Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
â¡Qué horror! ¡Un desayuno pantagruélico! âdijo Olga entre risas, al observar la mesa ya servida por el camarero.
âBueno, no te vendrá mal comer un poco âdijo Alberto sentándoseâ. Claro que a mÃ, tampoco.
Resultaba imposible dar cuenta de todo: quesos, tostadas, mantequilla, miel, confituras, yogures, muesli, cruasanes y bollos diversos, zumo de naranja, café con leche...
â¡No puedo más! âdijo Olga sujetándose el estómago.
âNo seas exagerada. Tampoco has comido tanto...
âMucho más de lo que suelo... ¿Y si volvemos a la cama?
âMe parece bien âdijo Alberto.
¿Le parecÃa bien? ¿Significaba que tenÃa ganas de hacer el amor?
Se echaron sobre las sábanas, con los albornoces puestos. Alberto cogió un libro.
Olga se acercó a él, puso la mano sobre el cinturón del albornoz y empezó a desabrocharlo. Alberto se puso rÃgido.
â¿Qué haces? âpreguntó poniendo una mano sobre las de ella.
âDesabrocharte el cinturón, quitarte el albornoz. ¿No quieres...?
Alberto cerró los ojos por unos momentos. ParecÃa que no iba a decir nada. Olga esperó sin moverse hasta que él dijo:
âNo me veo capaz. Lo siento, Olga. No lo tomes como algo personal, por favor...
De acuerdo, no lo tomarÃa como algo personal. ¿Seguro, Monegal? Y, pues, ¿cómo lo vas a tomar? Ni que se lo estuviera diciendo a la vecina...
âLo siento de verdad, Olga. Espero que me pasará... Ahora no puedo.
¿Le pasarÃa? ¿Cuándo? ¿Durante el fin de semana? ¿Dentro de unos meses? ¿Cuando fueran dos ancianos? Olga suspiró. Se resignarÃa. ¿Seguro, Monegal? Tal vez no se trata de resignación sino de que tú también empiezas a perder las ganas de hacer el amor con él. A lo mejor, en el fondo, hasta te sientes aliviada por su negativa.
Permanecieron los dos en silencio, cada uno en un lado de la cama, con las cabezas apoyadas en las almohadas y mirando al techo. Por fin, Alberto habló:
â¿Qué te parece si vamos a dar un paseo por el bosque?
SÃ, por lo menos, eso podÃan hacer. Se ducharon, se vistieron y salieron del hotelito.
El aire era fresco. El bosque olÃa a tierra húmeda. Las agujas de los pinos crujÃan entre sus pies. Bueno, tal vez no era un cataclismo. Quizás él tenÃa razón: la crisis de los cincuenta, para los dos. Se volvió para mirarlo. Dos lágrimas rodaban por las mejillas de Alberto.
â¿Qué te ocurre? Alberto, por favor, dime qué te pasa.
Alberto no respondió. Puso su brazo sobre los hombros de ella y la atrajo hacia sÃ. Olga sentÃa las lágrimas de él, lentas, ahora una, al cabo de unos segundos, otra, cayendo calientes sobre su mano.
âAlberto, ¿qué ocurre?
Ãl movió la cabeza, hasta que al fin consiguió decir:
âNo. TodavÃa no. Te hablaré de ello cuando tenga las ideas más claras.
Entonces, habÃa algo de que hablar, ¿no? Olga sintió que el estómago se le cerraba en un espasmo.
âPor favor, Alberto, dime de qué se trata.
âNo, ahora no, Teresa.
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Más tarde, por la noche, al dejarse caer en la cama como un fardo, Mari Loli se sentÃa como un gusano arrastrándose en el polvo del camino, lista para ser pisada por cualquiera. Sólo entonces se dio cuenta de su atroz cansancio, de que la excursión habÃa resultado extenuante. Más, mucho más, que su triple jornada habitual de cajera, ama de casa y madre. A pesar de haberse movido menos que de costumbre âsentada en el coche de Estrella hasta la autopista, sentada en El León de Oro, viendo y oyendo al Malvaloca...â, estaba molida. Y, sin embargo, aparte de ese agotamiento, no habÃa conseguido nada más. Nada habÃa averiguado. Aunque, se dijo, tampoco le hacÃa falta ver a Manolo y a Angelines con sus propios ojos para estar segura de lo que era público y notorio, como decÃa la canción del Malvaloca.
Apoyó la cabeza en la almohada y se trasladó al coche de Estrella, donde sonaba una música muy rara. ParecÃa el ulular de un pájaro. Estrella conducÃa imperturbable; luego, esa voz inhumana no la sorprendÃa. SerÃa el cantante. Uno de esos locos modernos. O, cuando menos, tonto de baba, porque del uhu, uhu, uhu, no se movÃa. No era una canción de TelepatÃa Total ni de SÃndrome de Abstinencia. Tampoco tenÃa nada que ver con las letras de los merengues, salsas y merecumbés, que tantÃsimo le gustaban a ella.
