—¡¿Sacerdote?! —exclamó Stefan Lindman—. ¿Qué clase de sacerdote? Yo creía que era toxicómano.
Martinson ojeó los papeles que sostenía en la mano.
—Al parecer, cuando lo detuvieron se hizo pasar por toxicómano, pero es sacerdote de la iglesia estatal danesa. Es pastor de una congregación de Gentofte. Creo que ha generado un buen alboroto en la prensa: un pastor sospechoso de robo y agresión…
Se hizo un gran silencio.
—Ahí lo tenemos otra vez —observó Kurt Wallander—. La religión, la iglesia. Ese Ulrik Larsen es importante. Alguien tiene que ir a Copenhague para colaborar con los colegas daneses. Quiero saber de qué modo encaja el pastor en toda esta confusión.
—Si es que encaja —puntualizó Stefan Lindman.
—Encaja, te lo digo yo. Sólo tenemos que averiguar cómo. Díselo a Ann-Britt.
En ese momento sonó el móvil de Martinson. Éste escuchó con atención y apuró el café de un trago.
—Bien, Noruega ha despertado —declaró—. Hemos recibido material sobre Torgeir Langaas.
—Estupendo. Lo estudiaremos aquí mismo —propuso Kurt Wallander.
Martinson regresó con varios documentos, entre ellos una reproducción bastante borrosa de una fotografía.
—Está tomada hace más de veinte años —leyó Martinson—. Es alto, más de uno noventa.
Todos se inclinaron sobre la desdibujada imagen. «¿Habré visto yo a este hombre con anterioridad?», se preguntó Linda. Pero no estaba segura.
—¿Qué dice? —preguntó Kurt Wallander.
Linda notó que la impaciencia de su padre crecía por minutos. «Le ocurre lo que a mí», constató Linda. «El desasosiego y la impaciencia van de la mano.»
—Encontraron a nuestro Langaas tan pronto como empezaron a buscar. La cosa tendría que haber ido más rápido, pero el responsable traspapeló nuestra petición, pese a que era urgente. En otras palabras, la policía de Oslo tiene los mismos problemas que nosotros: aquí desaparecen las grabaciones de las llamadas de alarma, y en Oslo, nuestra respetuosa solicitud. Pero al final acabó bien. Torgeir Langaas consta en sus archivos como un antiguo caso sujeto a vigilancia —sintetizó Martinson.
—¿Qué hizo? —quiso saber Kurt Wallander.
—No vas a creerme si te lo digo.
—¡A ver!
—Torgeir Langaas desapareció de Noruega sin dejar rastro hace diecinueve años.
Todos se miraron perplejos. Linda pensó que era como si las paredes mismas de la sala contuviesen la respiración. Miró a su padre, que se encogió en la silla, como preparándose para lanzarse a la carrera.
—¡Vaya, otro que desaparece! Todo en este caso parece girar en torno a las desapariciones.
—Y a los regresos —precisó Stefan Lindman.
—O resurrecciones —remató Kurt Wallander.
Martinson siguió leyendo, más despacio ahora, como si temiese que estallase alguna mina oculta entre las palabras: Torgeir Langaas era un rico heredero del propietario de una naviera. Y, de repente, desapareció. En un principio, nadie sospechó que hubiera cometido ningún delito, pues le había dejado una carta a su madre, Maigrim Langaas, en la que juraba y perjuraba que no sufría depresión y que no tenía la intención de suicidarse, pero que se marchaba porque, leo textualmente, así que disculpad mi noruego, «no lo soporto más».
—¿Y qué es lo que no podía soportar? —le interrumpió de nuevo Kurt Wallander.
A Linda le dio la sensación de que la impaciencia y el desasosiego revoloteaban ante las narices de su padre como un humo invisible.
