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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (14 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Estás como un tren, Mari Loli.

—Venga, ya, Toni; si tendría que ponerme a dieta... —le dijo Mari Loli con zalamería.

—¿A dieta? Si estás buenísima así.

Mari Loli se esponjó, se sintió... se sintió una mujer. Llevaba tanto tiempo siendo transparente para Manolo... La sorprendía que un hombre la estuviera viendo y hasta le echase un piropo. ¡Ayseñor! Por ser tan majo y ponerle la moral a flote, le hubiera dado un beso a Toni. O le hubiera revuelto un poco el pelo.

No hizo nada de eso. Se metió un puñado de kikos en la boca y le sonrió amablemente. Toni se acercó bastante, pero no lo suficiente para que ella pudiera llegar a notar su olor. ¡Lástima! Le habría gustado saber a qué olía. Ya no había tiempo para eso: en un instante en su caja, la rápida, se había formado una cola muy larga. No podía despistarse. Mari Loli hizo un gesto con la cabeza a Toni Delirio, que adiós, anda, que tengo faena. El Delirio se fue con la sonrisa puesta, para variar. Satisfecho de él y de la vida en general.

—¿Cómo vas, nena? —le preguntó Flori, que había sustituido a Julita en la tres.

—Bien. ¿Y tú?

—Verás: el descansito de reponer productos siempre viene bien. Como una va a su ritmo...

Se calló en seguida porque las clientas no daban un respiro. Durante un rato, las dos pasaron productos por el lector del código de barras y cobraron sin decir nada. Mari Loli se zambulló de nuevo en sus pensamientos. Manolo. Manolo y la otra. La cama donde estaban Manolo y la otra. Los besos que se daban Manolo y la otra. El... ¡Bueno, vale, ya! Se puso dos puñados de kikos en la boca, masticó con rabia y mandó a Manolo y a la otra a tomar viento. Iba a dedicarse sólo a cobrar y a observar a las clientas. Como a ésa, que sólo aparecía por allí para comprarse un paquete de galletas tipo digesta. A juzgar por el ritmo de compra debía de darle a las galletas como quien le da al alcohol. Y, sin embargo, ¡menuda pinta de tranquilidad y vida plácida tenía Digesta...! Seguro que todo le sonreía.

—Tu hora, nena —le sopló Florita desde la tres.

Mari Loli echó un vistazo al reloj mientras esperaba que la mujer le pagara las galletas. ¡Cómo volaba el tiempo, jobar! Tenía que cuadrar caja en cinco minutos.

—Por cierto, ¿has llamado ya al programa de la tele, a «Usted es nuestra estrella»?

—No.

—¿Y a qué esperas, mujer? ¿Quién sabe si no será tu gran oportunidad?

—Más adelante. Ahora no, que no estoy de humor.

—Tú sabrás —respondió Florita.

Mari Loli se metió los dos últimos puñados de kikos en la boca, dejó caer la bolsa vacía en la papelera y, aprovechando que el de detrás de Digesta había vacilado, tiró la cadena, cortándole el paso.

—Vayan a la otra caja, por favor. Ésta se cierra.

Al salir de Cadena Dos pasó por donde Luis. La puerta metálica de la carnicería estaba a medio levantar. Mari Loli se agachó y, con dificultad, se coló por debajo. Aún no estaban todas las luces encendidas.

—¿Hola? —en seguida contuvo la respiración.

Luis debía de andar metido en la cámara, sacando el género, por eso no la oía.

No pudo aguantar más la respiración; tuvo que abrir la boca. El tufillo dulzón de las piezas de carne que ya descansaban sobre el mostrador le entró por los agujeros de la nariz y le subió por la chimenea, arremolinándose y cosquilleándole las paredes. Siempre tardaba un par o tres de minutos en adaptarse al olor. Carne muerta. Sangre roja y seca. Almíbar rojo.

Se encendieron todas las luces.

—¡Mari Loli!

¡Pero qué amable era aquel hombre! Siempre la recibía como si fuera una de las personas más importantes del país. ¿Trataría a todo el mundo con la misma dulzura? Quizás. Como era tan encantador... El caso era que ella se sentía como una reina en la carnicería de Luis. ¡Mari Loli!, le soltaba siempre con esa ternura que parecían rezumar no sólo su boca sino sus ojos y sus manos, y a ella se le metía exactamente por detrás de la nuca, como si alguien le hiciera cosquillas con una pluma. Hombres tiernos como ése no había, desde luego. Lástima que fuese tan viejo. Porque debía de estar en los cincuenta...

—Espera —le dijo.