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Anoche, anoche soñé contigo.
Soñé una cosa bonita,
qué cosa maravillosa...
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¡Ay, soñar! Siempre habÃa pensado: ¡qué gran cosa poder soñar despierta! Siempre se habÃa dicho: ¡afortunadamente, soñar es gratis! Esas panzadas de sueños frente a la luna de su armario... Y, sin embargo, últimamente, hubiera pagado por no soñar. Por poder desconectar su cerebro cuando empezaba la pelÃcula de Manolo y Angelines.
â¿Y la canción cuándo empieza? âhabÃa preguntado a su hermana.
â¿Qué canción?
âNo sé, hija... Tú sabrás. La que has puesto.
âNo es ninguna canción. Es una casete relajante.
Entonces Estrella le dijo que estaba nerviosa, que se le habÃan juntado varios problemas, aunque no quiso contarle de qué se trataba. Muy propio de ella...
Frenó bruscamente en el área de servicio de la autopista.
â¿Lo ves? âhabÃa dichoâ. No está.
No, no parecÃa que el camión rojosangre con su banda
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se encontrara allÃ. ¡Mala pata, la suya! Para un dÃa que Estrella se avenÃa a acompañarla, Manolo tenÃa un servicio de verdad, y no de los que prestaba a Angelines. O tal vez no habÃa parado en la autopista... El caso era que no podrÃa pillarlo en plena faena.
â¿Satisfecha? Nos vamos, ¿no? âhabÃa preguntado Estrella, que no se habÃa tomado la molestia de aparcar el coche ni de apagar el motor.
Mari Loli no contestó en seguida. Miró a su hermana con un poquitÃn de resentimiento. ¡Jope! Casi parecÃa alegrarse de no haber tropezado con la cabina rojosangre. Hasta creÃa Mari Loli que una sonrisa burlona asomaba a los labios de Estrella. Bueno, quizás eran figuraciones suyas, de acuerdo. Aunque estaba claro que le producÃa satisfacción no haberse dado de bruces con el cachas de su cuñado. Mari Loli todavÃa esperaba algo, no sabÃa qué, para tomar la decisión de abandonar el lugar. Suspiró y miró a través de la ventanilla. Entonces sus ojos tropezaron con el letrero de neones rojos que, sobre la azotea de un edificio, anunciaba E
L
L
EÃN
DE
O
RO
. Junto al rótulo, un león enorme y dorado giraba sobre sà mismo, como una monumental veleta. Cada vez que les daba la cara, sus ojos, dos faros encarnados y brillantes, centelleaban.
âVamos a ese puticlub âordenó.
Su propia voz de mando le causó asombro.
â¿A El León de Oro? âpreguntó Estrella, sorprendida.
Mari Loli contestó que sà con un cabezazo obstinado. Quizás fue la determinación de su voz o la energÃa del movimiento lo que llevó a Estrella a transigir. Total, ya que habÃan llegado tan lejos...
Puso primera, arrancó lentamente y salió del área de servicio. En unos minutos estuvieron en la nacional, junto a El León de Oro. Se metieron en el descampado habilitado como aparcamiento. Tampoco allà vieron el camión de Manolo.
â¿Vas a aparcar? âpreguntó Mari Loli en el mismo tono que antes.
âNo sé...
â¿No te vas a rajar ahora, eh?
Estrella paró el coche entre dos gigantescos y aterradores TIR.
âAsà que, por fin, voy a saber qué se cuece en El León de Oro âexclamó avanzando, seguida de su hermana, sobre la estela intermitente que la mirada tartamuda y roja reflejaba en el asfalto.
Se sentÃa contenta. No, más que contenta, excitada. No sabÃa bien por qué. Tal vez por haber tenido valor de llegar hasta allÃ. Aunque ya no confiaba en encontrar a Manolo âa menos de que apareciese mientras ellas fisgaban en el localâ, por lo menos iba a averiguar qué ocurrÃa en aquel lugar que conocÃa sólo por medios comentarios de Manolo o José Antonio, por frases apenas terminadas, por risas sofocadas, por miradas como de colegas.
El edificio tenÃa el mismo aspecto que una enorme caja de zapatos gris abandonada en ese páramo, cercada por un nudo de carreteras y autopistas con gran circulación de tráfico pesado. Mari Loli sentÃa estremecerse el edificio al paso de los camiones. Con dos pisos âla planta baja y uno másâ, con pocas ventanas, más que una sala de fiestas, ese bloque de cemento, feo y solitario, a Mari Loli se le antojaba un almacén o un garaje.
Las dos hermanas subieron una escalera breve y entraron en un vestÃbulo pequeño y con poca luz. Se encontraron solas frente al mostrador de conglomerado sobre el que descansaba un taco de entradas y un folio con un mensaje escrito a mano: «e ido al vater. Ahora vuelbo». Detrás del mostrador, casilleros con llaves y un cartel en el que unas letras rojas anunciaban «se alquilan habitaciones».
