—¿Podría usted decirme dónde estoy?
Torgeir comprendió enseguida que el anciano no estaba ebrio, sino que tenía algún trastorno mental.
—En un café de Nyhavn.
El hombre se hundió en la silla que había frente a Torgeir, donde permaneció largo rato, antes de preguntar de nuevo:
—¿Y dónde está eso?
—¿Nyhavn? Está en Copenhague.
—Verá, es que he olvidado dónde vivo. —El hombre sacó de la cartera un trozo de papel con la dirección de la calle de Nedergade, pero Frans Vigsten era incapaz de recordar que vivía allí—. Me ocurre de vez en cuando y luego se pasa —explicó el anciano—. Bien, tal vez sea allí donde vivo, donde tengo mi piano de cola y recibo a mis alumnos.
Torgeir lo acompañó fuera del bar, detuvo un taxi que pasaba y fue con él hasta la calle de Nedergade. En el tablón del portal, en efecto, había una placa con el nombre de Vigsten. Torgeir lo acompañó arriba. Cuando Frans Vigsten entró en el apartamento, reconoció que era su hogar por el olor a cerrado.
—Sí, aquí vivo —afirmó—. Así huele mi vestíbulo.
Se adentró en la espaciosa vivienda y pareció olvidar por completo a Torgeir Langaas. Antes de marcharse, Torgeir buscó hasta dar con una copia de las llaves. Unos días después, se instaló en una habitación de una sola cama que nadie parecía utilizar. Frans Vigsten no se había dado cuenta de que alojaba en su casa a un hombre que aguardaba instrucciones sobre el momento en que accedería a un estado superior. En una única ocasión se toparon el uno con el otro en el apartamento. En los ojos de Frans Vigsten leyó con claridad que el recuerdo de aquel encuentro en el bar se había desvanecido hacía ya tiempo. Vigsten creyó que era uno de sus alumnos. Torgeir Langaas le dijo que no había ido a recibir clases de piano, sino para purgar los radiadores. Frans Vigsten se olvidó de su presencia tan pronto como le hubo dado la espalda.
Torgeir Langaas observó sus manos. Eran grandes, robustas. Pero lo más importante era que ya no le temblaban. Habían pasado muchos años desde que lo sacaran del fango, y desde entonces no había probado ni una gota de alcohol ni drogas de ningún tipo. Recordaba muy vagamente el difícil periodo en que luchó por regresar a la vida. Fueron largos días en que sufrió grotescas alucinaciones: hormigas que le picaban bajo la piel, lagartos de rostro amenazador que se arrastraban por el papel de las paredes… Y, durante todo ese tiempo, Erik estuvo junto a él, sujetándolo. Torgeir sabía que, sin su ayuda, jamás lo habría conseguido. Gracias a Erik y a la fe que éste le había ofrecido había recuperado la fuerza que necesitaba para vivir.
Se sentó en la cama y apoyó la espalda contra la pared. El afinador de pianos no tardaría en acabar, Frans Vigsten lo acompañaría hasta el vestíbulo y, aun antes de cerrar la puerta a sus espaldas, ya habría olvidado que el hombre había estado allí.
«La fuerza», reflexionó para sí. «Toda esa fuerza es mía. Yo espero en mis escondites hasta que recibo las órdenes oportunas. Las ejecuto y regreso a la invisibilidad. Erik nunca sabe dónde me encuentro exactamente, pero yo puedo oír su voz en mi interior cuando él me necesita. Siempre sé cuándo quiere que me ponga en contacto con él.
