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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (27 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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Delante de la puerta de su piso, rebuscó la llave en el bolso. Aquel simple gesto le costó un esfuerzo colosal. No era extraño. Llegaba tan tarde... Se había entretenido mucho en el instituto, demasiado.

¡Maldita fuera! ¿Quién le mandaba cargar con bolsos tan monumentales y repletos de zarandajas? No había forma de encontrar nada. Iba a tener que vaciarlo.

Con bastante brusquedad sacó la agenda personal, la profesional, el artículo sobre cocolitoforales, los pañuelos de papel, las gafas de ver de cerca, los rotuladores, el fular, la cajita de las pastillas, el frasquito de colonia... ¡Por fin! En último lugar, según la ley de Murphy, ahí estaban las llaves. Las cogió de un tirón. ¡Cielos! El rellano parecía un puesto de venta ambulante, y, eso, sin ser ella ni Susana ni Teresa, que hubieran añadido la bolsita del maquillaje, el teléfono móvil, las gafas de sol y a saber qué más.

—Hola —dijo, mientras colgaba la chaqueta en el recibidor.

—Hola, mamá —contestaron sus hijos desde la sala, al pasar ella por delante de la puerta entornada.

Fue a dejar la correspondencia en su despacho.

 

... qué cosa maravillosa,

¡Ay! Cosita linda, mamá...

 

¡Caramba con la dichosa canción! Cada día le atacaba más los nervios. O quizás cada día estaba un poco más irritable y la soportaba peor. De pronto se dio cuenta de que su umbral de tolerancia hacia las pequeñas frustraciones había disminuido muchísimo. Cualquier pequeño contratiempo la encrespaba sobremanera.

Se acercó a la ventana para cerrarla. ¿Quién la habría dejado abierta? Édgar o María, claro. Uno de los dos había estado trabajando en su ordenador, seguro. De acuerdo que tenían permiso para hacerlo, pero podrían por lo menos acordarse de dejar el estudio tal como lo encontraban, ¿o no?

Entró en la sala taconeando, dispuesta a recriminarles sus desquiciantes costumbres.

—¿Se puede saber qué estáis haciendo?

Édgar y María la miraron, a la defensiva.

—Ver la tele. ¿No se nota?

¡Claro que se notaba! Lo incomprensible era pillarlos, con Alberto en casa, seducidos por aquel programa basura, de parejas escarbando en sus miserias personales y agrediéndose con reproches largo tiempo macerados. En un escenario pugilístico, un hombre y una mujer, vestidos con bobaliconas sudaderas, celeste y rosa respectivamente, se batían por demostrar quién era el más zafio de los dos.

Pero Alberto, abrigado por las orejas de su sillón preferido, con cascos inalámbricos y ojos cerrados, gravitaba en su universo musical, ajeno a las estupideces televisivas y a sus responsabilidades de padre.

Se acercó al televisor a paso vivo:

—¡Se acabó! —exclamó apagando el aparato—. No lo consiento.

—¡Mamá! —se quejaron sus hijos.

—Ni mamá ni porras. ¿Cómo tengo que decir que no os quiero colgados de la tele a todas horas y muchísimo menos para ver tonterías?

—Eres una fascista, mamá —se quejó María.

—¿Una qué has dicho? Mira, María, no me saques de quicio, que ya bastantes problemas tengo...

—Desde luego, debes de tener montañas de problemas. Porque llevas unos días de un humor de perros. Me parece que nunca, nunca te había visto así.

—Es verdad, mami, últimamente no pareces tú. Saltas por cualquier burrada —intervino Édgar.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el ave Fénix, ya sin cascos, contemplando a su familia con extrañeza.

—Una pelea —informó María.

—No. Nada de peleas. Simplemente he apagado el televisor porque no quiero que vean programas basura y —respondió Olga—... Oye, ¿te has vuelto a cortar el pelo?

—Pues sí —respondió Alberto, poniéndose en pie. Se pasó la mano por la cabeza—, había crecido mucho ya, y me avisaron de que para mantener la línea del corte debía repasarlo con frecuencia.

¿Era su Alberto o seguía siendo el nuevo? ¡Qué manía con arreglarse el pelo!

—Desde luego, en esa peluquería se las saben todas, ¿no? Porque claro, así, obligándote a ir cada tres semanas, ellos se hacen de oro. —Luego, mirando a sus hijos, que seguían derrumbados en el sofá, añadió, ahora controlando ya el tono—: ¿Por que no ponéis la mesa, por favor?

