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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (57 page)

BOOK: Aníbal
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El jefe de los «hindúes» se acuclilló junto a la fogata del heleno; era un cuidador egipcio de mediana edad. Llevaba tan sólo un taparrabos polvoriento y, sobre la frente, una cinta que hacía mucho que había dejado de ser blanca. Cuando Antígono levantó la jarra, el hombre sonrió y sacó un vaso de cuero de los pliegues de su taparrabo.

—¿Cómo están tus niños mimados?

El egipcio se inclinó, siempre en cuclillas, levantó el vaso hacia Antígono, bebió y chasqueó la lengua.

—Ah. Bien. Ambas cosas, vino y buenos amigos.

Los animales estaban tranquilos. Apenas se les podía distinguir balanceándose junto a sus estacas. El peculiar olor que desprendían cubría incluso el aroma de la madera resinosa que ardía en la hoguera.

—Qué bien que no sean elefantes grandes de Libia —dijo el «hindú».

Memnón dirigió la mirada hacia el cuidador; la trémula voz de la fogata parecía chisporrotear en sus ojos. Antígono volvió a pensar en Isis.

—¿Por qué, oh cuidadoso guardián de los elefantes? —dijo el joven médico en egipcio.

—Aníbal es astuto, como ya todos sabemos. —El hombre estaba visiblemente alegre de no tener que hablar en púnico—. Los grandes animales de las estepas libias son buenos contra los íberos. Y muy buenos contra los númidas. Pero me temo que son poco adecuados para las montañas del norte o las regiones húmedas. Además, huelen peor.

Los pequeños elefantes de los países boscosos y montañosos de la Libia púnica, de Numidia y Gatulia, estaban más acostumbrados a los caballos, y éstos a ellos. El espléndido regalo de Aristón, los poderosos elefantes de las estepas, con sus casi doce pies de altura hasta la cruz, tenían un olor distinto, y con su tamaño y su vaho habían espantado incluso a los caballos acostumbrados a entrar en batalla junto a elefantes más pequeños. El caos que crearon en las filas propias fue casi tan grande como el efecto causado sobre el enemigo íbero. Aníbal los había enviado a Kart-Hadtha en Libia. Un poco a su pesar, sin duda, al igual que los elefantes hindúes, que llegan a medir casi diez pies de altura, los gigantes libios podían llevar barquillas con arqueros en las batallas. En todo caso, Antígono era más escéptico en lo concerniente a utilizar elefantes contra las legiones romanas. Le parecía que la única tarea sensata que podían realizar los elefantes contra los recios, resistentes y bien preparados soldados de Italia era formar cuñas para romper líneas sólidas. E intentar espantar a los caballos romanos y eliminar la caballería enemiga. Pero ambas cosas las podían realizar también elefantes pequeños montados por un «hindú» y un lancero o un arquero. Estos elefantes no llegaban ni siquiera a los ocho pies de alzada, pero para los caballos itálicos serían monstruos terribles, y con los afilados cuchillos en los colmillos podían asustar también a las legiones.

—¿Cómo está el amigo particular de Aníbal?

El egipcio sonrió.

—¿Surus? Bien, bien. Ah, lo olvidaba. Fuiste tú quien se lo regaló al estratega, ¿verdad? Si tuviéramos dos, o más, seguramente habría dificultades. Pero un solo animal hindú no molesta a los libios. Ni siquiera a los caballos. —Rió para sí—. Tiene unas orejas tan pequeñas. Hace poco un corcel libio intentó mordérselas. Lo que me asombra es que a pesar de tener un solo dedo en la trompa sea tan hábil como los libios, que tienen dos.

Cuando el cuidador ya se había marchado, Memnón se inclinó de repente hacia delante. —Padre —susurró—. ¿Hasta dónde piensas seguir con nosotros?

Antígono miró a su hijo a los ojos.

—No lo sé. A decir verdad, hasta el Ródano; pero Aníbal cree que es difícil decir si Bomílcar podrá esperarme allí. Debido a los romanos y los masaliotas. ¿Por qué?

