—Ánimo, amigo —dijo el médico a media voz; colocó la mano sobre la frente del hombre—. Más sufren las mujeres cuando paren. Cierra los ojos. Esto te va a doler un poco, pero luego te sentirás mejor.
El asistente del médico hundió un largo cuchillo ardiente en el corazón del soldado. Gatúlicos y baleares seguían llenando la noche de cuchillos, arrastraban a mercenarios y libios ligeramente heridos hacia el muro de la fortificación púnica, y abrían las gargantas de los heridos graves. Amontonaban armas, anillos, monedas y trozos de corazas en los lugares dispuestos para ello. Una tropa de caballería pesada púnica, jóvenes de las clases más bajas de Kart-Hadtha, regresaba de una ronda; empujaban a dos o tres docenas de fugitivos tambaleantes y extenuados hacia los corrales donde descansaban los prisioneros.
Alguien cogió a Antígono de los hombros.
—Ven, amigo de mi señor. —Era Cleomenes. El acragantino empujó y arrastró a Antígono entre las hogueras y hombres y animales y cadáveres, hasta llegar a una tienda. Centinelas con antorchas custodiaban la entrada abierta. Unos generales salieron de la tienda, probablemente después de una discusión. Hablaban entre si en voz baja; se alejaron perdiéndose en la noche.
Cleomenes señaló la abertura entre los centinelas. Antígono asintió, respiró profundamente y entró en la tienda llevado por sus débiles piernas.
Amílcar estaba de pie, con los brazos cruzados, junto a la pequeña hoguera que ardía en el interior de la tienda. Parecía haberse bañado en sangre. Naravas, con la ropa manchada y hecha jirones, estaba sentado sobre un taburete, rodeado de candiles, y miraba al estratega púnico. Tenía la cabeza inclinada y parecía estar hablando de algo importante, pero calló al aparecer Antígono.
Ambos lo observaron como si se tratara de un fantasma.
—Tigo —dijo Amílcar. Extendió la mano derecha señalando la cabeza del heleno.
—Ah, no es nada. Un golpe con la parte plana de la espada, unos cuantos rasguños. —Antígono se cogió la venda de lino con cuidado; se había adherido a la costra. Con una débil sonrisa, dijo: —Pero vosotros podríais lavaros un poco, sobre todo tú, siervo de Melkart.
—Hoy más bien esclavo de Baal. —Amílcar sacudió la cabeza y puso las manos sobre los hombros de Antígono—. Déjame mirarte, banquero meteco. Dicen que has luchado como el mismísimo Aquiles.
Imágenes fragmentarias se abrieron paso en el cerebro de Antígono, como estrías en la superficie de una sopa hirviendo que es demasiado poco consistente para que la grasa pueda formar ojos.
—No lo sé —dijo a media voz—. Recuerdo caras y brazos y vientres.
Naravas buscaba algo con la mano, junto al taburete, lo encontró y se levantó.
—Tu puñal egipcio. —Entregó el arma a Antígono—. Tu cinturón parecía una malla hecha trizas. Todo estaba debajo de ti. Te llevaron al muro, pero de pronto te habías marchado. —Sonrió—. Ah, algo más, tu espada está rota, amigo y hermano.
Antígono se estremeció.
—Recuerdo —dijo débilmente—, que seguí peleando con ella.
Naravas extendió hacia el heleno una vaina de casi un brazo de largo; Amílcar desenvainó la espada. Era una pieza del mejor arte de herrería espartano.
El recazo tenía la forma de un barco, con proa y popa curvadas hacia adelante, la empuñadura tenía incrustaciones de nácar y frío marfil, el pomo, una piedra preciosa roja.
—Perteneció a un buen hombre. —Amílcar apretó los párpados—. Metioco. Era general de una compañía de hoplitas lacedemonios, Tigo. En Eryx esta espada hizo pasto en incontables romanos. Hoy tu brazo ha sido más fuerte; y tu espada está rota.
Como Antígono aún no asía la espada, Naravas dobló la rodilla, bajó la cabeza y levantó el arma, como una ofrenda.
