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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele

BOOK: Antes de que hiele
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En 1978, en la localidad de Jonestown (Guyana), murieron todos los seguidores de una secta, liderada por un hombre llamado Jim Jones, en lo que parecía un suicidio colectivo; la noticia dio la vuelta al mundo en las primeras planas de todos los periódicos. En el año 2001, cuando ese terrible suceso ya ha caído en el olvido, Linda, la hija de Kurt Wallander, regresa a Ystad para, en unos días, iniciar su trabajo en la policía. Al tiempo que empiezan las desavenencias con su padre, Linda se integra en la vida cotidiana de Ystad y reanuda sus viejas amistades con dos jóvenes, Anna y Zebran. De pronto, Anna desaparece misteriosamente. Poco después, en los bosques de los alrededores de Ystad, Linda, junto a su padre, hace un descubrimiento aterrador: una cabeza de mujer, degollada, y dos manos unidas, seccionadas; del resto del cuerpo no hay el menor rastro. Y Anna sigue sin aparecer. Es el comienzo de un nuevo y trepidante caso al que se enfrentarán juntos Kurt Wallander y su hija Linda, quien, en el curso de la investigación, conocerá al agente Stefan Lindman (el protagonista de
El retorno del profesor de baile
), que le causará muy buena impresión.

Henning Mankell

Antes de que hiele

Saga inspector Wallander - 10

ePUB v1.0

Joselín
24.08.12

Título original:
Innan frosten

Henning Mankell, 2002.

Traducción: Carmen Montes Cano

Editor original: Joselín (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo
Jonestown, noviembre de 1978

Las ideas se precipitaban en su mente como si de una lluvia de agujas candentes se tratase. El dolor era casi insoportable. Con el fin de conservar la calma, intentaba por todos los medios pensar con claridad. ¿Qué era lo que más lo atormentaba? En realidad, no necesitaba buscar la respuesta, pues la conocía. Era el miedo. El miedo a que Jim liberase a sus perros y los enviase en su busca, como si él fuese una presa temerosa que se hubiese dado a la fuga, lo cual, por otro lado, era cierto. Los perros de Jim eran lo que más le aterraba. Toda aquella larga noche del 18 al 19 de noviembre, cuando ya no le quedaban fuerzas para seguir corriendo, y fue a esconderse entre los restos medio podridos de un árbol abatido por el vendaval, la pasó creyendo oír cómo se aproximaban los perros.

«Jim nunca permite que nadie se escape», se dijo. «El hombre al que yo opté por seguir un día, porque parecía lleno de un amor divino e infinito, ha resultado ser muy distinto. De un modo del todo imperceptible, ha cambiado su apariencia por la de su sombra, o por la de ese diablo sobre el que predicaba y del que solía prevenimos, ese demonio egocéntrico que nos impide servir a Dios con veneración y obediencia. Así, lo que yo creía que era amor se ha transformado ahora en odio. Debería haberlo comprendido mucho antes. El propio Jim lo dejó muy claro, una y otra vez. Él nos reveló la verdad, pero no toda la verdad de una vez, sino poco a poco, sinuosamente. Y, sin embargo, ni yo ni los demás queríamos escuchar lo que oíamos, lo que se ocultaba bajo sus palabras. Es decir, que yo soy el único culpable, puesto que me negué a comprender. Cuando nos convocaba a sus prédicas o nos enviaba sus mensajes, no sólo nos hablaba de prepararnos espiritualmente antes de que llegase el Día del juicio… También nos advertía que debíamos estar dispuestos a morir en cualquier instante.»