»Erik me ha infundido una gran fuerza…», recapacitó. «Y, sin embargo, aún tengo una pequeña debilidad de la que no he podido liberarme.» Torgeir ocultaba un secreto que no le había contado a Erik, y eso le provocaba remordimientos. Erik, el profeta, había hablado con total sinceridad, sin esconder nada sobre sí mismo, al hombre que halló en el arroyo, y otro tanto había exigido a su futuro discípulo. De modo que, cuando Erik le preguntó si ya estaba liberado de todas sus debilidades y si le había desvelado ya todos sus secretos, él contestó que sí. Pero no era cierto. Un eslabón lo unía todavía a su vida anterior. Había retrasado el asunto que tenía pendiente hasta el máximo. Pero aquella mañana, cuando despertó, supo que no podía aplazarlo por más tiempo. El incendio en la tienda de animales de la víspera era el último paso previo a su ascensión a un nivel más elevado. No podía esperar más. Si Erik no lo descubría, sería Dios quien arrojara su ira contra él. Esa ira podía recaer también sobre Erik, y la sola idea se le hacía insoportable.
Dejó de oír al afinador. Torgeir aguardó hasta que oyó que se cerraba la puerta de la casa. Inmediatamente después, Vigsten comenzó a tocar, según oyó, una mazurca de Chopin. Estaba seguro de que Frans Vigsten la interpretaba sin mirar siquiera de reojo la partitura. En su gran perturbación, la música resplandecía en toda su intensidad. Torgeir Langaas pensó que Erik tenía razón: Dios había creado la música como la mayor tentación para el espíritu. Sólo cuando la música moría, el ser humano estaba preparado para la vida que esperaba más allá del tiempo que a todos se les había otorgado en la vida terrenal. Torgeir escuchaba. Recordaba vagamente una ocasión en que, de niño, lo llevaron a un concierto de piano en el aula magna de la Universidad de Oslo. Precisamente aquella mazurca fue la última de las dos piezas que interpretaron fuera de programa. También recordaba la primera, que había sido la
Marcha turca
de Mozart. Había asistido al concierto con su padre, quien, una vez concluido, le preguntó si había oído en su vida algo más hermoso. «Es grande el poder de la música», se dijo. «Dios es un exquisito creador de tentaciones. Un día, se alzará una montaña compuesta de mil pianos a la que se prenderá fuego. Las cuerdas estallarán y las notas enmudecerán para siempre.»
Se levantó y se vistió. Por la ventana vio que hacía viento y que estaba nublado. Salió del apartamento tras dudar un instante si debía ponerse la cazadora de piel o el abrigo; al final se decidió por la cazadora. Llevaba en los bolsillos las plumas de paloma y de cisne que había ido recogiendo de las calles por las que caminaba. «Quizás esta manía de recoger plumas también sea una debilidad», consideró. «Pero, en todo caso, se trata de una debilidad que Dios puede perdonarme.» Ya en la calle, tuvo la suerte de llegar a tiempo de tomar el autobús. Se bajó en la plaza de Rådhuspladsen y puso rumbo a los jardines de Hovedbanegården, donde compró un diario de Escania. La noticia de la tienda de animales incendiada ocupaba la primera página. Entrevistaban a un policía de Ystad: «… tan sólo una persona enferma puede hacer algo así. Un enfermo con rasgos de sadismo».
Erik le había enseñado a conservar la calma, ocurriera lo que ocurriese. Sin embargo, que la gente tachara sus acciones de sádicas lo indignaba. Arrugó el diario y lo arrojó a una papelera. Como penitencia por la debilidad que suponía sucumbir a la indignación, le dio cincuenta coronas a un borracho que mendigaba en la calle. El hombre lo miró atónito. «Un día volveré y acabaré contigo», se prometió Torgeir Langaas. «En el nombre de Jesús, en el nombre de toda la cristiandad, te aplastaré la cara de un solo puñetazo. Tu sangre mezclada con la tierra será la alfombra roja que nos conduzca al paraíso.»
Eran las diez de la mañana. Se sentó a desayunar en la cafetería situada junto al vestíbulo de la estación del ferrocarril. Erik le había dicho que aquél sería un día tranquilo. Lo único que debía hacer era permanecer en alguno de sus escondites, y esperar. «Quién sabe si Erik no está al tanto de todo», se preguntó. «Tal vez me haya descubierto y pretenda comprobar si tengo la fuerza suficiente para liberarme de esta última debilidad.»
Antes de ello, se dijo que debía deshacerse de otro lazo que lo unía al pasado, una última posesión. Apartó la bandeja del desayuno y sacó del bolsillo un alfiler de diamantes. La historia de ese alfiler era como un cuento en el que nadie creía. Nadie, a excepción de Erik. Éste, tras escuchar su historia, le había dicho: «Las personas mueren por los diamantes. Sacrifican sus vidas en las minas para encontrarlos. Matan para, injustamente, arrebatarles a otros lo que ellos mismos no fueron capaces de hallar. Los diamantes vuelven a las personas avariciosas, falsas. Quedan anestesiadas por la belleza y no ven que la intención de Dios, cuando creó los diamantes, era mostrarle al hombre que la dureza y la belleza van unidas».
Cuando su tío Oluf Bessum le regaló a Torgeir el alfiler de diamantes, le contó la historia de cómo había llegado a sus manos, una historia extraordinaria y verídica. Oluf Bessum aseguraba que dejó de beber cuando cumplió treinta años, dejó de corretear detrás de las mujeres cuando cumplió los cincuenta, y de mentir cuando cumplió los setenta. Cuando le contó a Torgeir la historia del alfiler, tenía ochenta y cuatro. Durante algunos años, a principios de la década de los treinta, cuando Oluf era aún muy joven, estuvo trabajando como cazador de ballenas y como aprendiz de marino en Ciudad del Cabo, desde donde, tras dejar el servicio, marchó hacia el norte, en ocasiones a pie, otras veces en tren o parando carros tirados por caballos, viajando por aquella África donde no existían caminos, sólo el infinito. En Johannesburgo, lo atropelló un coche que pertenecía a la gran empresa de minas de diamantes De Brees, y en él iba Ernest Oppenheimer. Oluf fue ingresado en una clínica privada y después pasó su convalecencia en una de las grandes fincas de la familia Oppenheimer. Ernest Oppenheimer mostró interés por el joven cazador de ballenas noruego y le ofreció la posibilidad de trabajar en su empresa. Oluf deseaba continuar su viaje hacia el infinito, pero decidió quedarse por un tiempo.
Una brumosa y húmeda mañana de septiembre de 1933, dos meses después del accidente, Oluf acompañó a Ernest Oppenheimer a un pequeño aeropuerto situado a las afueras de Johannesburgo para despedir a Michael, sobrino de Ernest. El joven debía volar a Rodesia del Norte para inspeccionar algunas de las minas de la familia. El avión despegó, describió un círculo sobre el aeropuerto y ponía ya rumbo al norte cuando se produjo la catástrofe. Oluf nunca supo si se debió a un golpe de viento o a un fallo del motor. El aparato perdió velocidad y se estrelló contra el suelo. Tanto el piloto, el capitán Cochrane-Patrick, como Michael murieron en el acto. Oluf comprendió que no debía seguir molestando a la familia: el dolor se había instalado en la vida de Ernest Oppenheimer, para quien Michael había sido como un hijo. Ernest Oppenheimer le regaló aquel alfiler de diamantes cuando Oluf se despidió para proseguir su viaje. Y, cuando él llegó a viejo, se lo regaló a Torgeir. Éste aún no se explicaba que no lo hubiese perdido o que no se lo hubiesen robado en todos aquellos años en que se había arrastrado por el fango.
Reflexivo, arañó la superficie de la mesa con el alfiler. Había llegado el momento de deshacerse de aquella última propiedad. Dejó la cafetería y echó un vistazo a su alrededor en el gran vestíbulo de la estación. El borracho de antes dormía ahora, sentado en una de las butacas.
Torgeir se acercó a él y, sin que nadie lo viese, le metió el alfiler de diamantes en un bolsillo. Ya sólo le quedaba liberarse del último rastro de debilidad. «Dios siempre hace bien sus planes», resolvió. «Dios y su siervo Erik no son unos soñadores. Erik me ha explicado que la vida, el hombre, todo está organizado y previsto hasta el último detalle. Y por eso me ha concedido este día para liberarme de mi debilidad y prepararme.»
