El hombre los acompañó hasta la calle.
—¿Quién es Virgilio? —le preguntó entonces Linda.
—El modelo, el guía de Dante —explicó él—. Y, desde luego, un gran poeta. —Alzó el ajado sombrero a modo de despedida antes de desaparecer por la puerta mientras ellos dos volvían a subir al coche.
—En la mayoría de las ocasiones, uno se topa con personas asustadas, conmocionadas, enojadas… —comentó Stefan Lindman—. De vez en cuando aparece algún punto luminoso, como este hombre. Creo que lo incluiré en el archivo de personas a las que recordaré cuando sea viejo.
Salieron de Sjöbo. Linda vio el indicador de un pequeño hotel y soltó una risita. Él la miró, pero no hizo preguntas. En ese momento, sonó el móvil. El agente contestó, escuchó y, al acabar, pisó el acelerador.
—Tu padre ha estado hablando con Anita Tademan —comentó—. Al parecer, ha salido a la luz algún dato que puede ser importante.
—Tal vez sea mejor que no le digas que te he acompañado —sugirió Linda—. Él tenía previsto que yo me dedicase hoy a otro asunto.
—¿Qué asunto?
—Hablar con Anna.
—Tendrás tiempo de hacer las dos cosas.
Stefan Lindman la dejó en el centro de Ystad. Cuando llegó a casa de Anna, notó enseguida que algo había sucedido. Anna había estado llorando.
—Zebran ha desaparecido —le explicó—. El niño lloraba tanto y tan fuerte que los vecinos empezaron a extrañarse. Resultó que el niño estaba solo en casa, y de Zebran no había ni rastro.
Linda contuvo la respiración. El temor la asaltó como un dolor repentino. Supo enseguida que estaba muy cerca de una cruel verdad que debía haber intuido hacía tiempo.
Miró a Anna a los ojos. Y vio en ellos su propio miedo.
Para Linda, la situación era tan evidente como desconcertante. Zebran jamás habría dejado solo al niño, ni por negligencia ni por olvido. De modo que algo le había ocurrido. Pero ¿el qué? Y ella tenía que saberlo: lo tenía muy cerca, pero se le escapaba. Un contexto. Aquello que su padre repetía una y otra vez: había que buscar un contexto. Pero ella no lo encontraba.
Puesto que Anna parecía, si cabía, más desesperada que ella, Linda tomó las riendas de la situación. Empujó a Anna hasta la cocina, la sentó en una silla y le pidió que le contase otra vez todo lo que sabía. Pese a que Anna hablaba atropelladamente, a Linda no le costó mucho tiempo deducir lo que había sucedido.
La vecina que solía cuidar al niño lo había oído gritar a través de las delgadas paredes, y pensó que era extraño que el pequeño llorase tanto y con tal desconsuelo sin que Zebran interviniese. De modo que la telefoneó, sin obtener respuesta; después fue a llamar a la puerta, pero sólo una vez, pues, a aquellas alturas, no tenía ya la menor duda de que Zebran no estaba en casa. La mujer guardaba un juego de llaves del apartamento, de modo que abrió y halló que el pequeño estaba solo. Al verla, dejó de llorar.
La vecina, llamada Aina Rosberg, no notó nada extraño en el apartamento. Estaba desordenado, como de costumbre, pero nada más, siguió explicando Anna. Después, Aina Rosberg llamó a Titchka, una de las primas de Zebran, que no estaba en casa, y después a Anna. Así lo habían acordado Zebran y la vecina: si algo sucedía, la mujer debía llamar a su prima, en primer lugar, después a Anna.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Linda cuando Anna hubo terminado.
—Hace dos horas.
—¿No te ha vuelto a llamar Aina Rosberg?
—La llamé yo. Pero Zebran sigue sin aparecer.
Linda reflexionó un instante. Lo que más deseaba en aquel momento era hablar con su padre pero, al mismo tiempo, sabía lo que él le diría: dos horas no era tiempo suficiente. Con total seguridad, habría una explicación, pero ¿por qué había desaparecido Zebran?