Interrumpió sus reflexiones y, en la oscuridad, prestó atención a los ruidos. ¿No era el ladrido de los perros lo que se oía a lo lejos? No, los perros sólo existían en su interior, eran fruto de su propio miedo. En su cerebro desquiciado por el terror, regresó a lo sucedido en Jonestown. Tenía que comprenderlo. Jim había sido su guía, su pastor. Ellos lo habían seguido durante el éxodo desde California, cuando ya no podían hacer frente a la persecución a que las instituciones y los medios de comunicación los sometían constantemente. En Guyana podrían hacer realidad su sueño de una vida en libertad, en unión con Dios, con la comunidad y con la naturaleza. Y, de hecho, al principio, todo fue saliendo como Jim había predicho. Se decían que, en verdad, habían hallado su paraíso. Sin embargo, algo les atemorizaba. ¿Y si no podían ver realizado su sueño en Guyana? ¿No estarían expuestos allí a las mismas amenazas que en California? Cabía la posibilidad de que se viesen obligados a dejar no sólo un país, sino la vida misma para que, en comunión con Dios, gozasen de la existencia que se habían prometido los unos a los otros. «He visto a través de mis propios pensamientos», dijo Jim un día. «He visto más lejos de lo que nunca vi. El Día del juicio está próximo. Si no queremos ser arrastrados por la horrenda corriente devastadora, tal vez debamos morir. Tan sólo si morimos podremos sobrevivir.»

Iban a suicidarse. La primera vez que Jim les habló de ello desde su lugar de oración, no hubo nada aterrador en sus palabras. En primer lugar, los padres administrarían a sus hijos una dosis de la solución de cianuro que él guardaba en una cámara, cerrada bajo llave, en la parte posterior de su casa. Después, ellos mismos ingerirían el veneno y, aquel que vacilase, aquel que, en el último instante, el decisivo, traicionase su fe, podría contar con la ayuda de Jim y de sus colaboradores más cercanos. Si no había suficiente veneno, tenían armas. Jim se encargaría personalmente de que todos hubiesen muerto antes de dirigir el arma contra su propia sien.

Estaba tendido bajo el árbol, jadeando y sumido en el sopor del calor tropical. Constantemente aguzaba el oído, atento a los ladridos de los perros de Jim. Aquellos monstruos enormes, de ojos inyectados en sangre, que a todos hacían estremecer. Jim les había advertido que, para quienes una vez eligieron vivir en su comunidad y participaron después en la gran peregrinación desde California hasta Guyana, no había otro camino que el señalado por Dios. El camino que Jim Warren Jones había elegido y consideraba el verdadero.

«Aquello sonaba tan reconfortante…», pensó. «Nadie como Jim para convertir palabras amenazantes y pavorosas como “muerte”, “suicidio”, “cianuro” y “armas de fuego” en algo hermoso y deseable.»

Se le puso la carne de gallina. «Sin duda Jim ha ido mirando a todos los muertos, uno por uno», pensó. «Y ha visto que yo no estoy entre ellos y soltará a los perros para que me busquen.» No podía quitarse esa idea de su mente.
Todos los muertos
. Y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Hasta aquel momento no había comprendido en todo su alcance lo que había sucedido. Maria y la niña, todos estaban muertos, y también ellas. Pero él no quería creerlo. María y él habían hablado al respecto entre susurros, por las noches. Jim estaba perdiendo el juicio. No era el mismo hombre que los había atraído con una promesa de salvación, asegurándoles que sus vidas tendrían sentido si se entregaban en cuerpo y alma al Templo del Pueblo, como él llamaba a su obra. Sí, en su día, habían acogido como una bendición esas palabras de Jim acerca de que la única felicidad posible sólo se alcanzaba si confiaban en Dios, en Cristo, si creían en todo cuanto los aguardaba más allá de aquella vida terrenal que no tardaría en ser un recuerdo. Maria había sido quien lo había expresado con mayor claridad: «Los ojos de Jim han empezado a llamear. Ya no nos ve, sino que mira por encima de nosotros con ojos fríos, como si ya no deseara nuestro bien».

Así, por la noche se susurraban al oído si no valdría la pena marcharse. Sin embargo, por la mañana, se decían que no podían abandonar la vida que habían elegido. Jim volvería a ser el mismo muy pronto. Estaría atravesando una crisis, ese momento de debilidad no tardaría en pasar. Jim era el más fuerte de todos ellos. Sin él, no habrían logrado vivir en algo que, después de todo, era como una imagen del paraíso.

De un manotazo, apartó un insecto que correteaba por su rostro sudoroso. El calor en la jungla era sofocante, húmedo. Los insectos surgían desde todos los rincones, arrastrándose y trepando. De repente, al moverse, una rama se le enredó, apretándole la pierna, y dio un salto, pues creyó que era una serpiente. En Guyana había muchas serpientes venenosas. Tan sólo en los tres últimos meses, dos de los miembros de la colonia habían sido víctimas de sendas picaduras; las piernas se les hincharon antes de adquirir un color negruzco y cubrirse de pústulas purulentas y malolientes que se abrían. Uno de ellos, una mujer de Arkansas, falleció a causa de ello. La enterraron en el pequeño cementerio de la colonia y Jim los obsequió con uno de los grandes sermones que solía pronunciar al principio, cuando llegó a San Francisco con su iglesia y su Templo del Pueblo y no tardó en darse a conocer como un extraordinario predicador de la revelación.

Un recuerdo permanecía en su memoria más nítido que ningún otro. Durante un tiempo había vivido destrozado por el alcohol y las drogas y el cargo de conciencia por haber abandonado a aquella niña, tanto que creyó que ya no lo soportaba más. Quería morir, arrojarse ante un camión o un tren; después, todo habría pasado y nadie lo echaría en falta, y menos aún él mismo. Entonces, durante uno de esos últimos vagabundeos por la ciudad, en el que parecía hacer la ronda para despedirse de unas personas a las que, en realidad, no les importaba lo más mínimo si él vivía o moría, el azar lo llevó a pasar ante la puerta del edificio en el que se celebraban las reuniones del Templo del Pueblo. «Fue la providencia divina», le diría Jim más tarde. «Fue Dios mismo quien, al verte, decidió que serías uno de los elegidos, uno de los destinados a experimentar la gracia de vivir a través de Él.» Aún ignoraba qué lo había movido a entrar en aquella casa que no tenía el aspecto de una iglesia. Ni siquiera ahora que todo había quedado atrás y que, escondido bajo un árbol, sólo esperaba que los perros de Jim le diesen alcance y lo despedazasen.

Se dijo que debía marcharse de allí y proseguir la huida. Pero no podía salir de su escondite. Además, no podía abandonar a Maria y a la niña. Ya había abandonado a una niña en su vida. Y no podía permitir que sucediese una segunda vez.

Pensándolo bien, ¿qué era lo que había ocurrido? Por la mañana, todos se habían levantado como de costumbre, y se habían congregado en torno al lugar de oración, ante la casa de Jim, dispuestos a esperar. Pero la puerta permaneció cerrada, como era habitual últimamente. Así, rezaron sus oraciones ellos solos, los novecientos doce adultos y los trescientos veinte niños que componían la colonia. Después, cada uno se marchó a sus quehaceres. Él no habría sobrevivido de no ser porque, aquel día, junto con otros dos hermanos, dejó la colonia para buscar dos vacas que se habían extraviado. Cuando se despidió de Maria y de su hija, lo hizo sin la menor sospecha del peligro que se cernía sobre todos ellos. Y hasta que no hubo ganado el otro lado del barranco, que constituía la frontera que separaba la colonia del bosque circundante, no comprendió que sucedía algo.

Se pararon en seco al oír disparos procedentes de la colonia, e incluso les pareció distinguir algún grito humano entre el bullicioso gorjeo de los pájaros que poblaban los alrededores. Se miraron y, sin decir nada, se precipitaron barranco abajo, de vuelta a la colonia. Él había adelantado a los otros dos, aunque ni siquiera estaba seguro de que, en el último instante, no hubiesen decidido huir en lugar de acompañarlo. Cuando salió de la sombra que le procuraban los árboles y saltó la valla que cercaba la gran plantación de árboles frutales, una de las zonas del Templo del Pueblo, todo estaba silencioso. Demasiado silencioso. No había nadie ocupado en recoger fruta. No había nadie en absoluto. A la carrera, se dirigió hacia las casas y comprendió enseguida que algo terrible había sucedido. Jim había vuelto a salir. Por fin había abierto la puerta que mantenía cerrada, pero, en lugar de presentarse ante ellos con amor, lo hizo con odio, aquel odio que su mirada dejaba traslucir cada vez con mayor frecuencia.

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