Empezó la hora del Carnero. Asdrúbal regresó a Kart-Hadtha a bordo de una pentera romana; desde Lilibea el barco fue seguido por otros veinte, para ilustrar el mensaje del Senado. Pero el
Alas del Céfiro
ya había zarpado. Yo había recibido las cartas del traidor Sosilos y del romano Torcuato por la mañana, en el Banco de Arena. Preparamos todo en tres horas. Bomílcar alistó la partida y mandó subir a bordo las cosas que me eran más queridas —rollos de papiro escritos, fragmentos con anotaciones mías, la valiosa espada de Memnón. Y monedas. Bostar y yo redactamos un tratado según el cual todos los bienes del banco y de sus empresas que se encontraban sobre territorio púnico pasaban a propiedad de Bostar. El, dijo, quería observar los próximos acontecimientos y luego intentaría vender todo poco a poco para trasladarse a otro país. Pero los señores del Consejo y las musas del azar y la historia no lo quisieron así.
Aníbal y Bonqart se encontraban en el edificio del Consejo. Comprendieron de inmediato. Sin tomar grandes precauciones, entregaron la dirección de los asuntos oficiales a dos hombres del tribunal de los Ciento Cuatro. La mujer y los hijos de Bonqart se encontraban en Sikka; él no seria extraditado, pero sabía lo que le pasaría tan pronto Asdrúbal el Carnero y su gente, apoyados por espadas romanas, empezaran la gran depuración. Hacia el mediodía salió de la ciudad a caballo; unos días después llegó a Sikka, y con su mujer, sus hijos y los bienes transportables, acudió a Masinissa, quien lo recibió generosamente.
Aníbal cabalgó por la «lengua» hacia el sudeste. Yo le propuse que partiera conmigo a bordo del
Alas
y, una vez en Thapsos, enviara hombres de confianza a Elisa. Pero él albergaba ciertos temores y pensaba que a caballo, cambiando varias veces de caballo, llegaría más rápido a Byssatis.
Tenía razón; no obstante, llegó demasiado tarde. Asdrúbal el Carnero se sirvió de las almenaras construidas por Aníbal para, desde Kart-Hadtha, ordenar que se dirigieran a la finca de Aníbal a los esbirros de las patrullas ciudadanas de Thapsos, Acola y Kartudun; no a las guarniciones emplazadas en las fortalezas de esas ciudades, pues éstas estaban entregadas al antiguo estratega.
Los esbirros, armados y encabezados por un púnico llamado Mutúmbal, llegaron en mitad de una noche. Cuando Aníbal llegó a su finca ya había pasado todo, los esbirros se habían marchado, la finca había sido saqueada e incendiada, seiscientos viejos soldados, mujeres, niños y ancianos habían sido muertos a espada.
Daniel fue colgado de los pies; después le habían abierto el vientre y lo habían dejado morir. Elisa… Espero que haya sucedido en este orden y rápidamente. Elisa, almendras y cinamomo y el viento de la noche golpeando en velas de seda, Elisa fue decapitada, le abrieron el vientre, sacaron al niño, un varón al que faltaba menos de una luna para nacer, y lo descuartizaron.
Aníbal llegó al
Alas
, anclado a unas leguas frente al puerto de Thapsos, en una pequeña barca. Llegó con cinco viejos hoplitas libios. Llegó con las entrañas convertidas en piedra. Y llegó con un tonel; éste fue atravesado con clavos; entre las púas gritó y gimió Mutúmbal, el jefe de los esbirros. Zarpamos, y a mitad de camino entre Thapsos y Querquenna nos topamos con peces grandes y voraces. Dos horas después de la salida del sol atamos una cuerda de cuero alrededor del torso de Mutúmbal y tiramos al esbirro por la borda. Lo sacamos varias veces del agua, pero se iba disminuyendo su cuerpo. Su muerte fue demasiado dulce y rápida; a primera hora de la tarde arrojamos a los peces los gimientes restos.
