Antes de que hiele (27 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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—¿Esto es un templo?

—¿Qué iba a ser, si no?

«Claro, ¿qué iba a ser, si no?», ironizó Linda, «esto es un templo, y no una vieja finca abandonada de Escania, donde pequeños labriegos y campesinos se dejaban la vida para poder subsistir.»

—¿Y cómo os llamáis?

—Ya te he dicho que no utilizamos nombres. Nuestra comunidad nace del interior, del aire que compartimos y respiramos todos.

—Eso suena extraño…

—Lo evidente suele ser lo más misterioso. Una pequeña grieta en una caja de resonancia modifica la acústica. Y si desaparece el fondo de la caja, la música deja de sonar. Lo mismo sucede con las personas. No podemos vivir si no existe un sentido superior.

Linda no comprendía las respuestas que le daba aquella mujer. Y a ella no le gustaba no comprender. Así que dejó de preguntar.

—Bien, creo que debo irme —anunció al tiempo que se ponía de pie.

Se marchó de allí a buen paso, sin volverse a mirar, y sólo se detuvo al llegar al coche. Sin embargo, en lugar de partir de inmediato, permaneció sentada un instante. Los rayos del sol se filtraban a través de las hojas de los árboles y la cegaron. Estaba a punto de poner el motor en marcha cuando vio que un hombre se acercaba caminando por la explanada de gravilla.

Al principio sólo percibió su silueta, pero cuando el hombre quedó bajo la sombra de los altos árboles que bordeaban el muro del cementerio, sintió que el aire se le helaba en los pulmones. En efecto, reconoció su nuca. Pero no sólo la nuca. Durante el breve intervalo en que pudo verlo antes de que desapareciese de nuevo bajo la luz del sol, la voz de Anna se dejó oír en su interior. Una voz clara que le hablaba del hombre que su amiga había visto en Malmö, a través del ventanal de un hotel. «Yo lo veo a través de otra ventana, la de un coche», se dijo Linda, «pero tengo la impresión de que el hombre al que acabo de ver es el padre de Anna. Es absurdo, pero no puedo evitar pensar así.»

24

El hombre desapareció en la calima. «¿Qué historia podía contar una nuca?», cavilaba Linda. Se preguntaba por qué, durante un instante, había estado convencida de algo que de ninguna manera podía saber: es imposible reconocer a una persona a la que uno no ha visto nunca. De nada le servían las fotografías de Anna y la imagen que ésta le describió cuando le contó que creía haberlo visto por la calle, ante el ventanal de un hotel de Malmö.

Negó con la cabeza, como para apartar aquella idea de su mente, y echó una ojeada al retrovisor. La explanada que se extendía ante la iglesia estaba vacía. Aguardó unos minutos, sin saber muy bien qué. Después, puso rumbo de vuelta a Lund. Era a primera hora de la tarde y el sol brillaba aún con intensidad: el calor parecía suspendido en el aire. Aparcó el coche ante la puerta de la casa que había visitado antes y se preparó para un nuevo encuentro con el jugador de ajedrez antes de atravesar la verja. Pero, cuando la puerta se abrió, fue una chica quien apareció tras ella. Era unos años más joven que Linda, llevaba el cabello teñido de color rojo intenso con mechas azules y una cadena le colgaba desde un lado de la nariz hasta la mejilla. Vestía unas prendas de color negro que parecían una combinación de piel y plástico. Calzaba un zapato negro en un pie. El otro era blanco.

—No hay habitaciones libres —explicó la chica en tono irritado—. Si has visto algún cartel en la Asociación Académica, es mentira. ¿Quién te ha dicho que tenemos habitaciones?

—Nadie. Estoy buscando a Anna Westin. Soy amiga suya. Me llamo Linda.

—Creo que no está, pero puedes mirar tú misma.

La joven se apartó y dejó pasar a Linda, que echó un vistazo a la sala de estar. El tablero de ajedrez seguía allí, pero no el jugador.

