Antes de que hiele (11 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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Hacía ya muchos años, se le había ocurrido pensar que aquello a lo que se dedicaba era algo muy distinto de lo que ella pretendía en realidad: no era indicio de fortaleza, sino de debilidad, un sarpullido provocado por una especie de amargura que se ocultaba en su interior sin que ella supiera por qué. Fue su hermano mayor, Håkan, quien le enseñó que había dos tipos de personas: las que elegían el camino recto, el más corto y rápido, y las otras, las que daban rodeos en los que les esperaban sucesos imprevistos, curvas, baches. De niños, jugaban en los bosques de Älmhult, donde pasaron los primeros años de su vida. Cuando su padre, que era electricista, sufrió un grave accidente al caerse de un poste de teléfono, se mudaron a Escania, pues su madre había encontrado trabajo en el hospital de Ystad. Para ella, que entonces estaba entrando en la adolescencia, lo más importante no eran los arcenes ni los rodeos. De hecho, sólo cuando se vio ante las puertas de la universidad de Lund, y tomó conciencia de que no tenía la menor idea de a qué deseaba dedicarse en la vida, empezó a recuperar los recuerdos de la niñez. Su hermano Håkan había elegido unos caminos muy distintos. Se había enrolado en varios barcos antes de cursar la carrera militar. Sus caminos eran, pues, las vías marítimas y, de vez en cuando, le escribía a su hermana acerca de lo hermoso que era navegar de noche por mares aparentemente infinitos. Ella sentía envidia, pero, al mismo tiempo, aquello la estimulaba.

Un día de otoño, durante aquel complicado primer año en la universidad, donde, a falta de algo mejor, empezó a estudiar Derecho, iba en bicicleta por la carretera que conducía hasta Staffanstorp y eligió al azar un desvío. Tomó después un sendero que conducía hasta los restos de un viejo molino abandonado. Y fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Una idea que fulminó su conciencia como un rayo. ¿Qué es, en realidad, un sendero? ¿Por qué discurre por un lado de un árbol o de una piedra, en lugar de extenderse por el otro lado? ¿Quién lo recorrió por primera vez? ¿Y cuándo?

Mientras miraba fijamente el sendero que se extendía ante sus pies, supo que aquélla sería su misión en la vida. Se convertiría en la estudiosa y eminente protectora de los senderos suecos. Ella escribiría la
Historia de los senderos suecos
. Corrió hacia donde había dejado la bicicleta, interrumpió sus estudios de Derecho al día siguiente y se presentó en el departamento de Historia y Geografía Cultural. Tuvo la suerte de dar con un catedrático comprensivo que supo ver que ella había encontrado un campo de estudio no incluido en el programa. El hombre tomó nota de su gran interés y le prestó todo su apoyo.

Echó a andar por el sendero que serpenteaba suavemente junto a la orilla del Ledsjön. Los inmensos árboles ocultaban el sol. Años atrás, había viajado al Amazonas para recorrer sus húmedas selvas. Fue como acceder a una catedral interminable donde los entramados de las hojas filtraban la luz como vidrieras. Y ahora, al seguir el sendero que discurría junto al lago Ledsjön, experimentó una sensación parecida.

Tenía registrado ese sendero desde hacía mucho tiempo. Era un sendero cuya existencia se remontaba a la década de los años treinta, cuando el castillo de Rannesholm aún era propiedad de la familia Haverman. Uno de los condes, Gustav Haverman, entusiasta de los deportes al aire libre, había mandado arrancar la maleza y los arbustos hasta despejar el terreno, de modo que el sendero rodease el lago. «Pero algo más allá», se dijo, «más hacia el interior de este bosque asombroso en el que nadie ve más que musgo y rocas, me desviaré para seguir ese otro sendero que descubrí hace unos días. Aún ignoro adónde conduce. Pero nada resulta tan sugerente, tan mágico como caminar por un nuevo sendero. No he perdido la esperanza de, alguna vez en mi vida, recorrer un sendero que, al final, resulte ser una obra de arte, un sendero que no conduzca a ningún lado, un sendero creado sólo para existir.»