—Cógela, señor del Banco de Arena, de dos amigos y un hermano.
Antígono tocó el hombro del masilio. Cogió el costoso regalo, se inclinó y colocó la espada junto al puñal.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó cansado.
—Los elefantes y los númidas —dijo Amílcar pasando el brazo alrededor de los hombros del heleno—. Sin esas dos cosas, sin vosotros, ahora Zarzas, Spendius y Audarido estarían sentados aquí jugándose mis huesos a los dados. Los elefantes y nuestra caballería pesada quebrantaron el ataque libio, y los honderos y arqueros los pusieron en fuga. No obstante, éramos demasiado pocos, y hubiéramos perdido todo de no ser porque vosotros atacasteis en el momento preciso.
—Las filas púnicas vacilaron, hermano. —Naravas caminó hacia su taburete, pero no se sentó—. Cuando los mercenarios ya saboreaban la victoria, los arrasamos por el flanco. Pero fue difícil… trabajo muy duro.
—Diez de los suyos y casi dos mil de los nuestros —dijo Amílcar en tono sombrío—. Mañana descansarán bajo tierra. Casi cinco mil prisioneros, el resto, disperso. Por desgracia Zarzas, Spendius y Audarido han conseguido escapar. Y hay muchos que mañana no verán el sol.
—Pero hemos tomado los dos campamentos: provisiones, oro, armas. —Naravas sonrió con sarcasmo; luego su rostro se contrajo en una mueca extraña—. ¿Qué te pasa, Antígono? Te estás tambaleando.
Amílcar lo ayudó a mantenerse en pie. El heleno sacudió la cabeza lentamente; su voz sonaba casi absorta.
—Me siento vacío —dijo susurrando—. Vacío y horrorizado y terriblemente cansado. Espantoso, ¿siempre es así la victoria, Amílcar?
El púnico suspiró.
—Cada batalla es distinta, Tigo, y toda batalla es terrible. La victoria es tan sólo un breve júbilo, un grito, el guiño de todos los dioses; luego queda un ahogamiento enfermizo. Sólo hay una cosa más terrible que la victoria: la derrota.
Naravas miraba al gran púnico con desconcierto y admiración. Antígono se dejó caer sobre un tapete.
—Pero lo peor de todo —dijo Amílcar infinitamente cansado y atormentado—, y esto también lo notarás, Tigo, es que esa sed ya nunca se sacia.
Antígono se llevó las manos a la cara.
Por la mañana las letrinas apestaban: eran dos largas fosas paralelas al río cavadas en la curvatura del terreno, debajo del campamento, y tapadas con planchas de madera aseguradas con cuñas. Cuando se retiraban estas planchas, el río subía y se llevaba todo. Antígono deseaba alejarse de allí; se preguntaba qué podía querer excretar su cuerpo. Aún no había comido nada.
Amílcar estaba hablando con los prisioneros. Iba de grupo en grupo, de corral en corral, hablaba púnico, libio, ibérico, latín, heleno, balear, sandaliota, galo del sur. Decía que todo pasado había sido olvidado, tanto los grandes méritos de los soldados que combatieron en la Guerra Romana, como las vilezas y ultrajes que habían cometido desde entonces.
—Vosotros me conocéis —decía al terminar su discurso—. Esta vez yo mismo me hago responsable por las soldadas y el plazo de cumplimiento de los acuerdos. Kart-Hadtha es poderosa y no se inclinará ante Matho, Spendius, Zarzas y Audarido. Podéis elegir: con o contra Kart-Hadtha, Karjedón, Neapolis, Cartago; con o contra Amílcar Barca; con o contra vuestras vidas. Quien no quiera quedarse, podrá marcharse libremente, pues no tengo en qué emplear prisioneros y no soy un carnicero que mate a sus prisioneros. Regresad a casa, pero no volváis nunca. Quien así lo quiera, puede marchar conmigo y tener oro, fama, honra y la victoria. Pero el que se vaya para unirse de nuevo a los insurrectos, ése ya no tiene que esperar nada más de la vida. No habrá un segundo perdón. Todos los que hoy queden libres y vuelvan a unirse a los insurrectos, en la siguiente batalla serán mutilados, crucificados, descuartizados por elefantes. Tenéis mi palabra.