En el puerto de Querquenna flotaban mercantes. Y un barco de vigilancia púnico cuyo capitán ya sabía que se estaba buscando a Aníbal. El antiguo estratega y antiguo sufete subió a bordo del barco de vigilancia con un ánfora del mejor vino sirio e invitó a beber al capitán y los comerciantes. El sol era abrasador; se izaron las velas y se colocó un toldo sobre la cubierta de popa. Poco antes de la puesta del sol Aníbal se levantó y fue a buscar más ánforas; una vez a bordo del
Alas
dio la orden de zarpar. Cuando los mercantes y el barco de vigilancia pudieron volver a bajar las velas ya nos había envuelto la noche.
Roma se olvidó de mi; el banquero Antígono de Cartago se había convertido en el comerciante Antígono en algún lugar del Este de la Oikumene, y, como ya no asoldaba más ejércitos púnicos, había perdido toda importancia; por eso sería adecuado hacerlo desaparecer también de este resumen.
Aníbal se dirigió a Éfeso, donde Antíoco el Grande había reunido a la corte y la plana mayor y estaba deliberando, preparando, dejando de lado y transformando todos los grandes planes futuros. Antes el púnico se había detenido en Tiro, la madre de Kart-Hadtha; los fenicios lo honraron como al más grande hijo de su pueblo, lo agasajaron como a un rey, le rindieron todos los honores que Kart-Hadtha le había negado. Y lo aburrieron terriblemente.
Antíoco tenía la mirada puesta en la Hélade, en las ruinas de pequeñas ciudades que se hacían la guerra unas a otras y en ciudades marginales venidas a menos, como Esparta y Atenas. Dos años antes, legiones romanas bajo el mando de Quinto Flaminio habían aniquilado a la falange macedonia en Kinoskefalai, obligando a Filipo a cerrar la paz, pagar mil talentos de plata y entregar la flota macedonia. En Asia quedaban, además de numerosos pequeños Estados, la mayoría de los cuales estaban en parte o totalmente sometidos a los seléucidas, Bitinia, Pérgamo y Rodas, estado pequeño pero militarmente poderoso y protegido por una gran flota. El año anterior había fracasado un intento de Antíoco de tomar Kypros; y la tensión entre Roma y el seléucida se había intensificado al cruzar Antíoco el Helesponto con dirección a Tracia.
Antíoco recibió al gran estratega con honores; Roma tenía un nuevo motivo para inquietarse y temer. Rumores infundados habían hecho que la potencia militar más grande de la Oikumene occidental exigiera la extradición del sufete, que supuestamente se había puesto de acuerdo con Antíoco para luchar contra Roma; así, fueron los propios romanos quienes empujaron a Aníbal a la corte del soberano de la principal potencia militar del Este de la Oikumene, quien discutió con el púnico sus planes de guerra contra Roma. La sospecha hizo realidad el motivo de la sospecha.
Antíoco el Grande: demasiado pequeño para el nombre, pequeñísimo para aquel imperio y sus posibilidades. Dos años antes del asesinato de Asdrúbal el Bello había comenzado su reinado; cuatro años antes de la muerte de Aníbal, un año después de terminada la guerra contra los romanos, fue muerto durante el saqueo de un templo de Baal en Susa; ciertamente, un final regio y adecuado. Cuando Aníbal llegó a Éfeso, Antíoco gobernaba, no tiranizaba, sobre un sinnúmero de personas y territorios, desde el Helesponto hasta el mar Arábigo, desde el país de los judíos hasta las fronteras de la India: satrapías cuya lealtad hacia el soberano siempre debía ser puesta en tela de juicio. La riqueza del imperio beneficiaba al pueblo bastante más que en el Egipto lágida, donde todo el oro redundaba únicamente en provecho del rey; sin embargo, una muy buena parte del tesoro quedaba a disposición de los derroches de Antíoco. Derrochó a sus gigantescos ejércitos en absurdas guerras por aldeas construidas con hojas de palma y por pozos secos; no utilizó su oro para afilar las hojas de las espadas, sino para adornar los yelmos de sus jinetes; y, finalmente, en la única guerra sensata que emprendió desperdició los consejos, los planes y la ayuda del hombre que hubiera podido ganarlo todo para él.
