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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (26 page)

BOOK: Aníbal
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Ella le alcanzó la jarra.

—¿Qué es entonces mi libertad? Fuera de que ya no soy esclava. En algún momento tendré que morir, y hasta que eso ocurra tengo que seguir viviendo; tengo que quedarme aquí o tengo que marcharme; tengo que probar y mezclar aromas, pues de lo contrario sería infeliz. Sólo los dioses son libres.

Antígono dejó escapar una risa breve y desagradable.

—¿Los dioses? ¿Cuáles? ¿Los de tu pueblo, que permitieron que fueras raptada? ¿Los de los garamantas? ¿Los de los helenos? ¿Zeus, que por decisión humana tiene que blandir el rayo, quiéralo o no? ¿El Baal púnico, que fue alimentado con niños durante muchos años, aunque quizá hubiera preferido comer melones? Ni siquiera el dios romano de la guerra es libre, su apetito y su satisfacción dependen del Senado.

—Y Afrodita depende de nosotros —dijo ella con tristeza—. En nosotros siempre ha habido algo que despertó ayer, cuando nos encontramos. Lo que ha sucedido aquí ha sido estupendo, pero era algo que tenía que suceder. Como un terremoto, o la lluvia. Nosotros sólo elegimos esta habitación, esta cama, en lugar de un trigal o el embarcadero.

—Allí hace mucho frío. —Antígono sonrió, dejó la jarra en el suelo y se inclinó hacia adelante, rozando los pechos de Tsuniro. Ella hizo un guiño, exclamó «¡Brrr!», pero se quedó sentada con la espalda apoyada contra la pared mientras Antígono levantaba la manta que le cubría las piernas.

—Pero podemos no repetir esto —dijo Antígono—, o repetirlo exactamente igual, o de otra manera, durante otras muchas noches. Nosotros tenemos la decisión.

Tsuniro se deslizó sobre el lecho; el cuero gimió bajo sus talones. Luego abrazó a Antígono del cuello y lo hizo caer sobre ella.

—¿La tenemos realmente?

Hacia la medianoche, un fuego seguía ardiendo no lejos de los primeros peldaños de la escalera. Mujeres chillaban, voces masculinas rugían advertencias o daban ánimos, pero los luchadores no parecían oír nada. Uno de los dos íberos daba la espalda a la escalera; la cara del otro, iluminada por el inquieto brillo del fuego, estaba marcada. Por las comisuras de la boca chorreaba sangre; tenía un ojo hinchado. Estaban de pie, encorvados uno frente a otro, con las cortas falcatas ibéricas en las manos. De pronto aquella imagen congelada empezó a moverse; sonaron las armas, los cuerpos se confundieron, saltaron bruscamente de un lado a otro.

—Quédate aquí —refunfuñó Antígono. Bajó los últimos escalones de un salto. Tsuniro se agarró a la barandilla. Con tres largos pasos llegó hasta los luchadores, utilizó el impulso para coger al primero del cuello y arrojarlo a un lado, se agachó, pasó por debajo de la falcata que el otro sostenía a la altura del pecho y dio un cabezazo al íbero en la boca del estómago. La falcata salió volando, el hombre se desplomó, quedó retorciéndose en el suelo, intentando respirar; entre gemidos y jadeos, se dio por vencido. El primero yacía a unos cuantos pasos de allí, inconsciente.

Antígono se levantó de un salto, se dio la vuelta y caminó con pasos cortos hacia los curiosos agolpados junto al fuego. Las sienes le latían con violencia. Buscó palabras ibéricas.

—Mi techo —dijo enronquecido. Describió un amplio arco con el brazo derecho—. Vosotros mataros fuera de estas paredes. ¿Dónde el jefe de tropa?

Alguien señaló a una figura que se levantó de un montón de madera tambaleándose. A diferencia de los luchadores, que sólo llevaban taparrabos cortos, este hombre estaba completamente vestido, con peto, yelmo y un manto claro; y estaba completamente borracho. Miraba fijamente a Antígono.

—¿General?

Cuando el hombre asintió, Antígono le golpeó la cara. El golpe fue tan rápido que ni siquiera un hombre sobrio hubiera tenido apenas ocasión de evitarlo. La mano extendida azotó las mejillas del íbero. El yelmo de bronce, en forma de cace rola y mal sujetado, reboté contra el empedrado. Dándole bofetadas, Antígono obligó al general a caminar hacia la cisterna. El hombre se tambaleaba, pero, sorprenden temente no se caía.

Junto a la cisterna había una serie de vasijas, tinajas y cubas. Algunas —hasta donde Antígono podía ver, alumbrado por la tenue luz del fuego, bastante apartado de allí— contenían agua limpia, otras, orina y excrementos. Empujó al íbero hacia los recipientes, lo cogió de la nuca y le sumergió la cabeza en una cuba llena de excrementos, lo levantó de un tirón y volvió a sumergirlo en el pestilente líquido amarillo de la siguiente cuba. El hombre se levanté tosiendo y graznando; de pronto tenía en la mano un cuchillo que debía haber llevado en el cinto. Antígono le golpeó el antebrazo con el borde de la mano, el cuchillo salió volando. La rodilla del heleno se levantó bruscamente, chocando contra la parte débil del general; el hombre cayó hacia adelante. Antígono lo levantó y lo arrojé contra la pared del edificio, de donde resbaló poco a poco hasta caer al suelo.

El heleno se inclinó sobre una cuba de agua y, de repente, advirtió que a su espalda se había formado un semicírculo de hombres y mujeres silenciosos. Titubeó un instante: un paso en falso, una palabra equivocada… Se dirigió hacia el general y le derramé en la cara el agua de la cuba. Una cuba más. Manto, coraza, chitón, todo estaba asqueroso, pero la cabeza volvía a estar limpia. Antígono cogió al general de los hombros, lo levanté y lo apoyó contra la pared. Las pupilas seguían dando saltos involuntarios, pero ya se dirigían casi al rostro del heleno. Bajo una capa vidriosa, los ojos estaban cargados de asombro y rabia.

—Escucha, general. Tu gente aquí. Si otra vez pelea con espadas en mi casa, entonces tú embudo en la boca y yo meo, ¿comprender? Y después látigo hasta dejar sólo hueso. Sin Mandunis, sólo nosotros. ¿Estar claro?

Cuando se dio la vuelta, el semicírculo se abrió, dejándole paso. Algunas mujeres sonreían, un hombre asentía con la cabeza, algunos soldados íberos se habían cuadrado y se golpeaban el pecho con el puño derecho.

Tsuniro permaneció callada hasta que salieron. Cuando pasaron frente a una taberna de la que brotaba una trémula luz de antorchas, la muchacha se detuvo, cogió a Antígono del brazo y lo miró a la cara.

—Señor del banco, creador de la aldea de artesanos, ¿también tienes dotes de guerrero?

Él sonrió en silencio.

—Lo que tengo es sueño, y hambre. Ven. En la sede de los vinateros hay comida hasta tarde, y camas.

—¿Para mí? ¿Dejarán entrar a una negra?

—¿Por qué no? Y si no es así… —Se encogió de hombros y escupió—. Si no es así, compraré el gremio, enviaré al posadero a los garamantas y haré demoler el edificio. Preferiría que no pasáramos esta noche entre los íberos. Será mejor que primero arreglen todo entre ellos.

Sus pasos retumbaban ante las casas de la Calle Mayor. Tras muchas ventanas semicubiertas aún podía verse luz. Bajo un árbol había dos hombres de la guardia pública, provistos de lanzas y antorchas; un tercero llegó con un carretón de mano. El cadáver de un hombre obeso se balanceaba colgado de la rama más gruesa del árbol. Cuando uno de los guardas levantó la antorcha hasta la cara del muerto, un pájaro oscuro eché a volar, graznando.

Una multitud se había reunido en el lugar donde la Calle Mayor se abría para formar la Plaza de la Diosa Negra. Guardaban un silencio inquietante. Una sola voz emitía unos lamentos agudos e incesantes. A los pies de la vieja columna negra de Tanit yacían dos mujeres de piel clara; antorchas iluminaban los rostros de los presentes, que hacían sitio para que pasaran unos cuantos guardas, y también los charcos de sangre. Junto a los dos cadáveres había una anciana acuclillada; la anciana se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, tenía la cabeza cubierta con un velo, y era ella quien emitía aquel terrible lamento.

—Púnicas —dijo uno de los guardas. Hundió su lanza en una rajadura que se abría entre dos adoquines del empedrado—. Hasta ahora los mercenarios se habían conformado con esclavas, pero…

Antígono buscó la mano de Tsuniro.

—Larguémonos de aquí —dijo en voz baja. Atravesaron la plaza. Perros callejeros bebían de un charco junto al pozo; gatos maullaban desde tejados saledizos.

—Está cada vez peor, ¿verdad?

—Todavía no es grave. Probablemente los Señores del Consejo no despertarán hasta que los treinta mil mercenarios desaten su furia sobre la ciudad. Hasta ahora sólo ha habido incidentes aislados.

—Te lo pregunto otra vez: cuando refrenaste a los íberos, ¿qué era eso? ¿Fría premeditación, estupidez? ¿Acaso también eres guerrero?

—Practico de vez en cuando, para no engordar absurdamente. Y tenía que separarlos. ¿Quién sabe qué hubiera sucedido si no lo hacía?

—O sea que no fue una decisión libre.

Antígono se llevó la mano a los labios. De pronto recordó la larga conversación que mantuviera con un sabio hindú hacía más de diez años.

—Todos estamos atados a la rueda —dijo.

Ella le apreté la mano.

—¿Una rueda de fuego, con espinas? ¿Una rueda de placer, con lengua y sexo?

—¿Cómo podemos elegir el lado, si no sabemos cómo cae la moneda?

El enviado tardaba demasiado. Cuando por fin regresó, parecía muy desconcertado.

—Señor, la noticia debe esperar, pues el señor Asdrúbal acaba de llegar del Consejo.

Antígono hizo a un lado la caña de escribir y echó un vistazo a la última cifra. En total, incluyendo los costes de los barcos y la soldada de los contestanos, los gastos quedaban muy por debajo de las ganancias, y no poca importancia había tenido la ayuda de Hannón. Quedarían alrededor de novecientos talentos de plata, a dividir en partes iguales entre Amílcar, Asdrúbal y el banco. Antígono estaba de muy buen humor, ya había pasado media tarde irritando a Bostar con risitas sin explicación, y en ese momento estaba seguro de que su humor todavía mejoraría.

—Y, ¿qué es lo que ha dicho?

—Sólo esto, señor —respondió el joven recadero del banco extendiendo los brazos—. «Tenemos que beber hasta que tomemos a Amílcar por dos romanos. Si él (ése eres tú, señor) no aparece por aquí antes de la puesta del sol, mandaré a que lo traigan arrastrando por las calles.» Esas fueron las palabras de Asdrúbal, señor.

Antígono asintió.

—Está bien. Puedes irte.

Cuando las cortinas se cerraron tras el muchacho, Bostar se levantó, pasé por detrás de su mesa, cruzó la habitación y puso la mano sobre la frente de Antígono.

—No, no está enfermo —dijo a media voz—. Así que debe estar un poco loco.

¿Por qué, oh el más alcornoque de todos los helenos, tanta risa? Tienes la boca tan abierta y grande que una pentera podría anclar en ella.

—Te lo diré, y te pondrás a gritar y me besarás los pies…

Bostar lo observé casi preocupado.

—Conozco a muchos locos, pero tú los superas a todos.

Antígono se enjugó las lágrimas de risa y recobré la seriedad.

