Siguió a aquel comentario una discusión abierta a la que Linda prestó la máxima atención. Transcurrida media hora, su padre dio unos golpecitos sobre la mesa con un lápiz, dando así por concluida la reunión. Todos fueron abandonando la sala hasta que, al final, no quedaron más que Linda y su padre.
—Quiero que me hagas un favor —afirmó—. Habla con Anna, sal con ella, pero sin hacer preguntas. Simplemente, intenta averiguar la verdadera razón de que el nombre de Birgitta Medberg figurase en su diario. Y el de ese tal Vigsten de Copenhague. Les he pedido a los colegas daneses que lo investiguen más a fondo.
—No, él no —advirtió Linda—. No es más que un pobre hombre ya senil. Pero había en su apartamento otra persona que no se dejó ver.
—Ya, pero eso no está demostrado —objetó su padre indignado—. ¿Has comprendido bien lo que quiero que hagas?
—Sí, he de fingir que no ha pasado nada —respondió Linda—, y, al mismo tiempo, tratar de obtener respuesta a preguntas importantes.
Él asintió antes de levantarse, dispuesto a salir.
—Estoy preocupado —confesó—. No entiendo nada de lo que está sucediendo. Y temo que lo que venga sea peor.
Dicho esto, la miró, le acarició la mejilla con mano rauda, casi tímida, y se marchó.
Aquel mismo día, Linda invitó a Anna y a Zebran a tomar algo en el café del puerto. Acababan de acomodarse en torno a la mesa cuando empezó a llover.
El niño, sentado en el suelo, jugaba en silencio con un cochecito que chirriaba, pues le faltaban las dos ruedas traseras. Linda lo observó un instante. Unas veces, cuando gritaba y reclamaba atención, se volvía insoportable, pero otras, como aquella tarde, se mostraba muy tranquilo, conduciendo su pequeño coche amarillo por secretas e invisibles carreteras.
El café estaba casi vacío a aquella hora. Un par de marinos daneses estaban sentados a una mesa examinando un mapa marítimo mientras la camarera bostezaba al otro lado de la barra.
—¿Por qué nunca hablamos de nuestras cosas, de cosas exclusivamente de mujeres? —soltó Zebran de repente.
—Adelante —la animó Linda—, de acuerdo.
—¿Y tú? —preguntó Zebran dirigiéndose a Anna—. ¿También tú quieres hablar de eso?
—Por supuesto.
Se hizo un silencio. Anna removía el té de su taza, Zebran se colocó una bolsita de tabaco de mascar bajo el labio superior y Linda dio un sorbo a su café.
—A veces me pregunto si no hay nada más en la vida. ¿A esto se reduce todo? —comenzó Zebran.
—¿Qué quieres decir? —la interpeló Linda.
—Pues lo que acabo de decir. ¿Qué ha sido de todos nuestros sueños?
—La verdad es que yo no recuerdo que tú soñases nunca con otra cosa que tener hijos —observó Anna—. Al menos, ése era tu mayor sueño.
—Cierto. Pero todo lo demás… Yo siempre fui una soñadora desmedida. No solía emborracharme como las demás cuando éramos adolescentes. Al menos, nunca tanto que acabase vomitando en algún seto y tuviese que quitarme de encima a los chicos que intentaran aprovechar la ocasión. Pero tampoco pensaba en mis sueños a la ligera. Podría decirse que me los bebía. ¡Dios santo!, yo iba a serlo todo: diseñadora de ropa, estrella de rock, comandante del jet más grande…
—Todavía no es demasiado tarde —opinó Linda.
Zebran apoyó la cara entre sus manos y afirmó mirándola a los ojos:
—Por supuesto que es demasiado tarde. Pero y tú, ¿de verdad soñabas con ser policía?
—Jamás. Yo quería dedicarme al tapizado de muebles. Un sueño que, por otra parte, no era especialmente excitante.
Zebran volvió la cabeza en dirección a Anna.
—¿Y tú?
—Yo quería encontrar un sentido.
—¿Y lo has encontrado?
—Sí.
—¡Ajá! ¿Cuál?
Anna negó con un gesto vehemente.
—Es imposible contarlo. Es algo que, o se lleva dentro, o no puede entenderse.
Linda pensó que Anna parecía en guardia. De vez en cuando, su amiga la miraba como diciendo: «Ya sé que estás intentando adivinarme el pensamiento». Pero Linda no acababa de estar segura.
Los dos marinos daneses se levantaron y abandonaron el café. Antes de marcharse, uno de ellos le dio al niño una palmadita en la cabeza.
—Él estuvo a punto de no llegar a existir —confesó Zebran.
Linda movió la cabeza sin comprender.
—¿Qué quieres decir?
—Que estuve a punto de abortar. A veces me despierto a medianoche, empapada en un sudor frío…, porque sueño que aborto y que mi hijo desaparece.
—Pues yo creía que deseabas tenerlo.
—Y así era. ¡Pero estaba tan asustada! No me creía capaz de afrontarlo.
—Fue una suerte que no abortases —opinó Anna.
Tanto Zebran como Linda reaccionaron ante su tono de voz. Sonó severa, quizás incluso enfadada. Zebran atacó defendiéndose de inmediato.