—Iremos allí —propuso Linda—. Quiero ver su apartamento.
Anna no opuso la menor objeción y, diez minutos más tarde, Aina Rosberg les abría la puerta del apartamento de Zebran.
—¿Adónde puede haber ido? —preguntó Aina Rosberg llena de preocupación—. Esto es impropio de ella. Además, ninguna madre se marcha y deja solo a su hijo. ¿Qué habría sido del pequeño si yo no lo hubiese oído?
—Seguro que no tarda en volver —la tranquilizó Linda—. Lo mejor sería que, hasta entonces, el pequeño se quedase contigo, si es posible.
—Por supuesto que puede quedarse —afirmó Aina Rosberg antes de volver a su apartamento.
Tan pronto como entró en el apartamento de Zebran, Linda percibió un olor extraño. Sintió que una mano helada se posaba sobre su corazón, y comprendió que algo grave había sucedido. Zebran no se había marchado de allí voluntariamente.
—¿Notas el olor? —preguntó Linda.
Anna negó con un gesto.
—Es un olor penetrante, agrio, como a vinagre.
—Pues yo no noto nada.
Anna se quedó en la sala de estar, y Linda fue a sentarse en la cocina. Desde donde estaba, a través de la puerta abierta, podía ver a su amiga, que, preocupada, no cesaba de pellizcarse los brazos. Linda intentó pensar con calma y con claridad. Se levantó y se colocó junto a la ventana para contemplar la calle. Intentó imaginarse a Zebran saliendo por el portal. ¿Hacia qué lado habría ido, hacia la derecha o hacia la izquierda? ¿Estaba sola? Linda vio la expendeduría de tabaco que había en la esquina de la acera opuesta y ante cuya puerta abierta fumaba un hombre bastante corpulento. Cuando venía un cliente, el hombre entraba y, al cabo de un instante, volvía a salir. Linda pensó que merecía la pena intentarlo.
Anna seguía sentada en el sofá, nerviosa. Linda le dio una palmadita en el brazo.
—Zebran no tardará en volver, ya verás —la consoló—. Seguro que no le ha pasado nada. Voy a bajar a la expendeduría de tabaco un momento, vuelvo enseguida.
El texto de un cartel fijado a la caja registradora daba a todos la bienvenida a la tienda de Jassar. Linda compró un chicle.
—Por cierto, en el bloque de enfrente vive una joven —comentó Linda—. Se llama Zeba, ¿la conoces?
—¿Zebran? Claro que sí. Siempre le doy alguna golosina a su hijo cuando pasan por aquí.
—¿Y la has visto hoy, por casualidad?
El hombre respondió sin pestañear.
—Sí, hace unas horas, a eso de las diez. Yo estaba colocando una banderola que se había caído. Creía que la había derribado el viento, pero, la verdad, no hace nada de viento…
—¿Iba sola? —lo interrumpió Linda.
—No, iba con un hombre.
El corazón de Linda empezó a palpitar con fuerza.
—¿Lo habías visto antes?
De repente, Jassar pareció preocupado y, en lugar de responder, comenzó a hacer preguntas él mismo.
—¿Por qué preguntas? ¿Quién eres tú?
—Tienes que haberme visto con Zebran. Soy amiga suya.
—¿Y por qué haces todas esas preguntas?
—Tengo que saberlo.
—Pero ¿ha pasado algo?
—No, nada. ¿Habías visto antes a ese hombre?
—No. Tenía un coche pequeño, y era un hombre alto. Al verlos, me quedé pensando que Zebran caminaba echada sobre él.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que oyes. Que iba muy pegada a él, como si necesitase agarrarse para caminar.
—¿Podrías describirme al hombre?
—Era alto. Sólo eso. Llevaba sombrero y un abrigo largo.
—¿Sombrero?
