Anochecer (46 page)

Read Anochecer Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Anochecer
11.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mira ahí —dijo de pronto, y señaló—. Un indicador de carreteras.

Era una placa de metal verde que colgaba en un loco ángulo de una farola, con su superficie ennegrecida por las manchas del humo. Estaba perforada en tres o cuatro lugares por lo que probablemente eran agujeros de bala. Pero las brillantes letras amarillas todavía eran razonablemente legibles: GRAN AUTOPISTA DEL SUR, y una flecha que les indicaba que siguieran rectos.

—No puede haber más que otros dos o tres kilómetros desde aquí —dijo Theremon—. Deberíamos alcanzarla a...

Hubo un repentino y agudo sonido zumbante, y luego un resonante restallido que reverberó con un asombroso impacto. Siferra se cubrió los oídos con las manos. Un momento más tarde sintió a Theremon tirar de su brazo, empujarla al suelo.

—¡Abajo! —susurró roncamente él—. ¡Alguien nos está disparando!

—¿Quién? ¿Dónde?

Theremon tenía su pistola de aguja en la mano. Ella extrajo también la suya. Alzó la vista y vio que el proyectil había golpeado contra el indicador de carreteras: había un nuevo orificio entre las primeras dos palabras, borrando algunas de las letras.

Theremon, agachado, avanzó con rapidez hacia la esquina del edificio más cercano. Siferra le siguió, con la sensación de hallarse horriblemente expuesta. Aquello era peor que permanecer de pie desnuda frente a Altinol y la Patrulla Contra el Fuego: un millar de veces peor. El siguiente disparo podía llegar en cualquier momento, desde cualquier dirección, y ella no tenía ninguna forma de protegerse. Ni siquiera cuando dobló la esquina del edificio y se acurrucó contra Theremon en el callejón, respirando pesadamente, con el corazón martilleando alocado, tuvo la seguridad de hallarse a salvo.

Él hizo un gesto con la cabeza hacia una hilera de casas quemadas al otro lado de la calle. Dos o tres de ellas estaban intactas, cerca de la esquina opuesta; y ahora Siferra vio sucios y sombríos rostros que atisbaban desde una ventana de arriba de la más alejada.

—Hay gente ahí arriba. Ocupantes ilegales, supongo. Locos.

—Ya los veo.

—No tienen miedo de nuestros pañuelos de la Patrulla. Quizá la Patrulla no signifique nada para ellos, tan en las afueras de la ciudad. O quizá nos hayan disparado porque los llevamos.

—¿Lo crees posible?

—Cualquier cosa es posible. —Theremon se asomó un poco—. Lo que me pregunto es si intentan dispararnos y su puntería es realmente mala, o si tan sólo quieren asustarnos. Si han intentado dispararnos y todo lo mejor que han podido hacer ha sido alcanzar el indicador de carreteras, entonces podríamos intentar largamos corriendo. Pero si ha sido tan sólo una advertencia...

—Eso es lo que sospecho que ha sido. Un disparo fallido no hubiera ido a dar precisamente en el indicador. Es algo demasiado limpio.

—Probablemente sí —dijo Theremon. Frunció el ceño—. Creo que voy a dejarles saber que estamos armados. Sólo para desanimarles de intentar enviarnos una avanzadilla alrededor de una de esas casas para atrapamos por detrás.

Contempló su pistola de aguja, ajustó la apertura a un haz amplio y máxima distancia. Luego alzó el arma y efectuó un solo disparo. Un estallido de luz roja siseó a través del aire y golpeó el suelo justo frente al edificio donde se habían asomado los rostros. Un furioso círculo calcinado apareció en el césped, y se alzaron retorcidas volutas de humo.

—¿Crees que han visto eso? —preguntó Siferra.

—A menos que estén tan idos que sean incapaces de prestar atención. Pero sospecho que sí lo vieron. Y no les gustó mucho.

Los rostros estaban de vuelta a la ventana.