Salió de detrás del mostrador y entró otra vez en la cámara. Desde que murió su mujer —ya iba para cuatro años—, llevaba la carnicería él, sin ayuda de nadie. Decía que no quería meter a desconocidos en su tienda. Que él se apañaba bien. Pues no diría ella que no, pero vamos, con otra persona hubiera estado mejor. Porque, a ver, ¿quién vigilaba la tienda mientras él estaba en la cámara? Si es poquísimo rato, mujer, contestaba él, cuando Mari Loli le advertía. ¿Y el reparto de pedidos? Porque en aquel barrio las mujeres estaban muy mal acostumbradas. Que si súbame esto, que si lo otro... Había mujeres que parecían nacidas para marquesas, ¿verdad?

—Mari Loli, guapa —le dijo enseñándole un paquete que dejó en la superficie del cristal protector, sobre la carne expuesta—, mira lo que te he guardado.

Desenvolvió el paquete. ¡Caray! ¡Un redondo de ternera ideal! Bonito y grande. Vamos que con aquello tenía para dos días de asado, y el resto para mezclar con un poco de pollo y hacer croquetas.

—¡Ay!, Luis, no sé qué decir.

—Pues no digas nada, mujer.

—¿Me dejas que te pague algo, por lo menos?

—Ni hablar, ni hablar. ¿Acaso me lo habías pedido? No, ¿verdad? Te lo he guardado yo porque he querido.

¡Qué buen tipo era Luis!

Luis sonrió con dulzura y la miró con esos ojos claros, de ese azul despintado, bajo las pestañas tan rubias, casi invisibles. Su boca, apenas coloreada, sonreía blandamente, pendiente de lo que ella dijera. Su piel también era muy blanca, casi lechosa. El pelo rubio y con bastantes canas.

El carnicero ladeó un poco la cabeza, como si quisiera escucharla mejor. O como si le hiciera una carantoña a distancia, sin tocarla. Era verdad que sus ojos y su forma de hablar acariciaban. Pero acariciaban sin pasarse un pelo. No como el chulo del Delirio. Luis era más fino, aunque también mucho menos divertido, claro.

—Pues muchas gracias, Luis, no sabes lo bien que me viene.

Luis hizo un gesto, para quitarle importancia. Luego preguntó:

—¿Para casa ya?

—Hoy no.

El carnicero se extrañó.

—¿Y pues?

Mari Loli movió la cabeza con preocupación.

—Tengo que hablar con la profesora de Manu.

—¿Hay problemas?

Mari Loli suspiró.

—Ya sabes. Lo de siempre. Que no da un palo al agua. Que a menudo no va al instituto. Que se junta con gentes poco recomendables.

—Vaya. Lo siento.

—No sé qué voy a hacer con él. Te juro que por las noches no puedo ni dormir... aunque no es sólo por eso.

Luis ladeó un poco más la cara, como si la animara a la confidencia. Pero ella no se decidió. No podía hablarle del cuelgue de Manolo. No le tenía suficiente confianza al carnicero. Le había hecho algunas confesiones —Diego y las drogas, Manu y su afición a las actividades perversas, María y ...— pero, el problema con Manolo... eso no se atrevía.

Luis no insistió. ¡Menudo era él! Se dio cuenta de que Mari Loli no estaba por la labor y no fue más allá. ¡Chapó! ¡Qué ojo tenía para saber cuándo una quería hablar y cuándo no! Se puso otra vez en lo del chico.

—¡Bah! No deberías preocuparte tanto por lo que hace Manu en el instituto. Quizás tienen razón sus profesores, que está en la edad del pavo.

—... no sé yo, Luis, las que estaban todo el día a vueltas con la adolescencia eran la profesora del año pasado y la del otro.

—A lo mejor es porque el chaval se aburre con los estudios. Oye, que no todo el mundo tiene que servir para los libros, ¿no?

—No... supongo. Yo no servía —dijo Mari Loli como distraída, aunque lo escuchaba.

—Toma. ¡Ni yo! Y, sin embargo, me gusta leer. Ves, tú.

No. Ella nunca se lo hubiera figurado, pero, ahora que lo decía, no lo veía tan raro. Casi lo podía imaginar: sentado en un sillón orejero, con una lamparita de pie encendida y las gafas de ver de cerca —porque con lo viejo que era, seguro que ya las necesitaba—, quizás un gato a los pies...

—Mira, a lo mejor le convendría trabajar —le sugirió, provocando un desvanecimiento de aquella imagen tan casera y tranquila.

—Pues no le queda nada... —dijo ella, desalentada.

—¿Le queda mucho?

—Terminar este año, y todavía otro más.

Luis se quedó pensando unos instantes. ¡Jope! ¡Qué interés ponía el hombre en buscar una solución! ¡Ojalá el padre de la criatura se hubiera preocupado tanto!

