—¿Y lo de la carrera de medicina?
—No me creo ni una palabra.
—¿De dónde saca entonces el dinero? ¿A qué se dedica?
—Sí, también yo me lo he preguntado. A veces me da por pensar que tal vez sea una timadora de esas que le sacan el dinero a la gente. Pero no tengo ni idea.
El pequeño llamó a su madre desde el arenero. Linda siguió a su amiga con la mirada. Un hombre también miró a Zebran al pasar. Linda pensaba en cuanto acababa de saber por su amiga. «Sin embargo, eso no lo explica todo», se dijo. «Explica una parte y atenúa mi inquietud, además de indignarme bastante. Ahora comprendo que Anna me ha engañado. Y no me gusta que la gente vaya por ahí diciendo que ha viajado conmigo a Helsinki.»
—Sí —dijo ya en voz alta—. Eso explica bastantes cosas, pero no todas.
Zebran regresó al banco.
—¿Qué decías?
—No, nada.
—Estabas aquí sentada hablando sola en voz alta. Se te oía desde el arenero.
—Comprenderás que estoy asustada e impresionada.
—¿De verdad que no habías notado nada?
—No. Pero ahora entiendo algunas cosas.
—En mi opinión, deberías decirle a Anna que has estado muy preocupada por ella. Yo creo que llegará un día en que no la aguante más. Y le exigiré que empiece a decir la verdad. Entonces, ella misma se retirará. Su última mentira será ir diciendo por ahí que fui yo quien se portó mal con ella.
El niño se cansó de jugar y dieron un paseo por el parque.
—¿Cuántos días faltan? —quiso saber Zebran.
—Seis —respondió Linda—, seis días para empezar a trabajar.
Cuando se despidieron, Linda bajó al centro para sacar dinero en un cajero. Procuraba ser ahorrativa y la inquietaba imaginarse sin dinero. «Me parezco a mi padre», concluyó, «los dos somos ahorrativos y tacaños.»
Se marchó a casa, limpió el apartamento y llamó a la compañía de la vivienda, donde le habían prometido que le asignarían un apartamento propio. Tras varios intentos, logró hablar con el hombre que se encargaba de su caso. Linda le preguntó si no sería posible mudarse al apartamento antes de lo previsto. Pero la respuesta fue negativa. Se tumbó en la cama de su dormitorio y pensó en todo lo que Zebran le había contado. La angustia por lo que hubiese podido ocurrirle a Anna había desaparecido por completo. Sin embargo, le fastidiaba no haberlo descubierto por sí misma. Pero, en el fondo, ¿qué debía descubrir? ¿Y cómo descubre uno que alguien miente, no acerca de cosas fantásticas, sino simplemente sobre cosas anodinas y cotidianas?
Fue a la cocina y marcó el número de Zebran.
—Hola, es que no terminé de preguntarte sobre lo que dijiste de que Anna era muy religiosa.
—¿Por qué no hablas de eso con Anna cuando regrese? Anna cree en Dios.
—¿En qué Dios?
—En el cristiano. A veces va a la iglesia. Bueno, eso dice. Pero reza, de eso estoy segura. La he sorprendido varias veces. Se arrodilla para rezar.
—¿Sabes si frecuenta alguna parroquia o alguna secta?
—No. ¿Es eso cierto?
—No lo sé. ¿Habéis hablado mucho sobre este asunto?
—Verás, ella lo intentó en varias ocasiones, pero yo le paré los pies. Dios y yo nunca hemos hecho buenas migas. —El auricular le trajo el alarido de un niño—. Vaya, ya se ha caído —le dijo Zebran—. Hasta luego.
Linda volvió a la cama y siguió mirando fijamente el techo. «¿Qué sabemos de las personas?» La imagen de Anna no abandonaba su pensamiento. Pero se le antojaba una persona extraña, desconocida. También estaba Mona, desnuda y con una botella en la mano. Linda se sentó nuevamente en la cama. «Estoy rodeada de chiflados», resolvió. «El único que es totalmente normal es mi padre.»
