacían guardia, bebían, charlaban. Era una noche fresca y clara; Antígono estaba acostado boca arriba, envuelto en una manta, contando las estrellas e intentando no pensar en nada.
Al amanecer, cuando el calor volvió a condensar una capa de neblina sobre el lago, el heleno se dio por vencido, se levantó, se acercó a uno de los fogones y se hizo servir un gran vaso de vino aromático caliente. Encontró a Aníbal en un peñasco, no muy lejos del campamento; los guardas, que formaban semicírculo de silencio alrededor del estratega, dejaron pasar a Antígono.
Aníbal tenía los brazos cruzados y la mirada fija en el sur; allí, en algún lugar, estaba Roma. A sus pies se amontonaba la montaña de armas romanas que terminarían con la heterogeneidad del armamento de los celtas y reemplazarían a las espadas inservibles, oxidadas, sin filo, de los libios e íberos. El rostro del estratega estaba gris en la gris neblina de esa mañana gris.
Antígono se acercó a él en silencio, le puso la mano izquierda sobre la espalda y le alcanzó el vaso de vino con la derecha.
—Gracias, Tigo.
—¿Has estado aquí toda la noche?
Aníbal se encogió de hombros; bebió. Luego volvió a bajar la mirada hacia las armas. Y las gigantescas fosas a medio llenar.
—¿Cómo está tu hígado, muchacho?
Aníbal pestañeó, cansado y sorprendido.
—¿Mi hígado?
—Pareces Prometeo en persona.
El púnico rió con desgana. Señaló las riberas del lago.
—No vendrá ningún águila; sólo buitres.
Antígono le quitó el vaso, dio un trago, devolvió el vaso al estratega.
—Has vencido por tercera vez a la invencible Roma, estratega —dijo a media voz—. Todo un ejército consular aniquilado. Y por tu aspecto parece como si hubieras preferido perder.
Aníbal cogió el yelmo sencillo y sin adornos, lo observó, se lo puso; sólo entonces cogió el vaso.
—No. Eso no. —Bebió, cogió el vaso con la mano izquierda, pasó el brazo derecho alrededor de los hombros del heleno—. Tú lo conocías, Tigo. ¿Cómo se sentía mi padre después de una batalla?
Antígono titubeó, luego decidió decir la verdad.
—Enfermo. Terriblemente enfermo. Miserable. Como tú. Creo que esa sensación nunca cesa, ni siquiera después de mil batallas. A menos que consigas odiar a cada uno de los hombres.
—Campesinos, artesanos, ciudadanos —dijo Aníbal. Señaló con el pie hacia abajo, hacia las fosas—. Hijos, padres, hermanos. Tantas vidas. Allí abajo yacen diez mil familias bañadas en lágrimas. ¿Cómo podría odiarlos? Yo… Para no hablar de nuestros hombres. —Suspiró—. ¿Por qué no simplemente nos dejan en paz?
—Endurece tu corazón, estratega —dijo Antígono en voz alta—. Los romanos sólo nos dejarán en paz, a ti, a mí, a todos nosotros, cuando tú los obligues a ello. En caso de que lo consigas.
—En caso de que lo consiga.
—Además, no olvides, Aníbal, que los romanos dicen que morir por la patria es dulce y honroso.
—Mierda de ratas en salsa verde. —El púnico escupió. Retiró el brazo de los hombros de Antígono y se acomodó el parche del ojo—. Esos virtuosos y ásperos filósofos. Deberían obligarlos a comer un trozo de carne agusanada de cada muerto dos días después de la batalla. ¡Dulce y honroso! Deberían comportarse de modo que dejaran vivir de forma dulce y honrosa a la gente de todos los países.
Antígono calló. En sus pensamientos se veía junto a Naravas y Amílcar en una tienda mal iluminada tras la batalla a orillas del río, tras la carnicería en el valle de la sierra.
Cuando Aníbal volvió a hablar, su voz sonaba como la de Amílcar.
—Sólo hay una cosa más espantosa que la victoria —dijo lentamente—. La derrota.
Antígono puso la mano sobre el brazo del púnico.
—Esa es otra fiesta, y no podrás celebrarla hasta que te llegue el momento.