María observó a su madre con irritación, resopló y se levantó. Fue a coger los manteles individuales de un cajón del aparador y los puso sobre la mesa.

—Tú, mientras —le indicó a su hijo—, ve a calentar la cena, anda. Olivia debe de haber preparado patatas y judías, y sardinas rebozadas. Yo voy al baño.

Al regresar, Alberto había desconectado los auriculares, y un motete de Bach se derramaba suavemente por la sala.

Se sentaron a cenar. Édgar y María se mantenían obstinada y manifiestamente enfurruñados.

—Come bien, María.

—Jo, mamá. Estás imposible, ¿lo sabías? Eso para no hablar de tu inflexibilidad de siempre...

—¿Mi inflexibilidad? ¿Lo dices por el programa de la tele? No me hagas reír, María. No puedes confundir rigidez con el deseo de daros una buena educación.

—Ya. Y tú crees que saldríamos irremediablemente marcados por verlo, aunque sólo fuera una vez, ¿no?

—Mamá —intervino Édgar—, queríamos echarle un vistazo para comentarlo en clase. No estamos al día, porque nunca podemos ver lo que todos...

—Ya será menos.

—Que sí, mamá, de verdad. La mayoría de programas te parecen basura y nosotros resultamos unos analfabetos televisivos. No podemos discutir de nada con la peña.

—Podéis discutir sobre muchísimas otras cuestiones, digo yo.

—Sí, claro. Podemos hablar de los serbios o de Cachemira o del desastre de Doñana. Son temas apasionantes para nuestros coleguis.

—Pues mira, no iría mal que comentaseis la violencia que suelen desatar el nacionalismo o el fanatismo religioso. Y tampoco está de más que sepáis hasta qué punto todas las especies del parque de Doñana se verán afectadas por la ola negra de las minas de pirita...

—Mamá, por favor —bizqueó María—. ¿No podrías cambiar de tema? Siempre estás con lo mismo... Nos conviertes en extraterrestres.

—A mí no me lo parecéis.

—Claro, de tal palo, tal astilla. Mira, mamá, empezaste a hacer de mí una marciana al negarte a que tuviera una Barbie.

—¡Ah! Eso sí que no. Esa muñeca estúpida, con cuerpo de anoréxica y cerebro de mosquito, que no piensa más que en cambiar de vestido y en buscar novio...

—¿Y tú te crees que yo me iba a volver idiota sólo por tener una Barbie? Pues sí que tienes confianza en mí.

—¿Dime tú qué harías con una de esas muñecas horteras?

—Ahora ya nada, pero cuando tenía siete años, mucho. No sabes la rabia que me daba ver que todas mis amigas tenían una, y yo, no.

—Sí, eres un poco fascista, mamá, reconócelo —saltó Édgar—. ¿Recuerdas cuando tiraste todos mis juguetes?

—Édgar —contestó Olga dejando el tenedor sobre el plato. Se frotó los ojos. ¡Vaya nochecita le estaban dando!—, no tiré los juguetes. Me limité a sacar del armario unas cajas olvidadas allí cinco años atrás. Aparte de ocupar un espacio necesario para otras cosas, tú ya eras mayor para jugar con ellos, y podían ser útiles en algún hospital.

—Sí..., pero a mí me creaste un trauma. Recuérdalo. Me lo dijo mi tutor, que es especialista en filosofía. Dijo que te habías deshecho de mi infancia y que con dificultad superaría el trauma...

—A mí me parece que el trauma más importante es que hayas tenido profesores temerarios, capaces de enunciar semejante memez. Anda, vete a la cocina a buscar las sardinas.

—¡Jo! Papá, di algo, ¿no?

—Sí —Alberto pareció apearse de un sueño—. Sí... ¿De qué habláis?

—¡Jolín, papá!

—¿Quieres hablar mejor, María? —casi gritó Olga.

—Desde luego, cada día estáis peor los dos. Papá, que parece pasmado. Y tú, siempre mosqueada... Luego dirás que no quieres el televisor encendido a la hora de las comidas, pero, para estar peleando como gallos, mejor ver la caja tonta.

Édgar apareció con una bandeja.

—Papá, tu móvil está sonando.

Alberto se levantó muy rápidamente y desapareció camino de la habitación.

—María, dame el plato.

—¡Una!

—Tres.

—Mamá... No me gustan las sardinas.

—Me da igual. Tienes que comerlas. Édgar, el tuyo.

—Muchas, muchas. Las mías y las de María.