—No sé si la palabra «suerte» es la más adecuada en este caso. Tal vez lo comprendas mejor cuando seas tú quien se quede embarazada.
—Yo estoy en contra del aborto —declaró Anna—. Simplemente.
—Bueno, que una mujer aborte no tiene por qué significar que está «a favor» del aborto —señaló Zebran con calma—. Puede haber otras razones.
—¿Cómo cuáles?
—Ser demasiado joven, estar enferma…
—Yo estoy en contra del aborto —reiteró Anna.
—Me alegro de haber tenido a mi hijo —confesó Zebran—. Pero no me arrepiento de haber abortado cuando tenía quince años.
Linda se quedó perpleja. Y, por lo que vio, también Anna, que, petrificada, clavaba la mirada en el rostro de Zebran.
—¿Por qué me miráis así? ¡Tenía quince años! ¿Qué habríais hecho vosotras?
—Seguramente, lo mismo que tú —admitió Linda.
—Pues yo no —rechazó Anna—. El aborto es pecado.
—Hija, pareces un cura.
—Digo lo que pienso.
Zebran se encogió de hombros.
—Yo creía que íbamos a hablar de nuestras cosas, de cosas que nos preocupaban. Pero si una no puede hablar del aborto con sus amigas, ¿con quién va a poder hablar?
Anna se levantó enseguida.
—Tengo que irme —aseguró—. Había olvidado que tenía que hacer algo.
Dicho esto, cruzó la puerta y se marchó. A Linda le extrañó que ni siquiera le dijese adiós al niño de Zebran.
—¿Qué le habrá pasado? —preguntó Zebran—. Qué raro. Es como si ella misma hubiese abortado alguna vez, pero no quisiera hablar de ello.
—Tal vez lo haya hecho —aventuró Linda—. En realidad, ¿qué sabemos de las personas que nos rodean? Creemos que las conocemos, pero la verdad casi siempre nos sorprende.
Zebran y Linda permanecieron en la cafetería mucho más tiempo del que habían previsto. El ambiente cambió tan pronto como Anna se hubo marchado, y las dos jóvenes estuvieron riendo y bromeando como si hubiesen vuelto a la adolescencia. Finalmente, Linda acompañó a Zebran a su casa, ante cuya puerta se despidieron.
—¿Qué crees que hará Anna ahora? —quiso saber Zebran—. ¿Crees que ya no querrá saber nada de nosotras?
—Supongo que comprenderá que su reacción ha sido algo extraña.
—No estoy segura —observó Zebran—. Pero espero que tengas razón.
Linda se marchó a casa y, una vez allí, se tumbó en la cama y cerró los ojos. Empezó a adormecerse. Las ideas iban y venían por su mente. Se vio de nuevo camino del lago desde el que alguien llamó a la policía para decir que había visto cisnes en llamas. De repente, se sobresaltó. En efecto, había oído decir a Martinson que iban a comprobar una llamada recibida en la central de alarmas. Todas las llamadas quedaban grabadas, lo que significaba que debían de tener archivada la llamada sobre los cisnes ardiendo. Linda no recordaba haber oído ningún comentario sobre cómo hablaba el hombre que llamó.
Había un noruego llamado Torgeir Langaas
. Amy Lindberg también había oído a alguien que hablaba danés, quizá noruego. Linda se levantó de la cama. «Si el hombre que llamó para avisar de lo de los cisnes hablaba con acento extranjero, sabremos que existe un nexo entre los animales quemados y el hombre que compró la casa situada detrás de la iglesia de Lestarp.»
Linda salió al balcón. Eran las diez de la noche. El aire era fresco. «Pronto será otoño», se dijo. «Pronto vendrán las heladas. Y la escarcha se resquebrajará bajo mis pies cuando, por fin, sea policía de verdad.» En ese momento, sonó el teléfono.
—Sólo quería avisarte de que no iré a cenar.
—¡Pero si son las diez de la noche! Yo he cenado hace horas.
—Bueno, me temo que tengo que quedarme unas horas más.
—¿Puedes dedicarme un momento?
—¿A qué te refieres?
—Había pensado acercarme a la comisaría.
—¿Es importante?
—Puede serlo.
—Bien, cinco minutos. No dispongo de más tiempo.
—Sólo necesito dos. Oye, ¿verdad que grabáis todas las conversaciones de las llamadas recibidas en la central de alarmas?
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
—¿Durante cuánto tiempo las guardáis?
—Por un año, pero ¿por qué lo preguntas?
—Te lo contaré cuando llegue.
Habían dado las once menos veinte cuando Linda entró en la comisaría. Su padre fue a buscarla a la recepción desierta y ambos se dirigieron a su despacho, que estaba lleno de humo.
—¿Quién ha estado aquí?
—Boman.
—¿Y quién es?
—El fiscal.
Linda recordó entonces a una mujer que había precedido en el cargo al actual fiscal.
—¿Qué fue de ella?
—¿De quién?
—De aquella de la que estuviste enamorado… La fiscala, o como quiera que se diga.
—Bueno, ha pasado ya mucho tiempo de eso. Hice el ridículo.