Durante el transcurso del día, casi cuatro mil prisioneros anunciaron que querían entrar al servicio de los púnicos o volver a ponerse bajo el mando de Amílcar. Los demás, algo menos de mil, sobre todo libios, fueron puestos en libertad por la tarde, sin armas pero con algunos víveres.
Antígono buscaba en vano una cara conocida entre las filas de la caballería púnica. Por fin, al atardecer, se dirigió a Amílcar.
—¿Sabes algo de Tsuniro y Memnón?
Amílcar se sorprendió por la pregunta; luego sonrió.
—Ah, es imposible que sepas algo de ellos. Claro. Han llegado a Kart-Hadtha sanos y salvos. Y, entretanto… el verano está llegando a su fin; probablemente ya seas padre por segunda vez.
ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA, KARJEDÓN,
A ATALO KARJEDONIO, POR INTERMEDIO DEL GREMIO
DE VITICULTORES,
MASSALIA
Saludos, salud y buena cosecha, placer con tu compañera y alegría, con o sin niños, oh hermano: El agujero abierto por la muerte de nuestra madre se ha cerrado. Tu sobrino Aristón cuenta ahora quince lunas. Es negro, como su madre, Zuneiro, a la que no conoces, y alegre como mil lirones en verano. Necesitábamos esa alegría urgentemente, pues de lo alegre hay escasez, y ésta la tenemos en abundancia.
En primer lugar has de saber lo siguiente: Kart-Hadtha se tambalea, pero Karjedón no caerá, aún no. Las noticias a que te refieres deforman los acontecimientos; a continuación te cuento lo que ha pasado realmente.
Tras la gran victoria del Barca en la llanura, su clemencia se divulgó entre las filas de los mercenarios, y muchos pensaron en volver a unirse a su antiguo maestro y estratega. Los cabecillas —los libios Matho y Zarzas, el itálico Spendios y el celta Autaritos— decidieron frustrar cualquier intento de reconciliación, y cayeron en las peores vilezas. Menospreciando el carácter sagrado de los emisarios y la dignidad de los prisioneros, cogieron al consejero Giscón y a otros setecientos karjedonios que tenían prisioneros en Tynes contra toda ley, les cortaron las manos a hachazos, les amputaron las orejas y nariz, les quebraron las piernas y los arrojaron a una fosa donde murieron miserablemente. Un mensajero púnico que fue a pedir los cadáveres, no fue recibido; en adelante, dijeron aquellos infames, matarían a cualquier mensajero o emisario que se acercase. Ese fue el día negro que impidió toda reconciliación.
Una embajada romana tenía la misión de servir de mediadores para la reconciliación, pero los comisionados del Senado se estremecieron e interrumpieron las conversaciones con los mercenarios cuando fueron testigos de aquellos crímenes. No es que Roma nunca haya cometido crímenes —la ruptura de la vieja amistad con Karjedón y la aniquilación de ciudadanos pacíficos en Acragas son sólo ejemplos—, pero incluso para Roma parecen existir límites. Mathos envió mensajeros a las fortificaciones púnicas de Sardo y Kyrnos, pidiéndoles que se unieran al levantamiento. Éstos accedieron al llamado, mataron al estratega púnico Bostar en la ciudad de Sulkoi y pidieron ayuda a Roma, ofreciendo a cambio las dos islas. Roma se negó.
Y eso no es todo. Una vez que se hubo solucionado el conflicto surgido a causa de algunos comerciantes romanos, que éstos fueron puestos en libertad y los últimos prisioneros de guerra púnicos fueron devueltos de Sicilia, Roma dejó sin efecto cierta cláusula del tratado cerrado por Cayo Lutacio y Amílcar, y permitió a Karjedón reclutar mercenarios siciliotas. Al mismo tiempo, el viejo aliado de Roma durante la guerra, Hierón de Siracusa, concedió a Karjedón un gran empréstito y envió grano.