—Eso no lo dice. Pero se marchó, tenía bastante dinero en varias cuentas, aquí y allá. Los padres pensaron que aquella pequeña rebelión no tardaría en pasar. ¿Quién es capaz, en realidad, de decir «no, gracias» a una gran fortuna? Llevaba ya dos años fuera cuando los padres denunciaron su desaparición. La razón que adujeron, según reza aquí, el 12 de enero de 1984, fecha en la que presentaron la denuncia, fue que había dejado de escribirles, que llevaba cuatro meses sin dar señales de vida y que había vaciado sus cuentas bancarias. Y ése es el último rastro que hay de Torgeir Langaas, hasta ahora. Adjuntan un comentario de un policía llamado Hovard Midtstuen que afirma que la madre de Torgeir Langaas murió el año pasado, pero que su padre aún vive. Sin embargo, y vuelvo a citar, «sus facultades físicas y mentales están muy mermadas, tras un ictus sufrido en mayo de este año». —Martinson dejó los papeles sobre la mesa—. Hay más información, pero esto es lo más importante.
Kurt Wallander alzó la mano.
—¿Dice desde qué lugar envió la última carta? ¿Y cuándo quedaron vacías sus cuentas definitivamente?
Martinson hojeó el montón de papeles, sin hallar nada al respecto. Kurt Wallander echó mano del teléfono.
—¿Cuál es el número de teléfono de ese tal Midtstuen?
El inspector fue marcando los números mientras Martinson los leía en voz alta. Todos aguardaron expectantes. Tras unos minutos, lo pasaron desde la centralita al despacho de Hovard Midtstuen. Kurt Wallander formuló sus dos preguntas, dio su número de teléfono y colgó.
—Dice que no le llevará más que unos minutos —aclaró—, de modo que esperaremos.
Hovard Midtstuen le devolvió la llamada diecinueve minutos más tarde. Entre tanto, nadie pronunció una sola palabra. Sólo sonó un móvil, el de Kurt Wallander, que al comprobar el número que aparecía en la pantalla, optó por no contestar. Linda tuvo la certeza, sin saber por qué, de que el número correspondía al teléfono de Nyberg. Cuando por fin sonó el teléfono, Kurt Wallander agarró el auricular y se apresuró a garabatear datos en un bloc. Tras darle las gracias al colega noruego, colgó con un sonoro golpe y gesto triunfal.
—¡Bien! —celebró—. Ahora parece que algo empieza a cuadrar.
Para demostrarlo, leyó en voz alta sus notas: la última carta de Torgeir Langaas tenía matasellos de Cleveland, Ohio, Estados Unidos, que también fue el lugar donde se pulió el dinero que le quedaba y canceló sus cuentas bancarias.
Dicho esto, dejó caer el bloc sobre la mesa. Varios de los presentes seguían sin comprender. ¿Qué era lo que cuadraba? Pero Linda sí lo entendió.
—La mujer que encontraron muerta en la iglesia de Frennestad procedía de Tulsa —les recordó—, pero había nacido en Cleveland, Ohio.
Un pesado silencio se hizo en la sala.
—De todas maneras, sigo sin entender qué ocurre —confesó Kurt Wallander—. Pero hay algo de lo que no me cabe la menor duda: la amiga de Linda, Zeba, o Zebran, como ellas la llaman, se encuentra en grave peligro. Y quizá también Anna Westin lo esté. —Hizo una pausa, antes de proseguir—: Incluso cabe la posibilidad de que sea Anna Westin quien constituya el peligro. Por eso ellas son ahora nuestra prioridad.
Habían dado las tres de la tarde. Linda, presa de un extraño temor, trató de concentrarse en Zebran y en Anna. Una idea rozó veloz su cerebro antes de desaparecer. Dentro de tres días, empezaría a trabajar como policía. Pero ¿sería capaz de ello si a Zebran o a Anna les ocurría algo? Por desgracia, no tenía respuesta para aquella pregunta.
La tarde en que Torgeir Langaas fue a recoger a Anna para, con los ojos vendados y tapones en los oídos, conducirla hasta el escondite de Sandhammaren, Erik Westin pensó en la prueba a la que Dios había sometido a Abraham.
