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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (50 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Ya. Te voy a robar poquito tiempo. Quería pedirte un favor.

—¡Ah!

La vecina abrió la puerta por completo:

—Pasa.

Mari Loli la siguió por el pasillo hasta la salita. Había que ver lo menudita que era. Si seguía pareciendo una cría, como cuando se instaló en el bloque. Si María abultaba mucho más que ella...

—¿Te importa esperar un momento mientras me calzo y me peino? Me estaba arreglando para ir al trabajo.

—No, mujer, claro.

Pili desapareció camino de su habitación.

La casa estaba tal y como Mari Loli la recordaba. Todo exactamente igual que hacía un año. ¡Calla! Un año, no. Más. Debía de ir ya para año y medio. ¡Qué barbaridad! Cómo pasaba el tiempo... Si parecía ayer que Pili y su marido se habían mudado a vivir al bloque, y di, tú, que echando las cuentas debían de ser casi dos años y medio. Cuando se instalaron en el quinto, eran la pareja más jovencita del edificio. Estarían sobre los veintitrés o veinticuatro años. Quién les iba a decir que la felicidad les duraría tan poco... Porque mira que eran una pareja maja, y se les veía contentos a los dos. Aunque, eso sí, ella, ya entonces, muy rarita. Tan tímida, tan calladita, tan suave, tan poca cosa... Tan criatura, sí, pero igual tuvo que apechugar con lo que le cayó encima. Que cuando la policia la llamó para decirle que su marido había muerto en un accidente de tráfico, se lo soltaron así, ¡zas!, sin miramientos. ¡La bomba! A Mari Loli aún ahora se le ponían todos los pelos de punta. No sabe qué hubiera sido de ella si, al año de vivir con Manolo, le hubiera ocurrido algo por el estilo. Temblando para el resto de su vida se hubiera quedado. Quienes aquel mediodía la vieron salir de su casa dicen que la pobrecilla iba muda, blanca como si no tuviera una gota de sangre, como si la muerta fuera ella, andando igual que si fuera sonámbula o se hubiese chutado algo. ¡No iba a estar enloquecida, si acababa de casarse, como quien dice, y ya se había quedado viuda! No acertó a contar nada a ninguna vecina, tan alterada la dejó la noticia. Y fue una pena verdadera, porque como su marido y ella estaban solos en la ciudad, sola fue a identificar al cadáver. ¡Menudo papelón! Con lo amargo que debe de ser un trance como ése... Y lo que encontró fue como para echar a correr y no parar hasta caer reventada. A Mari Loli, una vecina le contó que le hicieron entrar en el depósito de cadáveres, una habitación parecida a la cámara frigorífica de Luis, con un armario dividido en compartimentos, como si fueran grandes cajones. En cada cajón guardaban a un muerto. Resultó que, cuando abrieron el del marido, lo primero que ella vio fue la cabeza y lo siguiente, los pies y el resto del cuerpo. Un horror, le contaba la vecina a Mari Loli, con decir que, en el accidente, el marido resultó decapitado. En lugar de colocar la cabeza en su sitio, junto al cuello, la dejaron en los pies, al lado de los zapatos. Mari Loli lo escuchaba tapándose la boca, ahogando sus propios gritos, igual que si, de aquella forma, pudiera contener mejor el espanto. ¿Cómo no entender que, después de tanta mala sombra, la vecinita no levantase cabeza?

—Ya estoy.

—Verás...

Mari Loli le explicó el problema rápidamente para evitarle llegar tarde al trabajo. Mencionó sólo muy de paso la golfería de Manu, no fuera a fastidiarse, por esta razón, la posible ayuda de Pili. Insistió mucho más en su desazón de madre, en lo intranquila que viviría aquel mes de julio con el chaval dando vueltas sin nada que hacer en todo el día, en la jugarreta que le habían hecho los del ayuntamiento...

La vecina contestó que, por mucho que le hubiera gustado ayudarla, no estaba en sus manos cambiar esa decisión.

—Mujer, inténtalo, por lo menos.

Ya en el rellano, cuando se despedían, Pili contestó que vería si podía hacer algo. El caso fue que no pudo. Se lo dijo al cabo de dos días cuando se cruzaron en la portería.

 

 

Ese sábado por la tarde, Mari Loli salió a la calle sintiéndose burbujear de alegría. No sólo estaba contenta por su cita con Luis, sino también por lo leído en los ojos de su hija al probarse el traje de baño. No el de sus suspiros, sino otro, que, en opinión de la vendedora, le sentaría mejor. Y así fue. ¡Estoy chupi!, se pasmó María. Mari Loli se detuvo unos segundos frente al escaparate de una tienda y se observó. Llevaba el mismo conjunto que la noche del motel La Avioneta. ¡A ver...! Lo único decente que colgaba en su armario. Desde luego, con los zapatos de tacón alto y la falda negra de tubo parecía mucho más esbelta. Sí. La vendedora del bañador estaba en lo cierto: incluso con un cuerpo bien distinto al de las tops, una podía estar como un pimpollo, ¡caray! Sólo era preciso acertar en la forma de arreglarse. Y disponer de dinero, claro. Ésa era la única pega.

