Antes de que hiele (33 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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—Pues esto no encaja con la versión de los colegas daneses —observó Stefan Lindman cuando ella concluyó—. Ni con la confesión del hombre que te atacó.

—Ya, pero es la verdad.

Su padre se limpió las manos con mucho cuidado en una servilleta de papel.

—Considerémoslo desde otro punto de vista —propuso—. Es muy poco frecuente que la gente se confiese culpable de delitos que no ha cometido. En ocasiones ocurre, ciertamente, pero no es lo habitual. Y es especialmente raro entre personas que tienen problemas de drogadicción, porque lo que más los aterra es precisamente que los encierren, ya que entonces no pueden acceder a la droga, su válvula de escape. ¿Me sigues?

Linda no respondió. En ese momento, un médico entró en la habitación y le preguntó cómo se encontraba.

—Puede irse a casa —declaró el doctor—. Pero debe tomárselo con calma durante un par de días. Y acudir a su médico si los dolores de cabeza no remiten.

Linda se sentó en la cama. De repente, se le ocurrió una idea.

—¿Qué aspecto tiene Ulrik Larsen?

Ni su padre ni Stefan habían visto al sujeto.

—Pues no pienso marcharme sin haber oído una descripción de ese hombre.

Su padre perdió la paciencia.

—¿No crees que has armado ya bastante alboroto? Nos vamos a casa ahora mismo.

—No creo que sea tan difícil averiguar cómo es el individuo; al menos no para ti, con tantos colegas daneses como dices que tienes.

Linda se percató de pronto de que había pronunciado aquellas palabras casi a gritos. Una enfermera se asomó a la puerta y les dedicó una mirada displicente.

—Necesitamos esta habitación —les informó.

En efecto, en una camilla que había en el pasillo yacía una mujer que sangraba y golpeaba la pared con el puño, de modo que los tres entraron en una sala de espera que hallaron vacía.

—No —replicó su padre—. Nos vamos a casa ahora mismo.

Linda miró a Stefan Lindman, que asintió discretamente cuando Kurt Wallander les dio la espalda.

Se despidieron ante la puerta del hospital y atravesaron el puente. Stefan Lindman fue en taxi a buscar el Golf rojo. Linda se acurrucó en el asiento trasero, desde donde podía ver a su padre, que, de vez en cuando, miraba el espejo retrovisor. Justo cuando acababan de pasar una de las torres, el coche empezó a temblar. Su padre lanzó una maldición al tiempo que frenaba.

—Quédate donde estás —ordenó antes de salir. Rodeó el coche y se detuvo ante la rueda trasera derecha. Después, volvió a abrir la puerta—. Bueno, mejor será que salgas. Ya veo que esta noche no voy a poder dormir.

A Linda, cuando vio la rueda pinchada, la acometieron vagos remordimientos.

—Esto no es culpa mía —se excusó.

Su padre le dio un triángulo de emergencias para que lo colocase.

—¿Y quién ha dicho que lo sea?

A aquellas horas, no había mucho tráfico en el puente. Linda se puso a contemplar el claro cielo nocturno. Su padre resoplaba y maldecía mientras cambiaba la rueda. Al final, cuando hubo terminado, se enjugó el sudor de la frente y rebuscó en el maletero hasta hallar una botella de agua medio vacía. Después se acercó a Linda y dirigió una mirada hacia el estrecho.

—Si no estuviera tan cansado, seguro que sería maravilloso contemplar este panorama a medianoche —comentó—. Pero tengo que dormir.

—De acuerdo. No volveré a hablar de este asunto, al menos por esta noche —repuso Linda—. Pero quiero que sepas que no me golpeó un drogadicto. Y, desde luego, no intentó robarme mientras estuve consciente. En cambio, sí me amenazó. Me dijo que no siguiese preguntando por Torgeir Langaas. Sólo quiero que lo tengas presente. Y creo que entre ese hombre y Anna existe una conexión. Viajé hasta Copenhague porque estaba preocupada. Y ahora lo estoy más que cuando atravesé este puente en la dirección contraria.

—Bien, pero ahora nos vamos a casa —reiteró el padre—. Lo que me cuentas me resulta extraño. Sin embargo, no puede negarse que a ese hombre lo atraparon en flagrante delito. Y su confesión es verosímil.

Prosiguieron en silencio hacia Ystad, adonde llegaron cerca de las cuatro y media de la madrugada. Las llaves del Golf estaban en el suelo del recibidor, debajo de la ranura para el correo.

—¿Lo viste pasarnos cuando estábamos en el puente? —quiso saber Linda.

—Tal vez lo de cambiar ruedas no sea su especialidad.

—Y la puerta del portal, ¿no está cerrada con llave por las noches?

—Sí, pero la cerradura está estropeada. En cualquier caso, aquí tienes tu coche.

—No es mío. Es de Anna. —Lo siguió a la cocina, adonde su padre había ido por una cerveza, que sacó del frigorífico—. Y a vosotros, ¿cómo os va con la investigación?

—Ni una pregunta más por esta noche —rogó el padre—. Estoy agotado. Tengo que dormir. Y tú también, por cierto.

El timbre de la puerta despertó a Linda. Medio dormida, se sentó en la cama y miró el despertador. Eran las once y cuarto de la mañana. Se levantó y se puso un albornoz. Le dolía la cabeza, pero el molesto latido había remitido. Abrió unos centímetros la puerta y vio que era Stefan Lindman.

—Siento haberte despertado.

Ella lo invitó a pasar.

—Espérame en la sala de estar. No tardaré.

Linda se apresuró a ir al cuarto de baño, donde se lavó la cara, se cepilló los dientes y se peinó. Cuando entró en la sala de estar, lo encontró ante la puerta abierta del balcón.

—¿Cómo te encuentras hoy?

—Bien. ¿Quieres un café?

—No tengo tiempo. Sólo quería ponerte al corriente de una conversación telefónica que he mantenido hace algo así como una hora.

Linda comprendió enseguida de qué se trataba y concluyó que, la víspera, en el hospital, Stefan la había creído.

—¿Qué te dijeron?

—Bueno, me llevó algo de tiempo dar con el policía en cuestión. Desperté a alguien llamado Ole Hedfot, que estaba de servicio anoche y fue uno de los que detuvieron al hombre que te atacó. —Stefan Lindman sacó un papel doblado que llevaba en el bolsillo de la cazadora de piel y la miró—. Descríbeme a Ulrik Larsen.

—Si es que se llama Ulrik Larsen, que no lo sé. El que me amenazó y me golpeó medía uno ochenta, era delgado, llevaba una sudadera negra o azul con capucha, pantalones oscuros y zapatos marrones.

Stefan Lindman asintió y se pasó el pulgar y el índice por la nariz, en gesto reflexivo.

—Bien, pues Ole Hedfot confirmó la descripción… Tal vez tú no entendieras bien su amenaza.

Linda negó con vehemencia.

—Ese hombre, mientras me amenazaba, mencionó el nombre de la persona a la que yo buscaba, Torgeir Langaas.

—En fin, en algún punto debe de haberse producido un malentendido.

—¿Cómo que un malentendido? Sé lo que digo. Y cada día estoy más convencida de que a Anna le ha sucedido algo.

—Pues denúncialo. Habla con su madre. ¿Por qué no va ella a la comisaría y denuncia su desaparición?

—No lo sé.

—Es su madre, debería estar preocupada, ¿no crees?

—Yo no sé qué está pasando. Tampoco sé por qué su madre no se preocupa. Sólo sé que Anna está en peligro.

Stefan Lindman se dirigió al recibidor.

—Presenta una denuncia. Y deja que nosotros nos ocupemos de ello.

—¡Pero si vosotros no hacéis nada!

Stefan Lindman se paró en seco y replicó enfurecido:

—Nosotros trabajamos las veinticuatro horas investigando un asesinato auténtico, además abominable, que no comprendemos en absoluto.

—En ese caso, estamos en la misma situación —repuso ella con calma—. Yo tengo una amiga que se llama Anna y que ni responde al teléfono ni está cuando voy a su casa. Y yo tampoco lo entiendo. —Linda abrió la puerta—. De todos modos, gracias por haber dado algo de crédito a lo que dije.

—Que quede entre nosotros. No hay razón alguna para que tu padre se entere.

Dicho esto, desapareció escaleras abajo. Linda desayunó rápidamente, se vistió y llamó a Zebran, que no respondió. Fue entonces al apartamento de Anna y, a diferencia de la vez anterior, no halló indicios de que alguien hubiese estado allí. «¿Dónde estás?», gritó para sus adentros. «Cuando regreses, tendrás que contarme muchas cosas.»

Abrió una ventana y acercó hasta allí una silla antes de ir a buscar el diario de Anna. «Tiene que haber una pista que explique lo sucedido.» Comenzó a leer lo que había escrito su amiga en los inicios del mes de agosto. De repente se detuvo. Allí, en el margen del diario, había un nombre escrito, anotado con premura, como un recordatorio. Linda frunció el entrecejo. Aquel nombre le resultaba familiar. Lo había visto recientemente. O tal vez lo hubiese oído. Apartó el diario. En algún lugar distante, se oyó un trueno; hacía un calor plúmbeo. Un nombre que había visto u oído… Pero ¿dónde, o de labios de quién? Se preparó un café e intentó distraer su cerebro para que, más relajado, cayera por sí solo en la cuenta de dónde se había topado con aquel nombre con anterioridad. Pero fue inútil.

Sin embargo, cuando ya estaba a punto de rendirse, el recuerdo le vino a la mente.

No hacía ni veinticuatro horas que lo había visto en un bloque de apartamentos danés.

29

«Vigsten». Sabía que no se había confundido. Ese apellido estaba en el tablón del portal, en el edificio de la calle de Nedergade. Ignoraba si lo había visto en el tablón con los inquilinos del bloque que daba a la calle o del que daba al jardín interior, pero estaba segura del apellido. No tenía certeza alguna de si iba precedido de una D o de una O. Pero el apellido era Vigsten. «¿Y qué hago ahora?», se preguntó. «Resulta que consigo, con mi esfuerzo, llegar a la conclusión de que algo encaja en todo esto. Pero soy la única que se lo toma en serio y no logro convencer a nadie de que mis hallazgos nos orientan en un sentido muy concreto. Pero ¿qué sentido es ése?» Volvió a asaltarla una gran desazón. «Anna creyó haber visto a su padre y, después, desapareció. La idea la corroía por dentro. En primer lugar, un padre desaparecido hace muchos años regresa de repente; después desaparece su hija. ¿Dos desapariciones que se solapan, que se suceden, que se complementan? ¿Se trata de la misma desaparición? ¿De una desaparición que desencadena la siguiente?» Sintió la necesidad repentina de compartir sus inquietudes con alguien. Y no había nadie más que Zebran. Bajó a todo correr la escalera del bloque de Anna y se dirigió con el coche a la casa de Zebran, que estaba a punto de salir con su hijo. Linda decidió acompañarlos. Fueron a un parque que había por allí cerca. El niño se marchó enseguida al arenero. Junto al lugar de juegos había un banco, pero estaba cubierto de porquería y de chicles mascados.

Se sentaron en el borde mientras el pequeño esparcía la arena a su alrededor con entusiasmo. Linda miró a Zebran y, al punto, como solía ocurrirle cuando la observaba, la invadió la envidia: Zebran era rematadamente hermosa. Había en ella un punto arrogante y, a la vez, muy atractivo. Linda había abrigado el sueño de llegar a ser un día la mujer en la que Zebran se había convertido. «En cambio, me he convertido en policía», se dijo, «una policía que espera no resultar ser, en el fondo, una liebre asustada.»

—Oye, he estado llamando a Anna, pero no la encuentro en su casa —comentó Zebran—. ¿Sabes algo de ella?

Y Linda estalló:

—¿Pero es que no has comprendido nada? ¿No has entendido que ha desaparecido, que estoy preocupada y que creo que le ha ocurrido algo?

—Bueno, ya sabes cómo es.

—¿Tú crees? Pues parece que no. Dime, ¿cómo es?

Zebran frunció el entrecejo.

—¿Por qué estás tan enfadada?

—Estoy muy preocupada.

—Pero ¿qué crees que ha podido ocurrirle?

Linda decidió contarle la historia con todo detalle. Zebran la escuchaba sin interrumpirla, mientras el niño seguía entregado a su juego.

—Pues eso podría habértelo dicho yo —declaró Zebran cuando Linda hubo concluido—. Me refiero a lo de que Anna es muy religiosa.

Linda la miró inquisitiva.

—¿Qué es muy religiosa?

—Eso es.

—Pues a mí nunca me dijo una palabra.

—Ya, pero vosotras os habéis reencontrado hace poco y después de muchos años. Además, Anna es de las que le cuentan a cada uno una cosa distinta. Miente con bastante frecuencia, la verdad.

—¿Ah, sí?

—Sí. Pensaba contártelo, pero llegué a la conclusión de que sería mejor que lo descubrieses por ti misma. Anna es muy mitómana. Y es capaz de inventarse cualquier cosa.

—Pues cuando yo la conocí, no era así.

—La gente cambia, ¿no?

Linda percibió una buena dosis de ironía en aquel comentario.

—La aguanto porque también tiene cosas buenas, claro —prosiguió Zebran—. Suele estar de buen humor y es amable con mi hijo y muy servicial. Pero cuando empieza a contar sus historias, ya no me creo una palabra. ¿Sabías que la Navidad pasada la celebró contigo?

—Si yo estaba aún en Estocolmo…

—Pues me dijo que había ido a visitarte y que, entre otras muchas cosas, habíais hecho un viaje a Helsinki.

—¡Pero si eso es totalmente falso!

—Claro que lo es. Pero ella me lo contó. Me mintió, aunque no sé por qué. Tal vez sea una especie de enfermedad. O tal vez la realidad le resulte tan aburrida que necesita crearse otra existencia.

Linda, que no sabía qué decir, permaneció en silencio un buen rato.

—En otras palabras, tú crees que cuando afirmó haber visto a su padre en Malmö podía estar contando otra de sus mentiras, ¿me equivoco?

—Estoy convencida de que se lo inventó. Aunque no sería extraño que volviera diciendo que ha visto a su padre, aunque el hombre lleve ya muerto mucho tiempo.

—¿Y por qué no me dijiste nada de todo esto?

—Me pareció que lo mejor sería que lo descubrieses por ti misma.

—Es decir, que tú no crees que a Anna le haya ocurrido algo, ¿verdad?

Zebran la miró risueña.

—¿Algo como qué? No es la primera vez que desaparece. Y suele volver cuando le viene en gana. Entonces cuenta una historia fantástica que, por supuesto, es un completo embuste.

—Pero ¿acaso no es cierto nada de lo que dice?

—Para que un mitómano se salga con la suya es indispensable que construya las mentiras a partir de una verdad. Entonces cuela y nos lo creemos. Hasta que comprendemos que el mentiroso vive en un mundo falso basado en mentiras.

Linda movió la cabeza incrédula.

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