Se detuvo al final de una cuesta para recobrar el aliento. Entre las copas de los árboles se vislumbraban las espejeantes aguas del lago. Tenía sesenta y tres años. Necesitaba cinco más. En esos cinco años terminaría de escribir su gran obra, la
Historia de los senderos suecos
. Con ese libro, mostraría al mundo entero que los senderos constituían uno de los instrumentos más importantes para estudiar civilizaciones y culturas del pasado. Pero los senderos no eran sólo vías por las que caminar. Tal y como pensaba demostrar, con pruebas irrefutables y sólidos argumentos, existían además fundamentos filosóficos y religiosos que determinaban cómo y por dónde debían circular los senderos a través de un paisaje. Ya había publicado estudios de menor entidad, a menudo de carácter regional, y mapas de senderos. Sin embargo, aún le quedaba por escribir la mayor de sus obras.

Siguió adelante. Cuando se dirigía a un sendero que pretendía estudiar, daba rienda suelta a sus pensamientos: aflojaba, por así decirlo, las correas de los perros. Después, cuando comenzaba su trabajo, al igual que un perro, avanzaba con mucho sigilo y todos los sentidos alerta, intentando desvelar los secretos del sendero. Bien sabía ella que muchos la tomaban por loca. Sus dos hijos se preguntaban, desde pequeños, a qué se dedicaba en verdad su madre. Su marido, fallecido el año anterior, sí la comprendía. Aunque ella intuía que, en el fondo, el hombre pensaba que se había casado con una mujer muy peculiar. Ahora se había quedado sola, y el único miembro de la familia que la comprendía era Håkan. En efecto, ambos compartían la fascinación por los caminos más pequeños del ser humano, los senderos que se enredaban por la superficie de la Tierra.

Se detuvo. Para el ojo profano, no había en los bordes del sendero más que hierba y musgo. Pero ella lo había visto. Ahí arrancaba otro sendero, cubierto de maleza, que tal vez llevase muchos, muchos años abandonado. Antes de internarse entre los árboles, descendió hasta la orilla. Se sentó sobre una roca y sacó el termo. Una pareja de cisnes se deslizaba sobre la superficie del lago. Se tomó el café con los ojos cerrados y la cara alzada al sol. «Soy una persona feliz», se dijo. «Nunca he hecho otra cosa que lo que siempre soñé. Una vez, cuando era pequeña, tomé prestada de mi hermano Håkan una de sus novelas de indios titulada
El descubridor de senderos
. Y en eso se convirtió mi vida. Eso he hecho siempre: descubrir e interpretar senderos, al igual que otros intentan comprender el significado de las inscripciones grabadas en las rocas o en las piedras rúnicas.»

Guardó el termo y enjuagó la taza en las oscuras aguas. La pareja de cisnes había desaparecido tras rodear el cabo. Sacó una linterna de la mochila y volvió a subir la pendiente, poniendo mucho cuidado en dónde pisaba. El año anterior se había roto el tobillo al tropezar y caer al sur de Brösarp. Aquel accidente la obligó a un largo reposo que se le hizo insufrible; aunque le permitía concentrarse en la redacción de su libro, la inmovilidad la llenaba de impaciencia y de enojo. Su marido acababa de fallecer cuando se produjo el accidente, y ella, que se había acostumbrado al lujo de que él fuese quien se encargase de las tareas domésticas, vendió la casa, que estaba situada en Rydsgård, y se trasladó a vivir al pequeño apartamento de Skurup.

Apartó unas ramas que colgaban y se adentró en la espesura. En cierta ocasión, había leído algo acerca de un
claro del bosque que sólo quien se ha perdido puede encontrar
. Y en eso se figuraba ella que consistía el gran secreto de ser persona. Si uno se atreve a perderse, encuentra lo inesperado. Si uno osa tomar el camino más largo, lo aguardan experiencias que jamás sospecharían quienes sólo van por las carreteras. «Los senderos olvidados son lo que yo busco», se decía. «Caminos que esperan que alguien vuelva a despertarlos de su profundo sueño. Las casas deshabitadas terminan por convertirse en ruinas. Y otro tanto sucede con los senderos. Un camino que nadie utiliza, termina muriendo.»

Ya había llegado al corazón del bosque y se detuvo a escuchar. En algún lugar se oyó el crujido de una rama al quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Un pájaro alzó el vuelo de repente y desapareció de su vista. Continuó avanzando, agazapada, verdadera descubridora de senderos. Se movía despacio, paso a paso. El sendero era invisible. Pero no para ella. Ella veía los bordes ocultos bajo el musgo, bajo la hierba y las ramas caídas.

No obstante, pronto empezó a verse decepcionada. El sendero que había encontrado no era antiguo. La primera vez que sospechó de su existencia, pensó que tal vez había dado, por fin, con los restos de la antigua vía de peregrinos que, según decían, pasaba por las inmediaciones del Ledsjön. Al norte del río Rommelsåsen aún podía seguirse. Pero alrededor del lago Ledsjön había desaparecido, nadie había encontrado aquel tramo hasta que reaparecía, al noroeste de Skurup. Alguna vez le dio por pensar que tal vez los peregrinos de la antigüedad hubiesen cavado un túnel, en cuyo caso ella tendría que buscar una abertura en la tierra. Pero los peregrinos no cavaban túneles, sino que seguían un sendero. Un sendero que ella no había encontrado. Hasta entonces, creía ella. Pero en menos de cien metros, ya estaba convencida de que el sendero estaba en uso y lo habían habilitado no hacía mucho. Diez años, tal vez veinte. A la pregunta de por qué lo habían abandonado, podría contestar tan pronto como llegase al final del camino. Ya se había adentrado unos trescientos metros en el bosque, donde la espesura era casi impenetrable.

De repente se detuvo. En efecto, había visto algo a sus pies que la desconcertó. Se acuclilló y removió el musgo con el dedo. Lo que había llamado su atención era de color blanco. Lo tomó en su mano. «Una pluma», comprobó, «una pluma blanca. Tal vez una paloma torcaz, pero ¿acaso hay palomas torcaces de color blanco? ¿No suelen ser de color gris azulado? Sólo tienen blanco el cuello.» Se incorporó sin dejar de examinar la pluma. «Una pluma de cisne. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí, en las profundidades del bosque? Los cisnes caminan por tierra, pero no suelen adentrarse por senderos desconocidos.»

Continuó y, tan sólo unos metros más adelante, volvió a detenerse. Lo que ahora veía la sorprendió. La tierra aparecía aplanada. Alguien, dedujo al ver huellas de pisadas, había pasado por allí hacía apenas unos días. Pero ¿de dónde procedían esas huellas? Volvió sobre sus pasos unos metros y rastreó el suelo. Transcurridos unos diez minutos comprendió que alguien había llegado hasta el sendero desde el bosque. Siguió buscando con gran precaución. Ahora no era tanta su curiosidad, puesto que ya sabía que el viejo sendero de peregrinos desaparecido seguía burlándola. Y lo que tenía ante sí era una simple ramificación, tal vez una bifurcación, proyectada en tiempos del deportista conde Haverman, que después cayó en desuso. Las huellas de pisadas que tenía ante sí bien podían pertenecer a un cazador.

