Authors: Jordi Sierra i Fabra
BEATRIZ Y ROGELIO
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Juntos podemos escapar de esta trampa.
Correremos hasta que no podamos más.
Nena, nunca volveremos.
Oh, ¿querrás caminar conmigo por el alambre?
Porque, nena, soy simplemente un jinete asustado y solitario.
Pero tengo que saber qué se siente.
Quiero saber si tu amor es salvaje.
Chica, quiero saber si el amor es real.
...
Porque los vagabundos como nosotros, nena,
nacimos para correr.
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Born to run
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RUCE
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PRINGSTEEN
BEATRIZ
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El estanque de los Jardines del Poeta Eduard Marquina, más conocidos como Turó Parc, está cubierto de lotos. Una hermosa alfombra verde sobre sus aguas plácidas. Uno espera ver peces bajo esa oscuridad, pero nunca o casi nunca se vislumbran. Los habituales dicen que existieron, rojos y lánguidos. Los soñadores dicen que aún se ven. Los niños ya no los buscan. En los bancos que rodean el estanque se sientan ancianos de dÃa y parejas por la tarde, antes de su temprano cierre. Y también al revés. Ancianos con cuidadoras de rasgos latinoamericanos y parejas que se arrullan en el silencio. Muy cerca, los propietarios de perros mantienen una extraña relación a través de sus animales. Hombres y mujeres que se citan sobre el verde tapiz alfombrado, y mientras unos juegan a cuatro patas, ellos se relacionan sobre dos, luciendo sus mejores ropas informales de la misma manera que sus mascotas muestran sus mejores y más cuidadas pieles. Los animales del Turó Parc, asà como sus dueños, representan la nobleza del barrio, el sello de calidad, los aires del Caribe estival y de Baqueira en invierno. No en vano, el Turó está situado en una de las zonas más selectas de Barcelona.
No en vano es el parque más hermoso de la ciudad.
Lugar de pequeños silencios en mitad del fragor urbano que lo rodea, construido en 1934 por Nicolau Maria Rubió i Tudurà sobre 2,88 hectáreas de terreno por entonces alejado del centro, en zona de atracciones feriales.
Ella estaba arrodillada en el extremo sur del estanque, cerca de la zona de juegos infantiles. Llevaba la cámara digital en la mano, pero esta vez no tomaba fotos.
Esta vez las quemaba.
Contempló la primera.
Una pareja madura, sobre la cuarentena, quizá resabiada, herida por otras relaciones anteriores, pero dispuesta a probarlo de nuevo, porque el corazón siempre es una maquinaria capaz de regenerarse a sà misma. Se notaba en sus ojos cansados pero a la vez dulcemente tiernos. Y se notaba aún más en sus manos, llenas de caricias, y en sus besos, cargados de emoción.
Prendió el mechero, llevó la llama hasta la esquina inferior y la colocó sobre el papel.
Ardió de inmediato.
Y desapareció.
Nunca imprimÃa las fotos con papel bueno. Bastaba una hoja de papel vulgar y corriente, aunque el color, entonces, quedara desvaÃdo. No importaba. La esencia de la foto no era el color, sino su contenido, la forma de los protagonistas, capturados en un instante feliz que determinaba el resto.
Ser o no ser quemados.
La segunda fotografÃa mostraba a una pareja muy distinta de la primera. Veintitantos, negra ella, blanco él, generosa ella, tÃmido él. HabÃan estado a punto de no pasar la prueba, pero finalmente un detalle significativo habÃa sido determinante: la forma en que el chico sostenÃa la mano de la chica y la forma en que ella se abandonaba con ese gesto.
La delicadeza de lo infinito.
TendrÃan un futuro probablemente difÃcil, pero esas manos lo decÃan todo.
Cuando le prendió fuego, una ráfaga de aire la empujó hacia el estanque y acabó en el agua antes de extinguirse del todo.
Le quedaba una fotografÃa, y se ensimismó en ella.
Por esta razón no se dio cuenta de que ya no se encontraba sola.
âHola.
Levantó la cabeza. Estaba tan centrada en sus pensamientos que no se habÃa apercibido de la presencia del extraño. Y desde luego era eso: extraño. Llevaba una vieja gabardina, aún viva desde su prehistoria, hasta los pies y anudada con una cuerda no menos vieja en la cintura. Calzaba unos zapatos gastados, sin calcetines, los pantalones del chándal le venÃan grandes, y su pelo habÃa recibido la bendición del jabón en algún remoto tiempo del pasado, bastante lejano por su tono y aspereza. El rostro, sin embargo, era amable, de unos treinta años, ojos transparentes, labios marcados, nariz poderosa, quizá atractivo después de un baño y con otras ropas.