Memnón apretó su mejilla contra la de Antígono.

—Por esto. Es bueno verte a menudo.

Aníbal consiguió negociar la marcha pacífica; el ejército se arrastró como una gigantesca oruga a través del fértil paisaje de las Galias. Había sido decisivo que el estratega consiguiera hacer creer a los príncipes que no tenía ni la más mínima intención de conquistar territorios galos, y que el enemigo era Roma. Y Roma no sólo era aliada de los odiados masaliotas; Roma había avasallado, desposeído de sus derechos y matado a cuchillo a los parientes noritálicos de los celtas galos. Las relaciones de los galos con los pueblos del norte de Italia eran buenas, casi íntimas; varios príncipes galos habían estado en Italia, y muchos habían recibido visitantes procedentes de allí. Había lazos de parentesco formados por matrimonios, y como las costas de las ciudades helenas de Massalia, Atenópolis, Antípolis y Nicea estaban infestadas de aliados romanos y pobladas hasta muy al este de los territorios no celtas de los ligures, las vías de comunicación entre los celtas galos y los itálicos pasaban a través de los Alpes. Aníbal afirmó que habían discutido muchas ideas importantes con los príncipes galos.

Veintitrés días después del cruce de los Pirineos, la larga columna de marcha llegó al Ródano, aproximadamente una luna antes de que el otoño igualase la duración de las noches a la de los días. Los combates y operaciones de fortificación llevados a cabo antes de cruzar los Pirineos habían exigido casi una luna más de lo previsto, y se habían perdido al menos otros tres días debido al rodeo realizado entre el paso de los Pirineos e Iliberis —el ejército había marchado hacia el este, en dirección al mar, y luego hacia el norte, en lugar de hacerlo directamente hacia el noroeste.

A orillas del Ródano se produjo la siguiente demora. Aníbal parecía tomarse todo con calma; los oficiales que conocían el objetivo de la larga marcha y sabían aproximadamente cuánto tiempo quedaba, luchaban contra si mismos y contra este saber. Mientras las tropas no estuvieran enteradas del objetivo, no se les podría apresurar. Ya era bastante difícil hacerlas avanzar a la velocidad que llevaban. No por los jinetes; éstos podían llevar todo lo que les hacía falta a ellos o a sus caballos colgando de sus cabalgaduras dos sacos u odres atados entre sí. Llevar carros hubiera aminorado excesivamente la velocidad de la marcha; los no muy numerosos animales de carga llevaban sobre todo las herramientas de los armeros, expertos en construcciones de guerra y artesanos, además de medicinas y vendajes, y, por último, pequeñas cantidades de víveres no perecederos: uvas pasas, cecina, cecial. Todo lo demás lo cargaban los soldados, junto a sus pertrechos de guerra: puñal, espada, escudo y lanza, los hoplitas; hatillos de flechas, arcos, aljabas, hondas y piedras, los diferentes soldados de armamento ligero. Grandes bolsas impermeables de cuero con botes de parches, ropa de recambio, amuletos, recuerdos y comida para dos o tres días: trigo sin moler, fruta, pescado fresco asado, botas de cuero llenas de agua. Además, cada unidad tenía que cargar una parte de todo aquello que hacía falta para la marcha, los campamentos y el combate: molinos de trigo, picos, palas, cacerolas; cada hombre tenía que cargar dos pilotes, tela de las tiendas y estacas. Numerosos grupos de cuatro hombres cada uno cargaban jaulas hechas con lanzas y tejidos de mimbre, llenas de aves de corral; algunas unidades arreaban carneros y vacunos.

Se quería cruzar el Ródano en un punto situado a cuatro días de marcha por encima de la desembocadura y a un día y medio de marcha al norte de la colonia helena de Theline, en la cual se dividía el gran río. Cuando las tropas adelantadas llegaron a la orilla, encontraron la margen oriental ocupada por galos. Maharbal, quien capitaneaba la avanzada, envió negociadores que cruzaron la ancha y caudalosa corriente sobre una balsa.