Salió al balcón y comprobó que aún hacía calor. «A partir de este instante, dejaré de preocuparme por Anna», se dijo, «y me dedicaré a disfrutar del buen tiempo.»
Leyó en el periódico la noticia acerca de la investigación del asesinato de Birgitta Medberg. Había algunas declaraciones de su padre. Pero ella había leído lo mismo en muchas ocasiones anteriores: «Ninguna pista sólida…, trabajo en muchos frentes…, puede llevar bastante tiempo…». Dejó el periódico y volvió a pensar en el nombre que había leído en el diario de Anna.
Vigsten
. La segunda persona del diario que se había cruzado en la vida de Linda. La primera fue Birgitta Medberg.
«Una vez más», se dijo. «Un viaje al otro lado del puente. Es demasiado caro, pero un día exigiré a Anna que me lo compense, en pago por haberme tenido tan angustiada.»
«Esta vez no pienso aventurarme a deambular por la calle de Nedergade en la penumbra», se animó mientras cruzaba el puente camino de Copenhague. «Buscaré al hombre llamado Vigsten, si es que es un hombre, y le preguntaré si sabe dónde está Anna. Eso es todo. Después volveré a casa y le prepararé la comida a mi padre.»
Aparcó en el mismo lugar que la última vez y, cuando salió del coche, sintió un intenso malestar, como si, hasta aquel momento, no hubiera sido consciente de que precisamente allí la habían atacado el día anterior.
Ya estaba fuera del coche, de modo que volvió a entrar y, sentada ante el volante, cerró los seguros de las puertas. «Calma y tranquilidad», se recomendó. «Saldré del coche y nadie me atacará. Entraré y buscaré al inquilino que se apellida Vigsten.»
Pese a haberse convencido a sí misma de que debía mantener la calma, cruzó la calle a la carrera. Un ciclista que circulaba por allí perdió ligeramente el equilibrio al tratar de evitarla y le gritó algo que ella no logró entender. La puerta del edificio no estaba cerraba. Y enseguida vio el nombre. En la cuarta planta del bloque que daba a la calle, leyó: «F. Vigsten». De modo que se había equivocado en la inicial del nombre. Empezó a subir la escalera mientras intentaba recordar qué tipo de música había oído la vez anterior. Latinoamericana, ¿no? Pero en esta ocasión reinaba allí el silencio más absoluto. «Frederik Vigsten», adivinó. «Frederik, así se escribe en Dinamarca, si lo lleva un hombre. Si fuera una mujer, sería Frederike.» Ya en el cuarto piso se paró un instante para recuperar el aliento. Después, tocó el timbre de la puerta. Desde el interior de la casa, en el vestíbulo, se oyó sonar un carillón. Aguardó mientras contaba despacio hasta diez, y volvió a llamar. En ese momento, le abrió la puerta un hombre de edad con el cabello revuelto y las gafas colgadas sobre el pecho de una cinta de goma. El anciano la observaba con severidad.
—No puedo ir más deprisa —protestó—. ¿Por qué los jóvenes de hoy no tienen ni una pizca de paciencia? —Sin preguntarle su nombre ni el motivo de su visita, el hombre se hizo a un lado y, con una mano, la arrastró hacia el interior del vestíbulo—. Sin duda me he olvidado de que hoy venía una nueva alumna. Pero claro, no siempre llevo mis notas tan al día como debiera. Quítese el abrigo. Estoy en la habitación del fondo.
Dicho esto, desapareció por el largo pasillo a pasos cortos y saltarines. «Una alumna», se dijo Linda. «¿Alumna de qué?» Se quitó la cazadora y enfiló el pasillo, por donde ya había desaparecido el hombre. El apartamento era bastante grande y a Linda le dio la sensación de que le habían añadido otro contiguo. En la habitación del fondo había un gran piano de cola negro. El canoso profesor hojeaba su agenda ante una mesita que había junto a la ventana.
—Pues no encuentro a ninguna alumna nueva aquí —se lamentó—. ¿Cómo se llama usted?
