Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
âEstás como un tren, Mari Loli.
âVenga, ya, Toni; si tendrÃa que ponerme a dieta... âle dijo Mari Loli con zalamerÃa.
â¿A dieta? Si estás buenÃsima asÃ.
Mari Loli se esponjó, se sintió... se sintió una mujer. Llevaba tanto tiempo siendo transparente para Manolo... La sorprendÃa que un hombre la estuviera viendo y hasta le echase un piropo. ¡Ayseñor! Por ser tan majo y ponerle la moral a flote, le hubiera dado un beso a Toni. O le hubiera revuelto un poco el pelo.
No hizo nada de eso. Se metió un puñado de kikos en la boca y le sonrió amablemente. Toni se acercó bastante, pero no lo suficiente para que ella pudiera llegar a notar su olor. ¡Lástima! Le habrÃa gustado saber a qué olÃa. Ya no habÃa tiempo para eso: en un instante en su caja, la rápida, se habÃa formado una cola muy larga. No podÃa despistarse. Mari Loli hizo un gesto con la cabeza a Toni Delirio, que adiós, anda, que tengo faena. El Delirio se fue con la sonrisa puesta, para variar. Satisfecho de él y de la vida en general.
â¿Cómo vas, nena? âle preguntó Flori, que habÃa sustituido a Julita en la tres.
âBien. ¿Y tú?
âVerás: el descansito de reponer productos siempre viene bien. Como una va a su ritmo...
Se calló en seguida porque las clientas no daban un respiro. Durante un rato, las dos pasaron productos por el lector del código de barras y cobraron sin decir nada. Mari Loli se zambulló de nuevo en sus pensamientos. Manolo. Manolo y la otra. La cama donde estaban Manolo y la otra. Los besos que se daban Manolo y la otra. El... ¡Bueno, vale, ya! Se puso dos puñados de kikos en la boca, masticó con rabia y mandó a Manolo y a la otra a tomar viento. Iba a dedicarse sólo a cobrar y a observar a las clientas. Como a ésa, que sólo aparecÃa por allà para comprarse un paquete de galletas tipo digesta. A juzgar por el ritmo de compra debÃa de darle a las galletas como quien le da al alcohol. Y, sin embargo, ¡menuda pinta de tranquilidad y vida plácida tenÃa Digesta...! Seguro que todo le sonreÃa.
âTu hora, nena âle sopló Florita desde la tres.
Mari Loli echó un vistazo al reloj mientras esperaba que la mujer le pagara las galletas. ¡Cómo volaba el tiempo, jobar! TenÃa que cuadrar caja en cinco minutos.
âPor cierto, ¿has llamado ya al programa de la tele, a «Usted es nuestra estrella»?
âNo.
â¿Y a qué esperas, mujer? ¿Quién sabe si no será tu gran oportunidad?
âMás adelante. Ahora no, que no estoy de humor.
âTú sabrás ârespondió Florita.
Mari Loli se metió los dos últimos puñados de kikos en la boca, dejó caer la bolsa vacÃa en la papelera y, aprovechando que el de detrás de Digesta habÃa vacilado, tiró la cadena, cortándole el paso.
âVayan a la otra caja, por favor. Ãsta se cierra.
Al salir de Cadena Dos pasó por donde Luis. La puerta metálica de la carnicerÃa estaba a medio levantar. Mari Loli se agachó y, con dificultad, se coló por debajo. Aún no estaban todas las luces encendidas.
â¿Hola? âen seguida contuvo la respiración.
Luis debÃa de andar metido en la cámara, sacando el género, por eso no la oÃa.
No pudo aguantar más la respiración; tuvo que abrir la boca. El tufillo dulzón de las piezas de carne que ya descansaban sobre el mostrador le entró por los agujeros de la nariz y le subió por la chimenea, arremolinándose y cosquilleándole las paredes. Siempre tardaba un par o tres de minutos en adaptarse al olor. Carne muerta. Sangre roja y seca. AlmÃbar rojo.
Se encendieron todas las luces.
â¡Mari Loli!
¡Pero qué amable era aquel hombre! Siempre la recibÃa como si fuera una de las personas más importantes del paÃs. ¿TratarÃa a todo el mundo con la misma dulzura? Quizás. Como era tan encantador... El caso era que ella se sentÃa como una reina en la carnicerÃa de Luis. ¡Mari Loli!, le soltaba siempre con esa ternura que parecÃan rezumar no sólo su boca sino sus ojos y sus manos, y a ella se le metÃa exactamente por detrás de la nuca, como si alguien le hiciera cosquillas con una pluma. Hombres tiernos como ése no habÃa, desde luego. Lástima que fuese tan viejo. Porque debÃa de estar en los cincuenta...
âEspera âle dijo.