Se había acomodado en el despacho del capitán de marina, una pequeña habitación, contigua a la cocina, que se asemejaba a un camarote, con una gran ventana circular enmarcada en bronce. La tenía entreabierta, para poder salir si algo inesperado ocurría. Lo inesperado siempre guardaba relación con el diablo. El diablo era tan real como el mismo Dios; le había llevado más de quince años de reflexión llegar a comprender que Dios no tenía sentido sin su opuesto. El diablo es la sombra de Dios, concluyó cuando hubo aprendido aquella verdad. En numerosas ocasiones había intentado provocar al diablo para que se le mostrase en sus sueños, pero en vano. Paulatinamente fue descubriendo que el rostro del diablo estaba en perpetua transformación. Versátil y habilidoso, utilizaba diversas máscaras a fin de adoptar todas las apariencias posibles. Representar al diablo como un animal con cuernos y rabo era uno de los errores cometidos por los cronistas y exegetas de la Biblia. El diablo era un ángel caído. Se había arrancado las alas, le crecieron brazos en su lugar y adoptó forma humana.
Erik Westin había rebuscado entre sus recuerdos y había concluido que el diablo se le había mostrado en múltiples ocasiones, a hurtadillas, durante sus sueños, sin que él lo advirtiera. Entonces comprendió por qué Dios nunca había querido hablar de ello con él. Él tenía que descubrir por sí mismo que el diablo era un actor que dominaba todos los papeles. De ahí que no pudiera protegerse por completo de lo inesperado. Ahora comprendía por qué Jim se había mostrado tan suspicaz los últimos meses que pasaron en Guyana. Jim no poseía la fuerza suficiente. Nunca logró convertir su miedo en la capacidad de protegerse. La ventana medio abierta del camarote del capitán Stenhammar era un recordatorio del ángel caído.
Abrió una Biblia que había encontrado en la biblioteca del capitán. Su primera Biblia la había extraviado Torgeir. Estaba en la cabaña donde, inopinadamente, se presentó aquella mujer que iba sola por el bosque. Erik se puso fuera de sí cuando supo que aquel ejemplar, que con tanto recelo le había prestado a Torgeir, había sido requisado por la policía. Sopesó si existiría la menor posibilidad de entrar en la comisaría y recuperarlo, pero resolvió que la empresa entrañaba demasiados riesgos.
No le fue fácil controlar la cólera que lo invadió ante la pérdida de aquella Biblia. No obstante, necesitaba a Torgeir para la gran misión que lo aguardaba: era el único de su ejército al que no podía reemplazar. Le explicó a Torgeir que la mujer que había llegado hasta él a través del bosque era las fuerzas mismas del mal, enmascaradas.
El diablo es la sombra de Dios y, a veces, la sombra se desgaja y emprende su propio camino bajo un disfraz de ser humano, hombre o mujer, niño o anciano
. Torgeir había hecho bien en matar a la mujer. Pese a todo, el diablo no moría, siempre lograba escabullirse de un cuerpo antes de que éste quedase exánime.
Dejó la Biblia sobre el hermoso escritorio de madera de sándalo, o tal vez de caoba, y leyó el pasaje en el que Dios ordena a Abraham que le quite la vida a su propio hijo, Isaac, y en el que se relata cómo después, cuando Abraham ya estaba preparado para ello, Dios lo libró de tener que inmolar a su hijo. Él se encontraba ahora en la misma situación que Abraham. ¿Qué debía hacer con su hija, si resultaba que ella no poseía la fuerza que él le suponía? Había pensado en ello durante mucho tiempo, hasta que su voz interior le indicó cuál era el camino que debía seguir. Tenía que estar preparado para llevar a cabo incluso el mayor de los sacrificios, y sólo el mismo Dios podía posponer o cancelar la orden.
