Antes de que hiele (7 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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Linda echó otro vistazo al apartamento. Se detuvo junto a la estantería que había en el rincón del comedor donde Anna estudiaba. Leyó los títulos en los lomos de los libros. Eran, en su mayoría, novelas. Algún que otro relato de viajes, pero ningún libro de texto. A Linda le extrañó. Ni un solo libro de medicina. Fue a mirar en las otras estanterías del apartamento, pero lo único que halló fue un ejemplar de un diccionario enciclopédico sobre las enfermedades más comunes. «Aquí hay una grieta. ¿No debería tener montones de libros sobre medicina?», advirtió.

Abrió el frigorífico, donde no encontró nada que le llamase la atención ni nada que faltase. El futuro se hacía presente bajo la forma de un cartón de leche sin abrir con fecha de caducidad del 2 de septiembre. Linda volvió a sentarse en la sala de estar e intentó profundizar en esa grieta que se había abierto. ¿Cómo era posible que una persona que estudiaba medicina no tuviese en casa un solo libro sobre la materia? ¿Los guardaría en otro lugar? No podía ser. Anna vivía en Ystad y, según aseguraba, allí estudiaba y preparaba los exámenes.

Seguía esperando. Dieron las siete y llamó a su casa. Su padre contestó con la boca llena de comida.

—¿No íbamos a cenar juntos hoy?

Linda vaciló un instante antes de responder. Sentía que quería contarle a su padre lo sucedido con Anna, al tiempo que se resistía a hacerlo.

—Estoy ocupada.

—¿Con qué?

—Con mi propia vida.

El padre masculló algo ininteligible.

—Hoy he visto a Martinson —le dijo ella.

—Lo sé.

—¿Y qué sabes?

—Me lo ha dicho él, y sólo me ha dicho que os habíais visto, nada más. No tienes que andar preocupándote por todo.

Concluida la conversación, Linda siguió esperando. Cuando dieron las ocho, llamó a Zebran para preguntarle si tenía alguna idea de dónde podía estar Anna. Pero Zebran llevaba varios días sin saber de ella. Finalmente, a las nueve de la noche y después de comer lo que pudo encontrar en la despensa y en el frigorífico de Anna, buscó el número de teléfono de Henrietta. La mujer tardó en contestar y Linda aludió con tacto al motivo de su llamada, pues no quería que la madre de su amiga, de salud tan delicada, se asustase. ¿Había ido Anna a Lund? ¿Tal vez a Copenhague o a Malmö? Linda formulaba las preguntas menos comprometidas que se le ocurrían.

—Pues no sé. No he hablado con ella desde el jueves.

«Hace cuatro días», calculó Linda. «Entonces, Anna tampoco le habrá contado a ella nada acerca del hombre al que vio en Malmö por el ventanal del hotel. No ha querido compartir una información tan importante con su madre, pese a que la relación que mantienen es muy estrecha.»

—¿Por qué quieres saber dónde está Anna?

—No, por nada. La he llamado, pero no me contesta.

Una vaga inquietud transitaba entre los auriculares de ambos aparatos.

—Ya, pero tú no me llamas cada vez que Anna no contesta al teléfono, ¿verdad?

Linda se había preparado para aquella pregunta. Una mentira insignificante, una mentira piadosa.

—Ya, es que hoy me apetecía mucho preparar una buena cena e invitarla. Fue por eso. —Linda desvió el tema de la conversación hacia su propia persona—. ¿Sabes que voy a empezar a trabajar aquí en Ystad?

—Sí, me lo dijo Anna. Aunque ni ella ni yo comprendemos por qué se te ha ocurrido hacerte policía.

—Bueno, si me hubiese dedicado al tapizado de muebles, me habría pasado el día con una tachuela en la boca. Lo de ser policía parecía un trabajo más variado.

En algún lugar, un reloj dio la hora y Linda se apresuró a concluir la conversación. «Anna no le ha contado a su madre lo que cree haber visto», concluyó. «Después queda conmigo para vernos en su casa, pero no está. Y no me ha avisado.»

Linda intentaba convencerse a sí misma de que todo eran figuraciones suyas. ¿Qué podía haber sucedido? Anna no era de las que se exponían a ningún riesgo. Al contrario que Zebran y que ella misma.

Anna era la más difícil de convencer para que se subiera a la montaña rusa. Desconfiaba de los extraños, nunca entraba en un taxi sin antes haberle visto la cara al taxista… Linda se quedó con la explicación más sencilla: Anna estaba muy alterada. ¿Habría viajado a Malmö para buscar al hombre que tal vez fuese su padre? Era la primera vez que su amiga no acudía a una cita, se decía. Pero también era la primera vez que había creído ver a su padre por la calle.

Se quedó en el apartamento hasta medianoche.

Para entonces, ya estaba segura. No existía ninguna explicación natural para que Anna no hubiese regresado a casa. Algo había sucedido. Y ella no sabía qué.

7

Cuando, poco después de las doce de la noche, Linda llegó a casa, su padre ya se había dormido, pero despertó al oír el chirrido de la puerta al cerrarse y se levantó. Linda observó con desagrado su obesidad.

—Estás hinchándote —observó—. Vas a estallar un día de éstos, no como un trol al sol, sino como un globo demasiado lleno de aire.

Él se apretó el cinturón de la bata con gesto ostentoso.

—Hago lo que puedo.

—Eso no es verdad.

Su padre se dejó caer pesadamente en el sofá.

—Estaba soñando con algo hermoso —aseguró—. Así que, en estos momentos, no tengo fuerzas para pensar en mi peso. La puerta que acabas de abrir se abrió también en mi sueño. ¿Te acuerdas de Baiba?
[3]

—Sí, aquella mujer de Letonia. ¿Aún seguís en contacto?

—Bueno, una vez al año, como mucho. Ha encontrado un hombre, un ingeniero alemán que trabaja en Riga con las mejoras del sistema de suministro de agua. Cuando habla del buen Hermann, de Lübeck, parece muy enamorada. Me sorprende que no me ponga celoso.

—¿Y estabas soñando con ella?

Kurt Wallander sonrió.

—Pues sí. Teníamos un hijo —contó—, un niño que jugaba, en silencio y solo, en una gran extensión de arena. En la distancia, se oían las notas de una orquesta de instrumentos de viento. Baiba y yo estábamos allí, mirándolo, y yo, en el sueño, me decía que, en realidad, no era un sueño, sino una realidad. Y soñé que me sentía muy feliz.

—¡Vaya! Con lo que sueles quejarte de tus pesadillas…

Él no la escuchaba, no quería interrumpir su ensoñación.

—Se abrió la puerta. La puerta que tú has abierto era, en el sueño, la de un coche. Era verano y el sol caía a plomo, sin piedad. Toda la existencia estaba expuesta a sus rayos, el rostro de Baiba, el mío y el del niño estaban muy blancos, sin sombras. Era un sueño hermoso. Cuando desperté, estábamos a punto de marchamos.

—Lo siento.

Él se encogió de hombros.

—¿Qué significará ese sueño?

Linda quería hablar de Anna. Pero su padre se arrastró hasta la cocina, donde bebió agua directamente del grifo. Linda lo siguió. Él se alisó el pelo de la nuca mientras la observaba.

—¿Por qué has llegado tan tarde? Ya sé que no es asunto mío, pero tengo la sensación de que estás deseando que te lo pregunte.

Y Linda se lo contó. Él permaneció apoyado contra el frigorífico con las manos cruzadas sobre el pecho. «Siempre adopta esa postura cuando escucha», observó linda en silencio, «y así lo recuerdo de cuando era niña: un gigante de brazos cruzados que me miraba desde lo alto. De hecho, solía pensar que tenía un padre que era una montaña. Papá Montaña.»

Cuando ella hubo concluido, él negó con un gesto, antes de asegurar:

—No, no. No es así como sucede.

—¿El qué?

—La desaparición de una persona.

—No es normal en ella. La conozco desde que teníamos siete años. Jamás llegó tarde a una cita ni olvidó si habíamos quedado en vemos.

—Es un poco absurdo decir que alguna vez ha de ser la primera, pero es lo que pienso. Debe de estar muy afectada, dado que cree que ha visto a su padre… Sí, tal vez sea lo que tú has supuesto, que se ha marchado para buscarlo.

Linda asintió. Era obvio que su padre tenía razón. También ella lo creía así: no era lógico pensar que le hubiese sucedido algo.

El padre se sentó en el banco de madera que había ante la ventana.

—Uno aprende, con el tiempo, que siempre existe una buena dosis de verosimilitud en lo que sucede. La gente se mata entre sí, miente, comete atracos y robos o desaparece. Si uno profundiza lo suficiente en el pozo que es cada investigación, encuentra, en casi todos los casos, una explicación plausible. Al final, resulta bastante verosímil que esa persona desapareciese o que aquella otra asaltase un banco. No estoy diciendo que jamás se produzcan sucesos inesperados, pero casi nunca es acertado decir «jamás creí que tal o cual persona pudiese hacer semejante cosa». Si uno reflexiona y raspa la capa más superficial, siempre encuentra otras capas y otras respuestas. —Dicho esto, bostezó y dejó caer las manos sobre la mesa con gesto cansado—. Bien, es hora de que nos vayamos a dormir.

—Espera unos minutos más, ¿vale?

Él la miró con curiosidad.

—O sea, que no te he convencido, ¿no es eso? Sigues creyendo que a Anna le ha ocurrido algo.

—No, seguro que tienes razón.

Permanecieron sentados en silencio. Una ráfaga de viento agitó unas ramas, que golpearon el cristal de la ventana.

—¿Sabes?, últimamente tengo muchos sueños —confesó el padre—. Tal vez porque suelo despertarme cuando llegas a casa. O sea, que no es que sueñe más que antes, sino que ahora recuerdo lo que he soñado. Ayer noche tuve una experiencia extraordinaria. Iba, en mis sueños, por un cementerio. De repente me vi ante unas lápidas y yo reconocía todos los nombres que tenían grabados. El nombre de Stefan Fredman
[4]
se encontraba entre ellos.

Linda se estremeció.

—Sí, lo recuerdo. ¿De verdad llegó a entrar en este apartamento?

—Creo que sí. Pero jamás conseguimos aclararlo del todo. Cuando le preguntamos por el asunto, siempre respondió con evasivas.

—Recuerdo que fuiste a su entierro… ¿Qué le pasó, en realidad?

—Lo mantenían encerrado en un hospital. Un buen día se pintó la cara con trazos de guerra, ya sabes, trepó hasta un tejado y se arrojó desde allí.

—¿Cuántos años tenía?

—Dieciocho o diecinueve.

Arreció el viento y la ventana golpeteó.

—¿Quiénes eran los demás que estaban en las lápidas?

—Pues, entre otros, una mujer llamada Yvonne Ander
[5]
. Estoy por creer que hasta era correcta la fecha de su fallecimiento, aunque hace ya bastantes años de aquello.

—¿Qué fue lo que hizo?

—¿No recuerdas que, en el curso de aquella investigación, Ann-Britt Höglund recibió un disparo?

—¿Cómo iba a olvidarlo? Tú te refugiaste en Dinamarca y por poco te mata la bebida.

—Bueno, no fue para tanto.

—No, claro, fue aun peor. De todos modos, no sé quién era Yvonne Ander.

—Se dedicó a vengarse de hombres que ella sabía que habían torturado y maltratado a mujeres.

—¡Ah, sí! Algo recuerdo.

—Al final logramos atraparla. Todos creían que estaba loca. O que era un monstruo. Pero yo opino que era una de las personas más sensatas que he conocido jamás.

—Sí, quizá te ocurriese como a los médicos con sus pacientes.

—¿A qué te refieres?

—Pues que los policías se enamoran de las mujeres delincuentes a las que consiguen atrapar.

Él emitió un gruñido cariñoso a modo de protesta.

—Eso no son más que tonterías. Hablé largo y tendido con ella, además de interrogarla. Antes de suicidarse, me escribió una carta en la que me explicaba que la justicia es como una red demasiado poco tupida. Que no llegamos a atrapar, o que optamos por no atrapar, a muchos criminales que deberían constituir nuestro objetivo.

—¿Quién decide a qué criminal hay que atrapar?

Él negó con un gesto.

—No tengo ni idea. Todos, imagino. Se supone que las leyes que tratamos de cumplir proceden de un pueblo en el que todos tienen voz. Pero Yvonne Ander me enseñó algo muy distinto. Por eso no puedo olvidarla.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Cinco o seis años.

En ese momento sonó el teléfono.

Kurt se sobresaltó y ambos se miraron. Faltaban cuatro minutos para la una de la mañana. Él alargó el brazo para alcanzar el teléfono, que estaba en la pared. Linda, preocupada, se preguntó si se trataría de alguno de sus amigos, que no supiese que vivía en la casa de su padre y que aún no se había mudado a un apartamento propio. El padre atendió la llamada. Linda se esforzaba por interpretar los monosílabos con que preguntaba. Comprendió que quien llamaba era un colega de su padre. Pero no sabía quién. Tal vez Martinson, o incluso Ann-Britt Höglund. Algo había sucedido en las proximidades de Rydsgård. Wallander le hizo una seña para que le acercase un lápiz y un bloc de notas que tenía sobre el alféizar de la ventana. Anotó mientras sujetaba el auricular con la barbilla. Ella fue leyendo por encima de su hombro. «Rydsgård, cruce con Charlottenlund, finca de Vik.» De inmediato, Linda recordó que los dos habían ido allí para ver la casa situada sobre la colina, cerca de la playa, la que su padre no quiso comprar. Su padre volvió a escribir: «Terneros quemados. Åkerblom». Después, un número de teléfono. Concluyó la conversación y colgó el auricular. Linda volvió a sentarse frente a él.

—¿«Terneros quemados»? ¿Qué es eso?

—Sí, es una buena pregunta. —Se levantó—. Tengo que salir.

—¿No vas a decirme qué ha pasado?

Él se detuvo junto a la puerta, vacilante. Tras unos segundos, tomó una decisión.

—De acuerdo, acompáñame.

—Estuviste conmigo desde el principio —aseguró ya en el coche—, así que también puedes estar en lo que parece una continuación.

—¿El principio de qué?

—Lo de los cisnes ardiendo.

—¿Ha vuelto a ocurrir?

—Pues sí y no. En esta ocasión no se trata de aves. Al parecer, algún loco ha sacado un ternero de un establo, lo ha rociado con gasolina y le ha prendido fuego. El dueño del ternero ha llamado a la policía. Una patrulla de seguridad ciudadana ya ha acudido al lugar. Y yo les había pedido que me llamasen si volvía a suceder. Un sádico, un torturador de animales… No me gusta lo más mínimo.

Linda sabía cuándo su padre le ocultaba algo.

—No estás diciéndome todo lo que piensas, ¿verdad?

—No.

Él dio por terminada la conversación y Linda se preguntó por qué habría querido que ella lo acompañase.

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