Mari Loli se atusó el flequillo. Se había peinado a golpes de secador, imitando a Estrella. Se había maquillado al estilo de la vendedora de La Perfumería. Se había rociado generosamente con Broduai en honor a Luis. El resultado era bastante bueno. Mari Loli tenía la corazonada de que Luis era de esos hombres que, cuando una se arregla, se percatan del gesto. No como el Delirio que, la famosísima noche, si se fijó en su atuendo, tampoco lo dijo. O Manolo, un poner, que nunca se enteraba de nada.

Luis y ella habían quedado a las seis en una cafetería del centro de la ciudad. Mari Loli no recordaba haber estado nunca en ese sitio. Desde luego, no le sonaba de nada. Tampoco la calle, aunque sabía que caía cerca de la Rambla. Esperaba ser capaz de encontrar calle y cafetería sin perder demasiado tiempo, porque ya eran casi las seis y quería ahorrarle una espera a Luis. Sin embargo, no era fácil andar rápidamente entre el gentío que bajaba por el paseo central de la Rambla. Mari Loli llevaba años sin pisar aquella zona de la ciudad un sábado a media tarde y se maravilló de los incesantes ríos de cabezas que fluían desde las escaleras del metro o desde las calles laterales hasta el río principal. ¡Bueno, cómo estaba aquello!

Al final, consiguió llegar a esa calle y encontrar la cafetería. ¡Jope! Menudo sitio había elegido Luis. No estaba mal, ¡qué va!, sólo que era muy distinto a lo que una se había figurado. Nada de neones, ni plásticos de colores, ni música estridente, ni olor a hamburguesas o a tomate dulce de ese americano, ni camareros o camareras muy marchosos. No. De entrada, el olor y, luego, la decoración. El local olía que alimentaba. La mezcla de olores era estupenda. El aroma espeso y cálido del chocolate, y el aroma dulzón y brillante del azúcar a punto de caramelo, y el aroma tostado y amargo del café, además del olor nervioso a mantequilla fundida junto con el olor suave y blando de los bollos recién horneados. Eran olores tan fuertes, tan directos, tan anchos que le ocupaban a Mari Loli toda la nariz, se le desparramaban por el cerebro y le llenaban la boca de saliva. Cerró los ojos para concentrarse mejor en aquellas sensaciones. ¡Mmmmm! Cuando los volvió a abrir, se tropezó con fotografías y recortes de prensa enmarcados y colgados en las paredes pintadas de color café con leche muy clarito. Las mesas tenían la superficie de mármol blanco y las patas de hierro negro. Sobre cada mesa, un jarrito pequeño de cristal con algunas violetas.

—¡Mari Loli!

Se dio la vuelta hacia la voz de Luis. Estaba en un extremo de la cafetería, con el brazo en alto para llamar su atención.

Mari Loli se acercó. Él le tomó la mano y, antes de decir o hacer nada, la contempló unos instantes con simpatía. Más que eso. La observaba con una mezcla de admiración y agradecimiento. Se notaba su satisfacción por aquel encuentro. Mari Loli se sintió muy importante. ¡Qué increíble: un tipo tan fino como Luis se pirraba por ser amigo de ella!

—Mari Loli... ¡pero qué guapa estás!

Lo dicho. ¡Cómo le iba a pasar por alto que aquélla no era la mariloli de diario!

—Estás estupenda con esa falda negra. A ver: deja que te mire bien.

Sin soltarle la mano, Luis se alejó dos pasos para observarla mejor en su conjunto.

—Y los zapatos de tacón alto, qué bien te sientan. Sí. Estás muy, muy bien.

Luego se acercaron sin soltarse la mano. Parecía que estaban trenzando unos pasos de baile. Mari Loli ignoraba el nombre de la danza y, sin embargo, no se equivocaba. Se sentía comodísima en aquella cafetería con Luis. Como si se hubiese estado entrenando toda la vida para ese momento. Como si fueran amigos desde mil años atrás y no necesitaran decirlo todo. Conocía los movimientos, los pasos, los gestos precisos. Entonces se besaron: un beso en cada mejilla.

—Oye, si hueles a Broduai. ¿A que sí?

Mari Loli se puso a reír. ¡Menudo era Luis!

—Me encanta tu risa, ¿sabes? —dijo él, todavía sujetándole la mano.

¿Andaría Florita en lo cierto? ¿Sería que Luis tenía interés por una más allá de la pura amistad? ¿Sería normal que un tipo como Luis le dijera a una amiga cuánto le gustaba su risa? ¡Ay, qué lío!

Luis señaló las dos sillas y preguntó:

—¿Dónde quieres sentarte?

—Me da igual.