â¿Tú crees que es sólo un puticlub? âpreguntó Mari Loli fisgando detrás del mostrador. Un taburete, una estufita eléctrica apagada, una revista pornográfica y un cajón... cerrado con llave. La gente trabajaba en condiciones duras, incluso peores que las suyas, pensó Mari Loli, imaginando la soledad y el frÃo del lugar en pleno invierno.
âPuticlub y mueblé âdijo Estrella.
â¿Un qué? âpreguntó Mari Loli.
âUna casa de citas âaclaró Estrella.
¡Pues claro! Manolo y Angelines debÃan de encontrarse allÃ. Un lugar cerca de la ciudad, solitario, abrigado de la curiosidad de las gentes, anónimo... Mari Loli podÃa imaginar mejor a su amiga en una habitación del mueblé, aunque no fuera la mundial, que en el remolque del camión, entre mantas polvorientas. Pero ¿y el riesgo de ser descubiertos por José Antonio? Porque él también paraba en ese puticlub... ¡Claro! Eso era: Manolo conocÃa de antemano los servicios de su compañero ây al revésâ, de modo que no le era difÃcil perderse por El León de Oro justo cuando el marido de Angelines estaba en la otra punta del paÃs.
Junto al mostrador, una escalera se hundÃa en el edificio. Un cartel y una flecha indicaban la sala de fiestas.
âHabrá que pagar, ¿no? âdijo Mari Loli señalando el taco de entradas.
Estrella hizo un gesto ambiguo con cara de fastidio.
âNo veo cómo, si no hay nadie para cobrar.
â¡Buenas! âgritó Mari Loli, dispuesta a avanzar algo más en la exploración del territorio enemigo.
Nadie contestó a sus voces.
â¡Hola! ¿Hay alguien? âinsistió Mari Loli.
Ni en el pasillo frente al mostrador, ni en la escalera de la sala de fiestas apareció nadie.
â¿Qué hacemos? âpreguntó Mari Loli.
âNo sé.
¡Jope, con Estrella! Siempre tan decidida y, ahora... ¿Qué diablos le pasaba? ¿Estaba harta de la excursión? ¿Pensaba que ya habÃa hecho bastante por su hermana? Tal vez alguno de sus novietes ya le habÃa hecho visitar El León de Oro y por eso no sentÃa la menor curiosidad.
âVamos âindicó Mari Loli.
Seguida de su hermana, Mari Loli bajó la escalera. Al llegar abajo, encontraron cuatro puertas cerradas en un descansillo iluminado por una bombilla roja como las de salida de los cines. Dos de las puertas eran gemelas. En una habÃa una pegatina con una barra de labios y, en la otra, una pipa. Sobre la tercera, un letrero en el que podÃa leerse: privado, escrito en grandes letras negras. Y una cuarta puerta doble, sin ninguna marca especial.
âEntremos âdijo Mari Loli, al tiempo que empujaba una de las puertas sin marcas.
Se metieron de lleno en una enorme covacha. Porque, aunque quisieran disimularlo con terciopelos granates en las paredes y lamparitas del mismo color sobre las mesas redondas que circundaban la pista de baile, aquello no merecÃa el nombre de sala de fiestas. Con poca luz, sin ninguna ventilación, decrépito, el sitio era miserable. ParecÃa La Paloma, pero en plan cutre. Además, apestaba a tabaco frÃo, a sudor agrio y a coño mal lavado. Mari Loli arrugó la nariz.
Grandes bloques de humo compacto flotaban sobre las sillas de aguja, sobre las mesitas vestidas de granate, sobre la clientela. De vez en cuando, retazos de un bloque que se rompÃa huÃan a ráfagas, rojas o azules, según fuera el color del foco que los alcanzaba.
âVamos a sentarnos âdijo Mari Loli. Y oteó la salaâ: AllÃ.
Echó a andar hacia una mesa cercana a la pista. Estrella la siguió.
Mari Loli se quitó la chaqueta de angora, que habÃa empezado a darle calor, y echó una ojeada a su alrededor. La mayorÃa de mesas estaban ocupadas por hombres solos, aunque en algunas habÃa muchachas jóvenes, la mayorÃa tan rubias que no parecÃan del paÃs. Después de esa primera mirada rápida, Mari Loli inspeccionó cada mesa con lentitud, no fueran Manolo y Angelines a estar en una â¿quién le decÃa a ella que no habÃan ido sin el camión?â y los pasara por alto. Cerca de ellas, tres hombres charlaban con una de esas muchachas. Vestida con una camiseta de malla de grandes agujeros por los que asomaba un pezón, con las nalgas apenas cubiertas por un pantaloncito cortÃsimo, no costaba adivinar su oficio. ¡Pobre criatura! ¡Menuda desgracia tener que acostarse con un desconocido, a lo peor maloliente, feo o loco!