¿Dónde metería tanta comida aquel crío? Desde luego, crecer crecía a un ritmo casi perceptible a simple vista. Estaba altísimo, más que su padre. Se parecía bastante a Alberto, pensó Olga, sirviéndole tantas sardinas que las colas bailaban en el borde del plato. El pelo, negro como el de Alberto... antes de que encaneciera. Aunque las ondas eran de ella. Los ojos también muy oscuros, como los de Alberto. La misma miopía, la misma mirada tierna y tímida, aunque luego resultara que el único realmente dotado de ternura fuera el crío. Bueno, la viva imagen de su padre. Con razón era la niña de los ojos de Patricia. Sobre todo porque María no se ajustaba a sus esperanzas: una nieta presumida y dócil a quien proporcionar los modelitos con los que no había podido favorecer a su único hijo, cuando era pequeño. María le había salido rana. O, por decirlo con mayor exactitud, se parecía demasiado a Olga, con lo que Patricia ya no confiaba en captarla para su secta. Con Édgar tampoco conseguía sus propósitos. ¡Ya se hubiera ocupado la propia Olga de desbaratarle los planes si hubiera tenido la más mínima posibilidad! Pero Patricia no parecía darse cuenta, por el momento, de que el chiquillo no iba a resultar barro entre sus manos. Como era tan encantador y mimoso, su abuela chocheaba, aunque, luego, él hacía lo que le daba la real gana.

—Lo siento. Tengo que irme —dijo Alberto apareciendo de sopetón, como si hubiese corrido los cien metros vallas por el pasillo. Estaba sudoroso, incluso despeinado.

—¿Dónde? ¿A la guerra, papá?

—¿A la guerra? —Alberto no parecía estar para bromas. Se le veía alterado—. No. Ha habido un problema en Omega con el ciclotrón. Tengo que ir para allí de inmediato.

—¿Algo grave?

—Espero que no, o que, por lo menos, tenga solución.

—¿No vas a comer el pescado?

—No me da tiempo. Además, no tengo mucho apetito.

—Y no le gustan las sardinas, mamá —añadió María.

—Cállate, María. Bueno, te las dejo en la cocina y te las calientas tú al regresar.

—No, cariño, déjalo. Mejor que no me esperes en toda la noche. No creo que vuelva ya.

Se acercó a darle un beso. Olga lo retuvo unos instantes cogiéndole la mano. Al fin se la soltó y él salió del comedor. Al rato, le oyó en el baño.

—Bueno, venga, cómete las sardinas, María, que tú no has tenido ningún problema con el ciclotrón.

—¿Puedo comerme las de papá?

—Sí, pesado.

De pronto tuvo una corazonada. No. Esa llamada nada tenía que ver con el trabajo. Iba a comprobarlo.

—Ahora vuelvo —dijo, levantándose de la mesa.

Al pasar por delante de la puerta del baño, oyó el ruido de la ducha. No le daba tiempo a terminarse la cena y, sin embargo, podía malgastarlo duchándose... Pues era extraño, pero, para llevar a cabo la súbita decisión de Olga, preferible. Aunque fuera invadirle la intimidad, quería salir de dudas.

Entró en su habitación. Se sentó sobre la cama, alargó la mano y cogió el teléfono móvil. La lucecita verde de encendido lanzaba destellos intermitentes. Seleccionó en el menú «registro de llamadas» y, una vez en esa pantalla, seleccionó «llamadas recibidas». Pulsó la tecla y en la pantalla apareció: «llamada sin identificar 1». No correspondía a ningún número que Alberto tuviera en memoria, eso desde luego. Podía tratarse de un número de una centralita antigua o el de una cabina telefónica o el de un usuario que lo tuviera protegido... En fin, cualquiera de esas posibilidades no encajaba con una llamada de Omega. Ese número sí debería haber aparecido en pantalla. No había podido confirmar que fuera Teresa, pero por lo menos quedaba descartada una llamada de trabajo.

Olga dejó el teléfono sobre la cama instantes antes de que Alberto entrara en la habitación. Él la miró como si fuera a decir algo, pero debió de cambiar de opinión porque, sin abrir la boca, se dirigió al armario y parsimoniosamente empezó a elegir algunas prendas de vestir. Olga decidió salir; no quería ver su dedicación al seleccionar la ropa.

Al entrar en el comedor, vio a Dulcinea sobre la mesa.

—¿Qué hace el pájaro entre los platos?

—Es un gestionador de residuos sólidos —contestó Édgar.

—Sí. Algo así como el edil municipal en acción —se burló María.

—¿No os he dicho mil veces que me parece una marranada? Sácalo de aquí, Édgar, vamos.

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