—Sí, un sombrero gris. O azul. El abrigo era largo, también gris. O azul. Todo en él era gris o azul.
—¿El número de matrícula?
—No me fijé.
—¿Qué coche era?
—No lo sé. Pero ¿por qué haces tantas preguntas? ¿Te presentas en mi tienda así, sin más, y te pones a hacer preguntas como si fueras policía?
—Es que soy policía —confirmó Linda antes de abandonar la tienda.
Cuando volvió al apartamento, Anna seguía inmóvil, sentada en el sofá. Linda volvió a experimentar la sensación de que había algo que debía ver, comprender, presentir…, no sabía siquiera por qué verbo decidirse. Finalmente, se sentó junto a Anna.
—Tienes que estar en tu casa, por si llama Zebran. Yo iré a la comisaría para hablar con mi padre. Me llevas en el coche, ¿de acuerdo?
Anna agarró el brazo de Linda con tal fuerza que ésta se asustó. Sin embargo, la amiga la soltó con la misma rapidez con que se había aferrado a ella. Linda pensó que era una reacción muy extraña. O tal vez no la reacción, sino la vehemencia de la misma.
Cuando llegó a la recepción de la comisaría, alguien le dijo en voz alta que su padre estaba en la fiscalía, de modo que se encaminó al otro edificio. La puerta estaba cerrada con llave, pero una administrativa que la reconoció fue a abrirle.
—Supongo que estás buscando a tu padre, ¿no? Está en la sala pequeña.
La joven señaló el pasillo. Linda vio que la luz roja de una de las puertas estaba encendida y se sentó en la habitación contigua, una minúscula sala de espera. Las ideas se arremolinaban en su cabeza. Era incapaz de ordenarlas, de encadenarlas de un modo sistemático, lógico. Esperó más de diez minutos, hasta que Ann-Britt Höglund salió y la miró sorprendida. La agente se volvió hacia la sala de la que acababa de salir:
—Tienes una visita importante —exclamó antes de desaparecer.
Su padre salió en compañía de un fiscal muy joven. Kurt Wallander le presentó a su hija y el fiscal se marchó. Linda le señaló una de las sillas de la sala de espera y él se sentó. Ella le contó lo sucedido a toda prisa. Cuando terminó, Kurt se mantuvo en silencio un buen rato. Después le hizo algunas preguntas, principalmente en torno a las observaciones de Jassar, y volvió varias veces sobre el comentario de Jassar acerca de que Zebran iba pegada al hombre, como sujetándose a él.
—¿Suele Zebran pegarse a la gente cuando camina? —preguntó al cabo.
—No, más bien son los chicos los que se le pegan. Pero ella es dura y evita mostrar sus puntos flacos, aunque no tiene pocos.
—¿Cuál es tu explicación a lo ocurrido?
—Pues eso, que algo ha ocurrido.
—El hombre que salió con ella del portal se la llevó contra su voluntad, según tu opinión, ¿no es eso?
—No lo sé. Es posible.
—¿Por qué crees que no pidió ayuda?
Linda movió la cabeza, dudando. El propio Wallander respondió a la pregunta, al tiempo que se ponía de pie:
—Tal vez no pudiese gritar.
—¿Quieres decir que no iba pegada a él porque quería, sino porque la habían drogado? ¿Qué si él no la hubiese sujetado, ella se habría caído al suelo?
—Exacto. Eso es lo que estoy pensando.
El inspector se dirigió a su despacho con tal rapidez que a Linda le costaba seguirlo. Por el camino, llamó a la puerta de Stefan Lindman, que estaba entreabierta. Asomaron la cabeza y vieron que el despacho estaba vacío. En ese momento, Martinson apareció por el pasillo con un gran oso de peluche.
—¿Qué es eso? —preguntó Wallander irritado.
—Un oso de peluche fabricado en Taiwán. Lleva una partida de anfetaminas en la barriga.
—Pues de eso que se encargue otro.
—Precisamente iba a pasárselo a Svartman —explicó Martinson sin ocultar que también él estaba irritado.