—Mantente agachada —advirtió Theremon—. Tienen alguna especie de rifle de caza potente. Puedo ver su cañón.

Hubo otro sonido zumbante, otro tremendo impacto. El indicador de carreteras, hecho pedazos, cayó al suelo.

—Puede que estén locos —dijo Siferra—, pero su puntería es malditamente buena.

—Demasiado buena. Sólo jugaban con nosotros cuando dispararon ese primer tiro. Se ríen de nosotros. Nos están diciendo que si asomamos la nariz nos la volarán. Nos tienen atrapados aquí, y disfrutan con ello.

—¿No podemos salir por el otro extremo del callejón?

—Está lleno de cascotes. Y, por todo lo que sé, puede que haya más ocupantes aguardándonos en el otro lado.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Incendiar esa casa —dijo Theremon—. Quemarlos. Y matarlos, si están demasiado locos para rendirse.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Matarles?

—Si no nos dan otra opción sí, lo haré. ¿Quieres llegar a Amgando, o prefieres pasar el resto de tu vida oculta aquí en este callejón?

—Pero no puedes simplemente matar a la gente, aunque tú..., aunque ellos...

Su voz se apagó. No sabía qué era lo que estaba intentando decir.

—¿Aunque ellos estén intentando matarte, Siferra? ¿Aunque ellos crean que resulta divertido lanzar un par de balas silbando junto a nuestros oídos?

Ella no respondió. Había pensado que empezaba a comprender la forma en que funcionaban las cosas en el monstruoso nuevo mundo que había cobrado vida la tarde del eclipse; pero se dio cuenta de que no comprendía nada, absolutamente nada.

Theremon se había arrastrado de nuevo un corto trecho hacia la calle. Apuntaba con su pistola de aguja.

El estallido incandescente de luz golpeó la blanca fachada de la casa del extremo de la calle. Al instante la madera empezó a volverse negra. Brotaron pequeñas llamas. Trazó una línea de fuego a través de la fachada del edificio, hizo una pausa, disparó de nuevo y trazó una segunda línea encima de la primera.

—Dame tu pistola —pidió a Siferra—. La mía se está sobrecalentando.

Ella le pasó el arma. Él la ajustó y disparó una tercera vez. Toda una sección de la fachada de la casa estaba en llamas ahora. Theremon estaba cortando a través de ella, apuntando su haz al interior del edificio. No hacía mucho tiempo, pensó Siferra, aquella casa blanca de madera había pertenecido a alguien. Allí había vivido gente, una familia, orgullosa de su casa, de su vecindario..., cuidando su césped, regando sus plantas, jugando con sus animales de compañía, dando cenas para sus amigos, sentándose en el patio a beber refrescos y contemplar los soles cruzar el cielo vespertino. Ahora nada de eso significaba nada. Ahora Theremon estaba tendido boca abajo en un callejón lleno de ceniza y cascotes al otro lado de la calle, prendiendo fuego eficiente y sistemáticamente a aquella casa. Porque ésa era la única forma que él y ella podían salir sanos y salvos de aquella calle y seguir su camino hacia el parque de Amgando.

Un mundo de pesadilla, sí.

Una columna de humo se alzaba ahora del interior de la casa. Toda la parte izquierda de su fachada estaba en llamas. Y la gente saltaba de las ventanas del segundo piso. Tres, cuatro, cinco, atragantándose, jadeando. Dos mujeres, tres hombres. Cayeron sobre el césped y permanecieron tendidos allí un momento, como atontados. Sus ropas estaban sucias y hechas jirones, su pelo enmarañado. Locos. Antes habían sido algo distinto, antes del Anochecer, pero ahora formaban simplemente parte de esa enorme horda de seres vagabundos de ojos enloquecidos y expresión tosca cuyas mentes se habían salido de sus goznes, quizá para siempre, por el repentino estallido de sorprendente luz que habían lanzado las Estrellas contra sus sentidos no preparados.