—Estuve aquí hace unas horas —explicó Linda—. Pero entonces estuve hablando con el que juega al ajedrez.

—Tú puedes hablar con quien quieras, por supuesto —respondió con antipatía.

—¿Tú eres Margareta Olsson?

—Ése es mi nombre artístico.

Linda quedó pasmada. Margareta la miró divertida.

—En realidad, me llamo Johanna von Lööf. Pero prefiero usar un nombre más corriente. De modo que me he rebautizado con el de Margareta Olsson. En este país no existe más que una Johanna von Lööf, pero varios miles de Margareta Olsson. Quiero decir, ¿quién desea estar solo?

—No, claro, ¿quién? Si no recuerdo mal, tú estudiabas derecho, ¿no?

—Error. Economía.

Margareta señaló hacia la cocina.

—¿No quieres mirar a ver si está?

—Tú ya sabes que no está, ¿no es así?

—Pues claro que lo sé. Pero yo no le impido a nadie que compruebe por sí mismo.

—¿Tienes un momento?

—Yo tengo todo el tiempo del mundo. ¿Tú no?

Las dos muchachas se sentaron en la cocina. Margareta estaba tomándose un té, pero ni se molestó en ofrecerle una taza a Linda.

—Economía…, vaya, eso no suena fácil.

—Pues no, es difícil, como todo en la vida. Pero yo tengo un plan. ¿Quieres escucharlo?

—Me encantaría.

—Si te da la sensación de que estoy fanfarroneando o de que me pongo chula, es una sensación correcta. Nadie cree que una chica que lleva una cadena en la nariz pueda tener ojo para los negocios. Ya he engañado a muchos, sólo con eso. Pero verás, éste es mi plan: estudiaré economía durante cinco años. Después trabajaré en prácticas en algunos bancos y con algunos agentes de bolsa extranjeros. Dos años, ni uno más. Durante ese tiempo me quitaré las cadenas, claro. Pero sólo de forma transitoria. Cuando empiece con mi propio negocio, volveré a ponérmelas. Puede que hasta celebre el fin de mis estudios haciéndome algunos agujeros más en el cuerpo, ¿quién sabe? Calculo que eso me llevará unos siete años. Entre tanto, me habré hecho con un capital propio de un par de millones.

—¿Es rica Johanna von Lööf?

—Su padre perdió una serrería que tenía en la costa de Norrland especulando con ella en bolsa el mismo año en que Johanna nació. A partir de entonces, casi todo fue de mal en peor; un asco. Poco dinero, un apartamento de dos dormitorios en Trelleborg, un padre que era una especie de vigilante del puerto… Pero yo tengo mis acciones. Y conozco el mercado, entro y salgo, compro y vendo, y me guardo los beneficios. Basta con escuchar la pantalla del televisor, el teletexto, los movimientos de la bolsa…, y así sabe una cuándo se presentan las oportunidades.

—Vaya, y yo que creía que lo que se hacía era ver la tele…

—Bueno, hay que mirar igual que escuchas. De lo contrario, no encuentras las oportunidades de comprar que vas buscando. Soy como un lucio enlutado y descarado que acecha tras el cañaveral y ataca en cuanto la presa se presenta. Me llevará siete años, más otros tres con mi propio negocio, diez, conseguir una fortuna. Y entonces les habré sacado partido a los estudios. Cuando me retire, tendré treinta y dos años. Y a partir de ahí no pienso trabajar más el resto de mi vida.

—¿Y qué piensas hacer?

—Mudarme a Escocia y contemplar amaneceres y atardeceres.

Linda no estaba muy segura de que Margareta no estuviese tomándole el pelo. La joven pareció leerle el pensamiento.

—No me crees, ¿eh? Bueno, tú verás. Si quieres, nos vemos dentro de diez años y ya veremos si yo tenía o no razón.

—Sí, te creo.

Margareta negó con un gesto de irritación.

