Antígono torció los ojos.
—Estropeas la noche que hemos pasado al mencionar ese nombre.
—A pesar de ello, Aníbal dijo una vez que él había leído el nombre que escribiste en la carne de Hannón. Pero no quiso explicar que quería decir con eso.
Antígono se sentó derecho.
—¿Eso ha dicho? ¡Demonio negro!
—¿Qué quería decir, amigo?
—Hannón el Grande murió a los pies de su dios, como convenía. Yo no escribí nada en su carne.
Elisa le puso las manos en las mejillas; sus ojos negros absorbieron toda la fuerza con que el viejo comerciante podía mentir.
—Entonces se dijo que el dios Baal, en su gracia infinita, había hecho reventar el corazón de su sumo sacerdote. Yo siempre odié a Hannón, y me entristece ese honroso final —dijo Elisa.
Antígono suspiró y puso sus manos sobre las de Elisa, que seguían sobre sus mejillas.
—Aunque se me concedieran setenta y dos años más, nunca podría llegar a comprender a los púnicos. Ni a las púnicas. Tú, recipiente de todo el amor y la belleza, ¿puedes odiar?
Luz negra brotó de los ojos de la mujer.
—Oh, Elisa —dijo el heleno muy despacio—, ¿entiendes el idioma del templo? ¿El antiguo fenicio, como era antes de transformarse en el deteriorado púnico?
Ella asintió; sus grandes ojos estaban repletos de interrogantes.
—El más inmisericorde de todos los púnicos, uno de los personajes más siniestros que la musa de la historia ha ideado jamás, Hannón, apodado el Grande, se llamaba Khenu.
—El misericordioso, la gracia, lo sé. —Una luz de comprensión brilló detrás de sus ojos.
—Era sumo sacerdote de Baal, el más inmisericorde de todos los dioses inventados por los púnicos. Yo me ocupé de que Hannón y Baal se reunieran en la muerte. Ese es el nombre que escribí no en su carne, pero sí con su carne.
Lentamente, asombrada, Elisa dijo:
—Hannón Baal (Khenu Baal) Aníbal.
—Gracia de Baal.
Ella quitó las manos de las mejillas del heleno, cogió sus manos, las apretó casi con furia.
—Y, ¿como… como lo hiciste?
Antígono suspiró, cerró los ojos, habló de la noche de lluvia y el tofet. Cuando acabó volvió a abrir los ojos y la miró.
Elisa echó la cabeza hacia atrás, mostrando los tendones de su delgado cuello. Rió, rió a más no poder, tomó aire, volvió a reír. Después se inclinó hacia delante y le besó las manos.
En Kart-Hadtha tuvo lugar otra ceremonia fúnebre, que se había aplazado hasta ya no admitir mayores dilaciones. Salambua, hija de Amílcar y Kshyqti, viuda de Naravas, hermana de Aníbal, Asdrúbal, Magón y Sapaníbal —la primera esposa de Asdrúbal el Bello, muerta hacía mucho tiempo— había muerto por exceso de gordura y estancamiento del espíritu, de su corazón grande y dulce, que, sepultado bajo la áspera lengua, ya no encontraba ningún refugio, nada a donde dirigir su cariño.
En la reunión de la Asamblea Popular celebrada para elegir a los nuevos sufetes, Asdrúbal el Carnero instó a los ciudadanos de pleno derecho a que no eligieran de ninguna manera a Aníbal. Les presentó a los candidatos apoyados por el Consejo, dos consejeros de las filas de los «Viejos», que últimamente se llamaban a si mismos pacifistas y amigos de Roma. Aníbal, quien había convencido de que se presentara como candidato a su viejo amigo, oficial y subordinado Bonqart, también miembro del Consejo y descendiente de una vieja y rica familia, dio un discurso breve, mordaz y fulminante. La plaza situada frente al edificio del Consejo estaba repleta; la anunciada candidatura del antiguo estratega había atraído al ágora a más ciudadanos con derecho a voto que ninguna otra elección anterior.