Tres años pasados en Éfeso y otras ciudades y plazas fuertes del gigantesco imperio, tres años en los que Aníbal, primero, intentó persuadir al seléucida de no hacer la guerra contra Roma, y, luego, como Antíoco seguía empeñado en acudir a las armas, le aconsejó formas determinadas de dirigir la guerra. Antíoco era de miras estrechas; quería restablecer el imperio de Alejandro y unir a la Hélade, pero no veía que esa guerra tendría que realizarse en, y contra, Italia. Como antes los consejeros púnicos, tampoco Antíoco comprendía que una guerra contra Roma no podía limitarse a ser un enfrentamiento localizado.
Para preparar la gran campaña, Antíoco cerró una paz de mutuo acuerdo con Egipto y casó a su hija Cleopatra con el quinto Ptolomeo. Un año después de la huida de Aníbal de Kart-Hadtha, las tropas del gran rey cruzaron una vez más el Helesponto y conquistaron Tracia —los romanos se habían retirado a la Hélade el otoño anterior—. Enviados del seléucida cabalgaron a Roma, donde explicaron al Senado los planes de Antíoco: unir a los helenos sin constituir una amenaza para Roma. El Senado respondió que cualquier cosa que pasara en la Hélade era asunto de Roma, y no de un seléucida.
Más o menos en esa época, Aníbal envió mensajes a Kart-Hadtha con el tirio Harashty, llamado Aristón por los helenos; Asdrúbal el Carnero se enteró. Harashty pudo eludir la prisión y consiguió escapar de la ciudad. Gracias a él supimos más detalles de la situación en que se encontraban el banco y la fortuna bárcida. Todo había sido embargado, confiscado, puesto bajo la administración del Consejo. Habían incendiado el palacio de Megara, como antes hicieran con la finca de Byssatis; los negocios del banco serían liquidados en favor de la ciudad. Al viejo Bostar lo obligaron a realizar trabajos sucios; estaba bajo fuerte vigilancia, pasaron dos años hasta que pudo enviarme un mensaje por primera vez.
Pero el mal éxito del viaje de Harashty no preocupó especialmente a Aníbal; Kart-Hadtha y su importante poderío económico se pondrían del lado de Antíoco cuando Roma empezara a tambalearse.
Y éste era su nuevo, grande y convincente plan: Antíoco el Grande, libertador y conciliador de todos los helenos, desembarcaría en la Hélade y ocuparía y construiría posiciones de defensa contra un ataque romano. Aníbal y mensajeros nombrados por él harían el resto. Los campos del sur de Italia, devastados y desolados, yacían yermos o eran cultivados por esclavos; el levantamiento de esclavos producido en Etruria aún no había sido sofocado completamente; no tardarían en estallar levantamientos en Apulia, que podrían ser atizados. Las ciudades de Italia y Sicilia fundadas y habitadas por helenos murmuraban y refunfuñaban contra los opresores romanos. La guerra celta al pie de los Alpes aún no cesaba; los ilirios soñaban con recuperar la libertad. Pequeños levantamientos en Iberia podían, con el hombre y los medios adecuados, convertirse en una gran guerra. Roma dominaba sólo con la espada, pero las legiones eran tropas de ocupación odiadas incluso en los campos que rodeaban la ciudad, las brechas abiertas en la alianza latina se habían hecho aún más grandes y profundas después de la guerra contra Aníbal.