—No soy una alumna. Sólo venía a hacerle unas preguntas.
—Vaya, yo llevo toda mi vida contestando preguntas y explicando el porqué de muchas cosas —replicó el hombre que, según suponía Linda, se apellidaba Vigsten—. He explicado por qué es tan importante sentarse correctamente al piano. He intentado hacerles ver a los jóvenes pianistas por qué no todos pueden llegar a interpretar a Chopin con la combinación exacta de delicadeza y energía que este compositor precisa. Y, sobre todo, he intentado conseguir que impacientes cantantes de ópera adopten la postura adecuada, que no aborden los pasajes más difíciles sin haberse calzado antes los zapatos idóneos. ¿Usted lo tiene claro? Lo más importante para un cantante de ópera es llevar unos zapatos como es debido. Y para un pianista, no sufrir hemorroides. ¿Cómo se llama usted?
—Me llamo Linda y no soy ni pianista ni cantante de ópera. He venido para hacerle unas preguntas que nada tienen que ver con la música.
—En ese caso, ha llegado usted al lugar equivocado. Yo sólo puedo responder a preguntas relacionadas con la música. El resto del mundo me resulta totalmente incomprensible.
Linda quedó algo desconcertada ante la reacción del hombre, que, por otro lado, no parecía estar en sus cabales.
—Usted se llama Frederik Vigsten, ¿no es así?
—No Frederik, sino Frans. Pero sí, ése es mi apellido.
El individuo se había sentado al piano y se puso a hojear unas partituras. Linda tenía la sensación de que, de vez en cuando, el anciano no era consciente de que ella estaba allí, como si percibiese su presencia en la habitación sólo a ratos.
—Encontré su nombre en el diario de Anna Westin —insistió Linda.
Vigsten, que tamborileaba una melodía sobre la partitura, parecía no haberla oído.
—Anna Westin —repitió ella, esta vez con voz más alta.
Él levantó la mirada con rapidez.
—¿Quién?
—Anna Westin. Una chica sueca que se llama Anna Westin.
—Sí. Antes tenía muchos alumnos suecos —recordó Frans Vigsten—. Pero, ahora, se diría que todos se han olvidado de mí.
—Intente recordar. Anna Westin.
—¡Son tantos nombres! —exclamó en tono soñador—. Tantos nombres, tantos momentos maravillosos en que la música verdaderamente empieza a
cantar
. ¿Lo entiende? Hay que hacer que la música cante. No se crea, mucha gente todavía no ha comprendido eso. Bach, el viejo maestro, él sí lo comprendió. Consiguió que la voz de Dios cantara en su música. Y Mozart, y Verdi… Tal vez incluso el no tan conocido Roman lo consiguió alguna que otra vez… —El hombre se interrumpió y miró a Linda—. ¿Me ha dicho cómo se llama?
—Sí, pero puedo decírselo otra vez: me llamo Linda.
—Ajá. Y usted no es alumna, ni pianista, ni cantante de ópera.
—No.
—Ha venido a preguntar por una joven llamada Anna, ¿cierto?
—Así es. Anna Westin.
—Pues yo no me acuerdo de ninguna Anna Westin… Ah, en cambio, recuerdo tanto a mi esposa… ¿Sabe?, murió hace treinta y nueve años. ¿Se imagina lo que significa llevar viudo casi cuarenta años? —El hombre extendió su mano menuda, surcada por delgadas venas azules, y rozó la muñeca de Linda—. Casi cuarenta años solo. Y no lo llevé mal mientras trabajé como director de ensayos en el teatro Det Kongelige. Después, un buen día, se les ocurrió que ya era demasiado viejo. O tal vez no les gustaba mi estricto método antiguo. Yo no podía tolerar la negligencia.
El hombre volvió a interrumpirse y, entonces, descubrió una mosca e intentó darle caza con la ayuda de un matamoscas que tenía entre las hojas de la partitura. Empezó a dar vueltas por la habitación como si, utilizando el matamoscas a modo de batuta, dirigiese una orquesta o un coro invisibles.
