Aníbal (32 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
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—¡Eh!

Antígono volvió a abrir los ojos. Naravas señalaba la ladera oriental de la colina. Allí donde ésta caía suavemente en la llanura, una serpiente se arrastraba paralela al río. El masilio bailoteaba sobre el sitio.

—¿Qué hace ahora? —Esos son los honderos de Amílcar, no han huido. Pero… —Aguzó la vista.

La serpiente se desmembró en cabezas y grupos de cabezas que parecían poseer pequeños cuerpos. La crecida hierba y los arbustos del borde de la ladera se movían formando olas.

Estafetas a caballo galoparon hacia el grupo de jinetes donde se encontraba Audarido. Figuras diminutas, muy lejanas, gesticulaban inquietas. Uno de ellos agitó los brazos. Los heraldos avanzaron unos pasos.

—Eso no hay quién lo escuche —refunfuñó Naravas; el viento amortiguaba el sonido de las trompetas.

Dos númidas aparecieron entre los árboles. No desmontaron; sus caballos resollaban.

—Príncipe —exclamó uno de ellos; respiraba a trompicones—. Los púnicos…—Intentó tomar aliento.

La falange de los mercenarios ya se había disuelto. Los batallones avanzaban cada vez más rápido, como atrapados por la resaca de las olas de elefantes, jinetes y honderos puestos en fuga. Mientras más rápido, desenfrenados y seguros de la victoria arremetían, más difícil era mantener la formación compacta.

—¿Qué pasa con los púnicos? —gritó Naravas.

—No han.., huido. —El segundo jinete jadeaba—. Desde aquí no se podía ver, señor. Sólo desde el flanco. Los coraceros… —Suspiró.

El segundo masilio tomó la palabra. Ya no respiraba tan de prisa.

—Dos grupos de marcha, detrás de los honderos. Cada uno formado por dos bloques. La gente de Spendius viene detrás, los atacan. Aquí los elefantes dan media vuelta, huyen. Los jinetes son dispersados, pero forman dos grupos. Un grupo galopa apartado del río, con los honderos. El otro, con los elefantes, pasa a través de las brechas dejadas por los coraceros púnicos. Apenas pasan, los grupos de marcha hacen una conversión en línea. Uno mira hacia adelante, el otro hacia atrás…

Naravas lo interrumpió con un movimiento de la mano.

—No lo soporto. Ven. —Arrastró a Antígono a los caballos. Galoparon a través del bosque, poco poblado, bajaron por la ladera norte y se dirigieron hacia el Levante. Llegaron a una pequeña colina que les ofrecía una vista panorámica; pudieron contemplar el final. Y la carnicería.

Amílcar había dejado la desembocadura del Bagradas al amanecer. Las tropas enviadas desde el sitio de Ityke, y la guarnición de la fortaleza del puente, probablemente arrancadas del sueño, habían salido tras las unidades del Rayo. Entre estas tropas y los libios y siciliotas que habían salido al encuentro de Amílcar río abajo, cercaron al ejército púnico: un cerco formado por fuerzas cuatro veces superiores, y del que no había escape posible. O, al menos, eso parecía.

La fuga desesperada de los elefantes, la dispersión de la caballería púnica, la huida de los soldados de a pie hacia los flancos: todo estaba planeado. Los honderos formaron una línea a lo largo de la colina, evitando que un grupo desgajado de los mercenarios de Audarido pudiera reunirse con el flanco norte de los hombres de Spendius. Entretanto, los elefantes pasaron a toda velocidad a través de las brechas dejadas por los cuatro grupos de marcha de los coraceros púnicos y arremetieron con violencia contra los perseguidores, aún no completamente formados. La mitad de la caballería siguió a los elefantes, giró hacia el norte, volvió a girar y acorraló al ejército de Spendius contra el río. La otra mitad de los jinetes galopó río arriba, debajo de la línea de honderos, y atacó por el flanco a la falange de Audarido, ya desordenada. Dos grandes ejércitos, ambos desordenados y atacados por los flancos, chocaron con los coraceros de Amílcar, que tras la arremetida de elefantes y jinetes habían formado dos sólidas líneas: una hacia el este, dirigida contra los hombres comandados por Spendius, ya destrozados por los elefantes, y otra hacia el oeste, contra los libios y siciliotas del galo Audarido, completamente desbandados. Y los elefantes dieron media vuelta junto al río y, con estridentes toques de trompeta, cayeron sobre la retaguardia de Audarido.