—Uolcos —dijo Maharbal en la reunión nocturna—. Comercian con Massalia y no quieren dejarnos pasar.

Antígono había dado una larga caminata por el campamento para desentumecer las piernas, cansadas del caballo. Se había extraviado en medio del barullo de personas, tiendas, hogueras, montones de armas, pilas de provisiones, mugidos, balidos, gritos, voces, relinchos, charcos de sangre y cerros de tripas apilados junto a los mataderos, donde parte del rebaño era preparado para los asadores. Sólo ahora llegaba a la hoguera del estratega.

Aníbal estaba sentado en el suelo; sobre las rodillas tenía algún tipo de lista redactada por Sosilos. El espartano estaba arrodillado a su lado.

—Magón. Itubal. Gulussa. Vosotros cogeréis doscientos jinetes y trescientos libios cada uno. Magón irá río abajo, Itubal hacia el noroeste, Gulussa río arriba. Portaos lo mejor posible, por favor; esto último vale para todos. Ya tenemos suficiente con los enemigos del otro lado del río. Necesito todos, realmente todos, los botes, barcas, barcos y material de construcción que haya en las aldeas. Compradlo o tomadlo prestado, prometed lo que queráis, siempre y cuando podáis cumplirlo. Pero traed todo.

—¿Cómo quieres cruzar? —Magón, con la espalda apoyada en un fardo de equipaje, miraba fijamente a su hermano.

—Aún no lo sé. Pero tenemos que pasar al otro lado, como ya sabéis.

—¿Y los elefantes?

Aníbal pestañeó, obligado por la hoguera.

—Ah, Tigo. Sí, los elefantes. Ya se nos ocurrirá algo. ¿Cuándo nos dejarás?

Antígono titubeó. Pensaba en el campamento, los hombres, los animales, el ancho río y los enemigos que esperaban en la orilla opuesta.

—Creo que cuando todo esté en la otra orilla. Esto tengo que verlo. Un espectáculo como éste no puede verse todos los días.

La tarde siguiente, cuando llegaron las primeras maderas, obreros y soldados comenzaron a construir balsas y a ahuecar troncos fuera de la vista de los uolcos, ocultos tras tiendas y árboles que crecían en la orilla. Aníbal volvió a enviar negociadores a la orilla opuesta, prometiendo oro y plata a los uolcos; en vano. Durante todo el día estuvieron llegando al campamento soldados rezagados. El segundo día de descanso forzoso, pero bien recibido por los hombres, se pasó revista a la tropa. De esta revista resultó que el ejército contaba todavía con aproximadamente treinta y nueve mil soldados de a pie y algo menos de nueve mil jinetes.

Hannón, el hijo del antiguo jefe Bomílcar, se puso en marcha la noche del tercer día, rumbo al norte. Los jinetes de Gulussa habían explorado la orilla del río y averiguado de los nativos diversos detalles sobre la región que se extendía río arriba. Aníbal dio instrucciones precisas; Hannón no cesó de sonreír mientras las recibía.

El cuarto día, las barcas compradas y las balsas y canoas construidas que se encontraban tanto río abajo como río arriba, además de las construidas en los talleres ocultos, fueron llevadas a la orilla; los uolcos salieron de su campamento entre gritos y cánticos de batalla y se apostaron en la margen oriental del Ródano. Pero no ocurrió nada. Una y otra vez, íberos y libios subían a algunas barcas, remaban hasta la mitad del río y daban la vuelta; la corriente los empujaba hasta muy por debajo del campamento. Mientras el resto de las tropas dormía, íberos acompañados por portadores de antorchas arrastraban las barcas dos o tres estadios río arriba, observados por los uolcos, quienes no pudieron descansar mucho esa noche.