—¡De pie! —les gritó Theremon—. ¡Las manos arriba! ¡Ahora! ¡Vamos, levantaos! —Avanzó a plena vista, empuñando las dos pistolas aguja.

Siferra salió a su lado. La casa estaba envuelta ahora por un denso humo, y dentro de ese oscuro manto temibles chorros de llamas se alzaban por todos lados del edificio, agitándose como estandartes escarlatas. ¿Había gente todavía atrapada dentro? ¿Quién podía decirlo? ¿Importaba?

—¡Alineaos, aquí! —ordenó Theremon—. ¡Eso es! ¡Vista a la izquierda! —Se pusieron firmes. Uno de los hombres era un poco lento, y Theremon hizo llamear un haz de su pistola junto a su mejilla para alentar su cooperación—. Ahora echad a correr. Calle abajo. ¡Aprisa! ¡Aprisa!

Un lado de la casa se desmoronó con un terrible sonido rugiente, dejando al descubierto habitaciones, armarios, muebles, como una casa de muñecas que hubiera sido cortada de cuajo. Todo estaba en llamas. Los ocupantes estaban en la esquina ahora. Theremon siguió gritándoles, animándoles a seguir corriendo, lanzando algún ocasional estallido a sus talones.

Luego se volvió hacia Siferra.

—Bien. ¡Salgamos de aquí!

Enfundaron sus pistolas y echaron a correr en dirección opuesta, hacia la Gran Autopista del Sur.

—¿Y si hubieran salido disparando? —preguntó Siferra más tarde, cuando pudieron ver la entrada de la autopista a poca distancia mientras avanzaban por los campos abiertos que conducían a ella—. ¿Los hubieras matado realmente, Theremon?

Él la miró con una expresión firme y severa.

—¿Si ésa hubiera sido la única forma de salir de aquel callejón? Creo que te respondí ya antes a eso. Por supuesto que lo hubiera hecho. ¿Qué otra elección hubiera tenido? ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?

—Nada, supongo —dijo Siferra, con voz apenas audible.

La imagen de la casa ardiendo flameaba aún en su mente. Y la visión de aquellas miserables y harapientas personas corriendo calle abajo.

Pero ellos habían disparado primero, se dijo a sí misma.

Ellos lo habían iniciado todo. No había forma de decir hasta dónde hubieran llegado, si Theremon no hubiera tenido la idea de quemar la casa.

La casa..., la casa de alguien...

La casa de nadie, se corrigió.

—Ya estamos —dijo Theremon—. La Gran Autopista del Sur. Es un tranquilo viaje de cinco horas en coche hasta Amgando. Podríamos estar allí a la hora de cenar.

—Si tuviéramos un coche —dijo Siferra.

—Si lo tuviéramos —dijo él.

39

Pese a todo lo que habían visto en su camino para llegar hasta allí, Theremon no estaba preparado para el aspecto que les ofreció la Gran Autopista del Sur. La peor pesadilla de un ingeniero de tráfico no hubiera sido tan mala.

En todas partes, mientras cruzaban los suburbios del Sur, Theremon y Siferra habían pasado junto a vehículos abandonados en las calles. Sin duda muchos conductores, abrumados por el pánico en el momento de la aparición de las Estrellas, habían parado sus coches y huido de ellos a pie, con la esperanza de hallar algún lugar donde esconderse del terrible y abrumador brillo que ardía repentinamente en el cielo.

Pero los coches abandonados que sembraban las calles de aquellos tranquilos sectores residenciales de la ciudad a través de los cuales él y Siferra habían llegado hasta tan lejos habían estado dispersos de una forma al azar, aquí y allá, a intervalos relativamente amplios. En esos vecindarios el tráfico de vehículos debía de haber sido escaso en el momento del eclipse, puesto que se había producido después del fin de un día normal de trabajo.

