—Sí.
—¿Tienes algún motivo para no creer lo que dice?
—En realidad, no.
—¿Qué significa «en realidad, no»? ¿Sí o no?
—No.
Kurt Wallander siguió llenando la cacerola de agua.
—O sea, que yo tenía razón. No había pasado nada.
—Pero te olvidas de que el nombre de Birgitta Medberg estaba en su diario. Y también el de ese hombre llamado Vigsten. No sé qué te contó Stefan Lindman ayer, cuando te llamó para chivarse.
—No llamó para chivarse. Además, fue bastante prolijo. Es otro Martinson: le encantan las exposiciones claras y extensas. Mañana, a más tardar, le pediré a Anna que venga a la comisaría para hablar con ella. Puedes decírselo, si quieres. Pero no le hagas ninguna pregunta sobre Birgitta Medberg. Nada de investigar por tu cuenta, ¿entendido?
—Hablas como un policía prepotente —observó Linda.
Él la miró sorprendido.
—Yo soy policía, ya lo sabes. Y me han acusado de muchas cosas en mi vida, pero jamás de ser prepotente.
Desayunaron en silencio, leyendo cada uno una sección del
Ystads Allehanda
. Cuando dieron las siete y media, él se levantó para salir, pero cambió de idea y volvió a sentarse.
—El otro día… mencionaste algo —comenzó vacilante.
Linda supo enseguida a qué se refería. Le divertía verlo en una situación embarazosa.
—¿Eso de que no conocía a nadie que necesitase follar tanto como tú?
—¿Qué querías decir exactamente?
—¿Y tú qué crees? ¿Acaso da pie a muchas interpretaciones?
—Pues quiero que sepas que mi vida sexual es cosa mía.
—¡Pero si no tienes ninguna!
—Aun así, es cosa mía.
—Será cosa tuya mantener una vida sexual inexistente. Pero yo creo que no es bueno que estés siempre solo. Cada semana que pasas sin follar engordas algún kilo. Toda esa grasa que vas arrastrando por ahí es como un gran cartel luminoso que reza: «Ahí va un hombre muy necesitado de sexo».
—Baja la voz, no tienes por qué gritar.
—¿Y quién va a oírme?
Él volvió a levantarse muy aprisa, como si hubiese decidido huir.
—Bueno, olvídalo. Tengo que irme.
Ella lo siguió con la mirada mientras él enjuagaba su taza. «¿Estaré siendo demasiado dura con él?», se preguntó. «Pero si no se lo digo yo, ¿quién se lo dirá?»
Linda acompañó a su padre hasta el recibidor.
—¿Es correcto decir «antes que hiele», o debe decirse «antes de que hiele»?
—Creo que es lo mismo, ¿no?
—A mí me parece que uno es correcto y otro no.
—Entonces, medítalo y, cuando llegue a casa, me lo cuentas. —Dicho esto, cerró la puerta de golpe.
Linda empezó a pensar en Gertrud, la mujer con la que su abuelo había estado casado los últimos años de su vida. Ahora Gertrud vivía con su hermana Elvira, que había sido profesora de sueco. Linda pensó que lo del hielo sería una buena excusa para llamar a Gertrud. De hecho, aún hablaban de vez en cuando, aunque casi siempre era Linda quien llamaba. Sabía que las dos hermanas solían madrugar y que a las cinco de la mañana ya estaban desayunando. Así que buscó su número en la agenda. Respondió Gertrud, tan animada como de costumbre. Linda se había preguntado en numerosas ocasiones cómo había podido vivir junto a una persona tan introvertida y colérica como su abuelo.
—¿Ya eres policía? —quiso saber Gertrud.
—No, aún no. Empezaré el lunes.
—Doy por hecho que tendrás cuidado.
—Yo siempre tengo cuidado.
—Y espero que te hayas cortado el pelo.
—¿Y por qué iba a cortarme el pelo?
—Para que nadie pueda tirarte de él.
—No tienes de qué preocuparte.
—Bueno, cuando una es mayor, tiene que entretenerse en algo. Y cuando no queda otra cosa, siempre puedes invertir el tiempo en estar preocupada. Elvira y yo solemos regalarnos pequeños motivos de preocupación todos los días. Eso nos anima.