—¿Prefieres de espaldas o de frente al local?

—De verdad que...

—Mira, ponte aquí —dijo Luis, cediéndole el sitio—. Desde aquí verás toda la cafetería.

—¿Y tú? —preguntó ella, sin decidirse a ocupar la silla.

—¿Yo? Yo te veré a ti, que es mejor.

¡Qué encanto! Una no estaba acostumbrada a tanta delicadeza. No sólo las frases bonitas, los comentarios tiernos, estremecían su corazón sino, sobre todo, que él estuviera más pendiente de la comodidad de Mari Loli que de la suya. En general, la gente no se preocupaba mucho por el personal, ¿verdad? Manolo, por ejemplo. Siempre se servía el mejor trozo de carne. Si hacía frío y había que cerrar la ventana, gritaba: ¡Mari Loli, esa ventana!; no iba a tomarse la molestia de levantarse él, ¿no?

Mari Loli se sentó y, mientras, Luis permaneció junto a ella ayudándola a arrimar la silla.

—Anda, mira a ver qué te apetece —dijo Luis cogiendo una de las dos cartas apoyadas sobre el florerito de las violetas y entregándosela.

Luis leía su carta. Mari Loli fingía hacerlo pero, en realidad, le observaba a él con el rabillo del ojo. Vestido de calle, sin su uniforme, estaba bastante bien. Quizás no se podía decir que fuera guapo, pero sí, interesante. ¡Caray! ¿Cómo una no se había dado cuenta hasta ahora? Claro, la culpa era de aquel inmaculado uniforme de carnicero. No era que a Mari Loli le molestase la limpieza del mandil, sino que el blanco resultaba un color poco adecuado para Luis. Siendo él tan pálido de piel, de ojos, de cabellos, no ofrecía ningún contraste. Le daba un aire muy desvaído. Como si sobre un manto de nieve alguien dejase caer una rosa blanca. En cambio, hoy llevaba una chaqueta de mezclilla gris oscuro con motitas claras. Bien cortada, elegante, con mucha clase. Luis parecía un banquero con aquel traje. Debajo, una camisa gris marengo. Un color muy atrevido y moderno. Mari Loli nunca hubiera imaginado que una camisa casi negra pudiera resultar favorecedora. Y, sin embargo, así era. Sus ojos azules, normalmente sosos, ahora destacaban vivamente gracias a las ropas oscuras. También el pelo lucía más airoso. Incluso la piel resultaba llamativa sin aquel tono rosáceo poco agradable, acaso efecto de las luces con que iluminaba las piezas de carne. Y las manos tan cuidadas, con las uñas cortas y muy limpias.

—Estás muy guapa —repitió Luis, sacándola de sus pensamientos.

—Tú también lo estás —le contestó Mari Loli.

—Muchísimas gracias —sonrió Luis—. ¿Qué quieres tomar?

¡Vaya! Tanto rato pensando en cómo le sentaba la ropa y ni siquiera le había echado un vistazo a la carta.

—¿Tú qué vas a tomar?

—Yo... —Luis la miró con picardía—. ¿Te gusta el chocolate?

—¡Me encanta!

—Pues, ¿qué te parece si nos portamos mal y nos tomamos un chocolate con nata?

—Me parece una idea estupenda.

Una señora mayor, con un delantal blanco, ribeteado de puntillas sobre una bata negra, les tomó la nota. Mientras esperaban la merienda hablaron poco y se miraron mucho. ¡Caray! Mari Loli no salía de su asombro. Cuanto más le observaba, más curiosa le resultaba la transformación de Luis. Más elegante, más fino, con más clase que nunca. Y, sin embargo, seguía comportándose como el de siempre. Tan habitual, tan cercano, tan amable y cariñoso. Esa familiaridad de él, la tranquilizaba, aunque, a la vez, la tenía pasmada. ¡Jolín!, qué suerte había tenido una: un hombre tan leído, tan elegante, interesado en ser su amigo... Mari Loli no se notaba perdida, sino todo lo contrario. Un sentimiento muy particular la recorría entera. Un sentimiento de proximidad, de camaradería. Igual que en la danza de su encuentro, tenía la sensación de haber vivido esa escena otras veces, de conocer a Luis de mucho, muchísimo atrás.

Llegó la camarera con las dos tazas de chocolate con sus trémulas islas blancas.

Resultó que el chocolate, tan rico, fue como tomarse una copa de champán. Bueno, era un decir. No que se hubieran achispado con el brebaje, claro. Pero aquella bebida dulce y calentita les soltó la lengua y se pusieron a charlar casi atropelladamente, con tantas ganas como si llevasen un año sin verse. Lo cierto era que tenían mucho que contarse y poco tiempo para ello. Cuando rebañaron las tazas y se limpiaron los labios con la servilleta, habían dejado de estar apoyados contra el respaldo de la silla y se habían ido inclinando sobre la mesa, de modo que, ahora, sus cabezas se rozaban.

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