—Antes te diré otra cosa, viejo amigo. Al final de la historia te parecerá evidente que hay ciertas cosas que no pueden evitarse. Podrás dirigir el banco a tu gusto durante un tiempo.

—¿Qué pasa ahora?

—Siéntate callado. Sírvete un poco de vino. Y sujétate bien.

Asdrúbal saludó a Tsuniro con un beso en la mejilla. Cuatro días antes, él y Iona habían visitado la casa de la puerta de Tynes, por fin arreglada y abandonada por los íberos, y habían aprobado a la compañera negra de Antígono.

—Ven, siéntate donde quieras, o, si prefieres, échate —dijo Asdrúbal; tenía el rostro enrojecido y los ojos le brillaban. Iona cogió a Tsuniro del brazo y la llevó a uno de los lugares donde habían formado una especie de amplia cama de alfombras y cojines. Numerosos candiles grandes y pequeños iluminaban la habitación; en todos los rincones, y también bajo las ventanas, había braseros. La mesa baja colocada entre las camas estaba repleta de pasteles, bandejas de carne, platos de verduras, frutas, escudillas y fuentes. Sobre el precioso y antiguo arcén se levantaban cinco grandes jarras.

—Aquello —dijo Asdrúbal soltando un hipido— es lo de menos. —Señaló el arcón—. En la primera jarra hay vino sirio, mezclado con agua a partes iguales. En la última sólo hay sirio. En las otras jarras hay cada vez menos agua. Ninguno de nosotros saldrá de esta casa mientras quede una sola gota de vino en alguna de las jarras.

—Y ahora dilo de una vez.

Asdrúbal soltó un grito estridente, dio un manotazo a Antígono en la espalda, con todas sus fuerzas, lo agarró de las orejas, le dio un beso en los labios, lo soltó, le cogió las manos y lo arrastró a un baile desenfrenado por toda la habitación. Finalmente volvió a soltarlo, pero de tal forma que el heleno, con el impulso del baile, cayó rodando entre las dos mujeres. El púnico dio una voltereta, se echó al suelo, se revolcó en él y mordió la alfombra.

Antígono, con los pies en los hombros de Tsuniro y la cabeza entre las rodillas de Iona, dejó escapar largos gemidos por la nariz, soltó algunos hipidos, se deslizó fuera de los cojines, se arrastré sobre el vientre hasta alcanzar a Asdrúbal, se arrojó sobre él y empezó a golpearle la espalda como si fuera un tambor.

Tsuniro, que contemplaba aquellos golpes y movimientos bruscos con los codos apoyados sobre las rodillas y la barbilla sobre los puños, se volvió hacia Iona.

—¿Cómo se separa a dos perros locos? —dijo—. ¿Agua fría?

Iona se encogió de hombros.

—No lo sé. Me bastaría con que dejaran de dar esos gritos. ¿Sabes qué es lo que les pasa? —Se puso de pie, caminó hasta el arcén, cogió la primera jarra y llenó cuatro vasos.

Asdrúbal, bañado en lágrimas, hizo un gran esfuerzo para sentarse y estirar la mano. Iona le dio un vaso. El púnico lo vacié de un trago, entre hipidos, volvió a reír, se atraganté y derramó una lluvia roja sobre Antígono.

—Meteco —dijo jadeando—. Comienza. Creo que ya no puedo más. Tenemos que contarlo, de lo contrario voy a reventar.

Antígono se arrastré hasta el arcón, cogió un vaso, se levantó lentamente, como apoyándose en el vaso. Con zancadas de cigüeña se acercó a las mujeres, se inclinó, alcanzó el vaso a Tsuniro, resopló y cogió el cuarto vaso. Vio que Asdrúbal estaba echado boca arriba, riendo para si; llegó hasta él con dos pasos y se dejé caer pesadamente, quedando ahorcajado sobre el pecho del púnico.

—Había una vez —dijo Antígono.

—Oh —interrumpió Asdrúbal.

—Un ojete con ribete de oro.

—Ah.

—Y los muchachos Asdrúbal…

—Oh.

—…y Antígono…

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