13SOSILOS DE ESPARTA,
EN EL CAMPAMENTO DE INVIERNO DE GERUNIUM,
A ANTÍGONO DE KARJEDÓN, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,
KARJEDÓN — CARTAGO — KART-HADTHA, LIBIA —
AFRICA (COMO DICEN LOS ROMANOS)
Abundante salud, ganancias, que medren tus bienes y no tengas pérdidas, oh Tigo: Aníbal me ha encargado que escriba esto y aquello; yo quiero añadir algunas cosas por mi cuenta. Mencionemos por una parte —esto de ninguna manera me lo ha encargado el estratega— que Aníbal echa mucho de menos tus bromas y consejos. Han llegado algunos helenos nuevos al campamento o al menos semihelenos: Epicides, hijo de un desterrado de Siracusa y de una púnica, y su hermano Hipócrates, ambos de Karjedón. ¿Los conoces? Han corrido mundo, estuvieron al servicio de los aqueos en la guerra contra etolios y macedonios. Por cierto, al menos esa parte de la locura helena ya ha terminado; como probablemente sabes, la paz ha llegado a la Hélade. No en poco se debe esto a las inteligentes cartas enviadas por tu amigo, y estratega nuestro, a Agelao de Naupacta, a quien los aqueos han elegido estratega. Epicides ha traído consigo un escrito con el discurso que Agelao pronunció en las negociaciones con Filipo; eso fue poco después de que la noticia sobre la batalla del lago Trasimeno se difundiera por la Oikumene. No sé si fuiste tú el que aquella vez descifró con Aníbal el carácter del rey macedonio; ¿fuiste tú?
Como de costumbre, los consejos que Aníbal envió por carta a Agelao diciéndole que tentara al macedonio con la perspectiva de la hegemonía mundial para que éste detuviera de momento la pequeña rencilla helénica, tuvieron éxito. El estratega de Naupacta comenzó con mucha habilidad; todos, dijo, debían tener muy claro que el vencedor de la guerra entre Roma y Karjedón no se conformaría con Italia y Sicilia, sino que violaría todas las fronteras; a Filipo le correspondía la labor, de protector de todos los helenos, como si toda la Hélade ya le perteneciera; y si cumplía bien esta labor la Hélade se le entregaría sin violencia. Por ello debía dirigir la mirada hacia el oeste y, en el momento más adecuado, extender la mano hacia la hegemonía mundial, apoyando a los púnicos para que Aníbal consiga más victorias, pues sin duda tras la derrota de Roma sería posible arrebatar Italia a Karjedón, del mismo modo que la victoria romana haría completamente imposible conservar ni una sola ciudad helénica en Italia. Pero si se permitía que estas nubes amenazadoras se acumularan en el oeste y la tempestad romana se descargara sobre la Hélade después de la derrota de Karjedón, no quedaría más remedio que llorar amargamente sobre las guerras, armisticios y otros juegos de niños emprendidos en su día.
Este astuto discurso, que en realidad era el de Aníbal, ha llevado a Filipo y a los otros a la paz y los tratados; ahora el macedonio ya sólo está enfrascado en luchas contra los bárbaros del nordeste de su imperio, las ciudades y países helénicos han apartado la destrucción de la guerra. Dentro de un año, según dice el emisario de Agelao, Iktino, quien se encuentra entre nosotros desde hace una luna, los helenos pueden estar dispuestos a escuchar nuevas propuestas. Oh Tigo, seguramente ya intuyes el objetivo de esta carta: en otoño Aníbal necesitará a un heleno púnico que pueda servir como embajador pero que, al mismo tiempo, sea capaz de explicar a los aqueos, etolios y macedonios las ventajas económicas de una alianza con Karjedón. Oh Tigo.
Es extraño cómo muchas cosas se repiten; es extraño cómo vuelven a aparecer algunos personajes a los que ya se tenía olvidados. Discúlpame por utilizar caracteres latinos, pero Marcus Minucius Rufus es un nombre estúpido que parece aún más estúpido si se escribe Markos Minoukios Rouphos —o a mi me lo parece—. Lástima que este tribuno de la caballería romana no vaya a estar al mando de las legiones el próximo año; Aníbal dice que sería un placer jugar con él, porque es todavía más estúpido que Flaminio. Pero Minucius sólo ha podido jugar una vez; y ese juego le ha costado muy caro a él y a sus hombres. Por el contrario, el otro personaje de la luna pasada, un viejo conocido de nuestra historia, ha sido más bien una suerte. Una suerte que los romanos, en su nerviosismo a causa de las grandes victorias de Aníbal, no hayan podido o querido comprender cuánto deben a Quinto Fabio Máximo. Alégrate, amigo, de no haber estado con nosotros cuando Fabio nos condujo al desfiladero y acompañó nuestra marcha con las legiones, llevando a los soldados romanos siempre por encima de las cadenas montañosas, donde los númidas y los catafractas no podían atacarlos; la simple presencia de Fabio en las montañas nos impedía dormir, los romanos podían atacar en cualquier momento; la sensación de impotencia y la cólera se apoderaron de nuestro ejército, pues Fabio no daba la cara, pero permanecía siempre en el limite de nuestro campo visual. Fabio no es un gran estratega, y —como sabemos desde sus negociaciones con el gran Asdrúbal—, tampoco es muy listo; pero con sus tenaces emboscadas, persecuciones, sus maniobras para separar pequeñas tropas del grueso de nuestro ejército, casi nos lleva a la derrota sin arriesgar la vida de sus hombres.