Siguió las huellas unos cientos de metros más. Hasta que llegó a un pequeño barranco, una grieta en la tierra cubierta de arbustos y matorrales. El sendero se perdía en el barranco. Dejó la mochila, no sin antes guardar la linterna en el bolsillo de la cazadora, y se deslizó con cuidado hacia la hondonada apoyándose en los arbustos que hallaba en su descenso. Apartó una rama y descubrió que la habían cortado con una sierra. Perpleja, frunció el entrecejo y apartó otra rama, también ésta con un corte limpio. De sierra o de hacha. Comprendió que alguien había querido ocultar su rastro. «Cosas de niños», se dijo. «Håkan y yo también construíamos cabañas en el bosque.» Continuó retirando ramas y, en el fondo de la hondonada, descubrió una cabaña. Sólo que era demasiado grande para que la hubieran construido unos niños. De pronto, recordó algo que Håkan le había enseñado hacía muchos años, probablemente en una revista de fotografías. «Fíjate, una cabaña que perteneció a un ladrón buscado por la policía y que se hacía llamar con el curioso nombre de “Bengtsson el fotogénico”. El individuo había vivido en esta gran cabaña oculta en el bosque. Una cabaña que sólo se descubrió gracias a una persona que se perdió.»

Se acercó un poco más. La cabaña estaba construida con planchas de madera y tenía el tejado de chapa. No había chimenea. La parte posterior se apoyaba sobre una de las escarpadas moles que formaban el barranco. Tanteó la puerta, que no tenía cerradura. Aun sabiendo que era una tontería, llamó con unos golpecitos. Si había alguien en el interior de la cabaña, ¿acaso no la habría oído apartar las ramas y deslizarse hasta llegar a la vivienda? Se sentía cada vez más desconcertada. ¿Quién se escondía en el corazón del bosque de Rannesholm?

En su cabeza empezó a sonar una alarma. Al principio rechazó la idea. No solía asustarse fácilmente. En ocasiones se había topado con tipos desagradables por senderos solitarios y apartados. Si sentía miedo, procuraba ocultarlo bien tras una máscara de osadía. Jamás le había sucedido nada. Tampoco en esta ocasión sufriría ningún percance. Sin embargo, admitió que estaba razonando en contra de su sentido común, pues tan sólo alguien que tuviese muy buenas razones se escondería en una cabaña como ésa. Y pensó que debía marcharse. Al mismo tiempo, era como si no pudiese arrancar sus pies de aquel lugar. El sendero conducía allí, sus ojos expertos lo habían encontrado. Pero la persona que utilizaba la cabaña accedía al sendero desde otro punto. Y eso era lo enigmático. ¿No sería aquel sendero una simple salida de emergencia del barranco, como en la madriguera de un zorro? ¿O habría tenido otra función con anterioridad? La curiosidad pudo con ella.

Abrió la puerta de la cabaña. Los dos ventanucos que había en las paredes laterales apenas si dejaban entrar la luz. Sacó la linterna, la encendió y paseó el haz de luz por las paredes. Contra una de ellas, había una cama, una mesita, una silla, dos lámparas de gasóleo y una cocina de camping. Intentaba comprender. ¿Quién estaría utilizando la cabaña? ¿Cuánto tiempo llevaba deshabitada? Se inclinó y palpó la sábana de la cama, pero no estaba húmeda. «No mucho», concluyo, «la cabaña no lleva vacía muchos días.» De nuevo la asaltó la idea de que debía marcharse de allí. Estaba segura de que la persona que había construido la cabaña no deseaba recibir visitas inesperadas.

Estaba a punto de irse cuando la luz de la linterna iluminó un libro que había en el suelo, junto a la cama. Se agachó para verlo mejor. Era una Biblia, el Viejo y el Nuevo Testamento. Lo abrió y, en el interior de la cubierta, había un nombre escrito, pero estaba tachado. Aquella Biblia había sido objeto de repetidas lecturas, las hojas estaban deterioradas, estropeadas. Había varios versículos subrayados. Con mucho cuidado, volvió a dejar el libro donde lo había encontrado. Apagó la linterna y, en el mismo momento, intuyó que había algo distinto. Era la luz, había más luz. No era sólo la procedente de las ventanas. La puerta que ella había cerrado se había abierto, sin duda. Se dio la vuelta con rapidez. Pero ya era demasiado tarde. Sintió como si un depredador le hubiese dado un zarpazo en la cara. Y la mujer cayó en una sombra cuyo fin jamás llegaría a ver.

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