Ya en Frennestad, cuando frenaron junto a la iglesia en llamas, tenían una idea bastante clara de lo ocurrido. Dos iglesias habían empezado a arder casi al mismo tiempo. Además, en la de Frennestad, el cadáver de una mujer yacía delante del altar. Los dos hombres se dirigieron hacia Mats Olsson. Martinson y Mats Olsson tenían algún parentesco. En medio del desconcierto y del intenso calor que desprendía el fuego, Kurt Wallander oyó con asombro que ambos intercambiaban unos breves saludos para sus respectivas esposas. Después entraron en la iglesia. Martinson, como siempre, dejó que Kurt Wallander accediese primero al lugar del crimen. La mujer yacía, en efecto, ante el altar, con la soga al cuello. Kurt Wallander trató de retener la imagen que tenía ante sí. Algo le decía que todo aquello estaba amañado.
—¿Cuánto tiempo calculas que podemos seguir aquí?
—El techo no aguantará y terminará por derrumbarse.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—Diez minutos. Ni uno más. No me atrevo.
Kurt Wallander comprendió que los técnicos criminalistas no llegarían a tiempo. Alguien le tendió un casco, que él se colocó abstraído.
—Sal a ver si hay algún curioso con una cámara de fotos o de vídeo —ordenó a Martinson—. Si es así, confíscasela. Tenemos que documentar todo esto.
Martinson desapareció y él continuó observando el cadáver de la mujer. La soga, que era muy gruesa, se ceñía alrededor de su garganta en un lazo. Los cabos estaban extendidos a ambos lados del cuerpo. «Dos personas», concluyó. «Cada una tiraba de un lado. Como antiguamente, cuando se desmembraba a la gente atando manos y pies a varios caballos que tiraban en distintas direcciones.»
Echó un vistazo al techo. Las llamas ya lo atravesaban. A su alrededor, varias personas corrían de un lado a otro transportando diversos objetos que había en la iglesia. Un hombre de edad que apareció en pijama se esforzaba por sacar un hermoso sagrario antiguo. Había algo sobrecogedor en aquella situación, se decía. «Como si la gente comprendiese que está a punto de perder algo de lo que no quieren prescindir.»
En ese momento, Martinson volvió con una cámara de vídeo.
—¿Tienes idea de cómo usarla?
—Creo que sí —respondió Martinson.
—Entonces harás de fotógrafo. Primeros planos, detalles, desde todos los ángulos.
—Cinco minutos —anunció Mats Olsson—. Ni uno más.
Wallander se acuclilló junto a la mujer. Era rubia y guardaba cierto parecido con su hermana Kristina. «Una ejecución», resolvió. «Hace poco ardían animales. Ahora es una persona muerta en una iglesia en llamas.» ¿Qué era lo que había creído oír Amy Lindberg? ¿«Dios lo exige»?
Rebuscó rápidamente en los bolsillos de la mujer. No había nada. Miró a su alrededor, pero tampoco halló ningún bolso. Estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando vio que llevaba una funda de plástico prendida a la blusa. En su interior había un trozo de papel con un nombre y una dirección escritos a mano: «Harriet Bolson, 5th Avenue, Tulsa».
Se levantó en el momento en que Mats Olsson apareció para advertirle:
—Se acabó el tiempo. Nos vamos de aquí.
Obligó a salir a todos los que aún estaban en el interior de la iglesia. También el cadáver de la mujer fue trasladado al exterior. Kurt Wallander se encargó personalmente de la cuerda. Los objetos que habían logrado recuperar fueron amontonados al otro lado de los cordones policiales. Una mujer mayor sostenía en la mano un candelabro ennegrecido por la tizne. Un buen número de personas se había congregado en el lugar. Algunas lloraban. Y cada vez acudían más.
Martinson llamó a Ystad.
—Hemos de localizar a una mujer de Tulsa, en Estados Unidos —avisó—. Buscad en todos los registros, locales, europeos, internacionales. Hay que darle máxima prioridad.
Linda, impaciente, apagó el televisor. Tomó las llaves del coche que su padre había dejado en una estantería de la sala de estar y echó a correr hacia el aparcamiento de la comisaría.
El coche estaba en un rincón del aparcamiento. Reconoció el coche que había junto al de su padre: era el de Ann-Britt Höglund. Se tanteó el bolsillo de la cazadora para comprobar que llevaba el abrecartas, pero no tenía planes de agujerear ningún neumático aquella noche. Había oído los nombres de Hurup y Frennestad. Abrió la puerta del coche y salió del aparcamiento. A la altura del depósito del agua, se detuvo y buscó un mapa en la guantera. Sabía dónde quedaba Frennestad, pero no Hurup. Lo encontró, apagó la luz y salió de la ciudad. A medio camino de Hörby, giró a la izquierda y, tras recorrer varios kilómetros, vio la iglesia de Hurup consumiéndose entre las llamas. Se acercó con el coche tanto como pudo, lo aparcó y subió a pie hasta la iglesia. Su padre no estaba allí. Sólo había agentes de seguridad ciudadana, y se le ocurrió pensar que, de haberse declarado el incendio unos días más tarde, quizás ella misma habría sido uno de los agentes que vigilaban los cordones policiales. Se les acercó y, tras identificarse, les preguntó si sabían dónde estaba su padre.