En la mañana del quinto día Aníbal ordenó a los hombres que subieran a todas las embarcaciones: lanceros en las balsas más grandes, en la popa de las cuales se habían atado las riendas de los caballos para que éstos nadaran tirados por las balsas; soldados de a pie en las pequeñas barcas y canoas. Los trasnochados uolcos se agolparon en la otra orilla, agitando sus armas y desafiando a las tropas de Aníbal a que entraran en combate de una vez por todas.

Al norte del campamento de los uolcos una delgada columna de humo cortó el cielo azul plateado de la mañana, luego cesó, volvió a levantarse, volvió a cesar y cambió de color, como si hubieran echado leña húmeda al fuego. Aníbal subió a una gran barca, levantó la espada y señaló la orilla oriental. Quizá dijo algo, pero fue inaudible. El río corría rugiendo. Al otro lado los uolcos rugían, gritaban, cantaban, pataleaban y agitaban los brazos, golpeando las espadas contra los escudos. Caballos relinchaban al nadar arrastrados por las barcas de Aníbal; remeros luchaban contra la corriente dando gritos a un ritmo sostenido. En las barcas y balsas debía haber alrededor de cuatro mil soldados, algunos de pie y otros sentados; la gran masa del ejército púnico se había agolpado en la orilla y alentaba a los hombres que iban en las embarcaciones. Antígono había trepado a un sauce y ahora estaba ahorcajado sobre una rama, tapándose los oídos con las manos.

Hannón, y con él tres mil libios y mil catafractas íberos, habían realizado una marcha forzada nocturna río arriba. Cruzaron el río en un punto situado a doscientos estadios del campamento. Allí la orilla opuesta no estaba vigilada. En el medio de la corriente se levantaba un islote. Los hombres construyeron balsas; muchos simplemente cruzaron a nado los dos trechos del río, cogiéndose de odres o hatillos de madera. Tras el necesario descanso, el cuarto día reemprendieron la marcha, esta vez río abajo. Luego hicieron las señales de humo acordadas.

Los uolcos se llevaron una gran sorpresa. La primera barca, con Aníbal en la proa, estaba todavía a treinta pasos de la orilla cuando los jinetes de Hannón, cada uno con un soldado de a pie en la grupa, cargaron contra los galos, que seguían en la orilla. Los libios que venían detrás ocuparon el campamento, y las tropas de Aníbal completaron el cerco.

El encargado del abastecimiento organizó la siguiente fase del cruce del río, tal como Aníbal había mandado. Aun antes de que los uolcos pudieran huir —los que habían sobrevivido a la tenaza púnica—, empezaron ya los preparativos para embarcar el bagaje. Asdrúbal ordenó amontonar en la orilla las piezas de equipaje mas ligeras, primero, y las más pesadas, después, y mandó dividir en grupos pequeños a las reses que aún quedaban. Luego se dio una pausa para tomar aliento; tenía la frente arrugada, las comisuras de los labios curvadas hacia abajo y la mirada fija en el tumulto de la batalla, que ya llegaba a su fin. Aníbal no estaba a la vista; probablemente se encontraba en la parte más densa del combate.

—Esto tiene que terminar —dijo Asdrúbal cuando Antígono le rozó el codo.

—¿Qué? ¿Las batallas?

El canoso púnico sacudió violentamente la cabeza.

—No, ¡bah!, absurdo. Eso sería un sueño. No. que el estratega se mezcle en ellas.

—Tiene que ser así. Hay situaciones en las que los hombres sólo le siguen a él. Asdrúbal escupió al agua de la orilla.

—Es cierto, Tigo. Hoy era uno de esos días, y eso no se puede evitar. Pero…cuando hayamos llegado al otro lado (a nuestro objetivo final, quiero decir, no al otro lado del río) él será el único que pueda moverlos o mantenerlos unidos. Aquí todavía podemos regresar si un celta lo coge, pero en… Es el mejor guerrero de cuantos he visto; y también he conocido a Amílcar. Pero, a Aníbal no se le puede reemplazar. ¡Simplemente no puede participar en esas peleas!

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