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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (30 page)

BOOK: Aníbal
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Sin embargo, el Alas, cargado con menos peso y una proporción menor de hombres, siempre se quedaba atrás: hacia agua. En el gran puerto de Rusadir, en Siga, Kartenna e Igilgili perdieron días haciendo reparaciones parciales. Y en Khullu, Hiram, mandó reemplazar algunas tablas poco consistentes.

—Ay, señor Tigo —dijo después de examinar la bodega recién reparada—. Este es el final del viaje. Con las tablas nuevas podemos regresar a Igilgili. En los grandes astilleros dejarán al Alas como nuevo, casi nuevo.

—¿Cuánto tiempo?

—Quince, veinte días, tal vez más. Hay que bajar la carga, llevar el barco al dique, vaciar el dique. Sólo así podrá repararse realmente. Necesitaremos un nuevo revestimiento de bronce.

Antígono se mordisqueó el labio inferior. En las aguas del puerto de Khullu flotaban unas cuantas barcas de pescadores y pequeños mercantes. En la taberna se decía que el interior del país estaba en calma, todavía. Al igual que las otras ciudades púnicas y libiofenicias de la costa, también Khullu estaba bien fortificada.

En otoño, el comandante de la guarnición, un púnico, había empezado a armar y entrenar a una milicia formada por voluntarios. Cinco oficiales púnicos, cien arqueros y ciento cincuenta soldados de a pie ibéricos no podrían defender la plaza con éxito si los combates se extendían hasta más allá de Kart-Hadtha.

—Espera. Quiero hablar algunas cosas con Tsuniro y Memnón.

Antígono dejó al capitán al pie del mástil y subió a la cubierta de popa.

Ese mismo día zarparon dos barcos. Hiram había contratado a diez hombres de Khullu, que ayudarían a llevar el Alas a Igilgili remando contra el céfiro. Tsuniro y Memnón se quedarían en Igilgili, en casa de un amigo de Antígono. La despedida fue breve y difícil.

—Dueño de mi corazón, ¿tienes que…? —Tsuniro lo agarraba de las orejas, ya resignada. Memnón observaba a ambos con los ojos muy abiertos. Antígono cogió en brazos a su hijo.

—Se rumorea que los mercenarios han sitiado Hipu incluso desde el mar. Una flota puede abrirse paso combatiendo, pero aquí nadie se atreve a ir más allá de Tabraq en un barco pequeño. Iré a Tabraq e intentaré llegar a Kart-Hadtha a caballo. Conozco los caminos, hasta de noche.

Tsuniro se llevó la mano a la barriga.

—Yo ya no puedo cabalgar —dijo en voz baja—. Pero, ¿tienes que ir, querido?

—Ya no soporto esta incertidumbre. Yo he nacido allí. Odio a muchos y quiero a algunos. Kart-Hadtha aún no está perdida del todo. Estando en la ciudad quizá pueda hacer algo: con dinero, con ideas, con mis relaciones. Y si tiene que ser, con arco y espada. Aquí sólo puedo esperar y volverme loco. Si Kart-Hadtha cae, caerán todas las ciudades de esta costa, incluidas Igilgili y Rusadir. Todas. Si eso sucede, Hiram te llevará a Mastia, a la aldea de Lisandro.

La mañana del tercer día lo detuvo una patrulla númida. Los jinetes llevaban amplios trajes blancos, lanzas y espadas. Sus caballos, pequeños y veloces, obedecían a cada presión de sus piernas y a cada grito.

—Tú, púnico —dijo el cabecilla del grupo, un hombre de barba gris y una terrible cicatriz en la frente. Su púnico era áspero y entrecortado—. Tú, púnico, venir; príncipe verte y preguntar. Después… —Se frotó el dedo índice contra la garganta.

—No soy púnico, oh amigo de los placeres nocturnos y señor de las tiendas —dijo Antígono en númida—. Soy un pobre mercader extraviado.., heleno.

—El príncipe decidirá qué es lo que eres. —El hombre de barba cana esbozó una breve sonrisa burlona—. Y de ello depende qué es lo que serás: un púnico muerto o un heleno extraviado. Ven.