Es extraño, muy extraño, cómo cambian las cosas. Nosotros —yo soy todavía menos púnico que tú, Tigo, pero hace ya mucho tiempo que formo parte de esta epopeya— no queremos aniquilar a Roma, sino obligarla a firmar la paz mediante una guerra de desgaste; Roma quiere borrarnos del mapa mediante una guerra de exterminio. Ellos nos desgastan para exterminamos; nosotros tenemos que exterminar para desgastarnos. ¿No es el mundo una casa de locos? Y si lo es, nosotros somos los locos, pero, ¿quiénes son los guardas?
Y Quinto Fabio Máximo, a quien en Roma llaman el Vacilante porque no comprenden su astuta manera de actuar, casi lo consigue. A orillas de un río llamado Volturno. Teníamos el agua a nuestras espaldas y las montañas al frente, y en esas montañas, en las que hay un único paso, se estableció Fabio. Pero, oh amigo, ¿has leído alguna vez en los escritos de los pensadores militares helenos algo sobre la posibilidad de ahuyentar a un enemigo superior que domina las montañas y el paso, utilizando tan sólo unos cuantos soldados de armamento ligero y a doscientos hombres del abastecimiento? A veces me parece que entre todas las cosas que existen en el cosmos no hay ninguna que se niegue a cooperar con algún ardid de Aníbal. El clima, como a orillas del Trebia; el agua y las montañas, como en aquel lago de Etruria; incluso la astucia del enemigo. Aníbal es capaz de aprovechar todo, y no sé dónde pueden encontrarse los límites de su increíble espíritu. En todo caso, hasta ahora yo no los he visto.
Esto fue lo que ocurrió: Aníbal decía que, tratándose de él, los romanos ya estaban dispuestos a considerar posible cual cosa inimaginable; así que consultó con Asdrúbal el Cano. Entre el paso y el campamento romano había una colina, escarpada, pero no demasiado; se podía subir, pero jamás contra un enemigo fuerte. Sin embargo, en esas circunstancias los romanos consideraron realmente todas las posibilidades. Asdrúbal el Cano reunió a todo nuestro ganado, unos doscientos bueyes; les ató leños y antorchas en los cuernos y aproximadamente tres horas después de la medianoche arreó a los animales hacia la colina mencionada, en silencio y con mucho cuidado. Luego mandó encender los leños y antorchas y, apoyado por los hombres de armamento ligero, hizo que los animales subieran la escarpada colina. Fabio había guardado el paso con más de cuatro mil hombres; en ese pedregoso desfiladero esos hombres bastaban para detener y rechazar a todos los ejércitos de la Oikumene. Cuando vieron que un mar de llamas subía por la pendiente (y te aseguro que desde abajo, desde nuestro campamento, era una visión increíble; ¡cómo debía verse desde arriba!), pensaron que Aníbal quería hacer posible lo imposible y atacaría el campamento de Fabio en mitad de la noche. Esa idea se convirtió en certeza cuando la patrulla que enviaron se topó con los honderos y lanceros. En seguida abandonaron el paso y se precipitaron hacia la colina para impedir el avance; no tardaron en llegarles refuerzos del campamento. Nosotros, entretanto, nos pusimos en marcha; el propio Aníbal asumió el mando de los hoplitas libios, ocupó el paso, lo defendió contra los romanos cuando éstos por fin advirtieron el ardid, y nos puso a todos a salvo.
Así ha pasado el segundo año de esta grande y terrible guerra; el templado invierno en una ciudad sólida nos hace sentir lo pasado como si se hubiera tratado de un mal sueño. A ese mal sueño pertenece también lo ocurrido en el mar y en Iberia. Pero de eso debes estar mejor enterado que yo. Así que me despido, oh Antígono Karjedonio, con el deseo de volver a verte dentro de unas lunas. Tengo sed; trae vino sirio, amigo, y en abundancia.
H
annón el Grande hacia grandes negocios. Durante más de veinte años había hecho trabajar en pequeños encargos al astillero de la «lengua» que separaba el mar del lago de Tynes; una vez deducidos los gastos, el astillero no producía ingresos casi ningún año. Las instalaciones, vendidas por Antígono hacia el final de la primera Guerra Romana y dirigidas entonces por un comisionista de Hannón, reemprendieron la fabricación de piezas acabadas para penteras y trirremes el mismo día en que los romanos declararon la guerra. Durante el primer año la demanda había sido mínima; el Consejo de Kart-Hadtha intentaba arreglárselas con los barcos enviados de Iberia por Aníbal y los pocos que había en Libia. Durante el segundo año se construyeron casi cien penteras; la mitad de ellas con piezas acabadas procedentes del astillero de Hannón. Las armerías que pertenecían a Hannón o sus comisionistas suministraron durante el segundo año de guerra casi las dos terceras partes de las espadas, puntas de lanza, armaduras y yelmos fabricados en Kart-Hadtha.