—Hay otra iglesia en llamas —le contestaron—. La de Frennestad. Y allí había un muerto.
—¿Qué ha pasado?
—Creo que podemos dar por supuesto que han sido provocados. No es normal que dos iglesias se incendien al mismo tiempo. No sabemos lo que ha ocurrido en la iglesia de Frennestad, pero allí, además, hay un cadáver.
Linda asintió y se marchó. De repente, un estruendo resonó a su espalda. Se dio la vuelta sobresaltada. El techo de la iglesia acababa de derrumbarse parcialmente y había caído en el interior. Salió del coche. Una lluvia de chispas se elevaba hacia el cielo nocturno. «¿A quién se le ocurre ir por ahí quemando iglesias?», se preguntó. Pero no supo darse ninguna respuesta, como tampoco se le ocurría quién era capaz de prender fuego a unos cisnes o de quemar una tienda de animales.
Volvió al coche y puso rumbo a Frennestad. Ya de lejos divisó el edificio en llamas. «Iglesias en llamas sólo se ven en las guerras», reflexionó. «Y mira por dónde, en Suecia, en este pacífico mes de septiembre, arden de dos en dos. ¿Acaso un país puede ser atacado por un enemigo invisible?» No tuvo fuerzas para seguir su vago razonamiento. El ascenso hasta la iglesia estaba bloqueado por diversos coches aparcados en distintos puntos de la carretera. Cuando vio a su padre a la luz de las llamas, se detuvo.
Estaba hablando con uno de los bomberos. Linda intentó ver lo que tenía en la mano. ¿Una manguera? Se escurrió entre los que se agolpaban ante los cordones policiales. Lo que su padre llevaba en la mano era, según pudo ver, una cuerda. Una soga.
Junto a ella había un hombre que, muy excitado, hablaba por el móvil. Linda prestó atención. Estaba describiéndole a alguien, a todas luces medio dormido, qué estaba pasando allí. Linda aguzó el oído cuando el hombre empezó a hablar del cadáver encontrado en la iglesia. «Una mujer. De Trosa, creo… ¿Qué qué hacía aquí una mujer de Trosa? ¿Y cómo quieres que lo sepa yo? Al parecer, alguien oyó a uno de los policías dar la orden de búsqueda en los registros de una tal Harriet de Trosa.» Ahí se interrumpió la conversación.
—¿Hay algún muerto? —preguntó Linda.
La joven sabía que había dos situaciones en las que un sueco era capaz de romper su costumbre de aproximarse a alguien con la mayor reserva: cuando una tormenta de nieve ha sacudido a una gran ciudad o cuando se ha producido un accidente.
—Sí, al parecer, había alguien muerto delante del altar —informó el hombre.
—¿De Trosa?
—Bueno, eso he oído yo. Pero puede que esté confundido. De todos modos, digo yo, si uno aparece muerto en una iglesia por la noche, es porque lo han asesinado. Claro que también puede ser un suicidio. La gente está tan desquiciada en los tiempos que corren…
De repente, Linda se sintió como una hiena, como una mirona que disfrutaba con las desgracias ajenas.
Nyberg avanzó hacia la iglesia. Como de costumbre, parecía enojado. Pero su capacidad profesional inspiraba un gran respeto tanto a Wallander como a Martinson. A Nyberg le faltaba poco para la jubilación. Martinson, sobre todo, temía que no encontrasen a un sustituto con sus conocimientos y su paciencia.
—Creo que deberíais ver esto —dijo el técnico mientras les mostraba un pequeño colgante.
Kurt Wallander sacó sus gafas y, justo cuando iba a ponérselas, se partió una de las patillas. Lanzó una maldición, pero no tuvo más remedio que sostener la montura con la mano.
—Parece una huella de pie, o de zapato —opinó—. Un colgante en forma de huella.
—Lo llevaba en el cuello —informó Nyberg—. O lo había llevado. Cuando tiraron de la cuerda, la cadena debió de romperse. Lo tenía dentro de la blusa. Lo ha encontrado el médico forense.
Martinson se puso el colgante en la palma de la mano y se volvió para que las llamas lo iluminaran.
—Curioso motivo para una joya. Parece un zapato, sí.
—Puede ser una huella de zapato —propuso Nyberg—. Una suela. Yo vi una vez un colgante que representaba una zanahoria, con un diamante engarzado en lugar de las hojas. Se hacen joyas con las formas más variopintas. Y aquella zanahoria costaba cuatrocientas mil coronas, no creas.
—Bueno, lo importante es que esto puede ayudarnos a identificarla —observó Kurt Wallander.
Nyberg se marchó hacia un rincón del muro que rodeaba el cementerio y empezó a abroncar a un fotógrafo que tomaba instantáneas de la iglesia en llamas. Kurt Wallander y Martinson bajaron hasta los controles policiales.
Al ver a Linda, le hicieron señas para que se les acercase.
—¡Vaya! No has resistido las ganas de venir, ¿eh? Bien, pues ya que estás aquí, ven con nosotros.