Y esto no era sólo una opinión de Aníbal; todos los espías y viajeros confirmaban estaba valoración: Roma se encontraba en peor situación que cuando Kart-Hadtha llamó a su estratega a Libia para que defendiera la capital. En Iberia, emisarios inteligentes provistos de suficiente dinero podían no sólo provocar un gran levantamiento, sino también reclutar soldados adicionales; lo mismo entre los celtas, ligures e ilirios. La flota seléucida para transportar a los mercenarios y como guardaflancos, diez mil soldados de a pie seléucidas, mil jinetes, unos cuantos elefantes y dos mil talentos para alistamientos o para tranquilizar a los italiotas, más posiciones defensivas firmes en la Hélade, capaces de frustrar un ataque romano rápido, y el hinchado monstruo militar que era Roma se rompería, reventaría, se desplomaría. Pero esto sólo se podía afirmar porque, por separado, todos los enemigos de Roma eran muy débiles, y entre éstos se encontraban también los latinos y etruscos.
Un gran plan, un proyecto atrevido y sencillo al mismo tiempo. Ninguno de sus puntos era inalcanzable o demasiado difícil de lograr; sin hacer llamar tropas de la parte oriental del imperio, sin reclutar nuevos soldados, Antíoco disponía de más de cien mil hombres en su ejército permanente; poseía bastante más dinero del que hacia falta para costear las propuestas de Aníbal. Pero no poseía ni la necesaria claridad de miras ni la indispensable grandeza de espíritu.
Y tenía malos consejeros. El incapaz estratega Thoas, quien lo ayudaba a perder rápidamente la guerra; un filósofo indeciblemente versado en cuestiones de arte militar, llamado Formión; otro charlatán cuyo nombre no está consignado. Éste afirmó una vez, con aplausos de la corte, que sólo un hombre con conocimientos universales podía ser un verdadero estratega. Aníbal rió y dijo que un estratega no se hacía únicamente contemplando las nubes y leyendo papiros, sino en el campo de batalla. Formión soltó una conferencia de una hora sobre el arte militar, que impresionó a todos sólo por lo incomprensible y extensa que fue. Finalmente, alguien preguntó al púnico qué tenía que decir al respecto. Aníbal tenía esto que decir: «A lo largo de mi vida ya me he topado con muchos charlatanes presumidos, pero éste los supera a todos».
Tras muchos titubeos y vacilaciones, Antíoco decidió poner en práctica el plan de su gran estratega Thoas y llevar a Aníbal únicamente como acompañante. El ejército marchó a la Hélade y tomó por asalto nombres altisonantes pero sin mayor importancia, en lugar de consolidar posiciones que pudieran ser defendidas. En invierno, Antíoco se hizo odiar por los helenos, debido a su arrogancia y afán de ostentación. En primavera se produjo el contragolpe romano.
Como Aníbal se encontraba con Antíoco, el Senado había supuesto que el seléucida dejaría en manos del gran estratega la conducción de la guerra. Quien no utiliza su arma más afilada, quien no quiere utilizarla, no debería empezar una guerra. Roma, en clara conciencia de sus propias debilidades y las enormes posibilidades del gran rey, pero, sobre todo, aterrada por tener que luchar nuevamente contra Aníbal, quien esta vez tenía a su disposición más y mejores medios; esta pobre, atemorizada y rapaz Roma había supuesto que Italia seria atacada de inmediato y había construido bastiones. Pero el ataque no se produjo; Acilio Glabro se dirigió hacia Iliria con las legiones, que de pronto ya no tenían que ocupar posiciones defensivas, marchó hacia Tesalia y aniquiló en las Termópilas al ejército de Antíoco, tres veces superior en número. Aníbal dio la enhorabuena al estratega Thoas después de la derrota. Considerando las fuerzas, dijo el púnico, él había visto ocho posibilidades de victoria y una de derrota; considerando el clima y el terreno, tampoco había visto más de una posibilidad de derrota, frente a once maneras de realizar fácilmente un cerco y obtener la victoria; que Thoas hubiera elegido la única formación de las tropas que conducía a perder la batalla era sin duda alguna una muestra de gran destreza.