—Intenta convocar a todos los agentes que puedas para dentro de media hora.
Martinson continuó su camino. Lo primero que vio Linda al entrar en el despacho de su padre fue que las piezas de porcelana seguían sobre el escritorio.
—No pienso pegar el toro —adivinó él—. Pero creo que dejaré ahí los trozos hasta que este caso esté resuelto. —Dicho esto, se inclinó hacia ella con los codos apoyados en la mesa—. ¿No se te ocurrió preguntarle a Jassar si oyó hablar a aquel hombre?
—Lo olvidé.
Él le tendió el auricular.
—Llámalo.
—No sé el número de la expendeduría.
Su padre llamó entonces al servicio de información telefónica. Cuando le facilitaron el número, Linda pidió que llamaran directamente a la expendeduría. Jassar se puso al teléfono: resultó que no había oído hablar al hombre.
—Francamente, empiezo a estar bastante preocupado —confesó Jassar—. ¿Qué ha podido pasarle?
—Seguramente, nada —lo tranquilizó Linda—. Pero gracias por tu ayuda.
Ella devolvió el auricular a su padre.
—No dijo ni una palabra.
Su padre se balanceaba en silencio en la silla y se miraba las manos. Fuera, en el pasillo, se oía un rumor de voces que iban y venían.
—Esto no me gusta nada —admitió finalmente el inspector—. La vecina tiene razón, por supuesto. Nadie deja solo en un apartamento a un niño tan pequeño.
—Tengo un presentimiento —le reveló Linda—. Hay un detalle en el que debería caer, algo que tengo delante de mí pero que no veo. Existe una conexión que yo debería detectar, como tú sueles decir, pero la verdad es que no la encuentro.
Él la observó con interés.
—¿Es como si comprendieses qué ha sucedido y por qué? ¿Es eso?
Ella movió la cabeza con gesto vacilante.
—No, es más bien como si lo hubiese estado esperando. No sé cómo explicarlo, pero me siento como si no fuese Zebran la desaparecida, sino Anna, una vez más.
Kurt estuvo mirándola un buen rato, antes de pronunciarse.
—¿Podrías explicarte mejor?
—Pues no.
—En fin, os daremos unas horas, tanto a ti como a Zebran —resolvió—. Si ella no vuelve y tú no caes en la cuenta de qué es eso que sabes pero no acabas de ver, tendremos que actuar. Hasta entonces, prefiero que te quedes aquí.
Linda lo acompañó hasta la sala de reuniones. Una vez que estuvieron todos y hubieron cerrado la puerta, el inspector les puso al corriente de la desaparición de Zebran. La tensión se apoderó de la sala.
—Son demasiados desaparecidos —opinó Kurt Wallander—. Desaparecen, regresan, vuelven a desaparecer… Por alguna circunstancia fortuita, o por razones que aún se nos escapan, todo esto parece girar en torno a mi hija. Lo que, por supuesto, hace que todo este asunto me guste cada vez menos.
Dio un golpecito con el bolígrafo sobre la mesa para indicar un cambio de tema y pasó a contarles su conversación con Anita Tademan. Linda intentaba concentrarse, pero sin éxito. Se removió en la silla. Stefan Lindman le dirigió una leve sonrisa, que ella le devolvió antes de volver a prestar atención a lo que decía su padre.
—Anita Tademan no es precisamente una mujer amable. Antes al contrario, es un claro exponente de la más arrogante y engreída clase alta escaniana, que aún vive en castillos y haciendas de la zona. Pero hizo bien viniendo aquí, pues tenía información importante que transmitir. Un pariente suyo, que vive en los dominios de Rannesholm, ha visto últimamente gente merodeando cerca del bosque. Un grupo de, como mínimo, veinte personas. Aparecieron de forma tan repentina como se esfumaron. Podía tratarse de un grupo de turistas, pero su comportamiento, tan retraído, indica que podrían ser otra cosa.