—No, no es verdad. En fin, ¿qué querías saber?

—Estoy buscando a Anna. Es amiga mía y me pregunto si le habrá sucedido algo, porque no está localizable en ninguna parte y no llama nunca.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—¿Cuándo la viste por última vez? ¿La conoces bien?

La respuesta fue mordaz y muy resuelta.

—No me gusta, así que procuro hablar con ella lo menos posible.

Linda no había oído jamás algo así, que Anna no le cayese bien a alguien. Los recuerdos acudieron veloces a su memoria: ella solía tener problemas con sus compañeros de clase. Pero Anna, jamás.

—¿Por qué?

—Me parece una engreída. Y puesto que yo también lo soy, suelo tener consideración con las personas que se comportan como yo. Pero con ella no. No soporto su engreimiento; no puedo con él. —La chica se levantó y fregó su taza—. Pero, claro, a ti quizá no te guste oír hablar mal de tu amiga, ¿no?

—Bueno, cada uno tiene derecho a opinar como quiera.

Margareta se sentó de nuevo ante la mesa.

—Hay una cosa más —añadió—. O quizá dos. La primera, que es una tacaña; la segunda, que no dice la verdad. No se puede confiar en ella. Ni en lo que dice, ni en lo que promete, ni cuando asegura que va a dejar de tomarse mi leche o de comerse las manzanas de otro.

—Ésa no es la Anna que yo conozco.

—Puede que la que vive aquí sea otra Anna, no tu amiga. A mí no me gusta ella. Y a ella no le gusto yo. Así que estamos en paz. Cada una ha aprendido a conocer las costumbres de la otra. Yo nunca como a la misma hora que ella y, como hay dos cuartos de baño, no tenemos por qué chocar.

En ese momento, sonó el móvil de Margareta. La joven respondió y salió de la cocina. Linda se esforzaba por comprender lo que acababa de oír. Le resultaba cada vez más evidente el hecho de que la Anna que acababan de describirle no era la misma que ella había conocido desde la niñez. Por más que Margareta, o Johanna, diese una impresión curiosamente paradójica, no se le ocultaba que lo que la joven le había dicho sobre Anna era cierto. «Ya no tengo nada que hacer aquí», sentenció para sí. «Anna se mantiene apartada porque quiere. Y existe una explicación para ello, al igual que para la circunstancia de que ella y Birgitta Medberg se conociesen.»

Linda se puso de pie, dispuesta a marcharse, cuando Margareta volvió a entrar en la cocina.

—¿Estás enfadada?

—¿Y por qué iba a estarlo?

—Porque he hablado mal de tu amiga.

—No, no estoy enfadada.

—En ese caso, tal vez seas capaz de escuchar cosas peores, ¿no?

Las dos se sentaron de nuevo y Linda notó que estaba tensa y llena de curiosidad.

—¿Sabes lo que estudia tu amiga? —preguntó Margareta.

—Estudia medicina.

—Sí, eso creía yo. Bueno, eso creíamos todos. Pero después oí rumores de que la habían expulsado de la facultad. Se decía que había copiado. Aunque no sé si es verdad. Quizá lo dejó por otros motivos; no sé, a nosotros no nos contó nada. Y fingió que seguía estudiando medicina. Pero lo cierto es que no. En realidad, se dedica a algo muy distinto.

—¿Sí?

Margareta reflexionó un instante antes de proseguir.

—Se dedica a lo que a mí me parece que es su lado bueno. Su único lado bueno.

—Ajá, ¿y qué es?

—Pues reza.

—¿Qué reza?

—Seguro que has oído antes esa palabra, ¿no? «Rezar.» Lo que se hace en las iglesias, ya sabes.

De pronto, Linda perdió la paciencia.

—Pero ¿quién te crees que eres? Claro que sé lo que es rezar. Dices que Anna reza, pero ¿dónde, cómo, cuándo, por qué…?