—¿Cómo va todo? —quiso saber Linda.
—No sabemos qué estamos buscando —admitió Kurt Wallander—, pero sí que los dos incendios han sido provocados.
—Están buscando a la mujer en los registros, Harriet Bolson —informó Martinson—. Me llamarán en cuanto averigüen algo.
—Verás, yo no paro de darle vueltas a lo de la cuerda —intervino Kurt Wallander—. Y además, ¿por qué en una iglesia y por qué una mujer estadounidense? ¿Qué significa todo esto?
—Varias personas, tres como mínimo, pero probablemente más de tres, acuden a una iglesia por la noche —comenzó Martinson.
Kurt Wallander lo detuvo con un gesto.
—¿Por qué más de tres? Dos que asesinan y una que es asesinada. ¿No es suficiente?
—Sí, pero no podemos descartar que hubiera alguna más. O muchas más… Bien. Abren la puerta con la llave. Sólo existen dos copias: una en la casa del sacerdote, y la otra la tiene el guarda que se desmayó. Y las dos están donde tienen que estar. De modo que alguien ha utilizado una ganzúa bastante sofisticada… o un duplicado —siguió razonando Martinson—. Pudo tratarse de un grupo que ha elegido esta iglesia como el escenario de la ejecución de una mujer, Harriet Bolson. ¿Es culpable de algo? ¿Es una víctima religiosa? ¿Nos enfrentamos a los miembros de una secta satánica o a otro tipo de perturbados? Aún no tenemos respuesta a estas preguntas.
—Hay algo más —apuntó Kurt Wallander—. El papel que hallé con su nombre. ¿Por qué un simple papel? Más aún: ¿por qué sólo ese papel?
—Tal vez para que pudiésemos identificarla. Ese papel es un mensaje dirigido a nosotros.
—Hemos de verificar su identidad —observó Kurt Wallander—. Con sólo que haya ido una vez al dentista en este país, averiguaremos quién es.
—Estamos en ello.
Kurt Wallander notó que Martinson se había molestado.
—A ver, que no era mi intención machacarte a ti. Bueno, ¿qué dicen los otros distritos?
—Por ahora, nada.
—¿Tiene prioridad?
—Pedí ayuda a Estocolmo. Allí hay un auténtico monstruo malvado capaz de meter miedo y prisa a los colegas de todo el mundo.
—¿Quién es?
—¿No has oído hablar de Tobias Hjalmarsson?
—Puede ser. Con tal de que comprenda que ahora puede comportarse como un verdadero monstruo malvado…
—Esperemos —deseó Martinson—. Un detalle más: ¿quién ha visto alguna vez una joya con forma de suela de zapato o de sandalia? Dicho esto, movió la cabeza preocupado y se marchó de allí.
Linda contuvo la respiración. ¿Había oído bien?
—¿Qué ha dicho Martinson que habéis encontrado?
—Un papel con un nombre y una dirección.
—No, eso no.
—Ah, una joya.
—¿Qué se parecía a qué?
—A una huella de zapato, una suela, algo así.
—No, no ha dicho eso. Lo ha comparado con otra cosa.
—Un zapato, pero ¿por qué lo preguntas?
Ella no se molestó en contestar.
—¿Qué clase de zapato?
—Una sandalia, tal vez.
Cada vez que una ráfaga de viento azotaba la iglesia en llamas, el fuego parecía retorcerse en extrañas contorsiones.
—Pues creo que debo recordarte que el padre de Anna se dedicaba a hacer sandalias antes de desaparecer. Sólo eso.
A su padre le llevó un instante atar cabos. Después, asintió despacio.
—Bien —la felicitó al fin—. Muy bien. Ése puede ser el punto de partida que tanto necesitamos. La cuestión es adónde nos conducirá.
Kurt Wallander intentó convencer a Linda de que se marchase a casa a dormir un rato, pero ella se negó. Quería quedarse. Había dormido unas horas en el asiento trasero de un coche de policía y él la había despertado al alba, dando unos toquecitos en la ventanilla. «Jamás ha aprendido a despertar a una persona con un mínimo de delicadeza», se dijo Linda. «O aporrea la ventanilla, o te golpea en el hombro con demasiada fuerza. Mi padre no despierta a la gente, más bien la arranca de raíz de sus sueños.»
Salió tiritando del coche. Hacía frío. Unos jirones de niebla flotaban sobre el campo. La iglesia había ardido ya por completo y sólo quedaban en pie las paredes carbonizadas; del techo derruido surgía aún una gruesa espiral de humo. Algunos observaban en silencio las reliquias rescatadas de su templo. Linda vio a un anciano que, muy despacio, limpiaba el hollín de una lápida del cementerio. Pensó que jamás olvidaría aquella imagen. La mayoría de los coches de bomberos habían desaparecido, y una pequeña unidad se encargaba de los trabajos posteriores a la extinción. Martinson no estaba allí. En cambio, Stefan Lindman había acudido al lugar del siniestro. El joven le tendió un vaso de plástico con café. Su padre, al otro lado del cordón policial, hablaba con un periodista.