Cuando Anna reconoció la voz de Zebran, él comprendió que Dios le pedía que se preparase para aquel suceso. Él podía interpretar todas las reacciones de Anna, pese a que su rostro sólo había manifestado un breve sobresalto que dio paso, de nuevo, a la inexpresividad. Al principio, la asaltó la duda: ¿habría oído mal?, ¿sería un animal o sería, en verdad, Zebran? La joven buscaba una respuesta convincente al tiempo que casi deseaba que se repitiese el grito. Lo que Erik no comprendía era por qué ella no le preguntó nada. Una simple pregunta, en absoluto inoportuna o innecesaria. Llegar a una casa extraña, conducida por un extraño, con los ojos vendados y tapones en los oídos para que le resulte imposible percibir nada del entorno. Salir a un porche y, de repente, oír un grito que ascendía taladrando el suelo… Pero Anna no formuló ninguna pregunta y él pensó que, posiblemente, el grito de Zebran había sido muy conveniente. En efecto, ya no había vuelta atrás. Pronto verían si Anna era digna de ser su hija. Estaban a 7 de septiembre. Pronto, muy pronto, sobrevendría lo que él llevaba más de quince años preparando. «No voy a hablar con ella», decidió. «Lo que he de hacer es adoctrinarla, igual que hice con el resto de mis seguidores.»
—Imagínate un altar —comenzó—. Podría ser esta mesa. Imagínate una iglesia, que puede ser este porche.
—¿Dónde estamos?
—En una casa que es también una iglesia.
—¿Por qué no me permitiste ver el camino?
—La ignorancia puede ser una forma de libertad.
Anna quería seguir preguntando, pero Erik alzó la mano y ella se estremeció, como si temiera que él fuese a golpearla. Erik empezó a hablarle de lo que estaba por venir y de lo que ya había pasado. Hablaba, como solía, al principio casi vacilante, con largas pausas, y después con creciente intensidad.
—El ejército que he creado aumenta día a día. Los grupúsculos que, en los inicios, se comportaban de forma indisciplinada crecerán hasta convertirse en batallones, los batallones en regimientos, y todos los antiguos baluartes, el auténtico rostro del cristianismo, volverán a restallar en la vanguardia de la humanidad. Buscamos la reconciliación que ha de darse entre Dios y los hombres, y ya ha llegado el momento. Dios me ha llamado y nadie puede desoír una llamada que viene directamente de Dios. El me exige que guíe a estos regimientos para, juntos, derribar los muros del vacío que invade a los hombres. Hubo un tiempo en el que creí que me vería obligado a llenar ese vacío con mi propia sangre. Ahora sé que Dios nos ha procurado mazos con los que destruir los muros que rodean nuestro espíritu. Y pronto vendrá el día y la hora de poner en práctica aquello para lo que nuestra fe ha sido concebida. El instante en que el cristianismo y el espíritu de Dios reinen en la Tierra. La salvación está dentro de nosotros, y nosotros aplastaremos con la mayor resolución toda resistencia, tanto los muros de nuestro interior como a todos los descarriados, todas las doctrinas perniciosas que mancillan la tierra. Sólo existe un Dios, y Él nos ha elegido para que seamos los primeros en atravesar las barricadas y convertirnos en mártires, si fuera preciso. Tenemos que mantenernos fuertes en nombre de la Humanidad, hemos de ahuyentar a las fuerzas oscuras hasta reducirlas al mutismo. Si alguna de estas fuerzas del mal adopta la apariencia de ser humano o de falso profeta y viene a imponerme condiciones, contestaré: «Espera a ver cuáles son las mías». Y así debe ser. La responsabilidad que el mismo Dios me ha asignado no puede cuestionarse. Siempre he soñado con una vida apacible, modesta y sencilla. Pero no eran ésos los designios que me estaban reservados. Y ahora, por fin, ha llegado el momento de abrir las esclusas y dejar que el agua purifique la tierra.