La Gran Autopista del Sur, sin embargo, atestada por los últimos habitantes de los pueblos cercanos que trabajaban en la ciudad y viceversa, debió de haberse convertido en una auténtica casa de locos en el instante mismo en que la calamidad golpeó el mundo.

—Mira eso —susurró Theremon, alucinado—. ¡Mira eso, Siferra!

Ella sacudió la cabeza, abrumada.

—Increíble. Increíble.

Había coches por todas partes..., apiñadas masas de ellos, amontonados en una caótica mezcolanza, apilados en algunos lugares en alturas de dos o tres. La amplia calzada estaba casi completamente bloqueada por ellos, una infranqueable muralla de vehículos accidentados; Miraban en todas direcciones. Algunos estaban volcados. Muchos habían ardido y ahora no eran más que esqueletos. Brillantes manchas de combustible derramado brillaban como lagos cristalinos. Rastros de cristal pulverizado daban a la calzada un brillo siniestro. Coches muertos. Y conductores muertos.

Era la visión más horripilante que habían visto hasta entonces. Un enorme ejército de muertos se extendía ante ellos. Cuerpos derrumbados sobre los controles de sus coches, cuerpos encajados entre vehículos que habían colisionado, cuerpos ensartados tras los volantes. Y una sucesión de cuerpos simplemente tendidos por todas partes como lamentables muñecos desechados a lo largo de las cunetas, con sus miembros congelados en las grotescas actitudes de la muerte.

—Probablemente algunos conductores se detuvieron de inmediato —apuntó Siferra— cuando aparecieron las Estrellas. Pero otros aceleraron, intentando terminar sus viajes y llegar a sus casas, y chocaron contra los que se habían detenido. Y aún otras personas se sintieron tan desconcertadas que olvidaron completamente cómo seguir conduciendo..., mira, éstos se salieron de la autopista por aquí, y este otro debió de haber dado la vuelta e intentó regresar por entre del tráfico que le venía de frente...

Theremon se estremeció.

—Un horrendo y colosal amontonamiento. Coches chocando desde todos lados a la vez. Girando en redondo, volcando, cruzando la calzada hasta los carriles de dirección opuesta. Gente saliendo, corriendo para ponerse a cubierto, siendo alcanzada por otros coches que llegaban en aquel momento. Todo el mundo volviéndose loco de cincuenta maneras distintas.

Se echó a reír amargamente.

Siferra dijo, sorprendida:

—¿Qué puedes hallar en esto que te haga reír de este modo, Theremon?

—Sólo mi propia estupidez. ¿Sabes, Siferra? Una idea loca cruzó por mi mente hace media hora, mientras nos acercábamos a la autopista: La de que simplemente podríamos subir al coche abandonado de alguien y descubrir que tenía el depósito de combustible lleno y estaba listo para ponerse en marcha y conducirnos hasta Amgando. Simplemente así, de la forma más conveniente. No me detuve a pensar que la autopista estaría totalmente bloqueada..., que, aunque tuviéramos la buena fortuna de hallar un coche que pudiéramos utilizar, no conseguiríamos avanzar con él ni siquiera una docena de metros...

—Ya será bastante difícil caminar por la autopista, en la forma en que está.

—Sí. Pero tenemos que hacerlo.

Iniciaron hoscamente su largo viaje al Sur. Emprendieron la marcha a la cálida luz del Onos de primera hora de la tarde por entre la carnicería de la autopista, saltando por encima de los retorcidos y abollados restos de los coches, intentando ignorar los cuerpos calcinados y mutilados, los charcos de sangre seca, el hedor de la muerte, el horror total de todo aquello.

Other books

Noble Vision by LaGreca, Gen
The Flood by Michael Stephen Fuchs
The Winter Mantle by Elizabeth Chadwick
Weight of the Crown by Christina Hollis
The Relic Keeper by Anderson, N David
Rowan by Josephine Angelini
History Lessons by Fiona Wilde
Operation Underworld by Paddy Kelly