—Verás, en realidad, quería hablar con Elvira. Tengo una pregunta que hacerle.
—¿Cómo está tu padre?
—Como siempre.
—¿Cómo le va con la mujer de Letonia?
—¿Te refieres a Baiba? Aquello se terminó hace ya tiempo. ¿No lo sabías?
—Es que con Kurt, como mucho, hablo una vez al año. Y nunca sobre su vida privada.
—Él no tiene vida privada. Ése es el problema.
—Espera, voy a llamar a Elvira.
La hermana de Gertrud acudió al teléfono y Linda pensó que las voces de las dos hermanas eran tan parecidas que podían confundirse.
—Dime, ¿es correcto decir «antes que hiele», o es mejor «antes de que hiele»?
—«Antes de que hiele» —contestó Elvira sin vacilar—. Pero ¿por qué me lo preguntas?
—Pues esta mañana me desperté pensando que no tardaría en llegar el otoño. Y las heladas, la primera escarcha.
—Sí, sí, yo diría que lo correcto es «antes de que hiele».
—Pues gracias por la información.
—Nosotras pensábamos salir hoy a recoger grosellas. Tienes razón. El otoño, la escarcha y las heladas pronto estarán aquí. Y el otoño es más agradable si tienes grosellas.
Tras la conversación, Linda recogió la cocina. Ya se había duchado y vestido cuando sonó el teléfono, que le trajo nuevamente la voz de Elvira.
—Lo he consultado, para estar segura, y resulta que estaba equivocada. Es tan correcto lo uno como lo otro. He hablado con una buena amiga que era catedrática de Lingüística y tiene, a su vez, contactos en la Academia Sueca. Resulta que no es incorrecto decir «antes que hiele». En fin, la verdad, habría jurado que no debía decirse así. Bueno, sólo era eso, así que me vuelvo a mis grosellas.
—Muchas gracias.
A las diez, Linda llamó a Anna.
—Sólo quería asegurarme de que no lo había soñado.
—Ahora comprendo que mi ausencia os llenó de preocupación. He hablado con Zebran y ya sabe que estoy aquí.
—¿Y con tu madre?
—Con ella sólo hablo cuando tengo ganas. ¿Vendrás a las doce?
—Sí, sí. Seré puntual, como siempre.
Concluida la conversación, Linda quedó pensativa, con el auricular en la mano.
El pequeño residuo de inquietud, ese vago desasosiego, seguía allí. «Debe de ser un mensaje», se dijo. «Un residuo de inquietud que siento en mi cuerpo y que quiere decirme algo. Es como en un sueño, cuando los mensajeros vienen a caballo a traernos notas secretas que siempre tratan de uno mismo, pese a que tal vez uno esté soñando con otra persona. Anna ha vuelto. No está herida y todo parece normal. Pero yo sigo preguntándome por qué aparecían esos dos nombres en su diario: Birgitta Medberg y Vigsten. Hay, además, una tercera persona, un noruego llamado Torgeir Langaas. Sí, aún quedan preguntas por responder. Sólo me tranquilizaré cuando dé con las respuestas.»
Salió al balcón y se sentó. El aire era fresco después de la amenaza de tormenta de la noche anterior. Había leído en el periódico que, en Rydsgård, una lluvia torrencial había reventado el alcantarillado. En el suelo del balcón yacía una mariposa muerta. Eso le recordó que tenía que preguntarle a Anna por el cuadro con la mariposa.
Apoyó las piernas sobre la barandilla del balcón. «Sólo cinco días», se repitió. «Después, esta extraña espera habrá terminado.»
No supo de dónde le vino la idea. Pero volvió a entrar y llamó al servicio de información telefónica. El hotel por cuyo número preguntaba pertenecía en la actualidad al consorcio Scandickoncernen. Desde el servicio de información le pasaron la llamada, que atendió una jovial voz masculina que le habló en sueco con acento danés.
—Quisiera hablar con una persona que se hospeda en el hotel. Su nombre es Anna Westin.