—Asdrúbal, a quien llamamos el Carnero porque apesta y deshonra a vuestras hijas tan a menudo como puede; Asdrúbal, que lloró en el Consejo cuando hubo que pagar los primeros doscientos talentos a Roma; Asdrúbal, que me ha llamado frívolo y desconsiderado con las lágrimas de otros, porque me río de sus lágrimas; Asdrúbal, a quien aquella vez dije que debía haber llorado cuando nuestros quinientos barcos de guerra ardieron en llamas, y con ellos nuestra libertad; Asdrúbal el Carnero, amigo de Roma, que cada luna envía un informe al Senado romano; Asdrúbal, que pasó largos años sin hacer nada para defender nuestras fronteras ensangrentadas por Masinissa; Asdrúbal, que pronto necesitará que la mano de un romano lo ayude hasta para mear; Asdrúbal el Carnero, quien ha convertido vuestra sangre en su plata, vuestras lágrimas en su oro, vuestro sudor en sus piedras preciosas; Asdrúbal el Apestoso, cuya gente lleva años dejando que la ciudad se hunda, se suma en la miseria, sea pasto para ladrones y salteadores que por las noches se enriquecen a costa de vosotros, igual que Asdrúbal lo hace de día; ¡ese Asdrúbal, ciudadanos de Kart-Hadtha, quiere ahora deciros por quién debéis votar!
Hizo una pausa. Su poderosa voz había llegado a las decenas de miles de ciudadanos agolpados en la plaza. Asdrúbal, a unos cuantos pasos de distancia de Aníbal, cruzó los brazos y luego volvió a dejarlos libres; su rostro tenía el color de una maligna puesta de sol.
El tono de voz de Aníbal, hasta entonces incisivo, se hizo suave, casi triste.
—Ha habido otros hombres que llevaban el nombre de Asdrúbal. Para encontrarlos no tenemos que retroceder mucho en la historia de Kart-Hadtha, en una historia gloriosa que los sucios dedos de este hombre se han encargado de manchar. El estratega Asdrúbal, que luchó contra Timoleón en Sicilia. Asdrúbal el Bello, que, junto con Amílcar el Rayo, puso fin a la Guerra Libia y conquistó Iberia, y, después de la muerte de Amílcar, fue durante ocho años un gran estratega de Libia e Iberia, protegió a la ciudad, estimuló el comercio, cerró un buen tratado con Roma, que los romanos después rompieron. Asdrúbal, hijo de Amílcar, mi hermano, que a pesar de los obstáculos puestos por Hannón y sus correligionarios luchó valiente y diestramente en Iberia y Numidia, marchó hacia Italia cruzando los Alpes y cayó como un gran estratega en una gran batalla, siendo honrado incluso por los romanos. Pero este Asdrúbal —se volvió hacia el líder de los pacifistas, extendiendo los brazos— deshonra a vuestras hijas, a la ciudad y al nombre que hombres mejores que él han llevado de mejor forma. Sobre los cabezas de chorlito a los que ha propuesto para ocupar los cargos más altos de Kart-Hadtha prefiero no decir nada.
»Vosotros me conocéis. Sabéis qué he hecho durante los años de guerra. Pero no os hagáis falsas esperanzas. Si nos elegís a Bonqart y a mí no habrá guerra. Roma es demasiado fuerte, Masinissa es demasiado poderoso. Los titubeos del Consejo me hicieron perder la guerra. Con vuestra ayuda, ciudadanos, contra el Consejo y el Tribunal de los Ciento Cuatro, intentaré ganar la paz. La ciudad y el país deben poder respirar de nuevo; vosotros debéis poder volver a dormir en noches tranquilas; todos nosotros tenemos que poder trabajar otra vez para obtener ganancias seguras que no terminen en los bolsillos de funcionarios corruptos, sino que nos ayuden a todos nosotros y a la ciudad. Durante los últimos años he viajado mucho; sé que de cada cinco
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que se pagan como tasa aduanera en un puerto púnico, sólo uno llega al tesoro de la ciudad. Y también sé adónde van a parar los otros cuatro. Le cortaré la mano al que se apropie del dinero que tanta falta le hace a la ciudad. Protegeré las fronteras, para que nuestras ricas fincas y plantaciones puedan trabajar sin preocupaciones y sin saqueos. Protegeré a las ciudades que se encuentran entre Acola y Sabrata, que están infestadas de piratas y salteadores de caminos, para que el comercio y los impuestos puedan fluir. Además, debemos utilizar nuestros diez barcos de guerra, y las ciudades deben poseer pequeñas tropas. Escucho a los consejeros lanzar ayes; las tropas cuestan dinero, es cierto. Pero cuestan menos que los asaltos a las aduanas y el robo de los tributos.