Salió de detrás del mostrador y entró otra vez en la cámara. Desde que murió su mujer âya iba para cuatro añosâ, llevaba la carnicerÃa él, sin ayuda de nadie. DecÃa que no querÃa meter a desconocidos en su tienda. Que él se apañaba bien. Pues no dirÃa ella que no, pero vamos, con otra persona hubiera estado mejor. Porque, a ver, ¿quién vigilaba la tienda mientras él estaba en la cámara? Si es poquÃsimo rato, mujer, contestaba él, cuando Mari Loli le advertÃa. ¿Y el reparto de pedidos? Porque en aquel barrio las mujeres estaban muy mal acostumbradas. Que si súbame esto, que si lo otro... HabÃa mujeres que parecÃan nacidas para marquesas, ¿verdad?
âMari Loli, guapa âle dijo enseñándole un paquete que dejó en la superficie del cristal protector, sobre la carne expuestaâ, mira lo que te he guardado.
Desenvolvió el paquete. ¡Caray! ¡Un redondo de ternera ideal! Bonito y grande. Vamos que con aquello tenÃa para dos dÃas de asado, y el resto para mezclar con un poco de pollo y hacer croquetas.
â¡Ay!, Luis, no sé qué decir.
âPues no digas nada, mujer.
â¿Me dejas que te pague algo, por lo menos?
âNi hablar, ni hablar. ¿Acaso me lo habÃas pedido? No, ¿verdad? Te lo he guardado yo porque he querido.
¡Qué buen tipo era Luis!
Luis sonrió con dulzura y la miró con esos ojos claros, de ese azul despintado, bajo las pestañas tan rubias, casi invisibles. Su boca, apenas coloreada, sonreÃa blandamente, pendiente de lo que ella dijera. Su piel también era muy blanca, casi lechosa. El pelo rubio y con bastantes canas.
El carnicero ladeó un poco la cabeza, como si quisiera escucharla mejor. O como si le hiciera una carantoña a distancia, sin tocarla. Era verdad que sus ojos y su forma de hablar acariciaban. Pero acariciaban sin pasarse un pelo. No como el chulo del Delirio. Luis era más fino, aunque también mucho menos divertido, claro.
âPues muchas gracias, Luis, no sabes lo bien que me viene.
Luis hizo un gesto, para quitarle importancia. Luego preguntó:
â¿Para casa ya?
âHoy no.
El carnicero se extrañó.
â¿Y pues?
Mari Loli movió la cabeza con preocupación.
âTengo que hablar con la profesora de Manu.
â¿Hay problemas?
Mari Loli suspiró.
âYa sabes. Lo de siempre. Que no da un palo al agua. Que a menudo no va al instituto. Que se junta con gentes poco recomendables.
âVaya. Lo siento.
âNo sé qué voy a hacer con él. Te juro que por las noches no puedo ni dormir... aunque no es sólo por eso.
Luis ladeó un poco más la cara, como si la animara a la confidencia. Pero ella no se decidió. No podÃa hablarle del cuelgue de Manolo. No le tenÃa suficiente confianza al carnicero. Le habÃa hecho algunas confesiones âDiego y las drogas, Manu y su afición a las actividades perversas, MarÃa y ...â pero, el problema con Manolo... eso no se atrevÃa.
Luis no insistió. ¡Menudo era él! Se dio cuenta de que Mari Loli no estaba por la labor y no fue más allá. ¡Chapó! ¡Qué ojo tenÃa para saber cuándo una querÃa hablar y cuándo no! Se puso otra vez en lo del chico.
â¡Bah! No deberÃas preocuparte tanto por lo que hace Manu en el instituto. Quizás tienen razón sus profesores, que está en la edad del pavo.
â... no sé yo, Luis, las que estaban todo el dÃa a vueltas con la adolescencia eran la profesora del año pasado y la del otro.
âA lo mejor es porque el chaval se aburre con los estudios. Oye, que no todo el mundo tiene que servir para los libros, ¿no?
âNo... supongo. Yo no servÃa âdijo Mari Loli como distraÃda, aunque lo escuchaba.
âToma. ¡Ni yo! Y, sin embargo, me gusta leer. Ves, tú.
No. Ella nunca se lo hubiera figurado, pero, ahora que lo decÃa, no lo veÃa tan raro. Casi lo podÃa imaginar: sentado en un sillón orejero, con una lamparita de pie encendida y las gafas de ver de cerca âporque con lo viejo que era, seguro que ya las necesitabaâ, quizás un gato a los pies...
âMira, a lo mejor le convendrÃa trabajar âle sugirió, provocando un desvanecimiento de aquella imagen tan casera y tranquila.
âPues no le queda nada... âdijo ella, desalentada.
â¿Le queda mucho?
âTerminar este año, y todavÃa otro más.
Luis se quedó pensando unos instantes. ¡Jope! ¡Qué interés ponÃa el hombre en buscar una solución! ¡Ojalá el padre de la criatura se hubiera preocupado tanto!
âA lo mejor podrÃa trabajar durante el dÃa, y por la noche, estudiar.