A Margareta no pareció afectarle su arrebato de ira, y Linda se preguntó con cierta envidia de dónde le vendría aquel autocontrol que ella misma no poseía.

—Yo creo que es sincera. Está buscando algo; no es una mentira ni una manera de hacerse la interesante, ¿sabes? Creo que la entiendo. No me cuesta lo más mínimo entender que haya personas que busquen la riqueza interior, igual que yo busco otra muy distinta.

—¿Y tú cómo sabes todo eso, si no hablas nunca con ella?

Margareta se inclinó hacia ella.

—Porque espío. Escucho a hurtadillas. Yo soy de esas personas que están detrás de todas las cortinas y oyen y ven todo lo que ocurre. Y no estoy bromeando. En realidad, tiene que ver con mi visión de la economía. En la enorme catedral de la economía de mercado, uno tiene que saber tras qué pilares esconderse para poder hacerse con la mejor información.

—Pero ¿hay alguien aquí a quien ella se confíe?

—Curiosa palabra, «confiarse». ¿Qué quiere decir? Yo no tengo ninguna persona a la que me confíe; y Anna Westin tampoco. Si quieres que siga siendo sincera, tu amiga es una persona inusualmente tonta. Cuando la conocí me dije: «Dios me libre de que a mí, algún día, tenga que diagnosticarme y tratarme un médico como ella». Eso fue cuando aún creía que estudiaba medicina, claro. Anna Westin habla en voz alta y clara y sin parar. Y todos los que vivimos en esta casa creemos que las charlas que da aquí en la cocina son sermones inútiles e ingenuos. Siempre moraliza. Y ninguno de nosotros lo resiste, salvo, quizá, nuestro querido jugador de ajedrez. Pero creo que es porque tiene el vano sueño de llevársela a la cama algún día.

—¿Y tú crees que lo conseguirá?

—De ninguna manera.

—¿Qué quieres decir exactamente con que moraliza?

—Pues que siempre está hablando de la pobreza de nuestras vidas, de que no nos preocupa nuestro mundo interior. La verdad, no sé muy bien en qué cree. Cristiana sí es, desde luego. En una ocasión, intenté hablar con ella del Islam. Pero se puso fuera de sí. Es cristiana; conservadora y cristiana, creo. No sé mucho más. Pero tiene algo, hay en ella un fondo de autenticidad cuando expone sus ideas religiosas. A veces se oyen sus rezos al otro lado de la puerta de su dormitorio. Y suena auténtico, honrado. Entonces no miente ni roba. En fin, Anna es la que es, y ya no sé decirte más. —Cuando acabó, Margareta la miraba fijamente—. ¿Ha ocurrido algo?

Linda movió la cabeza.

—No lo sé. Quizá.

—¿Estás preocupada?

—Sí.

Margareta se levantó.

—Anna Westin tiene un dios que la protege. Al menos, eso dice. Siempre anda jactándose de ello. Un dios y, además, un santo protector terrenal al que llama Gabriel. ¿Ése no era un ángel? La verdad es que apenas me acuerdo de esas cosas. Pero, con tanto guardaespaldas supraterrenal, no creo que le pase nada malo. —La joven le tendió la mano—. Bueno, ahora tengo que irme. ¿Eres estudiante?

—Soy policía. Bueno, voy a serlo.

Margareta la miró llena de curiosidad.

—Seguro que llegarás a serlo. Con tantas preguntas como haces…

Linda cayó en la cuenta de que, precisamente, le quedaba aún una pregunta por hacer.

—¿Conoces a una chica llamada Mirre?

—No.

—¿Sabes si Anna conoce a alguien con ese nombre? Dejó un recado en el contestador de Anna.

—Puedo preguntar a los demás.

Linda le dejó su número de teléfono y abandonó la casa. La personalidad de Margareta Olsson, su seguridad en sí misma, suscitaban en Linda una envidia indefinible. ¿Qué tenía aquella muchacha que le faltase a ella? Linda no lo sabía.

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