—A lo mejor podría trabajar durante el día, y por la noche, estudiar.

—No sé yo si se puede hacer —contestó Mari Loli.

—Se lo preguntas hoy a la profesora. ¿No te parece?

—Vale. A lo mejor llevas razón.

Mari Loli consultó el reloj. ¡Anda! Aún llegaría tarde a la entrevista.

—Me voy.

Al llegar la despedida nunca sabían muy bien qué hacer. Parecía raro marcharse así, por las buenas, sin ningún acercamiento. Pero a Mari Loli no se le atinaba qué hubiera sido lo normal. Darle la mano quedaba muy envarado; demasiado puesto. Un beso hubiera sido pasarse, ¿no? Si no se conocían de nada... Además, que le daba un no sé qué pensar en estamparle un beso en mitad de la mejilla. Seguro que la carne se le había empezado a poner blanduzca por la edad. Así que, como siempre, se miraron un poco más fijamente que unos segundos antes, se dijeron adiós y Mari Loli fue a salir de la tienda.

—Espera, mujer, que te subo la puerta —dijo Luis, apartándola suavemente por el codo.

Dobló su espalda bajo la puerta metálica para ayudarse a subirla.

—Hale, adiós —se despidió ella otra vez.

Salió a la calle, mientras él permanecía en la entrada.

Mari Loli se acordó del chucho justo al entrar en el vagón del metro. ¡Maldita perra, maldita perra, así le pasase un camión por encima que la dejara planchada! Se puso de mal humor, al imaginarse la escena. Como nadie había ido a casa para sacarla a mear, la perra se habría ya orinado sobre el sofá, que sólo eso le faltaba a la cretona... Claro, cuando Manu fuera a meterse en la cama, estarían mojadas las sábanas y la manta, habría que poner ropa limpia, tirar la meada a lavar, en fin... ¡Y todo por culpa de una tarde familiar en el centro comercial! Y, sobre todo, culpa de la tutora de dos años atrás empeñada en que la perra podía ser la solución para acabar con la hijoputez incipiente de Manu. Que al estar chaveta por la perra, se iba a ocupar de ella y, así, sentaría la cabeza de una vez. Pero no tuvo razón. Lo único que sentó fue su real culo; la cabeza la siguió teniendo pa'llá, pa'llá, cada vez un poco más. Maldecía aquella tarde de sábado en que habían ido al centro comercial toda la familia. Estuvieron mirando tiendas y luego se compraron unos helados de cucurucho y, para comerlos tranquilamente, se pararon junto a uno de los bancos metálicos, de espaldas a la autopista. Se acababan de sentar y la vieron, aunque entonces no sabían que era una perra, pues no se veía si era macho o hembra. Venía del centro, con un trotecillo corto, bastante decidido. Pasó por delante de ellos con la cabeza alta, la cola tiesa y un aire como de saber muy bien qué quería y adónde iba. Pero, en realidad, no tenía la más pajolera idea, el maldito chucho. Se fue a cruzar la autopista tan tranquilamente, igual que si fuese suya. Todos se dieron la vuelta en el banco.

—Lo van a hacer puré —dijo Manolo, con un tono tal que parecía anhelar ver cómo la rueda de un camión lo pulverizaba.

Antes de que nadie pudiera decir ni mu, Manu se tragó el resto de su helado de fresa, agarró el capazo de la compra y salió disparado hacia la autopista. El chucho saltó la valla protectora y el chico, ¡fiu!, detrás.

—¡Manu! —Manolo pegó un alarido histórico. Lo debieron de oír en media ciudad.

La gente dejó de pasear y se paró a mirarlos.

Mari Loli se quedó sin habla. Quiso gritar, pero no le salió nada: el berrido se le atoró en mitad de la garganta, mezclado con el helado de chocolate y el horror.

Si la abuela llega a estar allí, hubiera dicho que era cosa del ángel de la guarda. Porque era para no creerlo: no le ocurrió nada. Mari Loli, que nunca había creído en ángeles ni en milagros, opinó que lo de Manu en la autopista había sido mucho mejor que el bote de la primitiva. Valiente chiripa, que por aquellos tres carriles de tráfico infernal no hubiera pasado ningún coche justo en aquel instante. Y decidió que a su hijo, por muy pedorro que empezara a ponerse ya entonces, lo quería, lo quería y lo quería.

Manu había tirado el capazo sobre el bicho, lo había atrapado, había arrastrado el cesto hacia él, había cogido al chucho en brazos y había saltado la valla protectora otra vez, ahora en dirección opuesta a la autopista.

Se acercó con la perra en brazos. Manolo se adelantó y le largó tal tortazo que por poco se cae el niño al suelo. Eso sí, sin soltar a la perra.

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