—Un momento, por favor.
«Es fácil mentir una vez», se dijo. «El siguiente paso será más difícil de dar.»
La voz jovial volvió al auricular.
—Lo siento, pero no tenemos ningún huésped con ese nombre.
—Vaya, entonces tal vez se haya marchado ya. Sé que se ha hospedado ahí recientemente.
—¿Anna Westin?
—Sí.
—Un momento.
El joven volvió casi de inmediato.
—No hemos tenido ningún huésped con ese nombre durante las dos últimas semanas. ¿Está segura del nombre?
—Sí, es una amiga mía. Su apellido se escribe con uve doble.
—Veamos… Wagner, Wiktor, sí, con uve doble, Wemer, Williamsson, Wallander…
Linda se aferró al auricular.
—¿Perdón? ¿Cuál era el último nombre?
—¿Williamsson?
—No, Wallander.
—Creí que estaba interesada en alguien llamado Westin. —La voz sonaba cada vez menos jovial.
—Su marido se apellida Wallander. Tal vez reservaron la habitación a su nombre.
—Un momento, voy a mirar.
«No es posible», se dijo Linda. «Esto no está pasando.»
—Pues lo siento, pero tampoco. Me consta que sólo se alojó una mujer.
Linda estaba perpleja.
—¿Oiga? ¿Sigue ahí?
—Supongo que su nombre era Linda, ¿no?
—Exacto. Siento no poder ayudarle más. Tal vez su amiga se hospedó en otro hotel de Malmö. Además, tenemos nuestro propio y excelente hotel en Lund.
—Gracias.
Linda colgó el auricular de un golpe decidido. Su sorpresa inicial se había convertido en ira. Pensó que debía hablar de inmediato con su padre y no seguir investigando por sí misma. «Ahora lo único que me interesa es saber por qué ha utilizado mi nombre para alojarse en un hotel de Malmö y buscar a su padre.»
Arrancó un trozo de papel de un bloc que había sobre la mesa de la cocina y tachó la palabra «espárragos» que su padre había anotado. «¡Pero si mi padre no come espárragos!», refunfuñó. Ahora bien, cuando se disponía a anotar todo lo sucedido desde que Anna desapareciera para buscar a su padre, resultó que no supo qué escribir. De modo que se puso a dibujar una mariposa que coloreó de azul. La tinta del bolígrafo se agotó y fue a buscar otro. La primera ala era azul, y la segunda quedó de color negro. «Esta mariposa no existe», se dijo. «Al igual que el padre de Anna. En cambio, los animales que mueren carbonizados, la mujer descuartizada en la cabaña, el hombre que me atacó en Copenhague, todo eso sí que es bien real.»
A las once, decidió dar un paseo hasta el puerto. Caminó hasta el extremo del muelle y se sentó sobre un noray. Intentó buscar una explicación al hecho de que Anna hubiese utilizado otro nombre. Lo importante no era, desde luego, que hubiese empleado precisamente el suyo; podía haber elegido el de Zebran o un nombre inventado. Lo importante era que Anna había ido a buscar a su padre bajo un nombre falso.
Una oca muerta flotaba en las aguas turbias del puerto, junto al muelle de piedra. Cuando por fin Linda se levantó, no había dado aún con la explicación que buscaba. «Tiene que haber un motivo, sólo que no doy con él.»
A las doce en punto, llamó a la puerta del apartamento de Anna. La preocupación de los días pasados había desaparecido. Ahora sólo estaba en guardia.
Torgeir Langaas abrió los ojos. Cada mañana se sorprendía ante el hecho de seguir vivo. Cuando despertaba, se le ofrecían siempre dos imágenes que se confundían en una sola. Se veía a sí mismo con sus propios ojos y, al mismo tiempo, con los ojos del otro, de aquel que, tiempo atrás, lo sacó de las calles, de las drogas y del alcohol, y lo llevó por un camino que conducía a un paraíso lejano pero no por ello inalcanzable. Allí lo había conducido su largo viaje, a una acera, cubierto de su propio vómito, apestando y extinguida toda esperanza de, un día, verse libre de tantas sustancias tóxicas, un viaje que, de ser el consentido heredero de una de las mayores compañías navieras de Noruega, lo había convertido en un despojo alcoholizado y narcotizado perdido en las calles de Cleveland. Y allí habría terminado el viaje: una muerte en cualquier callejón y, después, un entierro para menesterosos a cargo del estado de Ohio.