Antígono dejó caer las riendas y se relajó. La punta de la espada de Naravas le rozaba la garganta. El masilio debía haber adivinado sus intenciones.

—¡Ts ts ts! ¿No pensarás dejarnos ahora, meteco? —Naravas sonrió—. Quédate un poco más. Aquí ya no hay nada más que ver, sólo el final.

Antígono dejó escapar un suspiro. Probablemente Amílcar estaba allí delante, tan cerca y sin embargo tan inalcanzable. El cautiverio no terminaría tan pronto.

—¿Y bien? ¿Qué hacemos ahora, príncipe de los númidas?

Naravas se encogió de hombros.

—Esperaremos un poco más. No habrá milagros… para los mercenarios.

La batalla terminó antes de que el sol alcanzara el cenit. Elefantes y jinetes púnicos perseguían mercenarios fugitivos en la llanura. Tropas más numerosas se retiraban de forma más o menos ordenada hacia Ityke, donde los sitiadores habían erigido trincheras tras las cuales podían defenderse de sus perseguidores, hacia la fortaleza del puente, hacia el campamento libio, río arriba.

Los masilios pasaron las noches siguientes en un bosquecillo apartado. Antígono seguía bajo vigilancia. Por lo visto, antes de tomar su decisión, Naravas quería explorar y examinar a fondo el terreno, los caminos, ciudades, puentes, aguadas y posibles lugares de acampada para un ejército de jinetes. La victoria de Amílcar en el Bagradas no era suficiente para mover al príncipe hacia una decisión definitiva.

—Siguen siendo demasiados, y no volverán a cometer un error así, supongo —dijo la tercera noche después de la batalla. Sus jinetes, volviendo varias veces a las cercanías del Bagradas, habían detenido e interrogado a mercenarios fugitivos. Ese mediodía Naravas se había entrevistado una vez más con Spendius y Audarido.

—Los dos querían contarme que no había sido tan malo —dijo el masilio—. Pero ha sido terrible tanto para los mercenarios como para los libios. Seis mil muertos. Amílcar debe haber tomado prisioneros a unos tres mil, y no se ha contentado con ello. Esa misma tarde tomó la fortaleza del puente. Los púnicos pueden volver a moverse con mediana libertad.

Antígono escudriñó el rostro del masilio buscando respuestas a preguntas sin plantear. Por fin dijo:

—¿Qué te impide, pues, unirte a Amílcar?

Naravas sonrió, pero era una sonrisa desprovista de alegría.

—Los libios han reunido nuevos refuerzos que no tardarán en ser enviados a Spendius y Audarido. A pesar de esta batalla, siguen siendo muy superiores, hasta sin incluir a los libios. Hipu e Ityke seguirán sitiadas; Amílcar no tiene suficientes hombres para emprender un verdadero ataque. Y Hannón sigue en Tynes con la mitad del ejército púnico, sin moverse. No te fíes, señor del Banco de Arena, el juego aún no ha terminado.

—Fuera de ello —añadió Naravas un momento después—, depende un poco del momento y la situación.

Surgió una extraña y muda amistad. Evidentemente, el señor del Banco de Arena no era un prisionero común y corriente; y al parecer Naravas era un general nato. Sus hombres parecían amarlo y confiar en él ciegamente. Pero llevaba encima el peso de la carga que su hermano y rey le había entregado. Antígono comprendía el desacuerdo entre ambos, e intentaba no sostener más charlas —que ni a él mismo convencían— sobre la invulnerabilidad de Kart-Hadtha. Compartían la tienda y los servicios del parco Cleomenes, y cabalgaban juntos. Antígono sólo podía esperar que, llegado el momento de sopesar las alternativas, el joven príncipe masilio concediera un peso decisivo a sus argumentos y profecías.

Cuando el verano entró en su segunda mitad, Antígono comenzó a desesperar.

Había tenido que hacer un juramento sagrado diciendo que no intentaría escapar, de modo que podía moverse con bastante libertad dentro del campamento o el grupo de jinetes. Pero no tenía ninguna posibilidad de averiguar si Tsuniro y Memnón habían llegado a salvo a Kart-Hadtha. ni la menor esperanza de comunicar a alguien que seguía con vida. De las circunstancias del momento, tal como él las veía, podían deducirse algunas conclusiones, pero éstas no lo ayudaban mucho.

Al parecer, aquel pequeño incidente con comerciantes romanos, y la consiguiente amenaza de Roma, no desatarían otra guerra contra Roma; en aquel momento los púnicos no hubieran podido enviar tropas a Sicilia o Italia, y sin duda los romanos hubieran desembarcado en Libia. Pero seguramente Naravas ya sabía eso. No había ningún mercader extranjero en el interior; los mercenarios —y también los masilios se alimentaban de cualquier cosa que pudieran encontrar, cazar, comprar o robar.

De ello se deducía que la flota de Kart-Hadtha dominaba la costa. Y todos los movimientos militares de que se tenía noticia se limitaban a la región comprendida entre el interior y la costa de Ityke, Hipu y Tynes; por lo visto, las ciudades de la costa de Levante, como Hadrimes, Thapsos y Ruspino, se mantenían leales a Kart-Hadtha.

También parecía indiscutible que Hannón no había sido depuesto, sino que los púnicos disponían de dos estrategas con el mismo rango. Con todas las desventajas que ello suponía. El ejército de Hannón cerraba el istmo y vigilaba Tynes, en lugar de intentar hacer algo; esto mermaba las fuerzas púnicas, ya de por si escasas, disponibles para cualquier ataque aconsejable.

El segundo ejército, comandado por Amílcar, marchaba por la llanura del Bagradas, tomando algunas pequeñas aldeas de insurrectos, apropiándose de las cosechas y buscando la oportunidad de infligir una nueva derrota a los mercenarios.

Pero Matho, que había asumido el mando supremo tras el descalabro sufrido por Audarido y Spendius, era muy cauteloso. Matho se mantenía en las afueras de Hipu y dirigía el sitio de la ciudad púnica, pero sin desentenderse del cerco de la antigua ciudad libiofenicia de Ityke. A Spendius y Audarido, que en un inicio habían compartido el liderazgo con él y ahora eran sus subordinados, les dio orden de mantenerse alejados de los elefantes y jinetes de Amílcar, no exponerse a salir a la llanura, vigilar al ejército púnico desde las montañas y no atacar mientras no se ofreciera una buena oportunidad. Cuando ésta se presentó, Naravas estaba preparado.

El verano ya estaba a punto de terminar. Los dos ejércitos continuaban en las proximidades del Bagradas, acechándose el uno al otro, a tan sólo un día de viaje a caballo del campamento principal de los masilios.

Naravas había estado inusualmente tranquilo los últimos días. De pronto pareció haber tomado una decisión. Tras pasar cuatro horas casi inmóvil, sentado sobre una piedra, se levantó de un brinco, llamó por señas a algunos de sus hombres e impartió instrucciones. Los masilios se golpearon el pecho con el puño, corrieron hacia sus caballos y se alejaron a todo galope.

Naravas se acercó a Antígono, quien estaba sentado frente a la tienda, remendando su maltratado chitón. Cleomenes le había prestado hilo y aguja.

—A veces hay que acelerar las cosas —dijo el númida. Las cejas resaltaban la palidez de su rostro.

—¿Qué cosas son las que quieres acelerar, oh príncipe?

Naravas caminaba de un lado a otro, intranquilo. Toda la serenidad y el ánimo pensativo de los últimos días habían terminado.

—Spendius y Audarido están emplazados sobre una loma. —Se frotó las manos—. Esta mañana llegó un emisario; nos incitan a participar en la batalla. Por lo visto, saben que mis hombres están cerca. Dice el emisario que sin nuestra participación no quieren arriesgarse contra los elefantes y la caballería púnica. Tienen muy pocos jinetes. Pero… —Miró a Antígono fijamente y esbozó una sonrisa desencajada—. Mañana se les unirán quince mil libios frescos capitaneados por Zarzas. Tal vez pasado mañana. Con su ayuda y la nuestra, afirman, se puede vencer incluso a Amílcar.

El púnico apenas tiene algo más de diez mil hombres.

Antígono se movió, intentando sacudirse el repentino malestar. Sentía como si algo helado le goteara por la espalda.

—¿Y bien? —dijo débilmente.

—Partimos mañana. Los otros se nos unirán en el camino.

Ir y venir de mensajeros. La tranquilidad no retornó hasta poco antes de medianoche. Naravas llegó entumecido a la tienda que aún compartía con Antígono y Cleomenes.

—Han caído en la trampa —dijo. Su rostro no expresaba ninguna emoción—. Diez mil púnicos y Amílcar. Tienen un campamento defendido por un terraplén, junto al río. Frente a ellos están los libios de Zarzas: quince mil. Spendius y Audarido han acampado en la montaña; mañana bajarán con unos nueve mil mercenarios. Y nosotros también.

Antígono abrió la boca, volvió a cerrarla. Todo lo que podía decir ya estaba dicho; en silencio, extendió las manos hacia Naravas.

—Átame —dijo en voz muy baja.

Naravas sacudió la cabeza.

—Eso puede esperar hasta mañana. Ahora debemos dormir. —Se dio la vuelta, acostándose de lado.

Antígono estaba seguro de que no podría dormir. Cuando despertó no sabia qué lo desconcertaba más: haber podido dormir, o ver a Naravas arrodillado ante él. En las manos extendidas del joven masilio estaban el puñal egipcio y la espada púnica.

—Con el estómago vacío se pelea mejor. —Naravas sonreía—. Agua y un poco de vino, nada más. No sea que tengamos que desmontar y enseñar el culo en medio de la batalla.

Cleomenes alcanzó un vaso al heleno. Era una mezcla tibia. Naravas continuaba de rodillas.

Antígono observaba sus armas, los ojos del masilio, la cara.

—Tú sabes contra quién usaré las armas —dijo con voz ronca. Naravas asintió.

Antígono dejó la espada corta en las manos del príncipe, cogió la vaina del puñal egipcio, lo desenvainó y pasó la afilada hoja sobre su antebrazo izquierdo. Un poco de sangre brotó de la herida. Antígono dejó el reluciente puñal sobre la mano derecha del masilio, y cogió la espada.

El rostro de Naravas resplandecía. Se subió la manga, se hizo un corte con el puñal de Antígono, cogió el brazo izquierdo del heleno con la mano derecha y estiró el brazo izquierdo. Tras haber bebido mutuamente de la sangre del otro, se abrazaron.

El sol aún no brillaba muy alto. En el campamento púnico reinaba la calma: movimiento, pero no alboroto. Los libios ya habían abandonado su campamento sin fortificar, y estaban formando para la batalla. Su flanco derecho, escalonado, casi tocaba el río. Parte de los soldados experimentados de Audarido y Spendius se encontraba ya en la llanura, los demás estaban en la ladera.

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