—Cuéntamelo.
—Uno debe reservarse para sí mismo los momentos más vergonzosos de su vida. Ahora hay otros fiscales. Boman es uno de ellos. Y yo soy el único que le permite fumar en el despacho.
—Pues aquí no se puede ni respirar.
La joven abrió la ventana. Una pequeña figura de porcelana que había sobre el alféizar cayó al suelo y se quebró.
—Vaya, lo siento —se disculpó al tiempo que recogía las piezas.
Linda creía recordar haberla visto en alguna ocasión, hacía ya mucho tiempo. La estatuilla representaba un toro a punto de embestir.
—Tal vez podamos pegarla, ¿no?
—Bueno, llevo años pensando en deshacerme de ella. La verdad, los recuerdos que me trae no son nada gratos.
—Ajá, ¿y qué recuerdos son ésos?
Él negó con un gesto.
—Ahora no, por favor… Bueno, ¿qué querías?
Linda le explicó el motivo de su visita mientras dejaba los trozos de la figura de porcelana sobre el escritorio.
—Pues tienes razón —admitió él una vez que ella hubo concluido.
Se levantó y le indicó que lo siguiese. Ya en el pasillo, se toparon con Stefan Lindman, que apareció con un montón de archivadores en las manos.
—Déjalos y vente con nosotros —ordenó Kurt Wallander.
Después se dirigieron al archivo donde guardaban las cintas. Kurt Wallander llamó a uno de los policías que se ocupaban de la central de alarmas.
—El día 21 de agosto, por la noche, un hombre llamó para informar de que había visto cisnes ardiendo en el lago de Marebosjön —comenzó Wallander.
—Ese día yo no estaba de servicio —atajó el agente tras consultar el libro de servicios que había en una estantería—. Aquella noche les tocó a Undersköld y Sundin.
—Pues llámalos.
El hombre meneó la cabeza.
—Undersköld está en Tailandia —dijo—. Y Sundin asiste en Alemania a un curso sobre control por satélite. Me temo que será difícil localizarlos.
—¿Y la cinta?
—Eso sí, puedo buscarla.
Con la cinta preparada, se sentaron en torno al reproductor. Entre un informe de una sospecha de robo de automóvil y un hombre ebrio que preguntaba si podían ayudarle a «localizar a su madre», estaba la llamada de los cisnes. Linda se llevó un sobresalto al oír la voz. El individuo intentaba hablar sueco sin acento. Pero sin éxito. Pusieron la cinta una y otra vez.
«Central de alarmas: Policía, dígame.
»El hombre: Sólo quiero informarles de que unos cisnes ardiendo están sobrevolando el lago de Marebosjön.
»Central de alarmas: ¿Cisnes ardiendo?
»El hombre: Sí.
»Central de alarmas: ¿Qué es lo que está ardiendo?
»El hombre: Cisnes ardiendo sobrevuelan el lago de Marebosjön.»
A eso se reducía la conversación. Kurt Wallander se quitó los auriculares y se los pasó a Stefan Lindman.
—Este hombre tiene acento. De eso no cabe duda. A mí me parece que suena a danés.
«O a noruego», se dijo Linda. «En realidad, ¿cuál es la diferencia?»
—Pues yo no sabría decir si el acento es danés —confesó Stefan Lindman mientras le pasaba los auriculares a Linda.
—La verdad es que pronuncia la palabra «ardiendo» de una forma extraña —observó ella cuando se hubo quitado los auriculares—. ¿Será danés o noruego? ¿O se dirá igual en las dos lenguas?
—Tenemos que averiguarlo —resolvió Kurt Wallander—. Pero he de decir que es una vergüenza que un futuro policía en prácticas haya tenido que recordamos lo de la cinta.
Salieron de la sala de archivos después de que Kurt Wallander hubiese dejado instrucciones para que la cinta estuviese disponible. Con Linda y Stefan pisándole los talones, el inspector encaminó sus pasos hacia el comedor, donde había unos agentes de tráfico en torno a una de las mesas y, en otra, dos técnicos criminalistas en compañía de Nyberg. Kurt Wallander se sirvió una taza de café y se sentó junto al teléfono.
—No sé por qué razón, siempre recuerdo de memoria este número de teléfono —comentó mientras marcaba.
Aguardó un instante con el auricular pegado a la oreja hasta que alguien respondió. La conversación no se prolongó demasiado. El inspector le pidió a la persona con la que hablaba que acudiese a la comisaría de inmediato.
Linda comprendió que el sujeto en cuestión no tenía muchas ganas de hacer lo que le pedían.
—Muy bien, en ese caso, enviaré un coche con las sirenas a todo volumen para que te recoja —amenazó Kurt Wallander—. Y les diré que te pongan las esposas, para que tus vecinos empiecen a preguntarse qué has hecho. —Dicho esto, colgó el auricular—. Christian Thomassen, segundo de a bordo de uno de los transbordadores de Polonia —aclaró—. Es alcohólico por temporadas, pero hemos tenido suerte, porque ahora anda a base de Antabús. Es noruego y podrá decirnos qué acento tiene el hombre de la grabación.