âNo sé yo si se puede hacer âcontestó Mari Loli.
âSe lo preguntas hoy a la profesora. ¿No te parece?
âVale. A lo mejor llevas razón.
Mari Loli consultó el reloj. ¡Anda! Aún llegarÃa tarde a la entrevista.
âMe voy.
Al llegar la despedida nunca sabÃan muy bien qué hacer. ParecÃa raro marcharse asÃ, por las buenas, sin ningún acercamiento. Pero a Mari Loli no se le atinaba qué hubiera sido lo normal. Darle la mano quedaba muy envarado; demasiado puesto. Un beso hubiera sido pasarse, ¿no? Si no se conocÃan de nada... Además, que le daba un no sé qué pensar en estamparle un beso en mitad de la mejilla. Seguro que la carne se le habÃa empezado a poner blanduzca por la edad. Asà que, como siempre, se miraron un poco más fijamente que unos segundos antes, se dijeron adiós y Mari Loli fue a salir de la tienda.
âEspera, mujer, que te subo la puerta âdijo Luis, apartándola suavemente por el codo.
Dobló su espalda bajo la puerta metálica para ayudarse a subirla.
âHale, adiós âse despidió ella otra vez.
Salió a la calle, mientras él permanecÃa en la entrada.
Mari Loli se acordó del chucho justo al entrar en el vagón del metro. ¡Maldita perra, maldita perra, asà le pasase un camión por encima que la dejara planchada! Se puso de mal humor, al imaginarse la escena. Como nadie habÃa ido a casa para sacarla a mear, la perra se habrÃa ya orinado sobre el sofá, que sólo eso le faltaba a la cretona... Claro, cuando Manu fuera a meterse en la cama, estarÃan mojadas las sábanas y la manta, habrÃa que poner ropa limpia, tirar la meada a lavar, en fin... ¡Y todo por culpa de una tarde familiar en el centro comercial! Y, sobre todo, culpa de la tutora de dos años atrás empeñada en que la perra podÃa ser la solución para acabar con la hijoputez incipiente de Manu. Que al estar chaveta por la perra, se iba a ocupar de ella y, asÃ, sentarÃa la cabeza de una vez. Pero no tuvo razón. Lo único que sentó fue su real culo; la cabeza la siguió teniendo pa'llá, pa'llá, cada vez un poco más. MaldecÃa aquella tarde de sábado en que habÃan ido al centro comercial toda la familia. Estuvieron mirando tiendas y luego se compraron unos helados de cucurucho y, para comerlos tranquilamente, se pararon junto a uno de los bancos metálicos, de espaldas a la autopista. Se acababan de sentar y la vieron, aunque entonces no sabÃan que era una perra, pues no se veÃa si era macho o hembra. VenÃa del centro, con un trotecillo corto, bastante decidido. Pasó por delante de ellos con la cabeza alta, la cola tiesa y un aire como de saber muy bien qué querÃa y adónde iba. Pero, en realidad, no tenÃa la más pajolera idea, el maldito chucho. Se fue a cruzar la autopista tan tranquilamente, igual que si fuese suya. Todos se dieron la vuelta en el banco.
âLo van a hacer puré âdijo Manolo, con un tono tal que parecÃa anhelar ver cómo la rueda de un camión lo pulverizaba.
Antes de que nadie pudiera decir ni mu, Manu se tragó el resto de su helado de fresa, agarró el capazo de la compra y salió disparado hacia la autopista. El chucho saltó la valla protectora y el chico, ¡fiu!, detrás.
â¡Manu! âManolo pegó un alarido histórico. Lo debieron de oÃr en media ciudad.
La gente dejó de pasear y se paró a mirarlos.
Mari Loli se quedó sin habla. Quiso gritar, pero no le salió nada: el berrido se le atoró en mitad de la garganta, mezclado con el helado de chocolate y el horror.
Si la abuela llega a estar allÃ, hubiera dicho que era cosa del ángel de la guarda. Porque era para no creerlo: no le ocurrió nada. Mari Loli, que nunca habÃa creÃdo en ángeles ni en milagros, opinó que lo de Manu en la autopista habÃa sido mucho mejor que el bote de la primitiva. Valiente chiripa, que por aquellos tres carriles de tráfico infernal no hubiera pasado ningún coche justo en aquel instante. Y decidió que a su hijo, por muy pedorro que empezara a ponerse ya entonces, lo querÃa, lo querÃa y lo querÃa.
Manu habÃa tirado el capazo sobre el bicho, lo habÃa atrapado, habÃa arrastrado el cesto hacia él, habÃa cogido al chucho en brazos y habÃa saltado la valla protectora otra vez, ahora en dirección opuesta a la autopista.
Se acercó con la perra en brazos. Manolo se adelantó y le largó tal tortazo que por poco se cae el niño al suelo. Eso sÃ, sin soltar a la perra.