Al poco, se sentó de nuevo. Sin que él se percatase, la mosca fue a posarse sobre su frente.
«Una mosca imperceptible», se dijo Linda. «Así es la vejez.»
—Verá, encontré su nombre en el diario de mi amiga —insistió Linda, y le tomó la mano.
Los dedos del anciano asieron con avidez los de ella, que se sorprendió de su fuerza.
—¿Decías que se llama Anna Westin?
—Sí.
—Nunca he tenido una alumna con ese nombre. Soy viejo y olvidadizo. Pero recuerdo los nombres de mis alumnos, pues ellos dieron cierto sentido a mi vida desde que Mariana se marchó al reino de los dioses.
Linda no sabía ya qué preguntar. En realidad, sólo le quedaba una cuestión.
—Estoy buscando a un hombre llamado Torgeir Langaas.
Pero el anciano, de nuevo sumido en su mundo, empezó a tocar unas notas al piano.
—Torgeir Langaas —repitió Linda—. Un noruego.
—Bueno, he tenido muchos alumnos noruegos. Al que mejor recuerdo es a uno llamado Trond Ørje. Era de Rauland. Un barítono maravilloso. Pero era tan tremendamente tímido que sólo lo hacía bien en las grabaciones. Fue el barítono más excepcional que he conocido jamás. También como persona. Lloraba de terror cuando le dije que tenía talento. Un hombre muy especial. Luego hubo otros… —De repente se levantó—. Vivir es soledad. Y es la música y los maestros que la compusieron y las moscas. Y algún que otro alumno, todavía. Por lo demás, lo único que hago es deambular por este mundo añorando a Mariana. Murió demasiado pronto. Tengo tanto miedo de que se canse de esperarme… En realidad, yo ya he vivido demasiado tiempo.
Linda se puso de pie convencida ya de que no lograría sacarle ninguna información sensata. No obstante, ahora se le antojaba aun más incomprensible que Anna hubiese tenido alguna relación con él.
Salió de la habitación sin decir adiós. De camino hacia el vestíbulo, lo oyó tocar el piano. Echó una ojeada a las otras habitaciones, que estaban desordenadas y olían a cerrado. «Un hombre solo con su música», concluyó. «Como mi abuelo con sus cuadros. ¿Qué me quedará a mí cuando llegue a esa edad? ¿Qué le quedará a mi padre? ¿Y a mi madre?, ¿una botella de alcohol?»
Llegó al vestíbulo y tomó su cazadora. La música del piano llenaba el apartamento. Se quedó allí, sin moverse, observando las prendas que colgaban del perchero. Un viejo solitario. Pero allí había, de hecho, una cazadora y un par de zapatos que no pertenecían a ningún anciano. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Y, sin embargo, Frans Vigsten no estaba solo en el apartamento. Allí había alguien más. El miedo la atenazó de forma tan inesperada que se sobresaltó. La música cesó. Ella aguzó el oído. Después, salió rauda del apartamento. Cruzó la calle a la carrera, se sentó al volante y se alejó de allí a toda velocidad. Sólo empezó a tranquilizarse cuando llegó al puente de Öresundsbron.
A la misma hora en que Linda atravesaba el puente, un hombre forzó la puerta de la tienda de animales de Ystad y roció con gasolina las jaulas de pájaros y de otros animales pequeños. Después, arrojó al suelo una cerilla encendida y salió de la tienda mientras las llamas devoraban a los animales y éstos morían poco a poco.
La soga
Él siempre elegía con sumo cuidado los lugares donde desarrollar las ceremonias. Había aprendido eso durante la huida o, más bien, durante lo que debía llamar su solitaria salida de Jonestown. En aquella época se preguntaba constantemente dónde podría descansar, en qué lugar se sentiría más seguro; entonces en su mundo no había ceremonias. Éstas nacieron después, cuando hubo reencontrado a Dios, que, por fin, podía ayudarle a llenar el vacío que amenazaba con devorarlo por dentro.