Hizo otra breve pausa; luego sonrió.
—Y ahora basta de hablar. Sólo quiero pediros una cosa más. Cuando hagáis vuestra elección, pensad a quién y qué estáis eligiendo. Si nos elegís a mí y a Bonqart, por favor, quedaos un momento después de la elección, pues los nuevos sufetes quieren proclamar dos nuevas leyes muy importantes. Naturalmente, si nos elegís, no asumiremos el cargo hasta el inicio del nuevo año, pero, independientemente de quiénes sean los sufetes, las leyes las hacéis vosotros, el pueblo.
Tras oír el discurso y las inequívocas manifestaciones de la multitud, Antígono supo qué resultado tendría la elección. El heleno estaba sentado en la primera planta de una taberna del ágora, desde donde tenía una visión panorámica de la plaza; se preguntaba qué estaría tramando Aníbal. En ninguna de las conversaciones que había sostenido con él había hablado de una nueva ley que seria sometida a aprobación de inmediato.
La multitud se arremolinó de forma caótica, hasta dividirse en dos grupos. Los sufetes en funciones, que dirigían la elección, renunciaron a contar las cabezas. Frente a los candidatos propuestos por Asdrúbal el Carnero, a uno de los lados del edificio del Consejo, quedaba mucho espacio libre; alrededor de una séptima parte de los ciudadanos se había colocado allí; todos los demás estaban al otro lado, frente a Aníbal y Bonqart.
Tras las habituales invocaciones a los dioses y la proclamación del resultado, Aníbal y Bonqart agradecieron la elección a los ciudadanos; después, el antiguo estratega retomó la palabra.
—El verano llega a su fin; dentro de veinte días empezará el nuevo año. Los proyectos que pondremos en práctica juntos volverán a llenar las desvalijadas arcas de la ciudad, lenta y continuamente. Harán posible que podamos pagar a Roma los doscientos talentos anuales sin que los ojos se nos llenen de lágrimas. Veréis mejoras rápidamente, pero no de inmediato. Harán falta dos o tres lunas para que las nuevas medidas rindan sus frutos, pero para poner en práctica nuestros planes la ciudad necesita dinero en seguida. ¿Quiénes de vosotros poseéis más de cincuenta
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? No hablo de herramientas ni de propiedades que valgan esa cantidad, sino de dinero.
Debían ser unos dos mil de los más de cuarenta mil; dos mil brazos se habían levantado.
—Bien. Ésta es la primera nueva ley para la que os pido vuestra aprobación, ahora, inmediatamente. Vosotros sabéis que no soy avaro. En la guerra, cuando el Consejo no quería costearme tropas, gasté por vosotros nueve décimas partes de la fortuna adquirida por mis antepasados. La mitad de la décima parte restante la entregaré al tesoro de la ciudad. A vosotros os pido una ley según la cual todo el que posea más de cincuenta
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entregue a la ciudad la centésima parte de su fortuna, como impuesto de emergencia.
Esperó, sereno y en apariencia completamente impasible, hasta que el barullo hubo cesado. Los consejeros presentes en la elección agitaban los brazos y vociferaban.
—Sé que los ciudadanos de Kart-Hadtha nunca han tenido que pagar impuestos, pero la ciudad nunca ha estado en tan mala situación. Yo propongo esa ley; lo mismo Bonqart. Hemos pensado cómo se puede cobrar ese impuesto de manera justa y sin perjudicar a los ciudadanos ni a la ciudad. Si estáis de acuerdo, las corporaciones y gremios de Kart-Hadtha elegirán a cien hombres honestos que sepan leer y escribir, conozcan y respeten las leyes y no se dejen sobornar. Esos cien hombres asesorarán al tesorero. Quien no quiera declarar sobre su fortuna, o haga una declaración poco creíble, deberá someterse a una tasación hecha por los Cien. Los grandes negocios o bancos que no pertenezcan a una persona, sino a muchas, no pagarán sobre su fortuna, de la cual no pueden disponer, sino sobre sus ganancias; la décima parte de las ganancias obtenidas durante el año que ahora termina.