Ahora yacía despierto en aquella habitación de soltero cuya existencia Vigsten había olvidado, en el apartamento de la calle de Nedergade. Desde un extremo del apartamento le llegaba el sonido monótono del hombre que, todos los miércoles, acudía a afinar el piano de cola. Torgeir Langaas tenía suficiente oído como para saber que el afinador tan sólo necesitaba hacer pequeños ajustes. Y se imaginaba cómo el viejo Vigsten, inmóvil en la silla que había junto a la ventana, seguía con atención cada movimiento del afinador. Torgeir Langaas se estiró en la cama. La tarde anterior todo había transcurrido según sus planes. La tienda de animales había sido pasto de las llamas, ni un solo hámster había sobrevivido. Erik había insistido en ello: era crucial que no fracasasen en este último sacrificio animal. Erik siempre volvía sobre lo mismo, Dios no consentía el menor error. El hombre al que había creado a su imagen no podía permitirse la menor negligencia. Debía prepararse para su ascenso a la gloria que Dios reservaba a sus elegidos, aquellos que regresarían para volver a poblar la Tierra cuando hubiese triunfado el gran despertar de la fe.
Torgeir Langaas hacía cada mañana lo que Erik le había enseñado. Torgeir era el primer discípulo, y el más importante; durante un tiempo, seguiría siendo la principal herramienta de Erik. Todas las mañanas, Torgeir debía repetir el juramento que se había prestado a sí mismo, a Erik y al propio Dios. «Es mi deber diario, en obediencia a Dios y a su Maestro, acatar las órdenes que recibo y no dudar en llevar a cabo las acciones que se me exigen para que los hombres comprendan lo que les sobrevendrá si abandonan a Dios. Tan sólo retornando a Dios y escuchando la palabra que su único y verdadero profeta divulgará por el mundo, puede mantenerse viva la esperanza de salvación: la esperanza de contarse un día entre aquellos que regresarán cuando se haya producido el gran cambio.»
Permaneció en la cama con las manos entrecruzadas, murmurando los versículos de la carta de Judas que Erik le había enseñado: «El Señor, después de salvar a su pueblo de la tierra de Egipto, destruyó a aquellos que no creían». «Puedes transformar cualquier habitación en una catedral», solía decirle Erik. «El templo está en tu interior y a tu alrededor.» Susurró su juramento, cerró los ojos y se tapó con la manta hasta la barbilla. El afinador tocaba la misma nota, muy aguda, una y otra vez. «El templo está en tu interior y a tu alrededor.» Esas palabras le habían dado la idea de procurarse un nuevo tipo de escondites. No tenían por qué ser siempre cabañas en el bosque o casas como la que había detrás de la iglesia de Lestarp. También podía buscarse un hogar donde esconderse sin que el propietario supiese siquiera de su existencia. Recordó a su propio abuelo, que, durante sus últimos años, había vivido solo en su casa de Fecunden, pese a que estaba algo desquiciado y se había vuelto desmemoriado. En una ocasión, una de las hermanas de Torgeir vivió en su casa durante una semana sin que el anciano se percatase de nada. Torgeir le comentó su idea a Erik, y éste le dijo que lo probara, siempre y cuando eso no pusiera en peligro ninguno de sus grandes planes. Frans Vigsten había surgido como caído del cielo, y Torgeir llegó a pensar que tal vez el mismo Erik lo había puesto en su camino. Cierto día, Torgeir había acudido a un café de Nyhavn, simplemente para observar a los clientes que había en el local, bebiendo y charlando, y para demostrarse a sí mismo que podía resistir cualquier tentación. Y Frans Vigsten estaba allí sentado, tomándose una copa de vino. De repente, el hombre se levantó, se acercó a Torgeir y le preguntó: