Linda se levantó, regresó al coche y, ya con la mano en la manivela de la puerta, rompió a reír. Unas gaviotas alzaron perezosamente el vuelo. «También yo sé alzar el vuelo», constató. «Nadie es capaz de retenerme en la bruma ni de desorientarme hasta el punto de que no encuentre el modo de salir. La bruma puede convertirse en un laberinto muy atractivo. Pero yo saldré de él.» Siguió riendo mientras conducía a través de la ciudad. Cerca de Nyhavn, se detuvo a estudiar un tablón de información turística en el que buscó la calle de Nedergade.
Cuando llegó a la dirección, había empezado a anochecer. La calle de Nedergade se encontraba en un barrio venido a menos formado por largas hileras de altos y uniformes bloques de apartamentos. De pronto se sintió insegura y dudó entre ir en busca de Torgeir Langaas o dejarlo para otro día. Pero el peaje para pasar el puente era caro y decidió que no podía permitírselo. Así, cerró el coche con llave, dio un zapatazo sobre la acera, como para infundirse valor, y trató de leer los nombres que figuraban en las casillas del portero automático a la escasa luz de las farolas. Entonces se abrió la puerta y salió un hombre que lucía una cicatriz en la frente. El hombre se sobresaltó al verla. Antes de que la puerta se hubiese cerrado, ella ya había saltado al interior del portal. En un tablón colgado en la pared figuraban los nombres de los inquilinos, pero no halló ninguno llamado Langaas ni Torgeir. En ese momento apareció una joven que bajaba una bolsa de basura. Tenía aproximadamente la misma edad que Linda y le sonrió a modo de saludo.
—Disculpa —comenzó Linda—. Estoy buscando a un hombre llamado Langaas.
La mujer se detuvo y le preguntó:
—¿Vive en este bloque?
—Bueno, ésta es la dirección que tengo.
—¿Cómo dices que se llama, Torgeir Langaas? ¿Es danés?
—Noruego.
La joven negó con un gesto y Linda vio que deseaba ayudarle de verdad.
—La verdad es que no conozco a ningún noruego que viva aquí. Tenemos algunos suecos. Y gente de otros países. Pero nadie de Noruega.
La puerta de la calle volvió a abrirse y apareció un hombre al que la mujer de la bolsa de basura preguntó si conocía a alguien llamado Torgeir Langaas. Él negó con la cabeza, que llevaba cubierta con la capucha de la sudadera, por lo que Linda no pudo verle el rostro.
—Pues lo siento, no puedo ayudarte. Pero podrías hablar con la señora Andersen, que vive en el segundo. Ella conoce a todos los que viven en el bloque.
Linda le dio las gracias y empezó a subir la escalera, que resonaba como si estuviera hueca. En alguna de las plantas, alguien abrió una puerta y una música latinoamericana a todo volumen inundó la escalera. Junto a la puerta de la señora Andersen había un taburete sobre el que habían colocado una maceta con una orquídea. Linda llamó al timbre y enseguida se oyeron unos ladridos en el recibidor. La señora Andersen era una de las mujeres más pequeñas que Linda jamás había visto. Estaba encorvada, encogida, y, a sus pies, enfundados en un par de desgastadas zapatillas, resoplaba un perro que también podía contarse entre los más pequeños que Linda había visto en su vida. La joven explicó el motivo de su visita, a lo que la señora Andersen respondió señalándose la oreja izquierda.
—Habla más alto. No oigo muy bien, así que has de gritar.
Linda alzó la voz:
—¡Un noruego llamado Torgeir Langaas!… ¿Vive en este bloque?
—El oído me falla, pero la memoria no —respondió la mujer también en voz muy alta—. Aquí no hay nadie llamado así.
—Puede que no viva solo, y que el contrato de alquiler esté a nombre de otra persona, ¿no?
—Yo conozco a todos los que viven aquí, tengan o no contrato de alquiler. Llevo cuarenta y nueve años viviendo en este apartamento, desde que construyeron el edificio. Ahora hay un poco de todo, y una tiene que saber quiénes son sus vecinos. —La mujer se acercó al rostro de Linda y susurró—: Aquí hay quien vende drogas, ¿sabes? Y nadie le pone remedio.
La señora Andersen insistió en invitar a Linda a un café, que ya tenía preparado en un termo y que aguardaba en la angosta cocina. Media hora más tarde, Linda logró salir de su casa, no sin antes haber quedado perfectamente informada del excelente marido que había tenido la señora Andersen y que, por desgracia, había fallecido demasiado pronto.
Linda bajó la escalera. La música latina había cesado; en cambio, se oía el llanto de un niño. Linda salió del edificio y echó un vistazo antes de cruzar la calle. Fugazmente, percibió que alguien surgía de las sombras. Era el hombre de la capucha, que la agarró del pelo. Ella intentó liberarse, pero el dolor era demasiado intenso.
—Torgeir no existe —masculló el hombre a su oído—. No hay nadie llamado Torgeir Langaas, nadie. Así que olvídalo.
—¡Suéltame! —gritó Linda.
Él le soltó el cabello y, después, le golpeó la sien. Un fuerte golpe que la hizo caer en una profunda oscuridad.
Nadaba en un último esfuerzo por salvarse. A su espalda, las olas gigantescas estaban cada vez más próximas y casi le daban alcance. Ante ella surgieron de improviso unas rocas, negros picos afilados que sobresalían de la superficie del agua dispuestos a ensartarla. Exhausta, lanzó un grito y abrió los ojos. Sintió entonces un dolor intermitente en la cabeza y se preguntó por qué la luz de su dormitorio habría adquirido una tonalidad diferente. Después vio el rostro de su padre, y ella le preguntó si se había quedado dormida. Pero ¿qué era lo que tenía que hacer hoy? Lo había olvidado…
Entonces recordó. No habían sido las olas las que la habían alcanzado, sino el recuerdo del instante inmediatamente anterior a la oscuridad. La escalera, la calle, el hombre que surgió de la oscuridad, la amenaza y, finalmente, el golpe. Se estremeció. Su padre posó una mano sobre su brazo.
—Todo irá bien… Ya verás, todo saldrá bien.
Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en una habitación de hospital, de ahí la luz atenuada, las mamparas, la respiración fatigosa que oía cerca de ella.
—Ya me acuerdo —dijo de pronto—. Pero ¿cómo he llegado hasta aquí? ¿Estoy herida?
Intentó incorporarse en la cama al tiempo que movía brazos y piernas para comprobar que no tenía ningún miembro roto ni paralizado. Él le impidió sentarse.
—Será mejor que te quedes echada. Has estado inconsciente, pero no has sufrido ninguna herida interna, ni siquiera una conmoción cerebral.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Linda antes de cerrar los ojos—. Cuéntamelo todo.
—Pues, si lo que me han explicado mis colegas daneses y uno de los médicos de urgencias del hospital Rikshospitalet es cierto, tuviste mucha suerte. Un coche de policía que patrullaba la calle te vio mientras aquel hombre te golpeaba. La ambulancia no tardó más que unos minutos en acudir. Encontraron tu permiso de conducir y el carné de la Escuela Superior de Policía y, media hora más tarde, ya me habían localizado. Me puse en camino de inmediato. Stefan me ha acompañado.
Linda abrió los ojos, pero sólo vio a su padre. Se preguntó, vagamente, si se habría enamorado de Stefan, pese a que apenas lo conocía. «¿Será posible? Me despierto después de que un loco me haya amenazado y atacado en plena calle, y lo primero que pienso es que me he enamorado, aunque demasiado rápido, claro.»
—¿En qué estás pensando?
—¿Dónde está Stefan?
—Ha ido a comer alguna cosa. Le dije que se marchase a casa, pero ha insistido en quedarse.
—Tengo sed.
Kurt le dio agua y Linda empezó a sentirse más despejada; las imágenes del instante anterior a las tinieblas se perfilaron en su mente con creciente nitidez.
—¿Qué ha sido del hombre que me atacó?
—Lo atraparon.
Linda se incorporó y se sentó en la cama con tal rapidez que su padre no tuvo tiempo de impedírselo.
—Vuelve a echarte.
—Él sabe dónde está Anna. Bueno, quizá no lo sepa, pero seguro que puede decirnos algo.
—Cálmate, por favor.
Linda volvió a tumbarse, aunque a regañadientes.
—No sé cómo se llama. Tal vez él fuese Torgeir Langaas. Pero seguro que sabe algo de Anna.
Su padre se sentó en una silla que había junto a la cama y ella miró el reloj que él llevaba en la muñeca: eran las tres y cuarto.
—¿De la tarde o de la madrugada?
—De la madrugada.
—Me amenazó, ¿sabes? Después, me agarró del pelo.
—Lo que no acabo de explicarme es qué hacías tú aquí en Copenhague.
—Me llevaría demasiado tiempo contártelo todo ahora, pero te digo que es muy posible que el hombre que me atacó sepa dónde está Anna. Incluso puede que le haya hecho a ella lo mismo que a mí. Además, cabe la posibilidad de que tenga algo que ver con Birgitta Medberg.
Kurt Wallander negó con la cabeza.
—Estás cansada. El doctor me advirtió que los recuerdos empezarían a surgir de golpe y en desorden.
—¿No oyes lo que te digo?
—Sí, sí, claro. En cuanto te haya visto el médico, podremos irnos a casa. Tú vendrás conmigo y Stefan conducirá tu coche.
De pronto, la verdad se hizo evidente a su razón.
—¡No crees lo que estoy diciéndote! ¡No crees que me amenazó!
—Por supuesto que lo creo. De hecho, lo confesó.
—¿Qué es lo que ha confesado?
—Que te amenazó para que le entregases la droga que él creía que tú habías estado comprando en aquel edificio.
Linda miraba fijamente a su padre al tiempo que se esforzaba por comprender lo que él estaba diciéndole.
—Espera, espera. Me amenazó y me dijo que dejase de preguntar por nadie llamado Torgeir Langaas. No dijo una palabra de drogas.
—Bueno, podemos estar satisfechos de que esto se haya aclarado y de que la policía se presentase en ese momento. Ese hombre será acusado de agresión y de intento de robo.
—Ya, pero no fue un robo. Y es el propietario de la casa que hay detrás de la iglesia de Lestarp.
Su padre frunció el entrecejo.
—¿De qué casa me hablas?
—Es que no he tenido tiempo de contártelo. Fui a Lund, a la casa que Anna comparte con otros estudiantes. Y las pesquisas que hice allí me condujeron a Lestarp y a esa casa. Allí pregunté por Anna, y al poco todos desaparecieron. Lo único que conseguí averiguar fue que el dueño de la casa era un noruego llamado Torgeir Langaas que tenía su domicilio en Copenhague.
Su padre la miró largo rato antes de sacar su bloc de notas del bolsillo y leer lo que tenía anotado en una de las páginas.
—El hombre que te agredió se llama Ulrik Larsen. Si he de dar crédito a lo que me reveló el colega danés con el que estuve hablando, Ulrik Larsen no es el tipo de persona que posee varias casas.
—¡Pero es que no me escuchas!
—Sí, te escucho. Pero tú no pareces comprender que tenemos a un hombre, que ese hombre ha confesado que intentó hacerse con la droga que él creía que tú llevabas y que por eso te golpeó.
Linda movía la cabeza, exasperada; notaba que las sienes le latían violentamente. ¿Por qué no comprendía su padre lo que ella intentaba decirle?
—Tengo la cabeza totalmente despejada y sé lo que digo. También sé que me atacaron, pero acabo de contarte exactamente lo que sucedió.
—Bueno, tú crees que sucedió así. Lo que no comprendo es qué viniste a hacer a Copenhague… después de haber pasado por casa de Mona y de haberla dejado tristísima.
Linda se quedó helada.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me llamó. He de admitir que fue una conversación terrible. Gimoteaba y farfullaba de tal modo que incluso creí que estaba borracha.
—Es que estaba borracha. ¿Qué te dijo?
—Que la habías abrumado con un montón de acusaciones y que habías hablado mal tanto de ella como de mí. Estaba destrozada. Y, por si fuera poco, el banquero ese con el que se casó estaba de viaje y no podía consolarla.
—Mi madre estaba desnuda con una botella en la mano cuando yo llegué.
—Me dijo que entraste a hurtadillas.
—Pues no, entré por la puerta de la terraza, que estaba abierta. Y no a hurtadillas. Estaba borracha y se cayó al suelo. No sé lo que te ha contado, pero te aseguro que las cosas no ocurrieron así.
—Bien, ya hablaremos de eso más tarde.
—Gracias.
—Ahora dime: ¿qué hacías en Copenhague?
—Ya te lo he dicho.
Kurt Wallander movió la cabeza con disgusto.
—¿Puedes explicarme entonces por qué hay un hombre arrestado por haber intentado robarte? Porque yo no lo comprendo.
—Pues no, no puedo explicártelo. Pero, al menos, ¿no comprendes que estoy diciéndote la verdad?
Él se inclinó sobre su rostro.
—¿Te imaginas cómo me sentí cuando me llamaron para contarme que te habían ingresado en un hospital de Copenhague después de que te agrediera un desconocido?
—Siento haberte preocupado.
—¿Preocupado? No había sentido tanto miedo desde hacía muchos, muchos años.
«Tal vez desde aquella vez que intenté suicidarme», pensó Linda; sabía que el mayor temor de su padre era que le ocurriese algo a ella.
—Lo siento.
—Comprenderás —prosiguió su padre— que me pregunte cómo será cuando empieces a trabajar. No quiero convertirme en un vejete que no pegue ojo cuando tengas turno de noche.
Linda hizo un nuevo intento, y empezó a contárselo todo muy despacio, casi demasiado, pero él seguía sin creerla.
Acababa de terminar cuando Stefan Lindman entró en la habitación. Llevaba en la mano una bolsa de papel con bocadillos y asintió con expresión alegre al ver que ya se había despertado.
—¡Vaya! ¿Qué tal estás?
—Bien.
Stefan Lindman le dio la bolsa a su padre, que empezó a comer enseguida.
—¿En qué coche llegaste aquí? Estaba pensando en ir a buscarlo —dijo Stefan Lindman.
—Es un Golf rojo. Está aparcado enfrente del bloque de la calle de Nedergade. Recuerdo que hay una expendeduría de tabaco.
Y le mostró las llaves, antes de añadir:
—Las saqué del bolsillo de tu cazadora. Has tenido mucha suerte. Un drogadicto loco es de lo peor que uno puede encontrarse.
—No era un drogadicto.
—Veamos, cuéntale a Stefan lo que me has contado a mí —intervino su padre entre bocado y bocado.
Ella comenzó a hablar despacio, de manera ordenada, en tono convincente. Tal y como le habían enseñado. Su padre comía mientras Stefan Lindman, al otro lado de la cama, miraba hacia el suelo.