Sylvi Rasmussen había llegado a Dinamarca a principios de los años noventa, en un barco que dejó su carga de refugiados ilegales en la costa oeste de Jutlandia. Para entonces, llevaba a sus espaldas un largo y, a veces, pavoroso viaje desde Bulgaria, donde había nacido. En efecto, había viajado en camiones, en remolques de tractor e, incluso, durante cuarenta y ocho horas, encerrada en un contenedor donde a punto estuvo de morir asfixiada. En aquella época, su nombre aún no era Sylvi Rasmussen, sino Nina Barovska. Para pagar el viaje había contraído una deuda y, cuando por fin arribó a aquella playa desierta de Jutlandia, dos hombres la esperaban. La llevaron a un apartamento de Aarhus, donde la violaron y golpearon repetidamente durante una semana, hasta que, hundida y maltrecha, la condujeron a otro apartamento, éste en Copenhague, en el que, estrechamente vigilada, la obligaban a prostituirse. Al cabo de un mes, intentó huir. Pero los dos hombres le cortaron los dos meñiques y la amenazaron con un castigo aun peor si trataba de escapar por segunda vez. De modo que no volvió a intentarlo. Para soportar todo aquel horror, comenzó a consumir drogas, con la esperanza de que su vida no se prolongara demasiado.
Un buen día, un hombre llamado Torgeir Langaas se presentó en el apartamento y solicitó sus servicios. El hombre volvió en otras ocasiones y se convirtió en uno de sus escasos clientes fijos. De vez en cuando, ella intentaba hablar con él; sólo deseaba otorgar a esos breves encuentros cierto calor humano. Pero él solía negar con un gesto, acompañado de un murmullo casi inaudible. Pese a que ese cliente era amable y nunca la maltrataba, ella, cuando el hombre se marchaba, sentía escalofríos. Percibía en él, en su cliente más fiel y considerado, una amenaza indefinida, algo que infundía espanto. Sus grandes manos la tocaban con delicadeza. Y, pese a todo, le inspiraba miedo.
Eran las once cuando llamó a la puerta y entró en el apartamento. Solía visitarla por las mañanas. Puesto que deseaba ahorrarle el instante de terror, la conciencia de que iba a morir aquella misma mañana de primeros de septiembre, la atacó por detrás, cuando se dirigían al dormitorio. Con sus manos gigantescas, le agarró la frente y la nuca, y le dio un tirón. El cuello se quebró. Después la tendió en la cama, la desnudó e intentó disponerlo todo de modo que pareciera un crimen sexual. Miró a su alrededor y se dijo que Sylvi habría merecido un destino mejor. De haber sido otras las circunstancias, la habría llevado consigo al paraíso. Pero era Erik quien decidía: los discípulos no podían tener debilidades. Él ya no las tenía. La mujer, el deseo, había desaparecido.
Salió del apartamento. Estaba preparado. Erik lo esperaba, Dios lo esperaba.
Linda recordaba la descripción que su abuelo le había hecho en una ocasión de una persona molesta. Para él, todas las personas, en el fondo, lo eran, aunque en la mayoría de las ocasiones uno podía evitar que entrasen en su vida. Sin embargo, resultaba imposible verse libre por completo de la presencia de Las Personas Molestas, con mayúscula. Para su abuelo, las personas más molestas eran aquellas que se presentaban en el taller y opinaban sobre sus cuadros. Algunas incluso pensaban que constituían para él una fuente de inspiración cuando le proponían que pintara el sol del ocaso un tanto más elevado sobre el paisaje, para así equilibrar el conjunto. O que pintara un pequeño zorro que, tendido a la izquierda, a lo lejos, observase cómo el urogallo coronaba el sendero bañado en rojizos destellos de sol.