âHola ârespondió sin hacer caso de la apariencia, aunque ésta no engañaba.
âNecesito ayuda âdijo el aparecido.
â¿Y quién no? âsonrió ella.
âMi nave espacial se ha estropeado.
Sostuvo su mirada.
âAh.
âEs una nave muy buena, mucho, pero se me ha quedado sin gasolina. Si pudieras ayudarme... De lo contrario no podré regresar a mi planeta.
â¿Cuál es tu planeta?
âUrko, en la galaxia de Umán. âSeñaló el cielo, hacia un lugar indeterminadoâ. Es muy bonito, como la Tierra. Estoy atrapado aquà y necesito volver a él, entiéndelo.
âClaro.
â¿Puedes ayudarme?
â¿Dónde está tu nave?
âEscondida. No iba a dejarla por ahà tirada. ¿Has visto
Regreso al futuro
? Ellos también esconden el coche. SorprenderÃa mucho ver una nave aparcada en medio de la calle, ¿no crees?
âClaro.
âBastarÃa con un euro, aunque si tienes más...
â¿Con un euro llenas el depósito?
âNo. âLe mostró una doble fila de dientes mal asentados y sucios mientras alargaba la vocalâ. Pero no tienes aspecto de llevar mucho más.
âNi tú de extraterrestre.
â¡Sssh...! ¡No levantes la voz!, ¿quieres? Los demás creen que soy un mendigo. Es mi disfraz terráqueo.
â¿Por qué un disfraz de mendigo?
âPasa desapercibido. Nadie se fija en ti. Y me viene bien para pedir el dinero que necesito para volver a casa.
Lo curioso era que no parecÃa estar loco.
Bien lavado, incluso habrÃa resultado muy atractivo.
Era atractivo.
PodÃa ignorarlo, decirle que no llevaba nada encima, pasar de él.
Pero no lo hizo.
âSólo tengo un euro.
âOh, estupendo âasintió el presunto extraterrestre.
Introdujo la mano en su bolsillo. Era cierto. Sólo llevaba un euro. Se lo tendió a su insólito compañero y él lo tomó con mucho cuidado, sin rozar siquiera uno de sus dedos.
âSi te toco, podrÃa contaminarte con polvo cósmico y esas cosas âla informó.
â¿Y eso es malo?
âNunca se sabe âdijo, revestido de misterio, mientras hacÃa desaparecer la moneda en las profundidades de uno de los bolsillos de su gabardinaâ. Hay gente refractaria y gente que se contamina por nada, aunque tú pareces de las primeras. Tienes aspecto de sana.
âOh, sÃ.
âBueno, pues... gracias.
âDe nada, y suerte.
El mendigo se apartó de su lado. Uno, dos, tres pasos. Ella volvió a lo que estaba haciendo. Quedaba la tercera fotografÃa, aunque al otro lado del estanque acababa de aparecer una pareja que merecÃa ser fotografiada.
Vaciló.
No, primero terminar el ritual.
Fotografiar era captar la vida. Lo otro, perpetuarla.
Volvió a sentir la presencia del mendigo a su lado. Le llegó en forma de suave carraspeo, y también porque de refilón vio aparecer uno de los zapatos sin anudar.
Continuó arrodillada.
Esperó.
â¿Cómo te llamas?
âBeatriz.
âYo Ziberaxes, aunque mi nombre terráqueo es Benigno. ¿Qué haces?
âQuemo fotos.
â¿Por qué?
âPorque el amor está en el aire, ¿no lo has notado?
Ziberaxes, alias Benigno, alzó la cabeza, como si lo olfateara.
âQué extraños sois los humanos âsuspiróâ. Pero eso es lo que más me gusta de vosotros, vuestra inocencia.
Beatriz, de pronto, sintió envidia de él.
Algo extraño.
â¿Cuánto necesitas para llenar el depósito de tu nave?
âBastante.
âAsà que tienes para rato.
âSupongo que sÃ. Y está el problema de cómo hacerlo. No puedo ir a una gasolinera. Tendré que hacer muchos viajes cargando un cubo de aquà para allá.
âSuerte, Ziberaxes.
âGracias.
Ya no hubo más.
El mendigo se alejó por segunda vez, serio y cabizbajo, y ella contempló la última fotografÃa. Era de una pareja muy joven, casi adolescente. Chico de cabello algo largo, labios seductores y cuerpo delgado. Chica de cabello corto, redondita de formas y ojos lánguidos. Estaban acaramelados al pie de uno de los árboles, cerca del acceso por la confluencia de las calles de Josep Bertrand y Ferrán Agulló.
Le prendió fuego, la sostuvo en la mano hasta casi el final y luego contempló cómo la última voluta del papel se elevaba por encima de su cabeza hasta extinguirse en el aire, sobre el estanque.
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Se guardó la cámara digital en el bolsillo trasero del pantalón al entrar por la porterÃa y renunció al ascensor por el simple hecho de que no se encontraba en el vestÃbulo ya a punto. Siempre que decidÃa llamarlo y esperar, aparecÃa alguna vecina empeñada en hablar con ella y hacerle preguntas estúpidas, del tipo cómo iban los estudios o si ya tenÃa novio. Odiaba las conversaciones triviales, y las de ascensor eran las peores. Alcanzó su rellano, el tercero, pero de pronto se quedó quieta sin coger siquiera las llaves.
Miró la puerta.
Suspiró.
Y subió un piso más.
Elisabet le abrió la puerta vestida con su natural desparpajo e informalidad. Llevaba unos pantaloncitos exiguos, muy apretados, una delicia para los ojos de cualquier chico, y una camiseta no menos provocativa, recortada por debajo de los senos, que permitÃa apreciar su buen tipo y la belleza de su ombligo decorado con un discreto
piercing
de plata. Las dos eran morenas, pero el cabello de Elisabet tenÃa un tono más intenso y también era mucho más abundante.
âHola, tÃa âla saludó con aire aburrido al verla en el quicio de la puertaâ. Pasa.
Beatriz se coló dentro y cerró la puerta. Siguió a su amiga, que iba descalza, hasta su sacrosanto templo. Una vez en él saltó sobre la cama y se cruzó de piernas, mientras la recién llegada optaba por la silla de la mesa de estudio. El reproductor de música estaba a un lado, todavÃa encendido.
Lo tomó para ver qué estaba escuchando.
Una estridencia brutalmente desmedida le atravesó el cerebro.
Y a todo volumen.
âJoder... ârezongó.
âSon la hostia.
âNo es más que ruido.
âEs lo que hacen: captar el ruido del mundo. Acaban de publicar su primer disco y arrasan. Se llaman Brainglobalnoise.
âPues son una mierda, qué quieres que te diga.
âNo empieces âla previno Elisabet.
âEs que no sé cómo puedes escuchar esto.
âY yo no sé cómo tú puedes vivir anclada en el pasado, so antigua. Estamos en el siglo
XXI
, ¿o no te has dado cuenta?
âYo soy una antigua, pero tú tienes el gusto en el culo.
âMira, corta que no tengo un buen dÃa.
â¿Ah, no? ¿Por qué?
âEse imbécil de Ricardo...
âPasa de él.
âNo me vengas con gilipolleces.
Beatriz se encogió de hombros.
Y las dos se quedaron en silencio, como tantas veces, cómplices.
Aunque el espejo en el que se miraban la una a la otra a veces pareciera estar rompiéndose.
â¿Ya has comido?
âAhora iba a descongelarme algo. âLa dueña de la casa hizo una mueca de fastidio.
â¿Seguro?
â¿Qué te crees, que me he vuelto anoréxica?
âTe veo más delgada cada dÃa.
âTú lo estás más que yo.
âPero es mi constitución.
âApaga eso, ¿quieres?
Elisabet la obedeció y el reproductor dejó de sonar como telón de fondo de su conversación.
âHe conocido a un tipo en el parque.
â¿Guapo? âse animó su amiga.
âUn mendigo. Se ha quedado sin gasolina para su nave espacial. Es del planeta Urko.
âLo que faltaba âgruñó Elisabet.
âEra simpático.
âTe veo en una ONG, cuidando a todo tipo de especies raras. ¿Cómo puede ser simpático un mendigo que encima está loco? ¿A que le has dado algo?
âUn euro.
â¡Ay, tÃa, que cada dÃa estás más zumbada! ¿Sabes lo que necesitas?
âNo me lo digas.
â¡Un buen polvo, eso es lo que necesitas!
âMira la experta.
Elisabet se envolvió aún más en su expresión de fastidio. Sus padres trabajaban, los dos. Desde la muerte de su abuela estaba sola en casa. Pero lo que hasta no hacÃa mucho habÃa sido una bendición, poco a poco estaba dejando de serlo.