Amistad entre Roma y Karjedón: es lo que clama Hannón el Grande; siempre lo ha dicho. Esto le ha devuelto la influencia y poder que perdiera tras las increíbles torpezas que cometió en la guerra. Otros, entre los que me cuento, vemos las cosas con menos optimismo. Hierón está entre Roma y Karjedón; no tiene ningún interés en ver hundirse a Karjedón y fortalecerse desmedidamente a Roma: ésa es la razón del préstamo y el grano. Y Roma prefiere vérselas con un Karjedón debilitado por los levantamientos que con una nueva potencia que reuniría a todas las ciudades y pueblos del Norte de Libia, a libios, númidas y libiofenicios, e incluso a los púnicos que quedaran. Esa es la razón de la repentina amistad y seguridad de Roma, según yo lo veo.
Pero así aquel año terminó medianamente bien, el siguiente, que ahora llega a su fin, fue terrible. Karjedón envió una flota para recuperar Sardo y Kyrnos. La flota estaba al mando del almirante Hannón, el mismo que perdió la Guerra Romana en las islas Egates. En Sulkoi recibió Hannón lo que debían haberle dado en Karjedón: sus tropas, compuestas de mercenarios, se unieron a los rebeldes de la isla y lo crucificaron. Luego enviaron mensajeros a Roma ofreciendo las islas. Roma volvió a negarse, y ahora ha enviado grano a Karjedón.
Pero la benevolencia de Roma incrementó la influencia de Hannón el Grande, como ya he mencionado, y Hannón el Grande, todavía estratega, volvió a tener las fuerzas necesarias para oponerse a todas las órdenes de Amílcar. Oh, hermano: dos ejércitos púnicos pasaron todo el año inactivos porque las órdenes de un estratega neutralizaban las del otro. No hubo ninguna batalla; únicamente los númidas del yerno de Amílcar, Naraouas, incomodaron un tanto a los mercenarios. Por lo demás, Mathos y Zarzas pudieron volver a reunir millares de libios. Sus ejércitos han recuperado la fuerza que poseían antes de las dos batallas victoriosas del Barca.
Así perdimos Sardo y Kyrnos; así perdimos el año. En otoño, una tempestad destruyó la flota carguera que debía traer a Karjedón soldados íberos, armas, plata y víveres. Tras este último mensaje negro del año, Hippo Akra e Ityke perdieron toda esperanza, acuchillaron a la guarnición púnica y abrieron las puertas de sus sitiadores. Karjedón está sola.
Pero Karjedón continúa en pie. El Consejo, instado por Asdrúbal y aburrido de aquel oscuro juego, dejó en manos de los soldados y generales la decisión de cuál estratega debía mantenerse al frente: Hannón o Amílcar. El resultado no podía asombrar a nadie. Hannón tuvo que deponer el mando; su sucesor, subordinado a Amílcar, fue un tal Aníbal, un miembro del partido de Hannón.
Ahora Mathos, Spendius, Audarido y Zarzas han empezado el sitio de la propia Karjedón, la última ciudad libre. Pero, por su parte, Amílcar, Aníbal y Naraouas sitian a los sitiadores cortando sus vías de avituallamiento, mientras Karjedón es abastecido por Roma y Siracusa. El nublado invierno se presenta tan brillante como oscuro fue el verano del oscuro año pasado.
No sé, oh Atalo, si Karjedón conseguirá recuperar Sardo y Kyrnos. Los sardos, como supondrás, en otoño se levantaron contra los mercenarios y los hicieron correr, hasta Roma. De momento las islas no poseen soberanos extranjeros. Tú sabes que ya nuestro padre Arístides poseía almacenes allí; hoy éstos son propiedad del Banco de Arena, al igual que algunos sembrados y dos minas. Si desde Massalia, y con ayuda de otro comerciante masaliota, te es posible salvar una parte de las propiedades o bienes que el banco tiene en Sardo y Kyrnos, la mitad de lo que salves será tuyo. El valor correspondiente a la otra mitad deposítala en la sucursal que el Banco Real de Alejandría tiene en Massalia. Si no te es posible, o si te parece un riesgo demasiado grande, nuestro afecto de hermanos no sufrirá por ello.