Sufetes, consejeros y los miembros del Tribunal de los Ciento Cuatro que estaban presentes deliberaron, pero en vano. Los sufetes recién elegidos habían propuesto una ley sin precedentes, que rompía con las tradiciones y costumbres, pero las leyes de la ciudad les dejaban abierta la posibilidad de hacer esa propuesta.
La votación demoró un largo rato. No porque hubiera dudas sobre el resultado, que era tan claro como el de la elección de los sufetes, sino porque consejeros y jueces corrían una y otra vez hacia la multitud, hablaban, maldecían, prometían. Pasó casi una hora hasta que Aníbal y Bonqart pudieron someter a votación la segunda ley; ley que casi equivalía a un cambio de régimen.
La voz fría de Aníbal trataba el proyecto como si fuera cosa de todos los días.
—Los trescientos señores del Consejo son elegidos entre los miembros de las familias más antiguas y ricas de la ciudad. Treinta de ellos forman el Consejo de Ancianos. Con los que no pertenecen a los Trescientos Grandes, pero se acercan a ellos, se constituye el Consejo de los Ciento Cuatro: los jueces que salvaguardan nuestras leyes. El Consejo y los Ciento Cuatro determinan la composición de las comisiones de cinco miembros que deciden sobre asuntos particulares de importancia, supervisan las recaudaciones aduaneras, cuidan de la seguridad ciudadana, etcétera. Puede ser que entre ellos haya hombres decentes —grandes carcajadas—, pero que algunos ricos sean seleccionados para desempeñar altos cargos de por vida, y que al morir sean sucedidos por otros ricos, es algo que a Bonqart y a mi nos parece… hmm, si, poco inteligente. Los ricos y sabios han dirigido diestramente a Kart-Hadtha durante mucho tiempo; también han cometido errores, como cualquier ser humano. Pero la ciudad y el país no están compuestos únicamente por hombres ricos y sabios. Por eso proponemos que vosotros, los ciudadanos de Kart-Hadtha, elijáis en los barrios, los gremios, las corporaciones, los comités laborales, a mil hombres justos y honrados que sepan leer y escribir y que conozcan y respeten las leyes. Esos mil hombres se presentarán ante vosotros el día posterior a la toma del cargo de los nuevos sufetes. Entre esos mil hombres elegiréis, vosotros, a los Ciento Cuatro jueces, y el cargo no será vitalicio, sino que se renovará cada año. Durante el período en que desempeñen su cargo, los jueces recibirán un sueldo pagado por la ciudad, para que no tengan que aceptar dinero de otros ni tengan que pasar hambre. Pasado un año dejarán el cargo y se elegirá a otros. Nadie podrá ser elegido dos veces. Si aprobáis esta propuesta, los actuales Ciento Cuatro cesarán sus funciones el día en que los nuevos sufetes asuman su cargo.
Corrían unos calurosos días de principio de otoño, pero no era el sol lo que hizo hervir a toda la ciudad hasta el comienzo del nuevo año y mucho después. Empezó la cruel guerra de la paz. Pocos días después de asumir su cargo, los nuevos sufetes presentaron al Consejo y los nuevos jueces montañas de pruebas contra funcionarios aduaneros, supervisores de aduana y hombres de la administración aduanera, miembros de diferentes pentarquías y miembros del supremo Consejo de Kart-Hadtha que se habían dejado sobornar. El impuesto sobre las fortunas particulares produjo casi tres mil talentos sin perjudicar a nadie ni provocar malestar. Los sufetes encargaron a un experimentado suboficial de la Guerra Romana, Adérbal, la formación de un ejército fronterizo de seis mil soldados de a pie y mil jinetes, reforzaron y depuraron las tropas de vigilancia de la ciudad, exhortaron a los gremios a que formaran milicias ciudadanas en los diferentes barrios. Con los diez trirremes y tripulaciones escogidas, Bonqart emprendió un rápido ataque contra los piratas de Sirte; se emplazaron tropas en las ciudades, y centros comerciales púnicos situados entre Takape y Filenón.