El campamento estaba formado por dos docenas de tiendas, más o menos; Antígono calculó que allí debía haber más de doscientos soldados. Los caballos pacían en los ricos campos y prados de una vieja finca púnica, y las ruinas ennegrecidas del edificio principal extendían hacia el azul celeste del cielo primaveral brazos suplicantes y mudos que salían de balcones y restos de paredes.

El príncipe examinó a Antígono. Era joven, quizá veinte años. Su cara, enmarcada por una barba negra y fina, era abierta y amable, pero sus ojos miraban con dureza. Antígono sintió gran simpatía por aquel hombre; le recordaba un poco a Asdrúbal. Bajo otras circunstancias, se dijo, podrían haber pasado un buen día, con buena conversación.

El jefe de la patrulla alcanzó al príncipe la espada y el cuchillo de Antígono, ambos envainados.

—Naravas, señor, este hombre dice ser un mercader heleno extraviado. Yo creo que es un espía púnico.

Naravas recibió las armas, indicó a Antígono que desmontara y señaló el fuego que ardía entre las ruinas.

—A los mercaderes extraviados se les debe brindar hospitalidad —dijo con una sonrisa maliciosa—. Y los espías púnicos deben abandonar este mundo con el estómago lleno. Está bien; podéis marcharos —añadió dirigiéndose a sus hombres.

El príncipe señaló las alfombras de cuero extendidas alrededor de la fogata. Una vez que se hubieron sentado, hizo que un criado de piel clara trajera a Antígono caldo de hierbas y carne fría.

—No tienes el aspecto de un púnico —dijo luego. Su voz era plena y agradable, y sonaba como si el príncipe estuviera más acostumbrado a hablar con huéspedes instruidos que con bastos soldados—. Pero eso no quiere decir nada. —Sin hacer ninguna pausa, empezó a hablar en púnico, sin acento—. Si cabalgas por esta región, sin duda debes dominar el púnico.

—Por supuesto. ¿Qué mercader que cabalgue por Libia podría prescindir de ese idioma? —Antígono sorbió el caldo con cuidado, pues aún hervía.

El príncipe arrugó la frente.

—Ahora pasemos al heleno. —Se volvió hacia el criado de piel clara y dijo, en númida—: Cleomenes, habla con él.

El criado inclinó la cabeza.

—Como tú ordenes, señor. ¿Dices que eres heleno, extranjero? Entonces dime algunas palabras, para convencerme.

Antígono guiñó los ojos.

—Oh Cleomenes, si hubiera oído de ti algo más que esas pocas palabras, tal vez me sería más fácil decir dónde vivías antes de venir a parar aquí. Podrías ser siciliota, del oeste de la isla. ¿Heraclea, Selinus?

El criado sonrió.

—Acragas, señor, pero desde que los romanos devastaron mi patria y exterminaron a sus habitantes, no se escucha hablar a muchos acragantinos. Pero tú, todavía no he podido reconocer de dónde eres.

Antígono rió. Del heleno neutral utilizado para comerciar en Occidente, Antígono pasó al dialecto gutural del puerto de Alejandría, impregnado de neologismos egipcio—macedonios.

—¿Te sería más fácil si hablo un rato así? ¿O como un pequeño arriero de asnos de Cirene?

Naravas se inclinó hacia delante. Impaciente, dijo:

—Veo que habla heleno. ¿Lo habla bien, Cleomenes?

—Sí, señor, muy bien, muchas formas distintas de heleno. Sin duda, es un comerciante heleno que ha viajado mucho.

Naravas asintió. Su mirada buscaba algo en el rostro de Antígono. Observó las armas del heleno, las sacó de la vaina hasta la mitad. De repente echó a reír.

—Está bien, Cleomenes; déjanos solos. Un puñal egipcio, una espada púnica. Varias clases de heleno, buen númida, púnico como el que se habla en la zona portuaria de Kart-Hadtha. Si no hubiera recordado ahora donde te he visto antes, estaría realmente desconcertado.

Antígono contuvo la respiración. Ya sentía una espada en la garganta.

—¿Dónde me has visto, príncipe de los jinetes? O, ¿dónde crees haberme visto?

Naravas apartó las armas, dejándolas fuera del alcance de Antígono. Cruzó los brazos ante el pecho.

—Tú eres Antígono, hijo de Arístides, señor del Banco de Arena y amigo de Amílcar y Asdrúbal.

Antígono examinó el rostro del joven príncipe; debía haberlo visto antes, pero no podía recordar esas facciones.

—¿Dónde me has visto, príncipe Naravas? Pues por lo visto es inútil negar que soy Antígono; pero al menos déjame morir con la curiosidad saciada.

El númida sonrió casi con tristeza.

—En el jardín, en el parque de la casa de Amílcar.

Antígono asintió, titubeó un instante, carraspeó.

—Y tú, oh Naravas, tú que enseñabas a cabalgar y disparar con el arco a Aníbal, y amas a la hija de Aníbal, Salambua… ¿tu quieres destruir Kart-Hadtha, arrancarle las tripas a Aníbal y escuchar cómo grita Salambua mientras es violada y asesinada por bárbaros?

El númida se enfureció; su mano se aferró a la empuñadura del puñal que llevaba al cinto.

—Cuida tu lengua. ¡Meteco!

Antígono estaba muy sereno; como mercader, consideraba aquello un negocio y veía la posibilidad de regatear.

—Y tú, númida, cuida tu espada. ¿No has comido sal en casa de Amílcar?

Naravas calló. Sus dedos juguetearon en el puñal, en los flecos de la alfombra. Sus ojos escudriñaban el fuego.

—¿Piensas realmente —dijo Antígono en voz baja pero con dureza—, que unos cuantos mercenarios enajenados pueden, con o sin tu ayuda, tomar por asalto la muralla más poderosa que existe bajo el cielo? ¿Una muralla que ni Agatocles ni Régulo osaron siquiera rozar? ¿Piensas, príncipe de unos cuantos jinetes, que Kart-Hadtha está indefensa? ¿Quieres hacer que tus huesos y los de tus hombres yazgan como montones dispersos en la llanura de Tynes, después de que un hábil verdugo de Kart-Hadtha os haya despellejado vivos, poco a poco?

Naravas levantó los ojos; tenía la mirada pensativa.

—Kart-Hadtha tiene pocas armas y menos hombres. Los sitiadores los han dejado sin armas, y casi todos los hombres que están fuera de la gran muralla odian a los púnicos. Error de Hannón.

Antígono enarcó una ceja, sin quitar la vista de los ojos del númida.

—Tú has estado en Kart-Hadtha; mucho tiempo, a juzgar por tu acento. Has visto la ciudad. ¿Cuántas armas crees que pueden haber fabricado los buenos armeros púnicos desde que Hannón cometió ese error? Las reservas de hierro, cobre y estaño son enormes. ¿Crees que, si todo está en juego, no habrá por lo menos cien mil mujeres púnicas que sacrifiquen sus cabellos para encordar arcos? ¿Crees que alguna casa de Kart-Hadtha se negará a entregar una cacerola de hierro o un anillo de cobre, mientras sea necesario fabricar espadas o puntas de flecha? Y, oh pobre Naravas, ¿imaginas que entre las seiscientas mil personas de Kart-Hadtha no habrá por lo menos cincuenta mil hombres que prefieran morir luchando que ser acuchillados en sus camas?

Naravas bajó la mirada. Antígono estaba convencido de que en Kart-Hadtha, en la rica y satisfecha Kart-Hadtha, no podrían encontrarse más de cinco mil hombres aptos para la lucha, pero se marcó el farol.

—Y aunque consiguierais tomar por asalto la muralla y derrotar a los hombres armados, ¿cuántos de vosotros quedaríais para tomar, una por una, cincuenta mil casas defendidas por mujeres, niños y los hombres restantes, que, puestos a morir, se llevarían consigo a unos cuantos enemigos?

Naravas suspiró y se pasó la mano sobre los ojos.

—No tienen un caudillo. Y, además, ¿pueden realmente luchar, los púnicos?

—¿Acaso no os están demostrando una y otra vez, desde hace siglos, que ellos son los más fuertes? ¿No has pensado en cuántos barcos pueden haber atracado en el puerto durante el invierno, procedentes de Iberia y las Galias, la Hélade y más allá de las columnas de Melkart? Yo mismo he visto una flota con ocho mil soldados íberos.

Naravas sacudió la cabeza, obstinado.

—Falta una cosa: estarán indefensos mientras no tengan un caudillo que dirija las unidades de combatientes. No, heleno, toda Libia se ha levantado para, con ayuda de los mercenarios de la Gran Guerra, saquear y destruir Kart-Hadtha. Muchas de las cosas que dices me hacen vacilar. Pero mi pueblo y yo no nos quedaremos a un lado cuando llegue la hora de repartir las riquezas y el poder futuro.

Y —respiró profundamente— si fuéramos los primeros en llegar a la ciudad, quizá Salambua y Aníbal podrían…

—¿También llevas al hermano en tu corazón?

Naravas asintió; por un instante, sus ojos brillaron.

—Será uno de los príncipes más grandes que hayan existido, si vive para ello.

—¿Y tú crees que el hijo del hombre que resistió a Roma sentirá amistad por uno que traiciona su sal y quiere destruir la ciudad de Amílcar? ¿Que la hija del gran estratega adornará el lecho del hombre que quiere prender fuego a su casa y su ciudad?

El joven númida cerró el puño ante el rostro.

—Amílcar —murmuró—. Siempre lo he admirado. Quería luchar a sus órdenes, pero la guerra terminó antes de que yo pudiera ir a Sicilia. Si Kart-Hadtha le confiara el mando…

Antígono extendió la mano, volviendo la palma hacia arriba.

—Mira, númida —dijo con aspereza, en el tono de un oficial púnico. Naravas aguzó la vista y vio la mano vacía—. No ves nada, ¿verdad? Ésta es la mejor arma de Kart-Hadtha, invisible y mortal. —Cerró el puño—. Esto es lo que te aplastará y te reducirá a polvo, a ti y a todos los otros. Es el miedo, pequeño jinete númida, el miedo a la antigua y poderosa Kart-Hadtha que os ha dominado durante tanto tiempo. Y el miedo a un nombre. Al nombre de un hombre. Cuando vayas a morir, númida, piensa en mis palabras. Mucho antes de que el primero de vosotros pueda tocar la muralla del istmo, Kart-Hadtha se habrá puesto bajo las órdenes de ese hombre. Los púnicos no fueron tan insensatos como para negarle el mando durante la Guerra Romana; y tú, pobre príncipe de jinetes salvajes y caballos desgreñados, ¿crees que serían tan insensatos como para, en el momento de mayor urgencia, preferir la muerte a descargar sobre vosotros a Amílcar el Rayo y aniquilaros? ¿Sois acaso más grandes que Roma?

La madera crujía y crepitaba en la fogata. Voces guturales llegaban hasta ellos desde más allá de los muros chamuscados. Caballos resoplaban y relinchaban.

Naravas guardó un largo silencio. Por fin levantó la mirada. Tenía el rostro relajado.

—A los caballos —gritó hacia los restos de paredes. Alguien repitió la orden.

Naravas se levantó, extendió la mano y ayudó a Antígono a levantarse.

—Sí, sí, si —dijo—. Si Amílcar asume el mando y vence, mis dos mil jinetes y yo estaremos a su lado. No por Kart-Hadtha, heleno. ¡Por el Rayo! Pero si no es así, y Kart-Hadtha arde en llamas, intentaré ser el primero en llegar al palacio de Megara, para protegerlo. Tienes una lengua peligrosa, heleno. Y eres un hombre valiente. Tenías el cuchillo en la garganta, pero no has desperdiciado ninguna palabra en hablar sobre ti. Aprecio eso, y lo tendré en cuenta. Vienes con nosotros.

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